Leonor no paró de agitarse en su lecho, soñando con cosas que más tarde no recordó y, cuando se despertó, sintió que su estómago se retorcía y le daba un vuelco. Apenas fue capaz de salir a rastras de la cama y alcanzar la escudilla que descansaba junto a la pared, antes de vomitar los amargos restos de la cena. Petronila se incorporó en la cama, a su espalda. Leonor permaneció allí por unos instantes, apartándose el cabello con la mano, hasta que estuvo segura de haber terminado. A continuación, se incorporó y se dirigió a la ventana, tratando de engullir algunas bocanadas del aire fresco de la mañana.
—Entonces, es cierto —dijo Petronila.
Leonor se volvió hacia ella.
—Sí. Eso creo.
Luego posó la mano en su vientre. Petronila la protegería. Sintió un repentino impulso de agradecimiento y de amor por el tacto que había demostrado su hermana.
Las dos miraron al mismo tiempo hacia la puerta de la alcoba. Las damas de compañía se encontraban fuera, esperando a entrar con el vino de la mañana mientras sus voces retumbaban al otro lado. Petronila tragó saliva y dedicó a Leonor una mirada llena de inquietud. Tal vez no se había dado cuenta hasta ese momento de lo que podría suponer una ayuda. Leonor lo sabía demasiado bien como para decir nada.
Luego se escuchó un ligero golpe en la puerta.
—Déjalas pasar —dijo Leonor con firmeza. Si Petronila la abandonaba, estaba perdida—. Pensarán que algo va mal.
A continuación, volvió a mirar hacia la ventana. Petronila alzó la voz para hacerlas entrar y la puerta se abrió repentinamente.
Alys y Marie-Jeanne fueron las primeras en entrar, conduciendo a los cocineros con las bandejas que contenían el pan de la mañana. Tras ellas, entró Claire, y luego dos hombres más portando braseros, a pesar del calor que hacía, para calentar el vino. El aroma de las especias y del vino afrutado inundó la estancia. Petronila alzó la voz, empleando su habitual tono elevado, propio de un heraldo:
—¿Podéis, por favor, venir a limpiar esto?… El vino no me ha sentado muy bien esta noche.
Su voz se extendió por toda la estancia haciendo que, de repente, se hiciera el silencio por toda la habitación. El cocinero se encontraba de pie junto a la puerta, con los ojos abiertos de par en par como una galleta. Petronila se sentó junto a la ventana, miró hacia el exterior y guardó silencio. Alys dio una orden y Claire se llevó la escudilla fuera de la habitación. Todo el mundo miraba a Petronila, que volvió a tumbarse en la cama, ocultando su rostro bajo la ropa.
Alys llevó a Leonor una copa de vino, caliente y cargado de especias. El rostro de la dama de compañía estaba resplandeciente y cargado de interés. Luego dijo entre susurros:
—¿Acaso la señora Petronila va a tener un bebé?
Leonor frunció el ceño.
—Solamente le sentó mal el vino de ayer. No divulgues falsos rumores.
A continuación, cogió una taza y bebió un pequeño sorbo, pero no se atrevió a tragárselo. Alys avanzó por la estancia y Leonor se aseguró de que nadie mirara, escupió el sorbo de vino en la copa y derramó su contenido por la ventana.
Los días pasaban y el tiempo estaba cambiando: durante las tardes se notaba una brisa fresca y por las noches hacía un poco de frío. Como sólo podía contar con la ayuda de tres damas, estas tuvieron que hacer todos los preparativos para el viaje. Durante el camino, Leonor tenía intención de visitar de nuevo los lugares que formaban parte de su patrimonio. Después de celebrar el consejo en Poitiers que, presumiblemente, la liberara de Luis, pasarían las Navidades juntos en Limoges, donde se entonaban los cánticos más hermosos de toda la cristiandad y donde podrían proclamar la anulación de su matrimonio. Una vez conseguido eso, pondría rumbo a Poitiers, y Luis se dirigiría al norte.
