3

Por la mañana regresaron de nuevo a la corte. A pesar de su actitud desafiante, el duque de Anjou no se había marchado de París, y se presentó ante el rey para hablar sobre el homenaje que Enrique estaba obligado a rendir por poseer el ducado de Normandía. Thierry Galeran se encargaba de dirigir las negociaciones, encaramado en el otro extremo del estrado, cara a cara con el conde. A Leonor le hubiera complacido enormemente haberse podido sumar a la conversación, aunque Thierry se encontrara allí, pero sabía que no le habrían permitido decir una sola palabra. Petronila se encontraba sentada a su lado, tal y como hacía siempre, y se agachó para cogerle la mano durante unos instantes.

Sumisa y dulce, pequeña Petra, pensó Leonor. Así es como quieren que seas.

La reina trataba por todos los medios de no mirar a Enrique, que saltaba con impaciencia de un pie a otro mientras su padre discutía con Thierry. Las pocas personas que se habían congregado allí estaban muy ocupadas, divididas en pequeños grupos de hombres que hablaban, hacían negocios, bromeaban, saldaban deudas y aceptaban favores. Junto a la puerta, Joffre de Rançun, de anchos hombros, cabello leonado y ataviado elegantemente con su abrigo rojo, le dedicaba una sonrisa. Al igual que Alys, Marie-Jeanne y la propia Petronila, aquel hombre había acompañado a su reina desde Aquitania cuando esta contrajo matrimonio y nunca la había abandonado, mostrándose fiel como un hermano. Aquel caballero conocía todos sus secretos y los guardaba celosamente. Leonor podía confiar plenamente en él.

En ese momento hizo su aparición el conde de Champaña, con cierta ceremonia, consiguiendo que todos dejaran lo que estaban haciendo y se volvieran a mirarlo. Aunque todavía era joven, aparentaba tener mayor edad. Era un hombre ancho, jovial, vestido de manera llamativa, con varias cadenas de oro colgando alrededor de su cuello y una medalla encajada en su tocado, que agitó espléndidamente cuando hizo una reverencia.

Una docena de lacayos se agolparon a su alrededor, dando así más afectación a su presencia. Leonor se alegró de verlo, ya que el caballero siempre hablaba bien y procuraba mostrarse alegre. Pensó en la posibilidad de que aquel hombre hubiera traído consigo a un tañedor de laúd, ya que toda su familia era muy aficionada a la música. Luis dejó de prestar atención a la conversación que mantenían el conde de Anjou y Thierry. Su mirada se dirigió hacia el conde de Champaña y sus dedos comenzaron a tamborilear nerviosamente sobre su rodilla.

—Paz, señor —le dijo Leonor al rey—. Es el hijo el que ha venido, no el padre. Haced que traigan a la princesa Marie.

El caballero lanzó un profundo suspiro y sus ojos se hundieron. El padre del conde de Champaña, un hombre persistente y de fuerte carácter, había sido el héroe de juventud de Luis hasta que un día mantuvieron una disputa y se enemistaron. A Luis todavía le dolía el recuerdo de aquel incidente. Finalmente, el rey y el conde de Champaña se reconciliaron formalmente, pero en lo más profundo de su corazón nunca llegaron a superar sus diferencias. El padre había fallecido el pasado invierno y aquel suceso hizo que Luis llorara amargamente durante varios días.

Su hijo era una persona más afable. Para reparar el distanciamiento que se había producido entre ambos, aceptó casarse con la hija mayor de Luis y Leonor. Sin embargo, el rey todavía recelaba de él, como recela un caballo que hubiera visto una serpiente y que, desde entonces, se estremece cada vez que pasa por ese lugar.

Leonor volvió a murmurar algo y, en voz alta, Luis dijo:

—Mi señor, nos complace enormemente veros.

