11

—El rey consentirá la anulación y podremos regresar a Poitiers.

Petronila agarró la mano de Leonor entre las suyas.

—¡Poitiers!

Leonor pasó el brazo alrededor de la cintura de Petronila y apoyó la mejilla contra la de su hermana.

—Te lo dije. El rey se va a dar cuenta de que nuestro matrimonio está acabado. Aquitania es mía, así que se queda conmigo. —Su tono de voz fue en descenso hasta caer en un exuberante susurro—. Volveremos a casa. Y allí podré controlarlo todo. Llevaré a Poitiers a los mejores trovadores, a los grandes poetas, a todo hombre que piense por sí mismo —añadió recostándose sobre su asiento, con la mirada cargada de alegría, sin temor, emitiendo un fulgor verde bajo la luz del sol—. Me invade el deseo de celebrar la victoria. ¡Bailemos! —prosiguió, poniéndose de pie de un salto mientras, dando una patada al aire, se despojaba de los zapatos—. Marie-Jeanne, cierra la puerta. Nadie nos detendrá, ni siquiera el mismísimo rey. Alys, canta un rondó para nosotras. ¡Y venid todas a bailar conmigo!

Por un momento, nadie movió un músculo, pero luego, como si el sol comenzara a ascender por el cielo ante sus ojos, sus rostros se colmaron de excitación. Marie-Jeanne echó el cerrojo de la puerta. Alys, que contaba con una excelente voz, se aclaró la garganta y comenzó a entonar una vieja melodía. Petronila sintió cómo se le erizaba el cabello. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, como si, de algún modo, en aquella pequeña habitación fuera libre como un pájaro que surca el cielo.

Comenzó a cantar con Alys. Recordaba aquella canción desde la infancia y pensó que tal vez su padre, el gran trovador, fue la primera persona a la que escuchó cantar. Cogió la mano de su hermana y la apretó, luego asió la de Alys con la mano que le quedaba libre y Marie-Jeanne se unió al círculo. Todas cantaban a pleno pulmón.

Sin saber muy bien qué hacer, la pequeña Claire se acercó y le dejaron que se colocara entre Marie-Jeanne y Alys.

—Blanca y radiante va la novia… —cantaba Alys.

—¡Uno, dos, tres, patada! —gritó Leonor.

Siguieron moviéndose en círculo alrededor de la estancia, golpeando los taburetes y tirando al suelo los cojines. Estaban armando mucho escándalo. Petronila parecía radiante y no podía parar de reír. Se sentía embriagada y agitaba los brazos, mientas todos cantaban con Alys.

—Los indicios presagian el ascenso de un nuevo amor, sagrado en el altar…

Colocándose en medio de ellas, Leonor se recogió las faldas, apuntó con un pie hacia adelante, luego con el otro, y dio un giro, con los brazos extendidos por encima de la cabeza sin dejar de agitar las caderas. Las damas de compañía aplaudían y la animaban con sus gritos. Hasta Claire parecía sentirse feliz en aquel instante y, de repente, también comenzó a cantar, sin entonar la letra, porque no se la sabía, sino siguiendo el tono. Tenía una voz clara, elevada y refinada, que sonaba muy pura en contraste con la de Alys. Leonor volvió a incorporarse al círculo que formaban las damas de compañía.

En ese momento, alguien golpeó la puerta, dejando escapar un grito apagado de indignación, pero las mujeres lo ignoraron. Juntaron las manos y todas corrieron hacia el centro del círculo, con los brazos levantados.

—¡Amor! ¡Amor! Glorioso es el nuevo amor…

Luego volvieron hacia atrás, haciendo una reverencia, y comenzaron a bailar en círculos alrededor de la estancia. Obviamente, todas las personas que se encontraban en la torre podían escucharlas. Sin lugar a dudas, aquel arrebato de incontenible alegría estaba llegando hasta el propio Luis. Petronila se colocó en el centro del círculo, dio varios pasos, y una vuelta, y volvió a unir las manos con las damas de compañía.

—Claire —gritó Leonor—. ¡Te toca a ti, Claire!

El rostro magullado y amoratado de Claire mostró cierto sonrojo. Mientras avanzaban en círculos por alrededor de la alcoba, se pasó la lengua por los labios, y miró con timidez primero a un rostro, luego a otro. Después, las damas de compañía retrocedieron unos pasos y comenzaron a dar palmadas, consiguiendo que Claire saltara al centro del círculo.

