Leonor se recostó sobre el lecho arrugado y desarreglado, con la cabeza apoyada sobre el brazo. Estiró la otra mano y la pasó sobre el pecho de Enrique, que estaba salpicado de un ensortijado vello rojizo. El caballero sonrió a la reina. Su cuerpo joven y musculoso estaba perfectamente moldeado. Leonor había apretado aquel duro y cuadrado pecho sobre el suyo y ahora lo observaba de manera posesiva. Sus dedos se deslizaron suavemente, descendiendo por la línea de vello que se extendía más allá de su ombligo. El joven la agarró por la muñeca y presionó la palma de la mano de ella contra su miembro, cuyo tacto todavía estaba pegajoso con su semilla.
—Eso fue muy valiente, mi leopardo rojo —dijo Leonor, enroscando sus dedos alrededor de su cuerpo—. Fue un movimiento muy atrevido.
—Ese pusilánime de Luis no te merece —dijo Enrique—. Si me lo permitieras, te llevaría conmigo ahora mismo —dijo. Y, apretando la mano de Leonor contra su cuerpo, se masajeó con ella—. Huye de aquí conmigo. Sé mi Leonor, a pesar de él.
Leonor se recostó sobre el joven, con la cabeza apoyada en su hombro.
—No, al menos no de esa manera. ¿Es que no lo ves? Está en juego mucho más que eso. Si fuera libre… si pudiéramos casarnos… Me casaría contigo mañana mismo si fuera libre. Pero…
—En ese caso, escápate conmigo.
Sobre las sábanas de lino que se extendían entre ellos, Leonor trazó un círculo con su dedo.
—La tierra de los francos… a primera vista, parece un gran reino, y así lo fue en los viejos tiempos. Pero en los últimos años ha perdido grandes porciones de tierra, como Anjou, o los ha cedido a modo de feudos, como tu Normandía. Francia cada vez se encoge más, hasta el punto de que actualmente apenas es un puñado de tierra que se extiende alrededor de París. Si nos casamos, yo tendría Aquitania y tú tendrías Normandía y Anjou…
—E Inglaterra —dijo Enrique con la voz entrecortada—. Me haré con la corona de Inglaterra aunque para ello tenga que hacer pedazos a Esteban.
—¡Ah! —exclamó Leonor—, me alegra mucho oírte decir eso, porque entonces, fíjate, dispondríamos de un reino tan grande que devoraría al pobre Luis y a su diminuta Francia —dijo. Y, clavando su mirada en la de Enrique, trazó un círculo alrededor del colchón que se extendía entre ellos—. Francia está moribunda y ha llegado el momento de que algo nuevo pueda cobrar vida.
Leonor comprobó cómo los ojos de Enrique se abrían a medida que iba comprendiendo la situación.
—Podríamos tener el reino más grande de toda la cristiandad —añadió Enrique—. Más grande incluso que el Imperio, y tan rico como las principales potencias del este.
Atraída por el tono de lujuria que percibía en su voz, Leonor se apretó con fuerza a él y sus cuerpos se volvieron a unir con la fiereza del leopardo, arañándose, clavándose las uñas y gimiendo con pasión cuando alcanzaron el clímax, embriagados por la sensación de que podían conquistar mundos enteros. A continuación, apoyando su peso sobre el cuerpo de la reina y con su miembro todavía dentro de ella, dijo:
—Ven conmigo ahora. Podemos arrebatarle Aquitania. Es un pusilánime. Escápate conmigo, permanece siempre a mi lado.
Leonor se echó a reír, sintiendo un profundo arrebato de amor al escuchar sus palabras, dándose cuenta de que Enrique no conocía límites.
—No, no. Debemos jugar nuestras cartas con astucia. Hay mucho que ganar aquí. En primer lugar, debo deshacerme de mi esposo, y luego me casaré contigo. De ese modo, nadie osará desafiarnos.
—Las mujeres no podéis romper los votos de vuestro matrimonio. Él tendría que renunciar a ti y sería un loco si lo hiciera. Ven conmigo, mi Leonor. Te convertiré en la reina más grande de la cristiandad y estarás condenada al matrimonio.
