7

Unos días más tarde, se dirigieron a Saint Denis para celebrar el ritual de homenaje. El día era agradable, soleado y cálido. Abandonaron el palacio cabalgando sobre sus monturas y cruzaron el río por el puente viejo. Joffre de Rançun y algunos caballeros de Luis encabezaban la comitiva, seguidos por los propios Leonor y Luis, que cabalgaban juntos. El conde de Anjou, y sus hijos y partidarios, les seguían a continuación. Petronila decidió no acudir, ya que no le agradaban las multitudes.

Salieron por la puerta del palacio en dirección a la ciudad. Leonor miró a su alrededor. Cuando ella y Luis se casaron, el simple hecho de que se abrieran las puertas del palacio habría atraído a una multitud de curiosos que se habría acercado a observar. Sin embargo, ahora nadie parecía reparar en ellos.

Si ella hubiera sido Luis habría hecho que aquel acontecimiento hubiera sido un espectáculo, habría traído cestas de frutos secos y fruta para repartirla entre la gente y habría organizado un desfile con gaiteros y tambores. Habría conseguido que todos se llenaran de júbilo al ver a su rey. Luis no hacía la menor ostentación de sí mismo; de hecho, no se parecía en nada a un rey, con su sencilla túnica y su humilde capucha, hasta el punto de que algunas veces su propio pueblo no era capaz de reconocerlo.

Avanzaron por la calle, pasando por delante de varias hileras de casas hechas de piedras viejas, con sus fachadas cubiertas de musgo y teñidas de verde y sus techados de paja cubiertos de flores e invadidos por los ratones. Las palomas se agitaban y arrullaban sobre los tilos. La pequeña plaza del mercado, que se extendía más allá, ya estaba muy concurrida, y se escuchó un grito al paso de la procesión, haciendo que la multitud se precipitara a contemplarla. Alguien lanzó una aclamación y el resto de la muchedumbre se unió a ella en una sola voz. «¡Dios ama al rey Luis!». Las mujeres del mercado, ataviadas con túnicas negras, con sus delantales manchados y arrugados, los niños con el rostro cubierto de suciedad y los fornidos portadores medio desnudos se abrían paso a empujones desde un lado de la calle para contemplar el paso del rey, mientras extendían las manos como si fueran capaces de absorber una parte de su realeza.

Impulsada por un arrebato, Leonor extendió la mano hacia ellos con la intención de devolverles el honor. El gentío se aferró a ella y sus voces se elevaron formando un coro con su nombre. Leonor se echó a reír, tratando de liberar su brazo, acariciando con sus dedos la firme sucesión de manos extendidas y anhelantes.

La plaza fue quedando atrás y Leonor se enderezó en su silla de montar, dándose cuenta repentinamente de que las personas que cabalgaban a su lado se sentían molestas. Luis repetía su nombre una y otra vez, reprendiéndola. Al otro lado, Thierry Galeran la miraba fijamente. Leonor se mordió la lengua, consciente de que en ese momento no tenía sentido comenzar una disputa. Pero, no obstante, sus ojos se giraron para mirar a su alrededor, con el deseo de verlo todo.

Siguieron avanzando a través de las cabañas de la gente más humilde, donde un grupo de mujeres que cargaban con cubos de agua se detenían y se hacían a un lado para dejar paso a la comitiva, elevando sus rostros curtidos por el sol para observarlos. Sujetaban sus faldas con las manos para evitar que se llenasen de la mugre de la calle, mostrando sus piernas desnudas y sus pies descalzos cubiertos de barro. Frente a ellos, el puente se encontraba abarrotado de carretas que penetraban en la ciudad, procedentes de las zonas rurales, cargadas de cebollas y repollos, y la calle apestaba a fruta podrida y a boñigas pisadas. Los caballeros se adelantaron para abrirse paso en el puente. Cuando se acercaron a la pendiente de piedra del mismo, el tronar de la rueda de molino que se agitaba bajo el primer arco ahogó cualquier otro sonido, levantando un muro sonoro.

A ambos lados del viejo puente se apiñaban multitud de tenderetes que no eran más grandes que una alacena: pequeñas tiendas de tesoros, orfebrería y joyas, puestos de especias que llenaban el ambiente con sus esencias; judíos ataviados con gabardinas, de pie con las manos ociosas, esperando con avidez la llegada del dinero. El puente se elevaba formando un arco que se extendía hasta más allá de la otra ribera del río, donde un grupo de mujeres tocadas con cofias pregonaban la venta de flores y pájaros enjaulados. Las calles de la ciudad dieron paso a una serie de callejones, que se extendían entre una hilera de casas que cada vez estaban más separadas entre sí. Luego pasaron por algunos pequeños jardines hasta llegar a los campos y a los huertos del monasterio.