Petronila sintió que le dominaba un arrebato de impaciencia por todo el cuerpo, un anhelo imperioso de que todo aquello terminara cuanto antes y ocurriera sin mayores contratiempos.
Retrocedió unos pasos, mirando a las cuatro túnicas que aparecían extendidas sobre la cama, las mejores que tenía Leonor. Durante unos días, al menos sus múltiples pliegues podrían ocultar los cambios que estaban teniendo lugar en la figura de su hermana. Luego se volvió hacia Marie-Jeanne.
—Llévatelas todas. Alys sabrá qué joyas y zapatos combinan con ellas.
Miró hacia la ventana, donde Leonor permanecía bañada bajo un haz de luz del sol, con los brazos cruzados sobre su pecho y la mirada perdida en la lejanía. A pesar de que sabía muy bien el estado en el que se encontraba su hermana, esta no parecía haber experimentado ningún cambio y había dejado de vomitar por las mañanas.
Luego se volvió hacia Marie-Jeanne. La anciana estaba arrodillada junto a un cofre, doblando la ropa interior y guardándola. Junto al armario, Alys se encontraba sacando más vestidos y entregándoselos a Claire para que los aireara y los guardara entre el equipaje.
A los pies de Petronila, Marie-Jeanne dejó escapar un suave sonido.
Petronila bajó la mirada, sorprendida. La anciana era tan callada que a menudo se preguntaba si se había vuelto muda. Todavía estaba arrodillada junto al cofre, con sus nudosas manos llenas de ropa, pero había dejado de doblarla. Petronila miró con mayor detenimiento, preguntándose qué es lo que le había asombrado.
Con sus pálidas y suaves manos, la anciana estaba sujetando harapos, ordinarios harapos. Comprendiendo inmediatamente la situación, Petronila se dio cuenta de que eran ropas que habían guardado para que Leonor las utilizara cuando le sobreviniera la maldición de Eva. Mientras permanecía tensa como una pica, observó cómo Marie-Jeanne hacía rápidos cálculos mentales. A continuación, la sirvienta levantó la mirada hacia Leonor. En ese momento, Petronila se dio cuenta de que la anciana había descubierto su secreto.
No dejó escapar el menor sonido: Marie-Jeanne levantó la cabeza y clavó sus ojos en ella, lanzando un suspiro cargado de asombro y preocupación. Petronila no dijo una palabra, ni tampoco hizo nada, sino que se limitó a mirar al rostro dulce y amable de la anciana. Marie-Jeanne se encontró con su mirada durante unos instantes y luego la bajó con cierto esfuerzo, plegó en silencio los harapos y los metió en una esquina del cofre, bien abajo, enterrándolos en su interior.
A continuación se incorporó y cruzó la estancia hasta el lugar donde se encontraba Leonor, a quien había servido desde que la reina era niña. Pasó los brazos alrededor de ella y la abrazó como lo hace una madre con su hija. Leonor, sorprendida, bajó la mirada hacia aquella dulce cabeza gris y la apretó contra su cuerpo durante unos instantes. Nadie pareció darse cuenta de aquel gesto. Finalmente, Marie-Jeanne regresó al cofre y retomó su trabajo, aunque ahora en su rostro se reflejaba la preocupación y su habitual sonrisa ya no se dibujaba en él.
La semana antes de que decidieran emprender el viaje, un paje se acercó a Petronila mientras paseaba sola por el jardín y le rogó que se presentara ante el rey.
A Petronila se le encogió el estómago y dijo:
—Por favor, id a buscar a mi hermana para que me acompañe.
El extremo del velo colgaba sobre su hombro y lo levantó hasta ocultar con él su rostro.
El paje hizo una genuflexión, esbozando una espasmódica reverencia.
—No, mi señora… quieren que vayáis a solas.
—Pero eso no es lo habitual —dijo con voz asustada.
