8

Alys, la dama principal de la reina, procedía de una familia de noble alcurnia de Aquitania, pero lamentablemente había nacido en el lado equivocado de la manta. Por tanto, se había visto obligada a servir a Leonor: se encargaba de sus labores de costura, y daba la sensación de que se sentía contenta con ello. Petronila envidiaba su temple, su manera de corresponder. Se inclinó hacia adelante y escarbó en el amasijo de sedas enredadas que había en el interior de la cesta de Alys. Contrastando con el púrpura pálido, el verde de repente parecía ser mucho más alegre.

—Estos colores son hermosos. Y lo son aún más cuando se combinan. Tienes muy buen ojo para estas cosas.

Alys emitió algunos gruñidos imperceptibles de desacuerdo, sonriendo. Su modestia le convenía, porque era evidente que sabía muy bien que se había ganado los elogios, así que se dispuso a cambiar de tema.

—¿Por qué no habéis acudido al banquete? ¿Acaso la catedral no os parece hermosa? La luz allí es maravillosa. La primera vez que tuve la suerte de contemplarla, no pude evitar romper a llorar.

A continuación, se santiguó. Sus manos eran largas, finas y huesudas, rematadas con unas uñas perfectamente ovaladas.

—Sí —dijo Petronila—. Pero es una caminata demasiado larga para la carne de monje.

Estuvieron paseando por la calle que se extendía desde el Petit Pont, donde Alys había adquirido los lazos de seda que ahora se apiñaban en el interior de la cesta. El día era de nuevo caluroso, seco, salpicado de algunas enormes nubes hinchadas que se aglomeraban en la distancia, huyendo de la neblina. Dos pajes las siguieron, acompañados de Marie-Jeanne.

—Además, dentro de poco tiempo estaremos cabalgando durante varios días.

—¿Vamos a acompañar al rey en otro viaje?

—Se supone que iremos a Poitiers —dijo Petronila.

—¡A Poitiers! —Alys se volvió y le dedicó una sonrisa.

Petronila sintió la misma excitación con solo pronunciar el nombre. En el curso del viaje del rey, pasarían todo el otoño cabalgando hasta Limoges para celebrar allí las Navidades, deteniéndose durante unos días. Hacía muchos años que no iba y el camino hasta llegar a aquella ciudad parecía abarcar el mundo entero. Sin embargo, volvería de nuevo a Poitiers, y Leonor sospechaba que esta vez ya no la abandonarían jamás. Fuera lo que fuera lo que su hermana estuviera tramando, se centraba tanto en Aquitania como en Enrique.

A continuación, mientras se aproximaban a la calzada que se extendía por delante del palacio, un caballo se acercó trotando hacia ellos y, acto seguido, el jinete desmontó. Antes de verle, ya sabía que aquellas largas piernas pertenecían a Joffre de Rançun, el caballero de su hermana. Al verlo, en su rostro se dibujó una sonrisa, alegrándose de que el velo la ocultara. El hombre se despojó del sombrero y se acercó a ella, conduciendo tras de sí a su caballo.

—Mi señora —dijo dedicándole una pequeña reverencia, algo que siempre hacía cuando se encontraban en presencia de más gente—. Me enviasteis a buscar a Claire y así lo hice. Se encuentra alojada en el Hotel-Dieu.

A sus espaldas, Alys lanzó un suspiro. Petronila se humedeció los labios y su mirada se encontró con la de Joffre. Dominada por la impaciencia, levantó el brazo y desenganchó el velo.

—¿Y qué hace allí?

—Tal vez tenga miedo de acudir a cualquier otra parte.

—Pobre muchacha —dijo Alys.

Petronila se volvió hacia ella.

—Regresa a la torre. Marie-Jeanne, tú también. Joffre, ven conmigo —dijo, apartándose a un lado para que las damas de compañía pudieran pasar por delante de ella.

—Mi señora, es un lugar abominable… —repuso Alys.

—Márchate —dijo Petronila. De Rançun permanecía a su lado, pasando en silencio el cuero de sus riendas por entre sus dedos.

Cuando se marcharon, el caballero se volvió hacia ella:

—¿Qué estáis haciendo?

Su tono había dejado de ser ceremonioso. Como se habían criado juntos, el caballero las trataba tanto a ella como a su hermana con una afable y cortés informalidad cuando se encontraban a solas.

