París, agosto de 1151
—David tañía el laúd —dijo Leonor—. El amado de Dios. El antecesor de Jesús.
Luis apenas la miraba. Sus manos descansaban sobre las rodillas y dirigía la mirada con determinación sobre ellas. Luego respondió:
—Si lo único que hacen es cantar salmos, les daré la bienvenida —citó. Sus manos se movieron, juntando una palma sobre la otra—. Debo cumplir con mi deber, Leonor. Para eso soy el rey. —Miró hacia su esposa, con los ojos rutilantes, casi con nostalgia—. No deberíais hacer acto de presencia en la corte, tal y como afirma Thierry. Los asuntos que se discuten allí son cosa de hombres y lo único que hacéis es alterar los debates. Es un lugar poco adecuado para vuestra delicadeza. Sin embargo, me alegra que vengáis, me alegra veros allí. ¿Acaso eso no es una forma de sufrimiento? ¿Por qué no os importo nada?
Leonor le dio la espalda y miró hacia el bullicioso y abarrotado pabellón. La agitación que acompañaba a la voz del rey le producía repulsa. Bastante tenéis con preocuparos de vos mismo, señor, como para necesitar nada de mí, pensó, pero no dijo una palabra. En su lugar, alimentó sus sentidos con el color y el bullicio de la corte. Si no podía tener a un tañedor de laúd, ni juglares, ni entretenimiento, al menos podría disfrutar con la dura agitación de la vida real.
Por debajo de las telas de araña y de los viejos estandartes que engalanaban el elevado techo, la cavidad de aquella galería estaba atestada de gente, todas ellas participando en pequeñas tertulias repartidas por toda la sala, algunos moviéndose de acá para allá, pasando de un grupo a otro. Pensó que podría conocer las noticias con solo desplazarse de uno a otro, escuchando los cotilleos, las bromas, las amenazas y las ofertas. Thierry Galeran se encontraba sentado a la izquierda del rey sin pronunciar palabra, pero, de vez en cuando, el gentío se acercaba hasta él y le susurraba al oído para luego dirigirse a otras personas que se hallaban en la sala y hablar con ellos, inundando la estancia con crecientes murmullos cargados de influencias e intereses políticos. Leonor quería hablar con Luis para tratar el asunto de su matrimonio, pero no fue capaz de hallar una forma sutil de afrontar tan delicado asunto. Se sentó distraídamente juntando los dedos, intentando encontrar la manera de abordar el tema.
En ese momento, a través de la multitud, se abrió paso una bandada de mirlos; se trataba de cuatro hombres ataviados con largas túnicas negras parecidas a las que lucen los benedictinos, con capucha y la cabeza tapada, portando varios rollos de papel en el interior de sus amplias y holgadas mangas. Leonor los reconoció al instante, ya que eran los maestros que impartían lecciones en el Studium que se encontraba en el margen izquierdo del río. Allí leían a Aristóteles, a Alhazen y discutían sobre los maravillosos pensamientos de los grandes hombres de la antigüedad. A Petronila le complacía enormemente poner a prueba su ingenio con ellos, y la propia Leonor recientemente había hecho buen uso de él. Los maestros se postraron frente al rey e inmediatamente comenzaron a presentar sus demandas, sin siquiera esperar a Thierry.
—¡Mi señor! ¡Hemos venido para suplicar vuestra protección!
Intrigada por su osadía, Leonor se sentó a escuchar su severo langue d’oeil, en absoluto temperado por la humildad o la oblicuidad. Desde el otro lado de la sala, Bernard se aproximó a ellos, con todo su séquito de acólitos a sus espaldas.
Thierry avanzó hasta colocarse entre el espacio que dejaban el rey y el maestro, que a continuación se volvió y comenzó a discutir con él. El rey dijo:
—¿Qué sucede aquí?
—Dejadles hablar —dijo Leonor—. Como veis, Bernard siente curiosidad por escuchar lo que tengan que decir.
