6

Enrique nunca había soñado con hacerse con Aquitania. Duque de Normandía, algún día duque de Anjou, sí, y desde los nueve años había reclamado sus derechos a la corona de Inglaterra; pero, hasta ahora, Aquitania no había entrado en sus planes.

En ese momento le vino a la memoria todo lo que había escuchado de aquel lugar: sus añejas ciudades, las mujeres hermosas, el vino y los trovadores. Un lugar difícil de gobernar, decían. Pero muy rico.

Se preguntaba si Leonor podría romper sus votos matrimoniales. No era capaz de imaginarse cómo podría conseguirlo. Sin embargo, ahora que la llama de esa empresa habría prendido en su interior, ardía en deseos de hacerse con esa tierra. Comenzó a hacer conjeturas sobre cómo se las arreglaría Leonor para llevar adelante sus propósitos. Aquel plan le traería problemas con su padre, por no hablar del propio rey.

Después de abandonar la casa donde habían celebrado el encuentro, decidió ir a dar una vuelta por la ciudad. Había oído hablar del Studium, que estaba enclavado en la ribera izquierda del río, y estuvo deambulando por varias hileras de pabellones destartalados. Luego entró en una taberna que estaba llena de hombres ataviados con unas túnicas negras rematadas con una capucha, propias de los sacerdotes, bebiendo, hablando en latín y agarrándose a las mujeres. Les estuvo escuchando, pero no dijo nada, prefiriendo mantener una actitud prudente antes que arriesgarse a exponer su latín de monaguillo al azote de sus lenguas ágiles y afiladas.

Cuando cayó la noche, regresó a la casa de su padre, que estaba situada en la aldea de Saint Germaine, al oeste del Studium. Robert de Courcy le estaba esperando en el patio, acompañado de Reynard, otro de sus caballeros.

—Mi señor, el conde no ha parado de preguntar por vos.

—La ciudad es grande —dijo Enrique—. Y hay muchas cosas que ver. ¿Dónde están todos?

La mayoría de los caballeros que se habían llevado consigo a París eran hombres de su padre. También los habían acompañado algunos de los suyos, como estos dos, pero no fue capaz de ver a ninguno más.

—Mi señor —Reynard era más bajo que Robert y, como consecuencia de ello, tenía que adoptar una postura más erguida—. Regresarán, os lo prometo.

—Me lo prometes —repitió Enrique en tono cortante—. ¿Dónde diablos están?

—Regresarán. He dejado apostados centinelas para toda la noche.

—Bien. No confío en este lugar —contestó Enrique, comenzando a subir por las escaleras en dirección al pabellón con Robert pegado a sus talones.

El aire del recinto estaba viciado y olía mal. En uno de los extremos estaban hacinados un montón de cachivaches. Alrededor del otro extremo, los sirvientes habían estado arreglando precipitadamente la estancia para su padre: habían extendido un tapiz, cubierto una mesa con un paño de seda y a su alrededor habían dispuesto algunas sillas. Su padre se encontraba de pie delante de la mesa, de cara a tres o cuatro hombres que hacían reverencias y asentían con la cabeza continuamente, haciendo arrastrar sus sombreros por el suelo. Aquellos hombres procedían de la ciudad. Eran los espías que el conde de Anjou tenía apostados en París. Enrique se acercó al extremo de la mesa, como si no estuviera escuchando, y se dispuso a despojarse de su capa.

Su hermano Godofredo se sentó en la otra punta de la mesa con una copa de vino en la mano, dando la espalda al enorme brasero que proporcionaba calor a la estancia. La luz de la hoguera centellaba a sus espaldas, haciendo que Enrique no fuera más que una silueta oscura.

En ese momento, uno de los parisinos dijo:

—Se comenta que el rey estaba tan enfermo que no era capaz de comer.

Otra voz le interrumpió:

—En realidad, no era nada grave. Cada vez que el rey de Francia se siente indispuesto, le entra pánico pensando que va a morir porque aún no tiene heredero.

—Herederos varones —soltó el conde de Anjou con evidentes muestras de que aquello le resultaba muy divertido, y los demás hombres rieron obedientemente. Enrique bajó la mirada al tapete que adornaba la mesa mientras un sirviente colocaba una copa de vino en su mano. Los espías siguieron hablando, compitiendo entre sí por ver quién transmitía la noticia más acertada y mejor pagada.

—Thierry Galeran es su mano derecha, pero los monjes siempre han gozado de ventaja sobre él.

—Te equivocas. Al final, solo escucha a la reina.

