9

Desde París, el conde de Anjou y sus hijos cabalgaron hacia el oeste, en dirección a Angers. El sol golpeaba sus rostros con fuerza, dejando caer sobre ellos todo el peso del calor del verano. A mitad del segundo día, hicieron un alto en una posada, decidiendo hospedarse en la habitación trasera. El posadero les llevó una jarra de cerveza y un plato de anguilas acompañadas por un poco de pan. El conde estuvo charlando con su hijo menor, intercambiando cumplidos de compromiso, y ambos miraron de soslayo a Enrique.

Este apenas podía soportar permanecer sentado. Salió de la posada y supervisó personalmente los cambios de caballos, pero tuvo que volver a entrar para comer. Todo lo que hacía su padre parecía tener como única intención interponerse en sus planes, mantenerlo atado, ir en su contra, y ese repentino amor que demostraba por su hermano menor era una muestra más de ello. Hacía tanto calor en aquella polvorienta habitación que se tuvieron que sentar vestidos únicamente con sus camisas, aunque eso no impidió que continuaran sudando. Enrique se sentó junto a la puerta, por donde se dejaba sentir una ligera corriente de aire y, en ese momento, recordó los magníficos ojos verdes de la reina.

No encontró la manera de que su amada pudiera escapar de su marido. Le sorprendía que un hombre como aquel tuviera esa mujer, tratándose de un polluelo tan asustadizo. El simple hecho de pensar en los dos yaciendo juntos en el lecho hizo que le invadieran las ganas de reír, o tal vez de vomitar. Estaba seguro de que Leonor dirigía a Luis, pensó, de que ella llevaba las riendas, y la imagen de esa escena pasó fugazmente por su cabeza. Se dio cuenta de que estaba sonriendo, al pensar que había sustituido al rey en su lecho, colocándose encima de la reina.

Su hermano lo observaba con detenimiento. Godofredo estaba despeinado, con el cabello alborotado tras haber pasado toda la jornada a caballo. Estaba bebiendo demasiado y tenía el rostro encendido.

—Oh, mi señor de Normandía, ha llegado el momento —dijo, levantando la copa y acercándola a los labios.

Enrique le dedicó un gruñido, mostrando una actitud despectiva. Sacó su cuchillo y lo hundió en la carne fibrosa que tema ante su plato. Hizo caso omiso a su hermano, pero siguió vigilando estrechamente a su padre, que se encontraba recostado sobre su banco. El conde estaba devorando las anguilas asadas. A continuación, lanzó una mirada a Enrique.

—¿Qué diablos quiso decir ese condenado de Bernard?

La anguila tema un sabor desagradable y Enrique se vio obligado a escupirla. Estiró el brazo para alcanzar una rebanada de pan, mientras un escudero entró para volver a llenar su copa de vino.

—¿Dónde está Robert?

Sabía que el sol estaba poniéndose por el oeste y deseaba volver cuando antes a emprender el camino.

—Será mejor que no pierdas el tiempo con esa ramera de…

Enrique se levantó como un resorte de su banco y agarró a su padre por la solapa de la camisa hasta ponerlo de pie. El asiento se partió en dos. El conde de Anjou se tambaleó, con los ojos en blanco. Enrique le soltó al instante. Sus manos temblaban mientras pasaba las yemas de los dedos por el pecho de su padre, como si pretendiera despojarse de su último contacto.

El sudor cubría la frente del conde, que se echó hacia atrás para escapar del alcance de su hijo y, sintiendo que le faltaba el aliento, dijo:

—He probado a esa ramera en mis propias carnes. Recuerda aquel pasaje de la Biblia que habla de penetrar allá donde haya estado tu padre.

Enrique apretó los puños con fuerza.

—También hay un pasaje que habla de la lengua bífida del diablo —dijo, sintiendo que estaba a punto de explotar—. Me marcho.

El conde de Anjou mentía constantemente sobre las mujeres. Si hubiera estado con todas las mujeres de las que alardeaba, no habría tenido tiempo para entrometerse en su camino. En ese momento, apareció un escudero con su sombrero y Enrique lo cogió.