—Oh, no dejes que un sacerdote escuche tus palabras.
—Odio a los sacerdotes.
Leonor se echó a reír, le volvió a besar en la boca, larga y dulcemente, y luego se apartó de él. La masculinidad de Enrique se deslizó lentamente fuera de su hendidura.
—Te lanzaste al agua antes de llegar al río. Haré lo que haya que hacer y después podremos estar juntos y en paz con Dios y con los hombres.
Se sentó sobre el borde del lecho y utilizó su traje para limpiarse el esperma que le escurría por los muslos.
—Debo partir. Ya se habrán dado cuenta de que me he escapado, aunque mi hermana los haya conseguido engañar.
Apenas le importaba el hecho de que supieran que se había ido si no podían detenerla o atraparla. Incluso era todavía mucho mejor que lo supieran, siempre y cuando no fueran capaces de demostrar nada. Aquello haría que Luis se enfrentara a ella y, de ese modo, estaría más dispuesto a dejarla marchar.
—¿Volveré a verte? ¿Me lo prometes? —Enrique le agarró de la cintura como si quisiera retenerla allí—. Moriré cada día que pase sin verte de nuevo.
—Lo prometo —repuso Leonor y, acto seguido, hizo la señal de la cruz sobre su pecho. Sus ropajes estaban esparcidos por la pequeña alcoba y los fue recogiendo. Luego se pasó la túnica por la cabeza, tirando a un lado la ropa interior. Enrique se dispuso a levantarse, cogió entre sus manos la ropa que había desechado la reina y enterró su rostro en la seda, inspirándola profundamente como si con ello fuera capaz de inhalar a su amada. Cuando levantó la mirada, una sonrisa malévola adornaba su rostro.
—Me lo quedo.
Leonor lanzó una risita, encantada por su ardor juvenil.
—Como desees, mi querido pelirrojo. Enviaré a por ti, cuando sea libre.
—Te estaré esperando, a cada instante —dijo Enrique.
De repente, Leonor se percató del abismo generacional que los separaba, como si aquel muchacho mirara a través de una hoja de la ventana de los tiempos y ella mirara a través de la otra. Leonor sabía que esa pasión no iba a durar eternamente. Pero, mientras tanto, hizo todo lo que pudo por abrasarle con ella y mantener viva la llama. Se inclinó y le volvió a besar, mientras Enrique trataba de que la reina se volviera a tumbar en el lecho. Leonor se echó a reír y consiguió soltarse.
—¿Cómo? ¿Acaso quieres más?
Enrique se rio tontamente.
—De ti, siempre —dijo, y le volvió a coger la mano y a besarla. Leonor levantó la suya y le devolvió el beso, tras lo cual, abandonó la casa.
De Rançun se encontraba apoyado contra el muro que bordeaba el muro, mientras los caballos pastaban algunas briznas de hierba que encontraron a un lado de la casa. Leonor se envolvió de nuevo en su abrigo de viuda, extendió el velo sobre su rostro y, sin necesidad de pronunciar una sola palabra, de Rançun la ayudó a montar en su caballo.
Durante todo el camino de vuelta, el caballero mostró un gesto adusto en su rostro claro y honesto. Leonor prefirió no decir nada. Sabía muy bien que de Rançun desaprobaba aquello. Habían crecido juntos y Joffre siempre la había amado, había sido como un hermano mayor, como un compañero occitano, su caballero preferido. Era un hombre leal. Eso significaba que Leonor no terna que preocuparse por lo que él sintiera, ya que se mostraría resignado, tal y como siempre había hecho.
Su cuerpo se estremeció con las pasiones secretas del amor. Recordó el encrespado vello rojizo que lucía en su pecho, así como sus fornidas y musculosas piernas de jinete. Recordó la primera vez que lo vio en el pabellón del rey, su rapidez mental para tomar decisiones. Aquel hombre estaba decidido a hacerse con el mando de Inglaterra y ella estaba dispuesta a acabar con su matrimonio. Cada cosa requería su tiempo. Todo lo que no tenía con Luis lo tendría con él.
El único problema era su marido.