—Mi señora, os transmito el mensaje: el rey…
—Ah —dijo Petronila. A continuación, se dio la vuelta, mirando hacia la torre que se elevaba a sus espaldas, con la esperanza de que Leonor la estuviera viendo… de que Leonor acudiera a su rescate. La elevada columna de piedra se erguía fría y sólida bajo el sol. Con desgana, pero temerosa de mostrar su reticencia, siguió al paje avanzando a través del concurrido patio y ascendieron por la escalera que conducía a la puerta que daba a la cámara del rey.
Mientras caminaba, se dijo a sí misma que lo sabían todo: sospechó las opiniones que se verterían sobre ella, y cuando llegó hasta la puerta sus manos estaban frías y húmedas, su corazón corría al galope dentro de su pecho y maldecía a Leonor por haberla metido en aquel asunto.
Cuando entró en la sala y vio a Thierry Galeran de pie detrás de la silla del rey, sintió que las rodillas le temblaban.
Siempre había odiado a aquel hombre y, al mismo tiempo, le temía, ya que, desde el primer momento en el que el secretario se fijó en ella, trató por todos los medios de hacerle la vida imposible. Petronila recordaba lo mucho que había disfrutado engañándole y deseaba saber hasta qué punto Thierry conocía la verdad. Avanzó con las piernas temblorosas hacia el centro de la estancia. Una vez allí, trató de recuperar la compostura. Juntó las manos por delante del cuerpo e inclinó la cabeza hacia Luis, que procedía de una casa y de un abolengo que no era superior al suyo, ya que el rey no era más que un simple Capeto y ella pertenecía a la añeja Casa de Aquitania.
—Que Dios os guarde, señor —dijo Petronila.
El rey respondió sin la menor ceremonia.
—Mi señora. Nos han hecho varias propuestas para conceder vuestra mano y estamos dispuestos a entregaros pronto en matrimonio. Pero en los últimos días se ha extendido un terrible rumor sobre vos, y antes de que podamos asignaros a un nuevo esposo, nos gustaría que os viera una comadrona.
Petronila levantó la cabeza con brusquedad, invadida por un repentino ataque de ira y de vergüenza, tanto por las palabras que le había dirigido el rey como por el modo en el que las había pronunciado. En ese momento, le invadió el deseo de que se la tragara la tierra.
—¿De qué estáis hablando? —dijo.
Sentado en su trono, por detrás de Thierry, el semblante de Luis delataba que tenía la intención de disculparse e hizo algunos gestos. Mientras tanto, el secretario no paraba de agitarse hacia adelante y hacia atrás delante de ella.
—No es necesario que sea más específico, mi señora. Ya debéis saber a qué me refiero. Una comadrona…
—No pienso consentirlo —interrumpió Petronila—. Esto es un insulto… es humillante.
Las lágrimas emanaban de sus ojos. Se sentía vigilada, controlada e investigada, como si fuera una especie de mercancía que se ofreciera para su venta, y levantó los brazos hacia Luis.
—No podéis hacerme esto, mi señor. Nunca os he hecho el menor daño. ¿Cómo podéis utilizarme de una manera tan cruel?
Luis se inclinó hacia adelante, estirando la mano para agarrar el brazo de Thierry e hizo que el secretario diera un paso hacia atrás. Thierry hizo caso omiso a su voluntad, mirándola por debajo de su nariz.
—Así pues, es verdad lo que dicen de vos.
—¡Majestad! —dijo Petronila dirigiéndose amablemente hacia el rey, su única esperanza—. Por favor, protegedme… Oh, Dios, mi Sagrado Salvador. —Dobló el cuerpo hacia adelante, ocultando su rostro con las manos, sollozando por la rabia y el miedo sobre el paño enmarañado de su velo—. Si mi esposo se encontrara aún aquí, os golpearía como a un perro por hacerme esto.
—Si todavía tuvierais un esposo, mi señora, vuestro estado sería un motivo de alegría para todos —repuso Thierry.
—Dejadla marchar. No va a obedecer nuestras peticiones y yo no quiero que sufra sintiéndose obligada —dijo el rey.