Atravesaron a caballo la puerta de la abadía y dejaron sus monturas debajo de los árboles que se elevaban en el otro extremo del gran patio. El rector salió a recibirles y avanzaron junto a él hacia un amplio porche que estaba flanqueado a cada lado por una sucesión de figuras de santos. Detrás de Leonor y de Luis iba el conde de Anjou acompañado por sus hijos, y la reina sintió deseos de volverse para contemplar cómo le cambiaba la cara a Enrique cuando la viera.

Desde fuera, la nueva iglesia probablemente no parecía ser demasiado distinta a las demás, a pesar de sus estatuas, aunque las puertas de la fachada principal eran magníficas y Leonor no conocía otra iglesia que tuviera un rosetón tan grande cubriendo la portada. Los angevinos, al ver aquello, no sabrían qué esperar. Hasta que no atravesaron la puerta de la fachada, como si levantaran un velo, no se darían cuenta de ello. Pero Enrique sí lo vería. Leonor sentía deseos de ver la reacción de su amado al contemplar la iglesia. Pero siguió avanzando por delante de él, con la mirada clavada al frente. Penetraron a través de las colosales puertas, como si se estuvieran aventurando al interior de una montaña.

Una vez dentro, como siempre, a Leonor le invadió una repentina sensación de tremenda altura, de encontrarse en un espacio que se extendía hacia los cielos. A sus espaldas, incluso a través del ruido que producían el caminar de tantos pies, escuchó una inhalación intensa y aguda, como un suspiro de asombro.

Avanzó firmemente hacia el centro del espacio bañado por la luz, donde los rayos de sol parecían ser más sólidos que la piedra de la que estaban hechas las paredes. A su frente se extendía el altar principal, mientras que a un lado, elevadas como las nubes, una a una, las enormes vidrieras resplandecían como si se trataran de visiones, proyectando miles de colores sobre la lúgubre bóveda. En ese momento, a Leonor le invadió su habitual elevación de espíritu enardecido que percibía su llamada a la gloria. A pesar de toda la ostentación que hacían los sacerdotes, y de las palabras grandilocuentes de los abades, ella sabía que la verdadera iglesia la formaba aquel espacio, aquella luz, el trabajo de mampostería que se había realizado con la única intención de darle forma.

Mientras caminaba, sintió cómo su espíritu se expandía a través de la vacía quietud, avanzando con esfuerzo hacia el centro, en un punto donde se respiraba mucha paz. El elevado altar ascendía como una escalera que condujera a los cielos y, colgando por encima de él, el estandarte del rey pendía agitado por las misteriosas corrientes de aire como si lo meciera una mano de seda.

Leonor llegó al centro de aquel espacio. Luego se detuvo y se dio la vuelta. A su alrededor, todos los hombres detuvieron también su paso, se giraron y levantaron la mirada mientras se escuchaba cómo los angevinos lanzaban al unísono un grito sofocado. La reina comprendió perfectamente la sensación que se había apoderado de su ánimo. Ella también percibía todo su impacto, a pesar de haber contemplado aquel lugar un centenar de veces. El enorme rosetón que se extendía ante ellos, inmerso en la oscuridad, brillaba tan puro como la luz del sol, emitiendo destellos de color azul, rojo y verde. En el centro, una figura de Cristo le dedicaba una sonrisa, bendiciéndola con Su mano. Cada vez que la contemplaba, un torbellino de placer, tan intenso como el sexo, le invadía hasta el punto de casi llegar a desvanecerse.

Este es Dios, pensó exultante. Esta belleza, este deleite, esto es Dios, diga lo que diga Bernard. El monje era un santo, pero estaba demasiado encerrado en sus viejas creencias y no era capaz de percibir todo el poder que había encerrado en ello.

Celebraron la ceremonia en una de las capillas que se abrían a lo largo del deambulatorio, donde todo el ritual se llevó a cabo meticulosamente. Enrique se postró con la cabeza descubierta, desarmado y solo ante el rey, que se encontraba sentado delante del altar luciendo la corona sobre la cabeza. Intercambiaron las palabras propias del ritual, tan solemnes como las oraciones y, probablemente, también más antiguas. Enrique se arrodilló, colocó sus manos dentro de las del rey y se encomendó tanto él mismo como su ducado a la potestad del monarca francés.