La muchacha no se sabía los pasos. Torpemente, lanzó una patada al aire con un pie y luego otra patada con el otro. Leonor saltó al centro para unirse a ella. Cogiéndola de la mano y apartando sus faldas con la otra, le enseñó cómo apuntar con los dedos de los pies, cómo saltar de un pie a otro. Claire se echó a reír. Levantó su rostro hacia la reina, sin temor alguno, con las mejillas resplandecientes. Leonor se inclinó hacia delante y la besó en los labios. Comenzaron a realizar giros, luego volvieron al círculo y todas las mujeres comenzaron a lanzar gritos de alegría. Una oleada de golpes estuvo a punto de hacer que la puerta de la estancia se viniera abajo, pero nadie acudió a abrirla.

—Besa la cruz y abandona el llanto…

Petronila se dio cuenta de que Claire había sido seducida. Su hermana la había convertido. Chocó las manos de Alys contra las suyas y comenzó a dar vueltas y vueltas, completamente embriagada.

—Gloria, gloria al nuevo amor, al amor que siempre había esperado.

Oh, pensó Petronila, esperemos que sea así. Esperemos que sea así.

Al día siguiente, tras la misa de la mañana, el rey envió a su chambelán para que llevara a Leonor ante su presencia.

Petronila hizo ademán de acompañarla, pero el chambelán, deshaciéndose en reverencias, se lo prohibió. El rey quería ver a Leonor a solas.

Su hermana le lanzó una mirada temerosa. Leonor sonrió para tranquilizarla, pero comenzó a sentir que sus nervios le lanzaban una señal de advertencia. Sintió en el estómago una pequeña náusea. Era posible que Thierry y Luis hubieran descubierto algo. Quizás supieran lo que había pasado con Enrique de Anjou. De alguna manera, tal vez conocieran lo que ella ahora sólo comenzaba a sospechar vagamente.

Si habían descubierto algo, no habría manera de convencer a Luis, y le invadió la sensación de que no tenía el control sobre lo que iba a pasar en el futuro. Se preguntó si había celebrado demasiado pronto la victoria.

Comenzó a avanzar detrás del chambelán, haciendo acopio de todos sus argumentos mientras caminaba. El anciano la condujo hacia la torre norte, donde se hallaban los aposentos privados del rey, luego anunció su presencia y le abrió la puerta para que Leonor pasara.

La reina esperaba encontrar a Thierry allí, escuchar todo tipo de reproches y, posiblemente, encontrar algunas pruebas de su adulterio, así como de otros pecados que había cometido. Mientras caminaba, iba preparando mentalmente su defensa, pensando en dedicar algunas palabras de desprecio a Thierry y en la manera de echar por tierra cualquier sospecha que pudiera haber surgido. Pero cuando entró en la cámara, el rey estaba a solas.

Se encontraba rezando arrodillado, en un prie-dieu que se hallaba por debajo del nivel del suelo, bajo el crucifijo que colgaba de la pared, y se puso de pie en cuanto la reina entró. Iba vestido con su túnica más sencilla y estaba descalzo. Su cámara era tan austera como la celda de un monje, salvo por el crucifijo, que estaba hecho de bermellón y joyas, la palangana de plata donde se lavaba y las espléndidas pieles que cubrían su enorme cama. Las desnudas paredes de piedra estaban desprovistas de cualquier tipo de decoración, y las esterillas de junco que cubrían el suelo eran sencillas y estaban tan sucias como las de la cabaña de un campesino. El único mobiliario que había, además de la cama y de unos cuantos taburetes, era el reclinatorio, sin acolchar, que se encontraba completamente desgastado como consecuencia del continuo uso que le daba el soberano.

En el centro de la sala, Luis permaneció de pie con la cabeza inclinada y las manos juntas, como si fuera un monje. Leonor se inclinó a modo de saludo hacia el rey preguntándose, todavía más alarmada que antes, cuáles eran las intenciones de su esposo.

—Mi señor —dijo—. Os deseo un buen día, majestad. Espero que os encontréis bien.

Luis estaba demacrado como un pedazo de papel y tenía el contorno de los ojos enrojecido.

—Leonor. Mi Leonor. Os doy las gracias por haber venido —dijo.

—Señor, me lo habéis ordenado tajantemente —repuso Leonor, lanzando una risa cargada de contrariedad, de tensión y de inseguridad.

—Oh, siento mucho que haya sido así —dijo Luis. Se acercó a un taburete que descansaba junto a la pared y, tras desplomarse sobre él, se pasó la mano por el rostro—. Pero vos sois vuestro propio amo, mi Leonor, y solo seguís vuestras propias directrices. Venid a sentaros a mi lado y compartid vuestros pensamientos conmigo, tal como hicisteis el día en el que nos casamos.

