La lluvia estuvo cayendo con estrépito durante toda la noche, acompañada de un fuerte viento. Petronila se despertó de un ligero y sudoroso sueño y permaneció tumbada en la oscuridad junto a su hermana, escuchando el bramido de la tormenta.
Leonor seguía dormida, relajada sobre la cama, con los brazos completamente extendidos. Las sábanas se agitaban con el viento. Petronila hundió la cabeza en la almohada tratando de conciliar el sueño. El rostro de Raoul se le vino a la mente y recordó de nuevo sus palabras: «No debemos estar juntos. Nunca hemos estado casados». Petronila apretó los dientes con fuerza, consumida por la ira.
Repudiada. Desechada. Los ojos se le inundaron de lágrimas. Al otro lado de la ventana, el viento soplaba como si se tratara del mismo demonio, y se tapó la cabeza con la ropa de cama.
A su lado, Leonor hablaba en sueños, deseosa una vez más de escapar.
Hacía demasiado calor como para poder respirar por debajo de las sábanas y volvió a retirar la ropa de cama.
Anhelaba poder regresar a casa, volver a vivir en Poitiers, el lugar donde había crecido. Deseaba, por encima de cualquier otra cosa, tener la oportunidad de empezar de nuevo.
La oscuridad que la envolvía hacía que los recuerdos revivieran en su mente. Podía ver los jardines, las rosas rojas que brotaban sobre la piedra gris, la Torre Maubergeon y la música que flotaba en el ambiente, así como el revoloteo de las faldas y el tamborileo que producían los refinados zapatos al interpretar una enardecedora danza. La llamada de los vendedores que se apostaban en la calle y a las mujeres tocadas con sus cofias hablando de una ventana a otra. Su boca se llenó del recuerdo de un sabor afrutado. La piel crujiente de un pollo cocinado con limones, el plato preferido de su infancia, y la corteza del pan, el queso cremoso, cuyo sabor permanecía eternamente en la lengua.
El pueblo occitano le parecía muy diferente a los habitantes de París: era ruidoso, pero no desagradable; enjundioso, pero no crítico; orgulloso, pero no despectivo. Anhelaba con fuerza poder regresar; deseaba volver a ser de nuevo una niña, allá en Poitiers. Pero ellos retenían a Leonor aquí, en París, bajo llave, y eso suponía que Petronila también debía permanecer allí.
Nunca más volvería a ser una niña. Y tal vez Poitiers se había convertido también en un lugar que se encontraba lejos de su alcance, en un reino de hadas, perdido por obra de un encantamiento. Su ánimo se vino abajo. Preveía que un desastre se cernía sobre sus cabezas. Su hermana, en su constante deseo de obtener todo lo que quería, se estaba enamorando del peor enemigo de su marido.
Leonor no le había pedido su ayuda, sino que se lo había ordenado. Volvió a apretar los dientes con fuerza, enfadada consigo misma por su debilidad.
Tal vez lograran huir de allí. Tal vez, en Poitiers, podría olvidar a Raoul y volver a ser feliz.
Quería olvidar a Raoul. En aquel momento tuvo la sensación de que todo lo que hubo entre ellos no fue más que una farsa.
Se frotó los ojos con la húmeda ropa de cama. No podía huir sin más. El matrimonio de Leonor era como una jaula de hierro que las mantenía encerradas sin que fueran capaces de encontrar la puerta de salida. No tenía más remedio que confiar en su hermana. Sólo podía tener fe en que, fuera lo que fuera lo que su hermana hubiera planeado, aquello iba a hacer que las dos volvieran a ser felices. De todos modos, sabía que haría lo que Leonor le pidiera. Al final, todo el mundo hacía lo que la reina quería. Y ella no era más que la hermana pequeña de Leonor, ni siquiera era ya la esposa de nadie. ¿Qué elección tenía? Cerró los ojos con fuerza, lamentándose de su incapacidad para dormir.
La lluvia no cesó durante toda la noche, pero por la mañana, afortunadamente, el tiempo mejoró y no hacía tanto calor. Las mujeres entraron en la alcoba ruidosamente, transportando una bandeja, copas, pan caliente y pequeñas jarras de especias. Se congregaron en mitad de la alcoba. Petronila tenía aspecto somnoliento.
—No he dormido bien —dijo—. Sin embargo, tú has vuelto a soñar —continuó como si Leonor hubiera cometido algún tipo de delito por ello.
Leonor se inclinó hacia ella, deseosa de seguir con su conspiración, y preguntó a su hermana entre susurros:
—¿Estás preparada?