A continuación, envió a un paje para que trajera a la pequeña princesa. La niña, que contaba con seis años, apareció con su nodriza y su propia corte de damas, y delante de todo el mundo, ella y el conde de Champaña intercambiaron algunos besos y anillos. El conde tuvo que arrodillarse para depositar gentilmente sus labios en los de la joven.

Leonor se sentó con las manos apoyadas sobre el regazo mientras observaba detenidamente a su hija: otra boda más en la que la novia no tenía elección. Le resultaba duro ver que aquella niña no tenía nada en común con ella. No era capaz de encontrar nada que le resultara reconocible en la forma de su rostro, en el color de su cabello o de sus ojos, ni tampoco en su figura. Tenía la sensación de que eran dos desconocidas. En cuanto nació, mientras Leonor todavía se agitaba en su lecho, el bebé fue depositado en los brazos de una nodriza. La primera vez que Leonor pudo verla, Marie no era más que una cabecita redonda y sin pelo metida entre los pechos de otra mujer.

Después, Leonor y Luis partieron hacia las Cruzadas, y cuando regresó, aquel bebé envuelto en ropajes al que recordaba vagamente se había convertido en una niña pálida ataviada con un largo vestido, perfectamente moldeada para afrontar su destino como mujer.

—Que la bendición de Dios recaiga sobre vuestra gracia, mi reina.

A continuación, la muchacha extendió la mano para que el conde de Champaña le pusiera el anillo; sonreía, y sus ojos brillaban. De inmediato, una de las damas de la niña le acercó el otro anillo. Ella lo cogió y se lo puso al conde. Tuvo que extender la mano que tenía libre y sujetar el dedo de su prometido para ponérselo, mientras Leonor observaba en su rostro lo mucho que al conde le conmovió ese gesto.

Aquello le animó un poco. Después de todo, es posible que aquel hombre fuera un marido amable y gentil. Marie estaría a salvo con él.

Se preguntaba si era eso lo que quería la muchacha, simplemente sentirse a salvo, con un marido amable y gentil, y le invadió la esperanza de que no fuera así.

La pareja de prometidos se separó. Marie, de pie en medio de sus damas de compañía —espías de la reina—, giró bruscamente la cabeza, con el rostro agitado por la curiosidad, y miró a su madre. Cuando se dio cuenta de que Leonor la observaba, apartó tímidamente la mirada. Leonor le dedicó una sonrisa y en los labios de la niña se dibujó otra, esta insegura. En ese momento, alguien se dirigió a ella, haciendo que desviara su atención.

Mantenedla alejada de la ramera de su madre, pensó Leonor. Se preguntaba a quién pertenecían aquellas palabras que había escuchado en su cabeza y miró a su alrededor en busca de Bernard.

—Mi señora de Aquitania.

Escuchó a su izquierda una voz áspera que reconoció inmediatamente. Su cuerpo se agitó invadido por la lujuria, despertando repentinamente. Se volvió para observarlo: de pie, a un lado del estrado, dándose cuenta de que sólo les separaba unos metros. Aquellos pálidos ojos eran grises como una piedra. Encerrada en una barba corta y rojiza, la boca de aquel hombre se retorcía dibujando una sonrisa, que se ensanchó cuando sus miradas se encontraron. Leonor sonrió, rebosante de satisfacción.

Varios centenares de personas los observaban, y todas las palabras que pronunciaran serían escuchadas por docenas de oídos.

—Buenos días, mi señor —dijo Leonor. Todavía no quería llamarle duque de Normandía, al menos hasta que no les rindiera homenaje—. Espero que estéis disfrutando de vuestra estancia en París.

—Mucho, mucho —respondió el joven.