—Ella casi nunca está con él. Thierry Galeran siempre lo acompaña. La reina procura evitarlo.

—Los monjes…

—Es una mujer malvada y cargada de lujuria. Todos dicen que debería encerrarla en un convento.

—Pero, si hiciera eso, nunca tendría un heredero —dijo el conde de Anjou, al que el temblor de su voz delataba que aquello todavía le divertía enormemente. Todos comenzaron a farfullar a la vez, expresando al mismo tiempo sus puntos de vista, por lo que el conde decidió dirigirse a Enrique—. En el nombre del diablo, ¿dónde te habías metido?

El conde de Anjou despidió a los espías con un gesto de la mano y se volvió para sentarse en la mesa. Se derrumbó sobre el banco, apoyó un brazo sobre el paño de seda que cubría la mesa y agarró una copa de vino con la otra. Los espías procedieron a retirarse entre reverencias.

—Fui al Studium —dijo Enrique—. Ya sabes, allí hay personas que piensan. Es una experiencia interesante —añadió, tapándose los labios con las manos mientras recorría con la mirada primero a su padre y luego a su hermano—. En cualquier caso, ¿qué piensas hacer, ahora que nos has conducido hasta aquí y no hay manera de salir?

—¿Te has pasado todo el día en el Studium? —preguntó su hermano, mientras levantaba su copa y sorbía un trago.

—¿Ha ocurrido algo? —dijo Enrique.

Su padre apartó su copa vacía. Estaba comenzando a sentir los primeros síntomas de embriaguez, si es que no le habían invadido ya.

—He tomado la decisión de regresar a casa y olvidar todo este asunto —dijo, pero le costaba tanto hablar que tuvo que repetirlo lentamente—. Olvidar todo este asunto.

Enrique se volvió hacia la parte central de la estancia. Robert se encontraba allí, esperando sus órdenes; le señaló con el dedo:

—Ve a reunirte con los demás hombres y tráelos aquí.

—Sí, mi señor.

En el otro extremo de la mesa, su hermano Godofredo habló con tono sombrío:

—El castillo de Gisors. ¿Habéis oído eso? Quiere que entreguemos el castillo de Gisors a cambio de aceptar tu homenaje. ¿Qué sentido tiene? No deberíamos rendirles tributo por Normandía ni, mucho menos, cederles algo, especialmente si se trata de una posición tan importante.

Enrique se volvió hacia su padre:

—¿De qué está hablando?

El conde de Anjou se apoyó pesadamente en el antebrazo que descansaba sobre la mesa. Sobre ella había desparramados algunos bártulos: pernos cruzados y unas espuelas rotas. Los dedos del conde de Anjou juguetearon distraídamente sobre la seda arrugada.

—Nos han hecho llegar un mensaje mientras estabas fuera —dijo con tono de reproche, como si la ausencia de Enrique hubiera desatado aquella situación—. Quieren que vayas a rendir homenaje por Normandía, tal y como prometimos, dentro de dos días y, a cambio, tenemos que ceder la fortaleza de Gisors.

Enrique se quedó mudo durante unos instantes. En su mente se formó la imagen de la inmensa fortaleza que dominaba la frontera en Gisors, y sintió cómo se le encogía el estómago. Ceder alguna de sus posesiones era como permitir que le cortaran un pedazo de su propia carne.

Su padre dijo:

—Podemos regresar a Angers.

Enrique se debatía entre dos cuestiones: ceder una porción de sus dominios o poner las manos sobre Leonor y su ducado. Y, a continuación, comentó:

—Si hacemos lo que nos piden obtendremos algunas ventajas. Tengo que rendir homenaje por Normandía. Ese deber se remonta a un centenar de años o más, a los primeros duques. Pero si lo hago, Luis, puesto que es mi señor, tiene que defender esa frontera. Incluso contra el rey Esteban. Eso acaba con cualquier posibilidad de que se firme una alianza entre él y el rey inglés. De ese modo, puedo dar la espalda a Francia y lanzarme a por Inglaterra.

Era Inglaterra y su corona lo que le convertía en un hombre digno de Leonor.

Su padre lanzó un gruñido con las mejillas encendidas.

—Inglaterra. No creo que la consigamos jamás. Hasta tu madre renunció a seguir intentándolo.

—Ya has tenido tus oportunidades y, por lo que me consta, no te fueron demasiado bien las cosas —le reprochó Godofredo.

—Todavía no he acabado —repuso Enrique.

—Estás haciendo que seamos el hazmerreír de la cristiandad.

El conde de Anjou se recostó sobre su banco.