Petronila se volvió y comenzó a avanzar por la estrecha callejuela que conducía al lado este de la isla.

—Bueno, alguien tiene que hacerlo.

De Rançun caminó a su lado, mientras el caballo avanzaba pesadamente a sus espaldas. Siguieron por la pedregosa carretera salpicada de surcos que se extendía entre varias hileras de puestos y de casas. Pasaron junto a un burro que se balanceaba bajo una montaña de leña y luego por delante de las vendedoras del mercado que transportaban sus bolsas de cebollas y frutos secos, con sus pollos a medio desplumar.

—Lamento mucho lo que te hizo. —Se refería a Raoul, el marido que la había repudiado, que había sido el Conde de Vermandois.

Petronila se mordió los labios.

—Debería habérmelo imaginado —dijo.

Desde el principio, había pasado por alto cierto tono de reproche en su voz. ¿Qué esperaba sacar casándose con la hermana de la reina? Petronila comenzó a pensar que lo había amado porque tenía la sensación de que él la amaba profundamente. Su mirada se deslizó hacia Joffre de Rançun. Deseaba… lo que ella deseara no tenía importancia. A su izquierda, pasando un cementerio, se extendía una pequeña pradera donde una vaca pastaba amarrada a una cuerda. El largo cobertizo bajo el que se ubicaba el Hotel-Dieu se levantaba al otro lado de la carretera.

—Bien —dijo el caballero que se encontraba a su lado—, él es un cerdo y se lo pienso decir cuando lo vuelva a ver.

—El bueno de Joffre —dijo Petronila, dedicándole una sonrisa de agradecimiento.

Se acercaron a la destartalada casa de beneficencia. La hierba crecía sobre su tejado, extendiéndose por sus desvencijadas paredes. En el patio, media docena de personas vestidas con harapos descansaban sentadas esperando la llegada de la ración de pan de la tarde. Petronila sintió cómo sus ojos se hinchaban a medida que penetraba en aquel lugar, mientras el caballero avanzaba a su lado, y sintió vergüenza por disfrutar del privilegio de llevar zapatos y ropa. La enorme puerta doble se encontraba entreabierta. Petronila la cruzó, pero se detuvo al instante, parpadeando entre la penumbra. El hedor que emanaba de aquel lugar hizo que se le revolviera el estómago. Segundos después, de Rançun apareció a su lado.

Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella oscuridad, divisó que al frente se abría una larga y oscura sala, dividida por dos hileras de postes que sujetaban las vigas del tejado. En su interior se hacinaban varias personas, la mayoría de ellas medio desnudas, con la espalda arqueada, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, durmiendo con el cuerpo enroscado: un hombre paseaba arriba y abajo siguiendo la línea de una pared, un bebé lloraba en un rincón, una monja portaba una palangana llena de agua y la gente no paraba de suspirar, de cantar y de gritar. El aire estaba cargado de nombres, de ruegos y de maldiciones, como si se tratara de un bosque envuelto en el trino de las aves.

Petronila dio un paso hacia adelante, estirando el brazo para volver a extender el velo sobre su rostro. De Rançun se adelantó un poco a ella y asintió con la cabeza cuando vio a Claire.

La muchacha se encontraba sentada con la espalda pegada a la pared y los hombros encogidos, la cabeza agachada, medio dormida. Petronila levantó la mano para taparse la boca. Sin querer, recordó que fue ella la que había empujado a Claire a aquella situación. La muchacha estaba muy sucia y tenía el rostro teñido de moratones. Después de sentarse, había cubierto su cuerpo con un gabán. Por esa razón, Petronila no era capaz de identificar sus ropajes, si bien advirtió que llevaba los pies desnudos.

Petronila avanzó unos pasos, incluso antes de haber visto su aspecto, se acercó a la muchacha y se arrodilló a su lado.

—Claire —dijo, poniendo la mano sobre aquel pequeño y sucio hombro—. Claire, despierta.

La muchacha se sobresaltó e inclinó la cabeza hacia atrás, con los ojos abiertos de par en par, volviéndose hacia Petronila. Su rostro estaba hinchado y lleno de moratones. No llevaba cofia y tenía el cabello enmarañado. Retrocedió asustada, pero Petronila le cogió de las manos y se echó a reír.

—¿Dónde has estado? He venido para llevarte de vuelta a casa, muchacha. Ven conmigo —dijo incorporándose, mientras cogía a Claire de la mano—. Ven a casa.