—Tengo cosas que hacer en Ruán y no tengo necesidad de escuchar vuestras estupideces. Os veré en Lisieux, el día de San Juan, y hablaremos de cómo vamos a atacar Inglaterra. Si es preciso, lo haré sin vosotros.

Pensó que debería haberse escapado con Leonor, sin importarle nada lo que pensaran los demás. Les dedicó una última mirada y salió de la habitación, gritando a Robert para que preparara las monturas a sus hombres.

Cabalgaron hacia el norte, en dirección a Ruán, mientras la tierra se cocía bajo el calor del verano.

—¿Qué opinas de París? Es mucho más grande que Londres —dijo Enrique.

—No creo que sea más grande —dijo Robert. Era un hombre de mediana edad, nacido en Inglaterra y exiliado de su tierra cuando el rey Esteban se apoderó del país. Enrique lo había conocido durante la primera y desastrosa campaña que emprendió para apoderarse de Inglaterra y, desde entonces, Robert no se había apartado de su lado—. Pero hay muchas más cosas… —prosiguió, ahuecando las manos—. Dinero. Cosas que comprar con él.

—Sin lugar a dudas, es más grande que Ruán —dijo Enrique, dirigiendo su caballo alrededor de una piara de cerdos que se había apiñado a lo largo del cenagoso camino. Si se hubiera tratado de ovejas o de vacas habría pasado a través de ellas, pero los cerdos podían hacer daño a un caballo—. Ojalá contara con un lugar en las proximidades de Ruán como ese Studium.

Allí existía el Yeshiva, donde al parecer se debatía sobre el significado de las palabras, pero eran todas en otro idioma.

—Dicen que el Studium está lleno de herejes —comentó Robert.

—Herejes. Pues mucho mejor. Son la sal de la carne, por si lo quieres saber. ¿Qué sentido tiene hacer preguntas si ya sabes cuáles son las respuestas?

Estaba tratando de olvidar lo que su padre había dicho sobre Leonor. Siguieron avanzando por el camino hasta el punto en el que se bifurcaba hacia el norte. Recordó el momento en el que tuvo el cuerpo de la reina entre sus brazos, sinuoso y dulce, sintiendo el arco de su figura, mientras sus piernas se entrelazaban con las suyas. Luego pensó en ella en los brazos de su padre, adoptando la misma postura. Sintió deseos de golpearle hasta reducirlo a cenizas. Sabía que estaba mintiendo, siempre mentía. Pero ella era una mujer disoluta; lo había comprobado.

Sin embargo, también era la duquesa de Aquitania. Y, desde hacía tiempo, la esposa de otro hombre. Se dio cuenta de que no era una virgen recatada. Cuando se casaran, la obligaría a ser fiel, aunque para ello tuviera que encadenarla a la cama.

Eso si alguna vez llegaban a casarse. Todo eran ensoñaciones, sin duda, conversaciones de cama que se desvanecen como la espuma. Fuera como fuese, en aquel momento le invadía la desesperación al pensar que podría perder Aquitania, una tierra que nunca había poseído.

Siguieron cabalgando. A medida que se acercaba el final de la jornada a caballo, viendo que no había ninguna aldea en las proximidades, pensaron en acampar debajo de un árbol, pero entonces apareció un hombre que avanzaba al galope por detrás de ellos. Aquel hombre resultó ser un mensajero enviado por su padre.

—Debéis venir —dijo el hombre, que tenía los ojos hundidos. Su caballo flaqueaba, mientras la espuma se tornaba en costra alrededor de su nariz. Su caballo moriría en una hora—. El conde ha enfermado y es probable que no viva para contarlo.

—¿Qué? —Los demás hombres se arremolinaron en torno a Enrique.

—¿Cómo dices? —preguntó Enrique, mudo de sorpresa.

—Nos detuvimos junto a un río. El conde decidió darse un baño y cuando salió del agua estaba temblando, así que lo llevaron a una casa que se hallaba próxima y lo depositaron en un lecho. La fiebre había invadido su cuerpo. Estaba caliente y seco y era incapaz de dominar sus esfínteres, mi señor. Ningún hombre puede vivir mucho tiempo en ese estado.