La reina hizo caso omiso a los pequeños indicios de duda que se adivinaban en la actitud de su hermana. Estaba segura de que Petronila se divertiría con todo aquello; desde que eran niñas, siempre habían disfrutado mucho tomando el pelo a la gente.
Petronila hizo una reverencia con la cabeza. Estiró el brazo para alcanzar la copa de vino y anunció, como si fuera una especie de heraldo, que saldría después de la misa y cruzaría el río hasta llegar al Studium para escuchar a los maestros debatir sobre Aristóteles.
—Consigue un paje para Joffre de Rançun. Quiero que me escolte.
Alys dijo:
—Mi señora, dijisteis que os sentíais cansada…
—Ahora me encuentro perfectamente —repuso—. No puedo permanecer aquí todo el día sin hacer nada.
Parecía estar un poco enfadada, así que Alys retrocedió, con las manos levantadas, tratando de aplacar su ira.
Leonor dijo:
—Ten cuidado, Petra. Puede que Alys tenga razón.
Su hermana le dedicó una mirada temerosa cargada de advertencia.
—Estaré perfectamente. Sabes que me complace mucho ir al Studium.
Su voz sonaba cortante como un cuchillo. «¿Quieres que siga adelante con este asunto o no?».
—Muy bien —se apresuró a responder Leonor—. Ya sabes que no soy capaz de negarte nada.
Alys dijo:
—Mi señora, ¿no debería acompañaros alguna de nosotras?
Leonor se puso rígida, alarmada, pero Petronila se echó a reír.
—¿A cuál de vosotras no le invadiría el sueño en presencia de los maestros y me haría quedar mal? Joffre estará allí —dijo sacudiendo la mano con la intención de dar por zanjada aquella conversación—. Me marcho; ni una palabra más. En cualquier caso, nadie va a lamentar mi ausencia.
A continuación, fueron a misa y comieron pan con queso. Después, Petronila envió a un paje para asegurarse de que Joffre de Rançun le había llevado su pequeña yegua.
Se dio la vuelta y Alys le pasó su túnica blanca por encima de los hombros. Petronila sujetó el velo que le cubría su rostro. Por encima del pliegue superior, los ojos de su hermana se encontraron con los de Leonor.
—Que tengas un buen día, Leonor.
La reina le dedicó una sonrisa cómplice. Petronila salió por la puerta. Leonor empezó a deambular alrededor de la alcoba, incapaz de permanecer quieta, mientras las mujeres la observaban con cautela. Claire se clavó una aguja y dejó escapar un grito de dolor, haciendo que las damas de compañía se echaran a reír.
Después de haber llegado a lo que parecía ser la mitad del día, las campanas comenzaron a sonar anunciando las Nonas que, según habían acordado, era la señal. No llevaba puesta más que una sencilla túnica oscura, así que se dirigió al armario y sacó su abrigo rojo con capucha.
—¿A dónde vais? —dijeron todas las damas al unísono.
Leonor pasó la capa alrededor de su cuerpo.
—Salgo un momento al jardín. Y no quiero que nadie me acompañe, ni que tampoco me siga. Debéis quedaros aquí, ya que, de lo contrario, os retorceré el pescuezo, una a una —dijo fulminando a todas con la mirada, incluso a Marie-Jeanne y a Alys, a las que amaba y en quienes confiaba ciegamente—. Si alguna de vosotras se asoma a la ventana, me daré cuenta de ello.
Dicho lo cual, les frunció el ceño y salió por la puerta.
El guardia que se encontraba apostado allí, como era habitual, estaba medio dormido. Leonor pasó por delante de él antes de que pudiera despertarse y bajar corriendo las escaleras. Allí, en el primer descansillo, en el oscuro ángulo que se abría entre la escalera y la pared, Petronila la estaba esperando. No tuvieron necesidad de pronunciar palabra, sino que actuaron como si fueran una. Petronila tomó el abrigo rojo de Leonor y esta se puso la túnica blanca y se ajustó el velo sobre su rostro. A continuación, siguieron descendiendo por el siguiente tramo de escaleras casi sin hacer una pausa, hasta adentrarse en la intensa luz del sol.
De Rançun, un hombre bondadoso y fiel, se encontraba allí, tal y como había prometido, con la pequeña yegua parda de Petronila. Leonor galopaba a horcajadas, pero Petronila siempre cabalga de lado, así que tuvo que dejar que Joffre la ayudara a sentarse lateralmente en la silla de montar, con las rodillas recatadamente juntas. Luego, la condujo hasta el pequeño puente, que se elevaba sobre la orilla izquierda del Sena.