Una vez que el banquete de Saint Denis llegó a su fin, Leonor decidió regresar unos instantes a la iglesia para disfrutar de nuevo de su belleza, pero en seguida requirieron su presencia. Ya habían llevado su caballo hasta las escaleras. Se subió a su grupa y, por tanto, no le quedó más remedio que unirse a su esposo.

Regresaron a la ciudad dejando el sol a su izquierda, atravesando praderas y jardines, pasando por mercados de flores, en dirección al Sena. Pero, justo antes de que hubieran llegado al puente, Enrique de Normandía avanzó al galope hasta ellos.

Leonor y el rey cabalgaban hombro con hombro, sin pronunciar una sola palabra. Thierry se encontraba a la derecha del rey, a sus espaldas. Por delante de ellos sólo avanzaban algunos pajes y escuderos. Cuando Enrique llegó al galope y se colocó a su altura, se dispersaron, y el caballero pasó a través de ellos deteniéndose delante del rostro del rey, justo en frente de la reina.

Leonor no pudo contener el impulso de dedicarle una sonrisa. Por un instante, sus ojos se encontraron con los de Enrique y emitieron un fuerte brillo.

—He venido a despedirme —dijo Enrique, mirando primero a Luis y luego de nuevo a Leonor.

La reina bajó la mirada, pero no pudo ocultar una sonrisa.

—Bueno, en ese caso, os digo adiós, mi señor —dijo el rey, un tanto desconcertado.

Durante unos instantes, el joven normando permaneció allí, bloqueando el camino. Leonor se preguntaba insistentemente si el joven contemplaba la posibilidad de raptarla, justo en ese momento, y sintió cómo todo su cuerpo se estremecía, aunque sabía muy bien que aquello era una locura. Pero, en ese momento, el joven se dio la vuelta y se marchó al galope.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Luis, con cierto tono inexpresivo.

A su espalda, Thierry lanzó a Leonor una miraba torva.

—¿Por qué ha hecho eso?

Leonor mantuvo la mirada baja sin dejar de lucir una amplia sonrisa. Sabía muy bien lo que significaba ese gesto. Apremió a su caballo y penetró en el puente en dirección a la isla real.

—¿La has traído de vuelta a casa? —dijo Leonor. Descalza, vestida con su túnica, se dejó caer sobre el taburete de la ventana y miró a su hermana—. Eres demasiado benévola.

—Leonor. —Petronila se sentó a su lado—. No es más que una niña. Deja que vuelva.

Se puso de pie y se pasó una mano por el cabello, que estaba empapado en sudor. El desagradable hedor que desprendía la casa de acogida todavía seguía impregnado en ella.

—Espiará de nuevo —dijo Leonor. Las damas de compañía se habían llevado a Claire para lavarla. Leonor sólo la había podido ver fugazmente, pero era evidente que su aspecto había dejado de ser propio de la corte.

—Fui testigo de lo que Thierry le hizo —dijo Petronila—. Ya no volverá a espiar más para él, de eso estoy segura —repuso, sin llegar a decir: vi lo que le estaban haciendo y no hice nada por impedirlo. Luego le cogió la mano a Leonor—. De todos modos, la vamos a necesitar… Alys y Marie-Jeanne no pueden hacerlo todo y se acerca la fecha del viaje del rey.

Leonor apretó los dedos con fuerza.

—Supongo que ya habrán enviado a otra espía.

Con la mano que le quedaba libre, se frotó el rostro. Sus ojos proyectaban una mirada introspectiva y soñadora.

—¿Le gustó la iglesia a los angevinos? —preguntó Petronila.

—Oh, sí. Ah, fue magnífico. Y, después, para mi deleite, disfruté de una pequeña disputa entre eruditos —dijo torciendo la boca repentinamente. Luego, acercó la mano de Petronila hasta sus labios—. Haz que entre la chica. Tengo que hablar con ella.

Alys y Marie-Jeanne habían hecho todo lo que estaba en su mano por ayudar a Claire: le habían lavado el rostro y las manos, le habían cepillado el cabello y le habían puesto sus mejores ropajes. Le habían dado un par de zapatos, pero, aun así, Claire era incapaz de dejar de llorar. Sentía pánico de Leonor, y cuando se acercó hacia el corrillo que formaban las damas de compañía, no fue capaz de despegar la mirada del suelo.