Arrastrando los pies, la reina se acercó hacia él. El otro taburete se encontraba en el extremo opuesto de la estancia, así que extendió sus faldas sobre las mugrientas esterillas y se sentó en el suelo, junto a él. Así lo había hecho cuando eran mucho más jóvenes, cuando acababan de ser coronados y se sentían frescos como una flor. Aquel día hablaron alegremente sobre los grandes planes y los ambiciosos proyectos que les rondaban por la cabeza y, en aquel momento, Leonor se dio cuenta de que todos los planes y proyectos habían sido ideados por ella y el rey solo los había compartido.

En ese instante, el rey tenía aspecto de sentirse pesado y viejo. Recorrió de nuevo su rostro con la mano, como si con ello fuera capaz de dar forma a sus rasgos faciales. Por unos instantes no pronunció palabra y ella no le apremió a que lo hiciera, temerosa de lo que pudiera decirle.

Al final, el monarca habló:

—El propio Santo Padre declaró que encajábamos perfectamente para contraer matrimonio. Nos condujo hasta los aposentos con su propia mano. No puedo creer…

—Ya escuchasteis a Bernard —dijo Leonor, sintiendo cómo se le tensaba el vientre. Todo lo que creía que estaba arreglado parecía estar a punto de deshacerse—. Majestad, no podemos permanecer juntos. El propio Dios ha condenado nuestro matrimonio, impidiéndonos disfrutar del sello de nuestro casamiento, nuestro hijo, el príncipe de Francia. Sé que ese ha sido el juicio de Dios y estoy dispuesta a obedecerlo. Nunca más volveré a acercarme a vos como vuestra esposa.

—Pero ¿qué será de vos? —gritó el rey—. Es decir… —Se inclinó hacia ella y agarró su mano entre las suyas. A pesar del calor que hacía en la estancia, sus palmas estaban frías y húmedas—. Si pudierais oír lo que dicen de vos… De lo que puede aconteceros si os retiro mi protección… No puedo soportarlo. —Se apartó de la reina y levantó las manos hacia su rostro, con los dedos entrelazados en sus cabellos—. Dios me entregó a ti y ahora estoy renunciando a mi custodia. Una vez más, soy un fracasado.

—Majestad —dijo Leonor, levantando la mirada hacia él—, os ruego que os calméis. Recordad que sois el rey de Francia.

—Nunca puedo olvidarlo —dijo Luis, bajando las manos hasta su regazo. Encaramado sobre su taburete, se enderezó ligeramente apretando los labios, como si le costara un gran esfuerzo, y dedicó a la reina una mirada prolongada—. Todo lo que tengo de realeza lo he aprendido de los demás: de Suger, de mi Padre y de vos. Pero vos habéis nacido siendo una soberana.

—Bah —repuso ella.

—Sin embargo, yo nunca he sabido qué es lo que tenía que hacer —prosiguió Luis—. Y, no obstante, todo lo que concibo hace que el mundo se agite.

—Sin mi presencia aquí os resultará todo mucho más sencillo. Podréis casaros con una princesa germana. Sé muy bien que el clima frío les concede unos úteros de hierro, donde podréis engendrar a un príncipe —repuso Leonor.

Los pálidos ojos de Luis analizaron el rostro de la reina.

—Entonces, a pesar de todo, ¿vos deseáis que suceda eso?

—Sí —respondió la reina—, por el bien de los dos. Luis, es la única solución.

El rey estiró la mano y ella la asió, tratando de mostrarse paciente, esperando a que Luis diera su consentimiento, ya que tenía que hacerlo. Pero antes de que el rey hablara, un violento golpe sacudió la puerta.

Leonor se puso de pie, consciente de quién procedía ese imperioso clamor, y Luis le apremió a que entrara. Thierry Galeran penetró en la estancia con el rostro resplandeciente de sudor, arrastrando tras de sí a un hombre ataviado con un abrigo sucio. El secretario eunuco se plantó ante el rey, que todavía se encontraba sentado en su taburete, sujetando la mano de la reina. Leonor retrocedió, soltándose de Luis. Esperaba recibir un torrente de acusaciones de Thierry, pero el secretario habló directamente al rey.

—El conde de Anjou ha muerto.

—¿Cómo? —dijo Leonor, sin dar crédito a sus palabras.