Enrique hizo girar a su caballo y miró a Robert por encima de la silla de montar, cuyo amplio rostro pálido estaba plagado de arrugas, empezando a comprender la gravedad de la situación.

—Ve a Ruán. Custodia el tesoro que se guarda allí y también a mi madre. Esto no tiene buena pinta —dijo Enrique.

—Sí, mi señor —dijo Robert y regresó inmediatamente a su caballo.

El mensajero que envió el conde de Anjou se había desplomado en el suelo y alguien le estaba entregando un trago de vino. Enrique se agachó sobre él, mientras Robert ya se alejaba al galope.

—¿Dónde se encuentra ahora mi padre?

—En el castillo ese del Loira, en aquella vieja torre que se levanta junto al río.

Enrique se giró, buscando entre los pocos hombres que le quedaban si veía a Reynard, el más bajo de sus dos lugartenientes. Lo encontró con la mirada.

—Dirígete a Caen, convoca al resto de mis guardias y, si puedes, recluta a algunos más. Consígueme cuarenta hombres, dos caballos y un escudero para cada uno. A poder ser, quiero hombres armados. Reúnete conmigo en Lisieux el día de San Juan.

En ese instante, le vino a la memoria los feroces ojos azules de Bernard de Clarvieux mientras predecía los sucesos que estaban aconteciendo. Agarró las riendas, se subió a su silla de montar y comenzó a desandar el camino.

Estuvo cabalgando sobre su montura hasta que el caballo no pudo más y encontró otro. Luego cabalgó hasta que llegó tambaleante a la puerta de la torre donde se hallaba postrado su padre. Mucho antes de que le condujeran al aposento donde se encontraba el conde de Anjou, ya podía percibir el olor. El mensajero no se equivocaba. Ningún hombre podía vivir mucho tiempo si las entrañas salían de su cuerpo de aquella manera.

A pesar del fuerte hedor que inundaba el ambiente, una docena de hombres, entre los que se encontraba su hermano Godofredo, permanecían alrededor de la alcoba. El conde yacía en el lecho, convertido en un tronco ennegrecido, con los ojos centelleantes, rodeado de velas. Un crucifijo pendía por encima de su cabeza, como si se estuviera pertrechando para contener la acometida de los demonios. La luz brillaba con fuerza a su alrededor, pero se tornaba amarilla y brumosa por encima del conde, en el techo, sin parar de temblar ante la acometida de la corriente.

—Es mi testamento. —La cabeza del conde se giró sobre el colchón. Su mano se movió y Enrique observó que sobre la cama había una bola de papel arrugado—. Debes cumplir con mi voluntad.

Enrique miró a su alrededor a los demás hombres y vio entre ellos a los que iban a poner en entredicho su nombramiento como conde de Anjou: el obispo de Lisieux, su tío Elías, y su hermano, sonriéndole burlonamente, triunfante sobre el lecho.

—Dejadme leerlo —dijo Enrique.

—¡No! ¡Debéis aceptarlo!

—¿Cómo puedo aceptar algo que todavía no he leído? —levantó la mirada hacia los testigos que rodeaban el lecho de muerte. Todas las miradas se depositaron sobre él, formando un muro de piedra.

—Se lo deja todo a Godofredo, ¿no es así? —gritó Enrique.

Salió violentamente de la estancia y comenzó a deambular por el patio, dando violentas palmadas.

El obispo de Lisieux apareció caminando sigilosamente tras él. Se trataba de un hombre menudo y sincero que portaba el suficiente oro en su toga como para comprar pan a un centenar de mendigos. El obispo, resoplando mientras corría y llevando tras de sí a sus clérigos, llegó a la altura de Enrique mientras descendía por la rampa.

—Esperad, hijo mío.

Enrique se volvió hacia él.

—Hijo mío. Mi padre está allí arriba, tratando de arrebatarme la herencia.