La cabeza de Luis comenzó a dar vueltas, tratando de encontrar con la mirada la figura enjuta del monje vestido de blanco, que ahora se encontraba cerca del estrado. Aparentemente, Bernard le dirigió una señal afirmativa, porque el rey se volvió hacia Thierry y luego dijo, empleando el tono de voz elevado que utilizaba cuando trataba de demostrar autoridad:
—Dejad que se acerquen. ¿Cuál es vuestro caso, amigo mío? ¿Por qué aparecéis ante el rey?
El maestro, que estaba un poco enardecido por el enfrentamiento que había mantenido con Thierry, desvió su atención de él, recuperó la compostura con un tirón de mangas y se acercó al rey con la cabeza inclinada hacia atrás.
—Mi señor, hemos venido a pediros que protejáis a nuestros alumnos del Preboste de París. Ayer, mientras me encontraba impartiendo una clase sobre Analítica, un puñado de sus hombres irrumpió en el aula y se llevaron a algunos de mis alumnos, desatándose una violenta disputa, haciendo que muchos de ellos huyeran presa del miedo. Sin embargo, no debería tener ningún poder sobre nosotros, ya que somos clérigos, y por eso solicitamos vuestra intervención, en nombre de la justicia, puesto que vos sois el rey.
Bernard intervino, haciendo resonar su auténtica voz de mando:
—¿Pero qué clase de locura es esa? Vos enseñáis a discutir. Recogéis los frutos de lo que sembráis. Permitís que los hombres se aferren a ideas nuevas y peligrosas y fomentáis entre ellos la disputa. A vuestros alumnos les gusta sembrar la polémica y las dudas, en lugar de ser unos humildes creyentes, y su pensamiento corrupto se extiende a sus actos. Por esa razón, la policía local se abatió sobre ellos, tal y como hacen con los delincuentes comunes.
El monje blanco se iba acercando cada vez más a medida que hablaba y ya se encontraba más cerca del trono que del maestro. Luego se dirigió a Luis:
—Dejemos que el Preboste limpie de escoria el margen izquierdo del río. Ese lugar está podrido desde el principio, cuando el inestable Abelardo lanzó allí su primer discurso. Y todavía siguen leyendo allí, junto al fuego hechicero de su falsa brillantez.
Leonor replicó:
—Al contrario, señor, deberíais protegerlos. ¿Quién va a escribir vuestras cartas magnas? ¿Quién se encargará de mantener vuestros registros, si no ellos, las personas que aprenden de sus escritos en esas escuelas?
Luego también pensó que, cuanto más interviniera el rey, más fuerte se haría.
Thierry se había mantenido apartado del enfrentamiento. El maestro del Studium se enfrentó a Bernard sin la menor muestra de temor. Su voz se dejaba escuchar con total claridad, tan suelta como la del propio Bernard. Era una voz cultivada, que hablaba con facilidad tanto un perfecto latín como el francés de la calle.
—Con todos los respetos hacia el santo abad de Clairvaux, que Dios lo exalte, le pido que considere que Dios no concedió a los hombres la facultad de razonar, ni todo el cosmos para que lo explorara, para que luego no podamos preguntarnos por las cosas que hay en él y aprender de ellas. Alimentamos nuestra fe con el entendimiento de la Creación. Gracias a los libros, San Agustín encontró el camino a Dios.
Bernard no se molestó siquiera en mirarlo, pero habló casi por encima de su hombro, mientras los párpados caían pesadamente sobre sus ojos.
—Dios os dio fe para disciplinar a vuestra razón, pero, al igual que hace el ganado incauto, os habéis descarriado y ya no apacentáis en la tierna hierba de los prados, sino que preferís ronzar las espinas.
El maestro permaneció inmóvil sin inmutarse lo más mínimo.