Al principio, pensó que se refería a Enrique y su corazón se encogió de angustia. Luis se limitó a parpadear con incredulidad, mientras sus labios se separaban. La mirada de Thierry pasó de Luis a Leonor y luego volvió a posarse en el rey.

—El conde de Anjou, Godofredo Le Bel, ha muerto. Se encontraban cabalgando de regreso a Anjou tras abandonar este lugar y se detuvieron a nadar en el río, ya que hacía mucho calor, como bien recordaréis. Esto sucedió hace una semana, menudo calor hacía… de cualquier modo, el conde salió del agua y comenzó a sentir temblores, teniendo que postrarse en un lecho hasta que le sobrevino la muerte.

Leonor se dio ligeramente la vuelta, tratando de ocultar sus caóticos pensamientos de aquellos dos hombres. En su mente, comenzó a resonar la voz de Bernard, anunciando al conde de Anjou que iba a morir en el plazo de un mes, tal y como así había sucedido. Un escalofrío recorrió por todo su cuerpo. La voz de Luis se quebró. Leonor sabía muy bien que el rey también recordaba la maldición.

—¿Quién es el hombre que os acompaña? ¿Se trata del mensajero? Contadme las noticias.

Leonor miró por encima de su hombro. El mensajero avanzó un paso. El polvo del camino había tendido un manto de arena sobre su piel.

—He visto al conde postrado en su lecho de muerte, frío como un queso —dijo.

Leonor apretó sus manos con fuerza, sin llegar a rezar. Obligó a su mente a despojarse de la maldición que había lanzado Bernard, tratando de dirigirla hacia otros pensamientos: ahora que su padre había muerto, Enrique era el nuevo conde de Anjou, así como el duque de Normandía, lo cual le favorecía enormemente en sus aspiraciones a hacerse con la corona de Inglaterra. Recordó la impaciencia del joven, la fiereza con la que le hacía el amor, y comenzó a sentirse mejor. Un torbellino de deleite recorrió todo su cuerpo, un ansia llena de lujuria, al pensar que el hombre que la amaba se estaba volviendo más poderoso cada día.

Apoyó una mano sobre su vientre. Allí había algo, se temió, que crecía a cada día que pasaba, y eso podría echarlo todo a perder.

El mensajero siguió hablando:

—Lo han trasladado a Le Mans y será enterrado allí. Se ha convocado un consejo, por llamarlo de alguna manera, pero no se prevé que acuda nadie, ya que todavía están litigando por sus posesiones.

Thierry dijo:

—Es suficiente. Ahora que nos hallamos sumidos en esta época de incertidumbre, podríamos agitar un poco las viejas rivalidades —dijo, frotándose las manos y sonriendo como un mercader delante de su balanza—. La mitad de los barones se declararán en rebeldía y lo mismo sucederá en Normandía. En seguida veremos lo bien que maneja la situación el nuevo conde.

Luis rechazó esa idea con un ademán.

—Harán lo que suelen hacer —dijo, moviendo la cabeza y bajando la mirada. La muerte del conde de Anjou todavía le afectaba—. Ha sido demasiado repentino. Era un hombre en la plenitud de sus fuerzas, no mucho mayor que yo —dijo, sin pensar por un instante en la política y todavía acordándose de Godofredo El Bello, ahora convertido en comida para los gusanos, y de que la maldición que profirió Bernard se había cumplido. Se levantó de su asiento, haciendo rechinar el suelo, y Leonor se volvió hacia él, levantando la mirada. El rey hizo lo propio y dijo:

—Bernard lo sabía.

—Sí —repuso la reina, con aspereza, llevando el camino al que conducía aquella situación hacia sus propios deseos—. Bernard sabe cuál es la suerte que nos espera a todos, mi señor. Obedecedle en lo que dice respecto a nuestro matrimonio.

—Ahora no —dijo Luis pesadamente—. El conde de Anjou ha muerto y ha estado aquí, entre nosotros, hace pocos días, lleno de vida —dijo, volviéndose luego hacia Thierry—. Salid. Esperadme fuera.

—Mi señor…

—Marchaos.

Thierry salió de la estancia, acompañado de su polvoriento mensajero. Luis se enfrentó a su esposa, encogido de hombros, mientras la tensión se dibujaba en su rostro. Ahora, ante la perspectiva que se abría ante ella de poder escapar, miró a través del espacio cada vez más amplio que se extendía entre ellos y se dio cuenta de lo mucho que Luis se estaba esforzando por ser mejor. La impaciencia y el resentimiento que albergaba el corazón de la reina se dirigieron hacia él, ya que el monarca nunca podría ser lo suficientemente bueno.