Llegados a ese punto, el ritual dictaba que Luis cerrara las manos con fuerza alrededor de las de Enrique, haciéndole un poco de daño, con la intención de recordarle el enorme poder que ostentaba el rey. Leonor, que se encontraba sentada detrás, a la izquierda, contempló cómo se tensaban las pálidas manos del rey. Luego, observó cómo los ojos de Enrique se abrían de sorpresa y, a continuación, se entrecerraban llenos de contento. Luis no tenía la fuerza necesaria para humillarle. Cuando el rey se agachó para darle el beso de la paz, Enrique cerró los ojos.

A continuación, se dirigieron al jardín del monasterio, al abrigo del cobijo que proporcionaban los perales, donde celebraron un banquete con el joven duque sentado a la derecha del rey. El sol se asomaba dulcemente por entre las hojas de los árboles y proyectaba algunas sombras moteadas. En el extremo del huerto se elevaban los muros del monasterio, cuyos sillares de piedra caliza estaban cubiertos por la hiedra.

Leonor se sentó a la izquierda del rey; era la única mujer que tuvo el privilegio de disfrutar de aquel ágape. Bernard había acudido para ser testigo de la ceremonia y se encontraba sentado en la mesa, convirtiéndose en un espectro más oscuro que las propias sombras moteadas que proyectaban los perales, sentándose entre sus seguidores en el otro extremo de la mesa, donde estaban los representantes del condado de Anjou. Los propios pajes de los angevinos les servían, lo cual a Leonor le pareció que era una medida sabia. Había mucha gente que trataba de contribuir a que se hiciera verdad la maldición que en su día profirió Bernard.

Los monjes les habían agasajado con un buen surtido de carnes y algunos panes elegidos, todos ellos elaborados con formas extrañas y colores poco habituales. Leonor tenía que compartir la copa con el rey, así que no bebió nada, evitando en todo lo posible tocar con sus labios cualquier cosa que ya hubiera entrado en contacto con los de Luis. Solo tomó algunos bocados de pechuga de pato asado bañada en salsa de cerezas. Tenía las manos extendidas sobre su regazo y comenzó a estudiar a los hombres que la rodeaban, observándolos por el rabillo del ojo a través de sus pestañas, de tal modo que no pudieran acusarla de estar mirándolos.

Bernard, como era costumbre en él, no probó bocado, pero se sentó con la espalda encorvada, la cabeza agachada, los ojos cerrados y los labios en constante movimiento. Se apartaba de todo tipo de placeres, de todo lo que fuera carnal, como si aquello fuera un peso en la tierra que alejara a su alma de Dios. Su piel presentaba un aspecto tan seco como el papel, y su cabello se asemejaba a un montón de paja. De repente, Leonor pensó: su fe le consume. Las viejas dudas que asaltaban a la reina comenzaron a atormentarla. Sin lugar a dudas, una persona que se entrega completamente a Dios tiene que obtener algo a cambio; es posible que aquel monje tuviera razón. Y llegó a la conclusión de que, tal vez, ella misma debería someterse a la voluntad de Dios.

Pero decidió disimular ese impulso, apartando su atención de él y dirigiéndola hacia los demás hombres que se encontraban sentados alrededor de la mesa. Todos los demás presentes masticaban ruidosamente, como un caballo en un pesebre: Luis se encontraba extrayendo la carne de un capón con los dedos, Le Bel Anjou estaba empapando un pedazo de pan en el sanguinolento jugo de la carne y el único sonido que se percibía en el ambiente era el del movimiento satisfecho de sus mandíbulas. La contemplación de aquella escena le recordó a un rebaño pastando. Justo al otro de Luis, Enrique se recostó sobre su asiento, plantando un codo sobre la mesa. Luego apartó un montoncito de huesos de la tabla que tenía ante sí y alargó la mano para coger su copa de vino.

Los ojos del duque se dirigieron hacia la aguja de Saint Denis, que se elevaba hacia el cielo por encima del tejado de paja del refectorio. Levantando la copa, hizo un pequeño homenaje a aquella imponente estructura y bebió de ella.

—Así pues, ¿qué pensáis de mi iglesia, mi señor de Normandía? —preguntó Leonor.