—Con todo, la esencia de un hombre radica en su libre albedrío, tal y como manifestó Erigena. Y entre las espinas a menudo crecen las flores más refinadas. Son las flores del pensamiento, que brotan entre las espinas de la controversia.
Bernard se volvió hacia él, atraído con desgana hacia un combate dialéctico. Su voz estaba cargada de aspereza.
—Estáis pisando un terreno muy resbaladizo, hermano. Habéis mencionado a Agustín, el padre de todos nosotros, quien escribió que los hombres están tan corruptos por la caída en desgracia de Adán que si actuaran libremente lo único que podrían hacer es incurrir en el pecado. Y os recuerdo que Erigena está proscrita.
—No obstante —replicó el maestro—, deberíamos acudir a Dios libremente y por nuestra propia voluntad, tal y como nos dijo el propio Jesús. Y si existe pecado en acudir a Dios, mi señor abad: ¿no creéis que Dios vería con dulzura que pecáramos?
Leonor se echó a reír y se tapó la boca con la mano. Luis estiró el brazo y le agarró de la manga. Bernard se volvió hacia ella por unos instantes y luego se encaró de nuevo con el maestro.
—Os burláis de todos los asuntos que tratáis, hasta de vuestro propio razonamiento falso. Marchaos, desapareced. No pertenecéis a este lugar.
Luis seguía tirando a Leonor de la manga.
—No tratéis de intervenir en este asunto, ya que es una disputa entre sacerdotes, ¿o es que acaso no lo veis?
A continuación, hizo un gesto con las manos hacia los maestros, que ya se disponían a abandonar el pabellón. Thierry había rodeado sigilosamente el estrado y se encontraba en la parte posterior del mismo. Colocándose delante del rey, Bernard se volvió hacia el trono. Su demacrado rostro parecía una reja de arado, con su prominente mandíbula.
—Os reís del pecado, mi señora —dijo a Leonor.
—Solo emití un sonido dirigido hacia el Señor que delataba mi regocijo —dijo ella.
—Sí. Las aves también son capaces de emitir sonidos sin saber lo que significan. También son muy hermosas y pertenecen completamente a este mundo.
Leonor levantó las cejas hacia el monje.
—¿Estáis dedicándome un cumplido, mi señor abad? Si es así, lo acepto.
En ese momento, a sus espaldas, la voz de Thierry se derramó sobre aquel momento fugaz de buen humor como un jarro de agua fría.
—Señor, escuchad al reverendísimo abad: encerrad a la reina en un convento, apartadla de todas las tentaciones que asedian a este mundo ya que, de ese modo, podrá salvarse ante Dios.
Leonor se puso tensa, fría como un témpano; se había olvidado completamente de la presencia del secretario, su peor enemigo. En ese momento se dio cuenta de que estaba rodeada, sabiendo que Thierry se encontraba a sus espaldas, Bernard estaba delante de ella y, tras mencionar el convento, la visión de la vida retirada pasó fugazmente ante sus ojos: sintió el tacto de la fría piedra bajo sus rodillas, las constantes oraciones, el sucio hábito lleno de pulgas, los días carentes de sol y de aire.
—El propio Santo Padre nos exhortó a que permaneciéramos juntos —intervino Luis.
La descarnada cabeza de Bernard se inclinó hacia él.
—Habéis hecho todo lo que Dios podría desear de vos, mi señor, y sin embargo, os priva de la bendición de un hijo varón. —Sus ojos se volvieron hacia la reina como dardos—. Dos hijos en quince años y, en ambos casos, nacieron féminas. Dios os habla empleando palabras sabias. La vasija que es impura solo puede derramar impurezas. Tal vez un convento pueda, ciertamente…
Leonor se sentó con la espalda recta, retorciendo las manos sobre su regazo. La voz de aquel abad estaba cargada de malicia y le aterraba la idea de permanecer encerrada en un convento, aunque aquella solución le abría las puertas de una salida. No podía mostrarse demasiado dispuesta a aceptarla. Tenía que mostrarse reacia.