Leonor bajó la cabeza y se sujetó con fuerza al pomo de la silla, aparentando mostrarse precavida, tal y como solía hacer Petronila, pero interiormente reía y bailaba como si fuera una bacante, inspirada por la libertad de la que estaba disfrutando.
Petronila, ataviada con su rojo gabán, mantuvo la cabeza escondida bajo la protección de la capucha mientras se alejaba del guardia. Desde allí, un breve recodo la condujo a través de la puerta que servía de acceso al jardín. Una vez dentro, cuadró los hombros, tratando de expresar en su caminar el orgullo y el porte tan característicos de Leonor, con la cabeza bien alta. Aquella pose le resultaba completamente antinatural, como si una barra de hierro le recorriera la espalda, y tenía la sensación de que los dedos de los pies apenas tocaban el suelo. Pero decidió seguir caminando entre las hileras de arbustos de romero, dirigiéndose hacia la pared más alejada del jardín.
Su enfado con Leonor se disipó. Le sorprendió observar que estaba disfrutando con todo aquello, especialmente después de haber pasado un largo y aburrido verano obsesionada con Raoul. Si supiera que estaba haciendo algo tan atrevido, se habría sorprendido enormemente e, incluso, puede que hubiera llegado a admirarla. Él siempre había admirado a Leonor por ser tan atrevida. Se preguntaba qué estaría haciendo su hermana en ese momento.
Caminó un largo trecho por el jardín sin atreverse a dar la vuelta, pero cuando casi llegó a la pequeña puerta trasera, giró la cabeza y miró a sus espaldas.
Hacia la parte superior de la torre, en la ventana de sus aposentos, varios rostros se ocultaron rápidamente de su vista. Antes de que pudieran desaparecer, Petronila pudo distinguir que se trataba sólo de dos figuras y dejó escapar una fuerte carcajada. Sin querer esperar a descubrir más indicios de que la estaban siguiendo, comenzó a pasear de nuevo por el jardín hasta la salida trasera y se deslizó por la estrecha puerta de madera.
Decidió avanzar más despacio, con la intención de permitir que, fuera quien fuera la persona que la estaba siguiendo, pudiera continuar con su tarea. El extremo occidental de la isla se estrechaba hasta convertirse en saliente de arena, plano y amarillo, cuyas orillas apenas se elevaban por encima de la superficie del río. Por encima del mismo había una pendiente que estaba cubierta de hierba y de flores amarillas. En aquel lugar, muchos años antes, un rey había construido una pared de tierra que, desde entonces, se había ido agrietando por efecto de la exposición a la lluvia hasta convertirse en una serie de montículos apelmazados. Avanzó por la curva que formaba aquel vestigio del pasado sin volver en ningún momento la mirada, en dirección a los jardines y las casas de la ciudad.
Cuando se aproximó a una bandada de pequeños pájaros, las aves salieron volando, agitando nerviosamente las alas. Tras girar de nuevo hacia el este, casi llegando al borde del agua, ascendió por la orilla y pasó por delante de un hombre que manejaba una azada y al que las ramas de las cebollas le llegaban hasta las rodillas. Le hizo una reverencia y se atusó el flequillo sin dejar en ningún momento de realizar su faena. En la primera hilera de casas, una cabra que pastaba sobre uno de los tejados de paja le dedicó una prolongada mirada, con las mandíbulas en continuo movimiento. Entre dos de las pequeñas casas hechas de barro había una perfecta panorámica del río, donde las mujeres se afanaban por lavar la ropa.
El bullicio de la ciudad comenzó a envolverla. Petronila percibió el sonido atronador del molino que se levantaba junto al gran puente y, delante de ella, una voz aguda pregonaba a gritos las delicias de unos pasteles de carne. En aquel punto, el sendero era amplio y polvoriento. Un pollo blanco rascaba afanosamente el suelo como si quisiera convocar a los gusanos.
El aire estaba envuelto en un amasijo de aromas a humo, ajo y pan recién horneado. Un grupo de chiquillos semidesnudos pasó corriendo junto a ella, gritando ruidosamente. Comenzó a volverse para observarlos, recordando los tiempos en los que había sido una niña despreocupada, pero pensó en la tarea que le habían encomendado y decidió mantener la mirada al frente. Avanzó a lo largo de una desvencijada pared hecha con piedras amarillas cubiertas de enredaderas rosadas, de la cual una lluvia de pétalos del mismo color caía sobre el suelo como si fuera una cálida nieve.