Se postró de rodillas, juntando las manos como si estuviera rezando, y entre sollozos y lamentos lo confesó todo, admitiendo que desde el primer día había corrido a contar todos los secretos de Leonor a Thierry, que le dio varios dulces y dinero a cambio de todos los chismorreos sobre los sueños de Leonor, de saber lo que comía, qué clase de chanzas escuchaba y cómo perdía en las mesas de juego.

Las mujeres que se encontraban en la cámara de la reina formaron un círculo alrededor de ella. Petronila avanzó hasta quedar al lado de su hermana, que estaba sentada junto a la ventana, con las manos apoyadas sobre el regazo. Cuando Claire, jadeante, se acercó al final de su discurso, Leonor sacudió ligeramente la cabeza.

Petronila se sintió alarmada y alargó la mano, pero su hermana le hizo un gesto para que la retirara. Alys y Marie-Jeanne se encontraban detrás de Claire, con las manos asidas por delante del cuerpo.

Claire comenzó a llorar de nuevo, derrumbándose sobre sus rodillas, con el cabello alborotado y húmedo. Alys había tratado de disimular el enorme moratón que la muchacha lucía en su mejilla, pero la hinchazón todavía dominaba su rostro.

Con tono abrupto, Leonor dijo:

—Bueno, hija mía. ¿Has aprendido la lección? ¿Vas a volver otra vez a acudir a Thierry para entregarle tus informes de espionaje?

Acurrucada sobre los pies de Leonor, la muchacha lanzó un gemido, con los dientes apretados.

—No, mi señora. Os lo juro. Lo prometo —dijo, invadida por un nuevo arrebato de llanto—. Le odio. Le odio.

Levantó la cabeza y escupió con vehemencia, como si se tratara de un mozo de cuadra.

Leonor se echó a reír.

—Bueno. Espero que, por el contrario, a mí me llegues a querer. Te perdono. Puedes quedarte con nosotros.

Petronila sintió cómo se le hinchaba el pecho, complacida. Levantó la mano y la depositó sobre el hombro de Leonor. Las otras dos mujeres que estaban esperando se sumieron en un arrebato de sincero y sentido regocijo. Claire levantó la mirada, con el rostro hinchado y descolorido sumido en la sorpresa, repentinamente lleno de esperanza. Se abalanzó hacia Leonor, le cogió de la mano y comenzó a besarla.

—Majestad… Majestad…

Leonor retiró la mano y, apoyándola sobre el hombro de Claire, la apretó con firmeza.

—No lloriquees encima de mí. Me estás empapando la túnica. Conserva tu orgullo, muchacha. O trata de demostrar que lo tienes, lo que prefieras.

—Sí, Majestad; sí, Majestad —dijo Claire, volviendo a postrarse de rodillas.

Leonor levantó la mirada hacia las damas de compañía, con los ojos abiertos de par en par y un gesto de gravedad en el rostro.

—Y ahora, tenemos que prepararnos para el viaje. Teniendo en cuenta que solo sois tres, y que nosotras somos dos, tenéis mucho trabajo por delante. ¿Necesitamos contratar a alguien más?

—No, mi señora —dijo Alys—. Nosotras, que os amamos, podemos hacer todo lo que preciséis.

Marie-Jeanne se acercó a Leonor y la besó en ambas mejillas. Esta aceptó complacida sus besos, levantando su rostro hacia la anciana niñera, mientras lucía una amplia sonrisa. Claire había retrocedido, dejando asomar de nuevo algunas lágrimas en su rostro, con la mirada fija en Leonor.

Luego su mirada avanzó hasta Petronila y sonrió.

Unas horas después, tras haber cumplido con las oraciones, mientras las mujeres estaban preparando el aposento para que la reina se pudiera acostar, Leonor dijo:

—Petronila, espero que en este asunto hayas obrado con la sabiduría que demuestras siempre.

Petronila no dijo nada. Claire estaba ayudando a Alys a sacudir la ropa de cama. Ahora que la muchacha había regresado con ellos, las sospechas volvieron a asaltarle de manera inconsciente, mientras las dudas ponían en entredicho sus buenas intenciones, repletas de espinas.

—No lo sé —dijo—. Leonor, nunca sé qué es lo que va a suceder.

—Ah —dijo Leonor—. En ese caso, deja este asunto en mis manos.