—Es cierto, no contamos con un príncipe —dijo Leonor, bajando la cabeza, como si aquello le ocasionara una terrible angustia.
Por el rabillo del ojo vio cómo al rey le cambiaba el gesto del rostro, lleno de inquietud, y cómo sus dedos acariciaban la túnica que cubría sus rodillas. Luis habló sin dejar de mirar hacia ellas.
—No puedo hacerlo… esa no puede ser la voluntad de Dios, confinarla entre los muros de un convento. Si lo hago, jamás podrá darme un príncipe.
Leonor levantó el rostro con gesto solemne, ardiente por sus graves pensamientos. Dejó que su voz se deslizara lentamente, como si las palabras no desearan salir de su boca:
—Majestad, puede que el bendito abad tenga razón… Es posible que Dios vea con buenos ojos la presencia de otra mujer, otra esposa que sea capaz de entregar un hijo varón a Francia. Esa sería la única solución.
Bernard dejó escapar un sonido gutural impropio de su santidad. Leonor se volvió para mirarlo.
—Es cierto: no deberíamos seguir casados por más tiempo.
Los ojos de Bernard se abrieron de par en par, cargados de furia.
—Majestad, si el matrimonio llega a su fin, perderemos Aquitania —dijo Thierry.
Leonor prefirió ignorar sus palabras, dedicando toda su atención al espigado y desgarbado abad de Clairvaux, su presa. El abad se dio parcialmente la vuelta, cubriendo sus ojos con las persianas de sus párpados. Su túnica blanca caía alrededor de su cuerpo como si fueran sucias alas y su escaso cabello blanco colgaba sobre su cuero cabelludo como si se tratase de la lana más refinada. Cordero de Dios, pensó Leonor, despójame de mi pecaminoso matrimonio.
—¿Mi señor abad? ¿Qué decís a todo esto? —preguntó la reina.
—En eso le asiste la razón, por muy retorcida que sea la idea, ya que todo lo que ella concibe es retorcido. Vuestro matrimonio es una maldición que pesa sobre vos como una losa. —Su voz rechinaba como los dientes rotos.
Leonor se sintió repentinamente agigantada, ligera, y dotada de alas, como si acabara de salir de una pequeña y estrecha caja, dejando entrever una sonrisa. Empleando un tono de voz que no podía mantener completamente firme, dijo a Luis:
—Rezad, mi señor. Dios os mostrará lo que debéis hacer.
Bernard se volvió hacia ella, con la mirada torva y sus manos entrelazadas con fuerza. Leonor percibió que el abad se había dado cuenta demasiado tarde de cómo era capaz de manejarlo para sus propios intereses. La voz del abad se precipitó sobre ella como una lluvia de flechas.
—¡Mujer insensata! Lo único que deseáis es quedar libre, tal y como hacen esos eruditos que están convencidos de que lo son, para luego aparecer revoloteando por aquí, suplicando que los defiendan de sus enemigos. ¿Quién os dará protección si el rey renuncia a vos? Pasaréis del cobijo de un corazón tierno a la rapiña de los lobos. Os convertiréis en una cierva huyendo en una cacería. No confiéis en nadie, os lo advierto, ya que, cuando llegue ese momento, hasta aquellos de los que nunca habéis dudado se precipitarán sobre vos.
El silencio se había adueñado de todo el pabellón, pues todos los presentes deseaban ser testigos de aquel instante. Como siempre, el abad atraía la atención de todos los presentes, manteniendo a la multitud completamente bajo su poder. Todos los testigos, pensó Leonor, interpretarán sus palabras como otra maldición. Sólo ella era capaz de ver la puerta que se abría ante sus ojos.
Leonor siguió insistiendo en el tema con entusiasmo.
—Debemos conseguir una anulación, majestad. Llagárnoslo por el bien de Francia. Como veréis, hasta el bendito Bernard está de acuerdo en esto.