—Señor, no podemos casarla adecuadamente si porta en su vientre la carga del bastardo de otro —añadió Thierry.
Petronila dejó escapar un suspiro, bajó las manos y le atravesó con la mirada. Por primera vez en su vida, su temperamento se imponía a su prudencia. Dio un paso hacia adelante y le dio una bofetada en el rostro con toda la fuerza que le permitió su brazo. Thierry retrocedió un paso con la mejilla completamente encarnada. Luis dejó escapar un grito que se podía haber interpretado como una risa ahogada. Petronila dio media vuelta y salió de la estancia, bañada en lágrimas, escociéndole la mano y con la cabeza bien alta.
Esperaba que la persiguieran, que la condujeran de nuevo a rastras hasta el rey. Que la sometieran a aquel secuestro. Pero no sucedió nada de eso. A cada paso tambaleante que daba se sentía más y más sorprendida y, secretamente, deliciosamente triunfante. Había vencido. Los había desafiado. Era más fuerte de lo que había imaginado.
Más tarde, cuando le contó a Leonor lo que había sucedido, su hermana dejó escapar una sonora carcajada.
—Querida, eres un valeroso caballero… si hubieran descubierto que no eras tú la que estaba embarazada, habrían sospechado en seguida de mí y, entonces, todo se habría echado a perder. ¡Cómo me habría gustado estar allí! Sin lugar a dudas, les venciste en la justa. Te habría entregado complacida la rosa.
Petronila estalló de ira. Por proteger a su hermana había tenido que soportar esa humillación y Leonor se lo estaba tomando como si fuera un juego divertido.
—Alguien se lo ha contado. Les ha hablado de aquella mañana en la que estaba enferma. ¿Crees que ha podido ser Claire? —Miró a su alrededor como si alguien le pudiera escuchar—. Alguien se lo ha dicho.
Leonor sujetaba un pedazo de papel en la mano y leía. Luego se lo entregó a su hermana y dijo, cargada de paciencia:
—No puedes culpar a Claire. Media torre te escuchó adjudicarte el pastel. Hasta ahora, ha funcionado. Por favor, ayúdame a salir adelante con esto. Hay mucha gente que nos va a acompañar en el viaje y tengo que encomendar las tareas a cada uno de ellos.
Petronila se mordió los labios y se inclinó obediente a recoger la lista que descansaba sobre la rodilla de su hermana. Se volvía a sentir enfadada, y esta vez su cólera iba dirigida hacia Leonor. No todo, pensó, tenía que girar necesariamente en torno a la reina. Thierry había querido abusar de ella, de la propia Petronila y, en cierto modo, por medio de las palabras, lo había hecho, y Leonor apenas se había dado cuenta de lo que estaban haciendo con ella. Incluso su propia hermana la había metido en aquel embrollo. En cuanto le fue posible, se deslizó hasta el jardín y paseó en soledad hasta que volvió a recuperar la calma.
Había otra Petronila, oculta en lo más profundo de su interior, que Leonor no conocía. Le dio la sensación de que su hermana no se sentiría demasiado feliz si llegara a conocer su personalidad secreta. Eso le produjo un arrebato de satisfacción, como el que había sentido derrotando a Thierry. O, tal vez, todavía mayor.
Siguió paseando por el jardín, disfrutando de la luz del sol. Cuando llegó a las proximidades de la puerta, divisó una silueta dibujada sobre el césped y levantó repentinamente la mirada. Allí, sentado sobre la pared, se encontraba Joffre de Rançun, el caballero de su hermana, que le dedicaba una sonrisa. Se estaba encargando de su custodia, tal como era su costumbre. Petronila le dedicó un saludo con la mano, contenta de verlo, y su estado de ánimo mejoró. Luego le hizo un gesto para invitarle a que paseara con ella.
—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Claire, sorprendida. Todos habían escuchado un relato más o menos aproximado del enfrentamiento que mantuvo Petronila con el secretario del rey.