—Callaos los dos. Podemos escupir a Luis en la cara. Yo regreso a Angers; Enrique, tú irás a Ruán y fortificarás todo el país. Godofredo podría bajar a Mirebau, Chinon y a los demás castillos que se encuentran por allí —dijo, volviendo la cabeza hacia su otro hijo—. Esos castillos serán tuyos, Godofredo. —Y, a continuación, asintió con la cabeza hacia su tocayo—. A ver si ese mocoso de rey se atreve a venir a por nosotros. Que se atreva.

Enrique se puso tenso. Últimamente su padre había insinuado varias veces que tenía intenciones de ceder a Godofredo algunas de las tierras de Anjou. Aquello le puso furioso. Godofredo era un completo inútil y, por encima de todo, un consumado mentiroso y conspirador. No tenía ningún sentido cederle ni una migaja de pan.

—Tengo la intención de hacerme con el control de Inglaterra —dijo—. El viejo rey me ha inscrito en la lista de sucesión —prosiguió. Luego comenzó a caminar alrededor de los presentes, invadido por la furia que le producía ver que no le apoyaban. Se inclinó hacia su padre como si estuviera arrojándole las palabras a la cara—. Como verás, fue un error por tu parte tratar con ese francés. No debiste juntarte con ese Bernard para luego venir aquí y tener que dar marcha atrás delante de toda la corte. Aquello fue una estupidez. Dejaste que esa mujer te obligara a retractarte. Hazme caso, una paz con Luis significa que puedo llevar a nuestros hombres hasta Inglaterra.

En el otro extremo del brasero, el rostro de su hermano resplandecía bajo la luz, con los ojos centelleantes.

—Sin lugar a dudas, cuando poseas Inglaterra podrás cederme tu herencia de Anjou —dijo asintiendo hacia el conde—. Esa es la voluntad de nuestro padre.

Enrique repuso:

—Lo que te voy a dar es a probar de mi puño. —Y luego se volvió a su padre—. Me diste tu palabra de que me cederías Anjou.

Tenía que hacerse con Inglaterra, pero también necesitaba Anjou, más que nunca, para poder unir su imperio, ligando de ese modo Normandía e Inglaterra con Aquitania. Vislumbró cómo se unían esas tierras a la vez que se unía a la reina, que la poseía. Comenzó a caminar nerviosamente en círculos. No era capaz de quitarse de la cabeza las palabras de Leonor, las enormes posibilidades que se abrían ante él. Sería el rey más grande de la cristiandad, sin tener que rendir vasallaje más que a Dios. Por eso necesitaba apoderarse de Anjou. Y de Inglaterra. Y para conseguir Inglaterra necesitaba conseguir que Normandía estuviera segura, ya que el ritual de homenaje le permitiría afianzarla. Se dirigió de nuevo a su padre.

—Estuviste de acuerdo en esto. Nos has dejado arrastrar por los caprichos de ese monje. Hagamos lo que haya que hacer y acabemos con este asunto. Cédele Gisors. Después de todo, estamos hablando de Luis, una persona totalmente incapaz.

—Pero yo me quedaré con Anjou —dijo Godofredo.

—Lo único que vas a recibir es un puñetazo en la cara.

—Cerrad la boca —espetó el conde de Anjou, agitando los brazos entre ellos—. Dejad de discutir. De todas las maneras, tenemos que salir de aquí, y de ese modo levantará la prohibición. —Estaba claro que todo ese asunto de la excomunión le había puesto nervioso. Encontró su copa y la sujetó en alto, mientras un criado se acercó a recogerla—. Le cederemos Gisors —dijo, sin apenas levantar la mirada hacia Enrique. Una vez más, había cedido a su voluntad. A Enrique le complació escuchar sus palabras. Su padre prosiguió, mirando hacia otra parte—: Como muy bien has dicho, al fin y al cabo, se trata simplemente de Luis.

El sirviente regresó con la copa llena y el conde la cogió.

—Una cosa más —dijo Enrique, recordando—. Dile que nuestra voluntad es que el ritual se celebre en la nueva iglesia, en Saint Denis.

Pensó que así ella captaría el mensaje y se daría cuenta de sus intenciones.

Su hermano frunció el ceño.

—¿Y por qué allí? ¿Esa iglesia no se encuentra en el campo?

—He oído que es un edificio muy interesante —dijo Enrique.

Robert había entrado en la sala y estaba esperando el momento de poder hablar con él. Se dirigió hacia la puerta para asegurarse de que todos sus caballeros habían regresado.