Una vez en el palacio, de Rançun le ayudó a desmontar del caballo junto a la puerta de la torre. Leonor se despojó del gabán blanco que ocultaba su cuerpo y lo colgó sobre la silla de montar con la intención de recuperarlo más tarde. A continuación, ascendió ligeramente las escaleras, en dirección a la maraña de ruido que procedía de la parte superior, donde se podía percibir la voz aceitosa y rasgada de Thierry Galeran y a Petronila, discutiendo. El centinela permanecía de pie con el cuerpo en tensión, junto a la puerta. Extendió un brazo para abrir la puerta.
Cuando penetró en la sala, todos se volvieron hacia ella con la boca abierta. Thierry tenía el abrigo rojo entre sus manos y un torrente de palabras recorría su garganta.
—Su Majestad, esto es una afrenta…
—Ah —repuso Leonor—. Lo habéis encontrado. Me preguntaba dónde podía estar. Debí perderlo en alguna parte —dijo. Y, a continuación, arrebató el abrigo de las manos de Thierry y se envolvió en él, temerosa de que alguien advirtiera que no llevaba nada por debajo de la túnica—. Os estoy muy agradecida. Ahora debo irme, he estado rezando; una tarea muy ardua, como bien sabéis, y desearía descansar.
—¿Dónde habéis estado, Majestad? —preguntó Thierry, plantándose ante ella. A sus espaldas, las damas de compañía se arremolinaron como si fueran un fardo de troncos que se apoyan entre sí. Claire no se encontraba entre ellas. Petronila se había quedado apartada junto a la ventana.
—Estuve en la capilla —dijo Leonor, elevando las cejas hacia el secretario—. ¿No habéis mirado allí?
Thierry lanzó un áspero juramento y salió a toda prisa de la habitación. Sus pies resonaron con fuerza sobre las escaleras que se enroscaban hacia abajo, justo antes de que la puerta se cerrara con estrépito.
El secretario descubriría que Leonor había llegado a lomos de la yegua parda, pero ya era demasiado tarde para detenerla, incluso era demasiado tarde para descubrir a dónde había ido. Leonor disfrutaba sabiendo que Thierry se sentiría rabioso y lleno de impotencia.
Junto a la ventana, Petronila se dio la vuelta, con la cabeza agachada y mostrando un aspecto sombrío, pero las mujeres comenzaron a rodear a Leonor como un impaciente pescado acechando un cebo.
—Estaba muy enfadado —dijo Alys, con los ojos abiertos como platos—. ¿Y dónde está Claire? —Su mirada se detuvo en Leonor—. Tenéis un aspecto… resplandeciente, Majestad.
—Ah —dijo Leonor—, es el poder de la oración.
Y, sonriendo, se dirigió hacia el armario para despojarse de su abrigo.
Claire se había escabullido hasta una esquina de la pared que se extendía junto al río y estuvo llorando hasta que sus ojos fueron incapaces de derramar una lágrima más. Le dolía la cara, así como la muñeca por la que el secretario del rey le había agarrado, pero tenía la sensación de que lo que estaba por suceder iba a ser todavía peor.
No podía regresar junto a Leonor; al menos, no ahora. Sabían que las había traicionado, se dio cuenta de que la habían utilizado para engañar a Thierry. Thierry… las damas no sentían mayor preocupación por ella de que la que sentía él. Mientras acababa de enjuagar de sus ojos las últimas lágrimas, comenzó a regodearse de cómo habían conseguido burlar al secretario.
Pero en aquel momento no podía acudir a él, eso era evidente. Tampoco podía volver a casa, ya que su padre había dejado bien claro que debería tomar un esposo en la corte y permanecer allí, y nada era más importante que eso.
Se frotó la nariz con la mano. Sentía un intenso dolor en el pecho y tenía la mente en blanco como consecuencia del miedo. La oscuridad estaba comenzando a extender su negro manto. Pasados unos minutos, salió caminando pesadamente de la isla en dirección al último refugio donde encontraban cobijo los ancianos y los mendigos, al Hotel-Dieu, donde los pedigüeños y los repudiados encontraban un lugar donde morir.