Alys sacudió con fuerza un vestido de lino a la luz del sol. El traje olía a rosas viejas y un pétalo seco salió volando por toda la habitación.
—Le dio una bofetada a Thierry. Uno de nuestros pajes se lo escuchó contar a uno de los pajes del rey. Dijo que, al verlo, Luis se echó a reír.
Claire tomó aire y lo contuvo, complacida. Se volvió para mirar por la ventana, hacia el lugar por donde Petronila se encontraba paseando. La satisfacción que le producía aquello la agitó. Quería salir corriendo de allí y rodear con sus brazos a la hermana de la reina. Luego se volvió hacia Alys.
—Pero es muy poco… femenino, ¿no es cierto?
—Todo lo que hace Petronila es digno de una dama —respondió Alys, mientras le entregaba una pila de vestidos de seda.
—Pero va a tener un bebé, misteriosamente —repuso Claire.
Alys miró por encima de Claire, hacia Marie-Jeanne, y sin decir una sola palabra introdujo sus manos en el armario para coger otro vestido. Claire bajó la mirada y guardó silencio. Se entretuvo en meter los vestidos dentro del cofre de la mejor manera que pudo. Del cuenco que descansaba junto al cofre cogió algunos pétalos de rosa secos y los esparció sobre el lustroso vestido. Pensó en lo que Alys le había dicho, y en lo que no había dicho, y el entendimiento de aquella situación cubrió aquel vacío. Se mojó los labios, consumida por la excitación, mientras observaba cómo Alys sacudía otro vestido.
Es Leonor la que está embarazada, pensó.
Eso la dejó pensativa y un tanto perpleja. Aquel era un secreto que vaha por todo un reino. Había jurado no volver a contar chismorreos, pero ahora había llegado hasta sus oídos la más increíble de las historias. Tal vez se había vuelto virtuosa demasiado pronto.
—Entonces, ¿qué más cosas hay que sean dignas de una dama? —preguntó, deseosa de ocultar la agitación que le producían sus pensamientos.
Alys acarició la seda de lavanda con sus dedos. Miró a Marie-Jeanne y dijo:
—Nunca he oído expresarlas categóricamente… tal vez sea adecuado para una dama que nadie hable de sus virtudes —dijo, echándose a reír—. Pero, en mi opinión, son las mismas virtudes que hacen perfecto a un caballero, que es fuerte de brazos, leal a su señor, franco y abierto en sus maneras y grande de corazón. Puede que una mujer no tenga los brazos fuertes, pero puede ser digna de alabanza.
Claire pensó, con cierto desasosiego, que no era demasiado digna de alabanza. Tampoco lo era Leonor, continuó, la mujer de mayor categoría que conocía. Pero Leonor era valiente, y eso se acercaba más a la virtud de un hombre.
—Y leal, y sincero y… y amable —añadió.
Recordó la sonrisa de Petronila cuando la encontró en el Hotel-Dieu. Para ella, aquello seguía siendo su primer objetivo, conseguir que alguien se sintiera como le habían hecho sentir a ella cuando Petronila la sacó de aquel infierno.
—Sí —dijo Alys—. Estoy de acuerdo.
Sus ojos brillaban de alegría y miró de nuevo a Marie-Jeanne, como si conocieran algún tipo de secreto.
Era evidente que compartían un secreto, pero ahora Claire también lo conocía. La pequeña homilía sobre las virtudes que deben adornar a una dama no era más que humo, pero el secreto que le habían revelado inadvertidamente era algo de incalculable valor.
Thierry habría dado lo que fuera por saberlo. Pero aquel hombre nunca debería conocerlo. Se mordió los labios, satisfecha, tras haber obtenido lo que quería, y tomó la decisión de ocultárselo. Esa sería su revancha. Mantener el importante secreto de una reina era un honor en sí mismo, considerándolo mucho más valioso de guardar que de revelar.