—Escuchadme, hijo mío. —El obispo de Lisieux le miró a la cara, sonriendo. Tema unos ojos diminutos y brillantes, como si fueran un pájaro que revoloteara por encima de sus sonrosadas mejillas. Pasó la mano por encima del hombro de Enrique y le dio unas palmaditas—. Os equivocáis. Sólo quiere concederle a Godofredo unos cuantos castillos enclavados a lo largo de la frontera oriental… de ese modo, podrá disponer de algunas tierras. Eres su hijo primogénito. La mayor parte de sus bienes pasarán a tu poder.

Enrique apretó los dientes con fuerza. Lo quería todo. Miró fríamente por encima del hombro del obispo. El clérigo volvió a darle unas palmadas en el brazo.

—Tenéis que daros cuenta de cuál es la situación. Está a punto de morir. Nos ha hecho jurar a todos que no le veremos enterrado antes de que el testamento se abra y se acaten sus disposiciones.

Enrique consideró que aquello era un abismo que se abría bajo sus pies. La amenaza del entierro iba en serio. Si su padre yacía sin ser enterrado, no podría convertirse en el conde de Anjou con todos los derechos, independientemente de lo que dijera el testamento.

Al menos, la mayor parte de sus bienes pasaban a su poder. Se convertiría en el nuevo conde de Anjou.

—¿Ha recibido ya la extrema unción y ha sido ungido?

—Sí. Está preparado para encontrarse con Dios.

—Lo dudo mucho —replicó Enrique. Permanecieron envueltos en la oscuridad que cubría el empedrado en pendiente de la torre. Al otro lado de los muros podía ver el valle que adornaba al río, el agua que centelleaba bajo la luz de la luna, y el fuego tenue de un cobertizo que se levantaba en la lejanía. Allí a lo lejos, en alguna parte, se encontraba la frontera de Aquitania. Pensó de nuevo en la maldición que profirió Bernard. El santo había sido el causante de todo aquello, o al menos lo había predicho de alguna manera. Luego decidió borrar esa idea de la cabeza. El anciano había tenido suerte. Aquello simplemente era obra del destino. De la causalidad. No parecía tener mucha importancia. Si Bernard estaba en lo cierto, entonces todos estaban condenados. A fin de cuentas, todos estamos condenados a que nos llegue nuestra hora. Se preguntó, por un instante, si su hermano habría hecho algo.

—Mi señor. —Un paje llegó descendiendo a toda prisa por la pendiente—. Mi señor, el conde os requiere de nuevo en su presencia.

—Jesús —exclamó Enrique. Avanzó por el irregular firme con el obispo caminando a su lado.

—Mi señor, debe ser enterrado en cuanto fallezca. Es una afrenta a Dios dejarlo por encima del nivel del suelo. Lo llevaremos a Le Mans, ya que es el lugar más próximo.

—A Le Mans —dijo. No estaba preparado para aquello: su padre era un hombre joven y fuerte que siempre había estado a su lado, que estaría ahí para siempre. Había odiado a su padre, pero también había confiado en él. Aquello era algo tradicional en su familia. Su padre le odiaba, algo que también se había convertido en una tradición. Y, a pesar de todo, podía haber concedido la mitad de sus posesiones a su hermano. Aunque el testamento dijera que él era el conde de Anjou, muchos de sus vasallos se habrían rebelado al enterarse de la noticia. Tendría que reclutar a todos los que se mantuvieran fieles, ir de bastión en bastión, obligándoles a que le abrieran las puertas, obligando a cada uno de los nobles a someterse. Y en Normandía también se verían obligados a abrirle las puertas. Todas sus posesiones podrían acumularse como una pila de yesca. Tenía enemigos por todas partes y, a pesar de la paz que habían firmado, estaba seguro de que el francés se entrometería e Inglaterra podría atacarle.

Lo primero que tenía que averiguar era el contenido del testamento y la única manera de conseguirlo era mostrar su acuerdo con lo que había estipulado en él. Avanzó con gesto solemne hasta la puerta y penetró en la estancia donde el conde se encontraba pudriéndose, moribundo; y mordiéndose la manga de rabia, aceptó el testamento tal y como estaba redactado.