Al otro lado de aquella pared había un pequeño establo que estaba conectado con el monasterio que se levantaba unos metros más allá. Los monjes, como muy bien sabía, apenas lo utilizaban. Los resplandecientes líquenes anaranjados, que brillaban como viejas insignias, crecían sobre la pared de piedra, y la mitad de las tejas que cubrían el tejado habían desaparecido. La puerta estaba atascada, y tuvo que hacer uso de toda su fuerza para abrirla de un empujón.
En su interior, el aire estaba estancado; el lugar era polvoriento y oscuro. Percibió cómo algo se alejaba corriendo de ella para buscar cobijo en la pared de piedra. Un enorme montón de heno mohoso se levantaba en mitad de aquel lugar. Lo rodeó, dirigiéndose hacia un lado de la estancia, donde una celosía desvencijada trataba de cubrir una pequeña ventana. Las tablillas que faltaban en la celosía permitían que penetraran algunos finos haces de luz, que mostraban de forma diáfana algunas partículas de polvo suspendidas. Se quitó el abrigo rojo y lo colgó sobre la contraventana, para que cualquiera que tuviera la curiosidad de mirar en el interior pudiera verlo.
A continuación, salió ágilmente por la parte trasera, encaramándose como una chiquilla sobre un pesebre, atravesando con aprietos otra pequeña ventana, y rodeó el descuidado huerto del monasterio en dirección a la vieja pared cubierta de rosas. Decidió esconderse allí, acurrucada detrás de las piedras, desde donde podía divisar la puerta del establo.
Por unos instantes no sucedió nada y se temió que la artimaña no hubiera dado resultado, que incluso hubieran sorprendido a Leonor. Pero, entonces, junto a ella pasó la pálida figura de Claire, acompañada por Thierry Galeran.
Petronila juntó las manos y su corazón se embriagó de alegría al darse cuenta de que habían reparado en su abrigo rojo. Claire lo señaló y el secretario del rey agarró bruscamente a la muchacha, tapándole la boca con la mano. Con la mirada encendida y lleno de entusiasmo, Thierry abrió la puerta y penetró en el establo, llevando a Claire pegada a sus talones.
Petronila contuvo la respiración, esperando, con la mirada fija en el pedazo de tela roja que asomaba a través de la celosía. Luego escuchó un grito de rabia y observó cómo el abrigo rojo desaparecía de su vista. Se cubrió la boca con la mano para evitar que el sonido de su risa la delatara. A continuación, se escuchó un ruido que procedía del interior y vio cómo Thierry pateaba el suelo con furia, buscándola entre los pesebres y el mohoso heno.
Se escuchó un grito de dolor en el interior del establo, seguido de una sarta de injurias y, a continuación, un fuerte golpe. Acto seguido, observó cómo Claire salía por la enorme puerta, gimiendo, con la cofia rasgada y colgando sobre un lado de la cabeza, y los brazos extendidos por delante del cuerpo mientras trataba de huir. Tras ella salió Thierry, abalanzándose sobre la joven y golpeándola con el puño hasta hacerle caer al suelo, donde comenzó a propinarle varias patadas.
Petronila se quedó paralizada por el miedo. No podía protestar por lo que estaba viendo, no podía intervenir, ya que eso supondría desvelar todo el engaño de forma prematura. En cualquier caso, posiblemente no sería capaz de detener a Thierry, y lo único que conseguiría sería recibir su propia ración de castigo. Finalmente, Claire consiguió zafarse de aquel hombre. Demostrando una fuerza sorprendente, la muchacha se soltó de Thierry y salió corriendo. A sus espaldas, el secretario del rey le dedicó todo tipo de improperios. Llevaba el abrigo rojo en la mano. Luego bajó la mirada para examinarlo detenidamente, lanzó otra sarta de palabras malsonantes y salió corriendo.
Cuando se aseguró de que ambos se habían marchado, Petronila salió de su escondite. Su regocijo se había desvanecido como la niebla bajo el sol. No era capaz de quitarse de la cabeza la imagen de Thierry golpeando a la muchacha. Se sentía culpable por ello. Lo que le había pasado a la chica era culpa suya y, después de todo, no era más que una niña, por muy malvada que fuera.
Dominada por las tribulaciones, se santiguó, imploró el perdón de Dios y prometió hacer penitencia, aunque eso no sirviera de mucho a la pobre Claire. No le aliviaría los moratones ni le privaría del temor. Volvió a invadirle la sensación de que estaba adentrándose en una empresa que a cada minuto le parecía más peligrosa. Lo había hecho por el bien de Leonor. Pero eso, por supuesto, no cambiaba las cosas. Con el corazón apesadumbrado, regresó bordeando la orilla occidental de la isla, dirigiendo de nuevo sus pasos hacia el jardín real, con la intención de esperar el regreso de la reina.