Las palabras sobre la virtud que pronunció Alys resonaron de nuevo en su cabeza. Ninguna de ellas tenía que ver consigo misma. No se consideraba una mujer digna de alabanza. Ya había demostrado que no era una persona leal ni sincera. Se preguntaba si sería amable y tampoco fue capaz de encontrar una respuesta.
Prefería no haber preguntado y sintió que se le hundía el corazón. De alguna manera, se volvía a sentir terriblemente insignificante. Se recordó a sí misma que todas esas palabras no eran más que bocanadas de viento. Sólo importaban los actos y sus subsiguientes consecuencias. Aquel momento en el que escuchó: «Ven a casa». Tenía que aprender a comportarse así. Estiró los brazos para sujetar el vestido y ayudar a Alys a doblarlo para el viaje.
Unos días más tarde abandonaron París. Mientras avanzaban, Leonor tenía la secreta esperanza de que esa partida fuera su huida definitiva de aquel lugar.
Necesitaron todo el día para ponerse en marcha. La corte abandonó la ciudad en grupos, formando una enorme caravana: personas importantes e insignificantes, muchas de ellas a caballo, aunque la mayoría iba a pie, carretas cargadas con sus equipajes, caballos y mulas con sus arreos, rehalas de lebreles y perros lobo, sabuesos que avanzaban en grupos, unos silenciosos perros con papada y largas orejas colgantes, halcones encerrados en cestas y encaramados sobre los puños, los cocineros y los mozos de cuadra, las lavanderas y las ayudantes de cocina, así como todo tipo de parásitos.
El rey encabezaba la comitiva, acompañado de sus hombres y sus caballeros de mayor rango, haciendo que la ciudad quedara sumida en un amasijo de estandartes, heraldos y trompeteros. Leonor avanzaba tras él a cierta distancia, a fin de evitar el polvo que producía el grupo.
La reina pretendía mostrarse lo menos posible en público. Debajo de su holgada túnica, su vientre estaba comenzando a dilatarse, y aquella mañana, por primera vez, pensó que había sentido removerse algo en su interior. No deseaba ofrecer ninguna oportunidad de despertar la menor sospecha.
De Rançun y sus hombres avanzaban a su alrededor, mientras sus caballos sacudían la cabeza interpretando un extraño baile. Su propio caballo llevaba un atuendo de seda adornado con flecos que ondeaba a cada paso que daba. Un caballero portaba el estandarte de la reina, que era de color verde y oro, mientras los pajes, los sirvientes y la gente de su corte avanzaban detrás formando un nutrido rebaño. Cuando llegaron a los campos de Beauce, que se extendían justo al sur del Sena, las mujeres que se encontraban recogiendo los últimos vestigios de la cosecha de trigo se incorporaron para observarles pasar, protegiéndose los ojos del sol con la mano mientras sus hijos, medio desnudos, corrían a situarse a los márgenes de la carretera.
La mayoría de sus damas de compañía se sentaban dócilmente en una carreta, conversando y pasándose una copa, mientras Petronila cabalgaba junto a su hermana y de Rançun portaba el halcón encapuchado de Leonor sobre su puño. Escudriñaron los campos atestados de rastrojos tratando de encontrar una presa para el ave, pero no dieron con ninguna. Era probable que el paso de la caravana de Luis hubiera espantado a todos los animales. Desde una cesta que se encontraba atada a la grupa de una mula, otro halcón gritaba impaciente a la comitiva.
La estación avanzaba hacia el invierno y hasta la luz del sol se había contagiado de él. Sin embargo, era un día despejado y luminoso, y Leonor se sentía dichosa por haber abandonado la ciudad, por estar fuera de los confines del aposento de la torre, por tener la oportunidad de ir a otra parte, a donde fuera.
Mientras pasaban a través de los extensos trigales que dominaban el sur de París, la reina miró hacia el frente y divisó la extensa comitiva serpenteante que los acompañaba en ese viaje. Luego, retorciéndose en su silla de montar, pudo volver la mirada y ver cómo se extendía hacia la lejanía, formando un río que la llevaba cada vez más lejos de su hogar.