Petronila no dijo nada. Lo único que sabía era que todo estaba cambiando.

—¿Qué nos va a suceder, Leonor?

—No lo sé. Pero no voy a quedarme aquí sentada hasta que me pudra. Sea como sea, voy a regresar a Poitiers y a convertirme en una mujer libre —dijo su hermana.

—¡Poitiers! —Petronila sintió un fuerte arrebato en el corazón—. Oh, ojalá sea así, y que suceda pronto.

Leonor pasó su brazo alrededor de la cintura de su hermana y apoyó su mejilla sobre la de Petronila.

—Te lo prometo, querida. —Su voz estaba envuelta en un susurro cargado de excitación—. Volveremos a casa. Y una vez allí, tendremos nuestra propia corte, con música e historias, juglares y trovadores… —Se echó a reír, exultante, como si aquello ya estuviera sucediendo—. Se abre una nueva época ante nosotros. Lo escuché cuando los maestros que visitan el Studium hablaron en la corte: lo que el duque Enrique dijo en nuestro banquete. Y la gobernaremos a nuestra voluntad. Abriré las puertas de mi palacio a cualquier idea nueva, a todo aquel que demuestre poseer algún talento extraordinario, ya lo verás. Estoy dispuesta a convertir Poitiers en el jardín del mundo —prosiguió, depositando un beso en la mejilla de Petronila—. Te lo prometo.

Petronila dejó escapar un suspiro. Mentalmente, divisó los estrechos callejones en pendiente de Poitiers. Su imaginación voló más allá de las palabras de su hermana hasta abarcar la promesa que se encerraba en ellas: una nueva etapa en un alegre palacio, donde los hombres y mujeres se movieran libre y felizmente, donde ya no tuviera que vigilar cada palabra que se pronunciara, donde no tuviera que preocuparse de que nadie fuera corriendo a contar un secreto a tal o cual enemigo.

A continuación, Claire volvió a entrar, portando una jarra en la que aparecía tallado el rostro de un perro.

De repente, un frío presentimiento invadió su cuerpo. Se preguntaba si, con su gesto, no habría cometido un error. Se enderezó sobre su asiento, apartándose un poco de Leonor.

—Eso hace que mi preocupación vaya en aumento, especialmente ahora, que tenemos tanto que perder.

Petronila dirigió la mirada hacia el centro de la sala, donde Alys estaba sentada, concentrada en sus labores de costura. Marie-Jeanne había abierto el armario y estaba colgando la túnica en su interior, metiendo flores secas en los pliegues de la tela. Claire vertía el vino en las copas. Eso al menos lo había aprendido a hacer de forma majestuosa. Leonor estiró el brazo y colocó la manga de la túnica de Petronila, que presentaba algunas arrugas.

—Algunas veces, querida, tienes que arriesgar algo. De lo contrario, nunca ganarías nada.

Sus ojos desprendían alegría y, bañados bajo la luz del sol, emitían un destello verde, sin delatar el menor indicio de temor. Petronila se volvió hacia ella, deseando para sí esa claridad, y dejó caer la cabeza sobre el hombro de su hermana.

Claire ayudó a Alys a sacudir el vestido de la reina, tratando de imitar la elegancia que demostraba la anciana. Mientras se regocijaba en el alivio de saber que había regresado al lugar al que pertenecía, había llegado a convencerse de que realmente no sabía tantas cosas como pensaba. No se trataba de que no fuera buena, sino de que no había descubierto la manera de serlo.

Alys sabía muchas cosas, lo demostraba continuamente, y dominaba a la perfección el arte de combinar los polvos en el rostro y los colores en los ropajes. Pero había algo más que eso. Siguió pensando en el Hotel-Dieu, en aquel lugar tan frío, en cómo luego apareció Petronila diciéndole «Vuelve a casa», y en cómo le hicieron sentir aquellas palabras: deseó convertirse en una persona que algún día llegara a pronunciarlas y, de ese modo, conseguir que alguien se llegara a sentir como ahora se sentía ella. De nuevo a salvo. Querida.

Leonor lucía un aspecto magnífico y estaba demasiado por encima de ella como para pretender ponerse a su altura. Eso sería como una burla. Sin embargo, Petronila, la gentil Petronila, se encontraba a su alcance. Trataría de ser como ella. Con cuidado, depositó la ropa de la reina en el interior del cofre.