Más allá del caballero, envuelto en la sombra que proporcionaba la frondosidad de los perales, vio cómo Bernard hacía un repentino gesto de crispación y se volvía hacia ella, preguntándose qué es lo que la reina diría esta vez.

Enrique respondió:

—Creo que es una gran maravilla. Sin lugar a dudas, no existe en el mundo nada tan espléndido. En cierto modo, me recuerda a una iglesia que hay en Inglaterra, aunque esa no es tan grandiosa… se trata de la iglesia de Durham.

Bernard se inclinó hacia adelante, exponiendo su cuerpo a la luz del sol, y apretó los labios, mientras sus ojos medio ocultos pasaban sucesivamente de Enrique a Leonor.

—Muchos de los albañiles procedían de Durham.

—Sí, aunque no es lo mismo —dijo Enrique—. Durham es un lugar excelente, pero esta iglesia es todo un descubrimiento. Parece mucho más grande: la bóveda, el modo en el que las columnas están separadas, las ventanas, todo ello unido en una sola obra, en un solo concepto del espacio, de la luz. Se trata de un concepto nuevo.

Sus ojos resplandecían. Se removió sobre su banco, embriagado por el entusiasmo y su voz se aceleró elevando el tono, siguiendo la senda que le marcaban sus pensamientos.

—Hay muchos conceptos nuevos. En el Studium que vos tenéis aquí, en los nuevos libros, en el propio aire, uno tiene la sensación de que nos encontramos inmersos en una época de importantes cambios. Es como si un fuerte viento, que avanzara soplando por todo el mundo, estuviera despejando todas las telas de araña. A mi abuelo lo apodaban el Estudiante, porque era un hombre muy erudito, y, sin embargo, no sabía de la existencia de esta iglesia, aunque sí conocía la vida de Alhazen y el orden de las estrellas.

Leonor le dedicó una mirada cálida, sonriendo. Al otro lado del duque, por encima de su hombro, Bernard se quedó mirándola fijamente, pero su voz era una guadaña dispuesta a segar las nuevas ideas de Enrique.

—Dios ordenó las estrellas antes de que creara al propio Adán. No hay nada nuevo bajo el sol.

Luis comenzó a susurrar, inclinándose hacia Enrique, tratando de refrenarlo. Leonor, entusiasmada, vio cómo el joven hacía caso omiso al rey. Enrique se había vuelto hacia Bernard y su voz no contenía el más mínimo indicio de respeto.

—Sí, las estrellas siempre han estado allí, lo dice el primer gran Libro, pero nadie las entendía antes.

Enrique estaba dando la espalda a Leonor mientras esta veía a Bernard por encima del hombro del duque.

El piadoso monje dio un respingo, volviendo a deslizarse entre las sombras, extendiendo las manos por delante del cuerpo como si quisiera formar una barrera.

—Es un conocimiento peligroso y falso, lleno de engaño y orgullo.

Enrique se encogió de hombros.

—Lo que es un peligro para uno mismo es también un arma para sus enemigos.

Leonor apoyó las manos sobre la mesa.

—En ese caso, ¿solo se trata de eso? —dijo con voz serena, sabiendo muy bien que todos la escucharían—. ¿Es que siempre todo se reduce a la guerra? Las ideas del abad Suger dieron como fruto la belleza sublime de esta iglesia y no un campo de batalla.

Enrique volvió la mirada hacia ella con el rostro resplandeciente. Leonor se dio cuenta de que a su amante le complacía enormemente discutir. Antes de que el duque pudiera hablar, la voz de Bernard volvió a inundar el aire.

—Se trata de una iglesia que aparta al alma de Dios.

Enrique volvió a girar la cabeza hacia el monje.

—O transporta a la mente hacia Él.

Leonor apoyó los codos sobre la mesa y colocó la barbilla entre sus manos. Podía percibir cada movimiento que su amante hacía, cada respiración que salía de su aliento, como si todo aquello le perteneciera a ella. Luego añadió, con un tono de voz sereno, haciendo que todos la escucharan:

—¿Por qué Dios nos dotó de la capacidad de pensar si solo tenemos que hacer lo que nos dicta?

La voz del monje restalló como el batir de una puerta.

—Dios nos tienta, pone a prueba nuestra fe. Pone ante nosotros la posibilidad de escoger entre una serie de opciones. Pero, en realidad, no tenemos elección.