Luis comenzó a hablar:

—Sed consciente de cómo son las cosas. Pensamos que tenemos tiempo y, si hiciéramos las cosas siguiendo la voluntad de Dios, así sería, el mismo Dios nos lo concedería, hasta que un día la cuchilla cayera sobre nosotros con toda su fuerza —dijo, asintiendo con la cabeza hacia ella—. Mi querida Leonor. Siempre tendrás todo lo que desees, sea o no la voluntad de Dios, pero es posible que Dios así lo quiera. Veré lo que puedo hacer.

—Señor —dijo Leonor, excitada.

—Me voy a tomar un tiempo —dijo el rey—. Tendrá que formarse un consejo, algo, no lo sé. En cualquier caso, dentro de poco tenemos que viajar hasta Aquitania y supongo que allí podremos reunir a ese consejo. Tal vez en Poitiers. Tenemos que convocar a sacerdotes, a obispos, ya que ellos conocen las leyes. Debéis ser paciente.

Obispos y sacerdotes. Leonor sabía hasta qué punto esos hombres retuercen las leyes siguiendo sus propios designios. Una nueva necesidad urgente corrió por sus venas. Es posible que algo hubiera sucedido ya. Leonor replicó:

—La paciencia no se encuentra entre mis virtudes, señor.

Leonor no había reparado demasiado en cómo iban a llevar a cabo aquella empresa.

—Tenemos que hacer algo para aferramos a la ley, para respetar la ley sagrada, para que la decisión sea anunciada y proclamada convenientemente. No somos aldeanos. No podemos limitarnos a quedarnos en el umbral y a contárselo a los que pasan por las calles —dijo. Luego se echó a reír y se pasó la mano sobre el rostro—. Dejad que me encargue de esto, Leonor. Ya veremos lo que pasa.

—Os lo agradezco —respondió ella, e hizo una reverencia para ocultar al rey lo que delataba su cara.

En el rellano, Thierry todavía se encontraba de pie junto a su mensajero y algunos hombres más, departiendo entre ellos. Por el modo repentino en el que detuvieron su conversación cuando Leonor apareció, sabía de qué estaban hablando. Todos ellos se inclinaron dedicándole atentas reverencias, pero la observaban con los ojos centelleando bajo la tenue luz, como si fueran una manada de lobos. No se atreverían a hacer nada en ese momento, pensó. Pero en los próximos días, estaba segura de que lo intentarían. Cuando se liberara de Luis, tendrían el terreno libre para hacer cualquier cosa. Sería como una cierva, tal y como dijo Bernard, perseguida por un grupo de cazadores. Y no tendría a un hombre que la protegiera. Acto seguido, comenzó a bajar por las escaleras. Thierry pronunció algunas palabras y un paje la acompañó, ya que no se le permitía estar sola en ningún instante. A sus espaldas, sobre el rellano de la escalera, las voces de los hombres volvieron a elevarse en un estallido de excitación.

Leonor no les tenía miedo, a ninguno. En caso de que fuera necesario, sabía protegerse por sí misma. Aquellos hombres no lo comprendían.

Se dirigió hacia sus aposentos y, mientras caminaba, pensó sin querer en el conde de Anjou, lleno de vida; aquel león apuesto, aquel cuerpo espléndido que se mostraba tan incauto cuando se pavoneaba y se excitaba. Aquel que, tal y como dijo Luis, tenía que pensar en la muerte como en un hecho lejano. Y entonces, de repente, esta se precipitó sobre él. No había forma de escapar de sus garras, no aceptaba negociaciones, ni se le podía convencer para que llamara a otra persona.

También se dio cuenta de que el nuevo conde Enrique estaría ahora más que ocupado. El joven podría fracasar: su nuevo amante podría desvanecerse como consecuencia de otro giro del destino. Puesto que el tejido de su vida en aquel reino se había deshecho, tendría que urdir otro nuevo, y hacerlo con hilos que le resultaban desconocidos, que estaban plagados de peligros. Petronila ya había previsto esa posibilidad, aunque Leonor había echado por tierra sus preocupaciones de manera airada. Avanzó con paso firme hacia su torre. Su estómago todavía estaba cargado de incertidumbre. Tal vez aquellos síntomas no fueran nada. Tal vez simplemente se debían a que había comido algo en mal estado. Pero ya había estado embarazada otras veces y conocía muy bien las sensaciones. Ascendió por las escaleras que conducían a sus aposentos con la intención de contarle a su hermana lo que había sucedido.