—Majestad… acordaos de Aquitania… —bramó Thierry.
Leonor contestó:
—¿De qué os sirve Aquitania si no alumbro ningún príncipe para que lo gobierne cuando muráis? —dijo, apuñalando a Thierry con la mirada—. Es evidente que lo de la herencia es algo que nunca será de su interés —dijo con mala intención.
Thierry echó la cabeza hacia atrás. Luis miró a su esposa, con los ojos completamente en blanco y la boca entreabierta. Los afilados dedos de Bernard se levantaron como si fuera capaz de despedazarla con ellos. Levantó los párpados y clavó en ella su sanguinaria mirada azul.
—Cómo os atrevéis —espetó—. Cómo os atrevéis.
Leonor se recostó en su asiento con gesto triunfante, disfrutando del arranque de mal humor del abad, y juntó las manos sobre su regazo. Sabía que no era preciso decir nada más. Luis acataría la voluntad de Bernard más que de ningún otro, y ahora tenía la fortuna de que el santo estaba de su parte, aunque fuera en contra de su voluntad, pero afirmando, al fin y al cabo, que no deberían seguir casados por más tiempo.
Bernard apartó la mirada de Leonor y se volvió hacia el rey. Por unos instantes, la reina temió que el abad se fuera a retractar de todo lo que había dicho.
Las persianas de sus pesados párpados se volvieron a bajar. El abad se había quedado repentinamente pálido y su voz sonaba pesada y fatigosa.
—Majestad, creo que es la última vez que me tomo la molestia de venir aquí. Estoy completamente cansado de tratar sobre los mismos asuntos una y otra vez. He cumplido con mi voluntad y he establecido la paz entre vos y el conde de Anjou, aunque a un precio imprevisto.
Luis se volvió hacia él, empleando por una vez un tono de voz cortante, cargado de turbación, y dijo:
—Mi señor abad, me gustaría que permanecierais a mi lado. Hacedme saber qué es lo que puedo hacer para volver a daros la bienvenida a mi corte.
Bernard sacudió la cabeza lentamente.
—Siento el peso de los años sobre mis hombros. Desde que murió el anciano Suger he pensado muchas veces en la muerte y sé que se acerca la hora en la que tenga que emigrar de este mundo. Por ello, desearía que el comienzo de mi nuevo periplo me sorprendiera en mi propia abadía, encerrado en mi celda.
—Sin vos no podré saber lo que Dios desea de mí. Pensad en vuestro señor. Pensad en mi reino —dijo Luis.
El santo se encogió de hombros. No volvió a mirar más hacia Leonor. Le acababa de dar lo que quería, pero los ruegos del rey le conmovían tan poco como una piedra.
—Majestad, debo irme —dijo.
—Os lo ruego… —protestó Luis.
Pero el abad ya se había puesto en marcha. Avanzó pesadamente hacia la puerta apoyándose sobre sus rígidas piernas. Sus acólitos le seguían de cerca mientras el santo se deslizaba por el pabellón con la cabeza agachada.
—Entonces, ¿no se queda? —dijo Luis, con tono infantil.
Leonor le miró fijamente. Aparentemente, no había aceptado nada y, sin embargo, algo había sucedido, algo que seguramente sería irrevocable. Thierry lo sabía y se inclinó sobre el rey, tirando de su manga, mientras le susurraba al oído. Leonor distinguió la palabra Aquitania, que se repetía una y otra vez. Luis miró a su esposa, parpadeando continuamente, con los ojos humedecidos. Leonor se sintió conmovida.
—Con vuestra venia, mi señor.
Leonor le dedicó una ligera reverencia y sus damas se pusieron de pie, la rodearon envueltas en el susurro de sus faldas y la siguieron, pero a Leonor le dio la impresión, sumida en su sensación de alegría y de triunfo, que más que caminar, volaba.