—Todos vuestros silogismos tienen una única expresión —repuso Enrique.

Inmediatamente después, la campana que anunciaba las Nonas comenzó a tañer. Bernard se puso de pie con la intención de dirigirse a cumplir con sus oraciones. Bajó la mirada hacia Enrique, quien todavía se encontraba sentado sobre su banco, y dijo:

—Cuando esa expresión es Dios, no se necesita nada más.

—Oh —dijo Enrique dejando escapar un bufido—, sin lugar a dudas, eso hace que os encontréis más allá del alcance de la razón.

Bernard se quedó de pie como un árbol marchito, mirándole fijamente. Su cabeza colgaba ligeramente por delante del cuerpo, como si un alambre pendiera por encima de su columna vertebral y le conectara directamente con los cielos.

—La razón no os servirá de nada si vuestra fe os falla, muchacho. Es la fe la que os guía. La razón se limita a seguirle los pasos.

—Eso no es más que palabrería —respondió Enrique—. Personalmente, dejaré que sea la lógica y las ideas las que me guíen. Encuentro mucha más sustancia en ellas. ¿Me vais a condenar por eso?

Bernard bajó la mirada a lo largo de su larga nariz, depositándola sobre el duque.

—No tengo la menor necesidad de condenaros. —Su mirada se volvió hacia Leonor. Por un instante, los ojos del monje se abrieron de par en par, dejando entrever un fulgor azul como las estrellas—. Habéis elegido vuestro propio destino.

Y, dicho lo cual, dio la vuelta y se alejó caminando lentamente, seguido de cerca por su séquito de acólitos.

Leonor miró fijamente hacia otra dirección, luchando por contener un creciente arrebato de ira. Pensó: para él, yo estaba condenada desde que nací. Quería mirar a Enrique, pero no fue capaz. ¿Y qué pasaría si se retracta?, continuó con su meditación. Si Bernard lo hubiera intimidado, ya no sería capaz de amarlo.

A su derecha, entre ella y Enrique, Luis dijo:

—¿Qué ha querido decir con eso?

Leonor lanzó un suspiro. Había permanecido todo ese tiempo con la espalda tensa sobre su asiento y decidió relajarse un poco. Por el rabillo del ojo, más allá de Luis, vio cómo el conde de Anjou se dirigía a su hijo, que por una vez se encontraba tranquilamente sentado, con las manos levantadas por delante del cuerpo y la cabeza agachada. El rostro de su padre se retorció en una mueca cargada de sospecha.

—Vámonos de aquí. —Su mirada se apartó de Enrique, deslizándose hasta Leonor y de nuevo a su hijo—. Mi señor —dijo a Luis—. Debemos partir. Hemos pasado aquí demasiado tiempo. Ya hemos cumplido con nuestra obligación y nos espera un largo camino de regreso hasta Angers.

Leonor se volvió para mirarlo, sumida en un profundo desconcierto. Bajo el cobijo del peral, las sombras moteadas y la luz del sol difuminaban el rostro del duque de tal modo que la reina no era capaz de distinguirlo perfectamente, como si se estuviera desvaneciendo delante de sus propios ojos. La maldición que profirió Bernard todavía surtía efecto. Se quitó esa idea absurda de la cabeza. Enrique estaba intercambiando algunas palabras de despedida con Luis. Leonor apartó la mirada de él, tratando de aparentar que no estaba demasiado interesada.

No importaba, porque de algún modo todos los que la rodeaban lo sabrían. Les unía una especie de cordón místico. Leonor estaba a punto de estallar ante la necesidad que sentía de volver a hablar con él. De escuchar aquella voz áspera y profunda declamando a Alhazen, llena de pasión por las novedades y las ideas, dispuesta a cualquier cosa. Deseándolo todo. Y, sin embargo, tuvo que dejar que Bernard le cerrara la boca. Leonor se dio cuenta de que había cruzado los brazos, como si tratara de evitar algo. No podía levantar la mirada para verle marchar. Si descubriera que su amado se había dado la vuelta para mirarla, se habría arrojado en sus brazos. Y, una vez que el caballero partiera, el espacio que se extendía entre ellos se haría cada vez más gélido. Le invadió la sensación de que una enorme puerta de piedra se cerraba ante ella, aislándola del mundo. Tal vez aquello sucedió mucho antes de que comenzara. Levantó la mirada hacia la espalda de su amado, que cada vez se alejaba más, sintiendo que le privaban de algo.