Ese pensamiento hizo que su ánimo mejorara, y decidió aferrarse a esa idea mientras el río la llevaba de vuelta a casa. Tal vez fuera una corriente larga y retorcida, pero, al fin y al cabo, le permitiría estar donde deseaba.
Al principio, como era natural, todo el mundo estaba de muy buen humor. Cuando partieron, la gente no paraba de repartir bromas y entonar cánticos, yendo de acá para allá o simplemente sentándose a descansar por unos instantes, deambulando por el camino para transmitir mensajes o saludar a sus amigos. Más tarde, advirtió, comenzaron a avanzar con pesadez, como si fueran un grupo de esclavos azotados cuyo único deseo era hacer un alto en el camino. Pasadas unas horas, todo el mundo se sentía anhelante, incluso los caballos y los perros de caza, sin dejar de tensar las correas y los arreos.
El caballo de Leonor lanzó un resoplido, resistiéndose al freno de la brida, y ella le dejó que emprendiera un pequeño trote, retozando de satisfacción. Un conde español le acababa de regalar aquel corcel como muestra respeto. Era un espléndido ejemplar de caballo bereber que lucía una crin suave como la seda, una piel de color gris moteado y era demasiado arrojado como para cabalgar al lado de nadie, lo cual encajaba perfectamente con el estilo de montar de ella. Petronila trotaba detrás subida a los lomos de su pequeña yegua marrón, con las piernas perfectamente encajadas en el lado izquierdo de la silla de montar; a diferencia de Leonor, que montaba su caballo a horcajadas y lo guiaba a su voluntad.
Cuando el día estaba bastante avanzado, dejaron que el fiero halcón echara a volar cerniéndose sobre las liebres que corrían por las praderas que se extendían a ambos lados del camino. Casi de inmediato, el halcón atrapó a un enorme conejo que prácticamente doblaba su tamaño. Aquello le pareció a Leonor un perfecto presagio. Dentro de poco, pensó, estaría a salvo en Poitiers y allí sería la única persona que impusiera las normas. En aquel lugar, con la máxima discreción, podría tener el bebé que llevaba en su interior. Luego haría llamar al duque Enrique para que entrara a formar parte de su flamante y grandioso reino.
En cuanto comenzó a pensar en él sintió cómo su cuerpo se ponía en tensión y le invadía una oleada de calor, recordando la apasionada boca de aquel joven, su musculoso pecho cubierto de aquella mata de espeso vello rizado rojizo, sus muslos gruesos como columnas y la espada que blandía entre ellos y que tan bien encajaba en su vaina. Recordó la pasión que aquel muchacho sentía por ella. A Leonor le complacía enormemente ser amada. Advirtió que Petronila la miraba fijamente mientras una pequeña sonrisa iluminaba su rostro, y se dio cuenta de que su hermana sabía perfectamente lo que en aquel momento pasaba por su cabeza. Sin embargo, cuando se encontró con los ojos de Petronila, esta desvió la mirada al instante.
En los últimos días, Petronila se había mostrado por momentos temerosa, y pensó que tal vez seguía afectada por el trato vejatorio que recibió por parte de Thierry. Leonor sintió deseos de que su hermana olvidara aquel incidente cuando antes, ya que le complacía verla despreocupada.
El camino se desvió hacia el oeste, en dirección a Anjou. El rey, con medio día de cabalgata por delante, tendría que realizar una demostración de fuerza a lo largo de la frontera ante los vasallos díscolos que habitaban en aquella región. Leonor se quedó rezagada, para tener la excusa de acampar en un sitio distinto al del rey, y envió a Joffre de Rançun por delante para que encontrara un lugar adecuado. Por un instante, se preguntó qué estaría haciendo el duque Enrique. Las tierras de su amado limitaban con las suyas, y eso hacía que únicamente los separara unos cuantos días de camino.