El caballero se encontraba en el suelo de piedra que se extendía bajo el estrado, de tal modo que sus ojos todavía se hallaban ligeramente por debajo de los de la reina, aunque esta estuviera sentada. El aspecto de aquel hombre tenía algo que recordaba al duque de Anjou, aunque era más áspero, duro y fiero. El joven cruzó los brazos por delante de su musculoso pecho mientras cambiaba constantemente el peso de su cuerpo, apoyándolo primero en un pie y luego en el otro, como si no pudiera soportar estarse quieto. Su elegante abrigo rojo estaba confeccionado con hilos de oro y decorado con leones rampantes, pero no portaba anillos de oro ni joyas, así como ningún otro tipo de adorno. Aunque era unos cuantos años más joven que ella, aquel hombre desprendía una enorme seguridad en sí mismo, un apetito que recordaba al de un lobo: decididamente, no se asemejaba a la tranquilidad que transmitía Champaña. Luego dijo:

—En mi opinión, es de las más grandes ciudades de la cristiandad. —Su sonrisa se hizo más amplia y sus ojos se llenaron de intencionalidad—. Pero, en cierto modo, encuentro que habita en ella demasiada gente.

Leonor mantuvo la calma, consciente de que estaba inclinándose hacia él, sintiendo en su piel la atención de todas las personas que los rodeaban, y dijo:

—Yo también la considero así. ¿Habéis estado en las afueras de la ciudad, en Saint Denis? La nueva iglesia que han levantado allí es realmente hermosa.

—¿Soléis acudir allí para escuchar misa? —preguntó el caballero.

—Algunas veces —repuso la reina. Leonor miraba fijamente a sus pálidos ojos, como si a través de ellos fuera capaz de hacerle entender el significado de sus palabras—. Normalmente rezamos aquí, en la capilla del palacio, tal y como haremos durante las Vísperas, pero encuentro que es demasiado oscura y vieja y no es de mi agrado. Especialmente el deambulatorio de la reina. Sin embargo, Saint Denis es una iglesia que me gusta mucho más.

—Tal vez, cuando mi padre ultime los asuntos que lo han traído hasta aquí, nos acerquemos a ver la nueva iglesia —comentó Enrique.

—Me complacería mostrárosla —dijo, mientras sus mejillas se tensaban al dibujar una sonrisa y entrecruzaba las manos, que descansaban sobre su regazo.

—Se lo comentaré al duque de Anjou —dijo Enrique y, retrocediendo un paso, dedicó una reverencia a la reina y se marchó.

Leonor volvió a tomar asiento, dándose cuenta en ese momento de que su cuerpo había estado inclinado hacia delante hasta el punto de casi sobresalir del estrado, con los músculos en tensión. Petronila la observaba frunciendo gravemente el ceño y dedicándole un pequeño movimiento de advertencia con la cabeza. En la parte trasera del estrado, Claire, toda pálida, se tapaba la boca con la mano mientras miraba fijamente a la reina. Leonor bajó su mirada, repasando mentalmente la conversación que había mantenido con Enrique y llegó a la conclusión de que sus palabras habían sido lo bastante discretas como para negar cualquier intención de la que se le pudiera acusar. Pero fue consciente de que podrían sospechar de ella, aun cuando no la atraparan cometiendo algún acto imprudente.

No le cabía la menor duda de que el duque había captado sus intenciones. Sintió cómo un hormigueo le recorría la piel y dejó correr su mano por el lustroso tejido de su túnica, impaciente por que llegara la misa de la noche.

La tarde fue deslizándose lentamente. Mucho antes de que llegaran las Vísperas, Leonor estaba segura de que lo había malinterpretado, de que las palabras de aquel caballero no albergaban ningún tipo de intención y de que simplemente trataba de mantener una conversación trivial con ella. Era un hombre tan joven… Era un hombre tan impulsivo y entusiasta… Comenzó a mostrarse impaciente con todas las damas; cuando envió a la pequeña Claire a por agua y esta volvió con una jarra de vino, Leonor la abofeteó y la echó a empujones.

—¡Fuera de aquí, maldita mocosa sin cerebro!

Claire le dedicó una mirada cargada de pavor y salió precipitadamente entre sollozos. Las damas de compañía apenas le prestaron atención. Estaban atareadas limpiando el suelo, sacando de los aposentos los viejos juncos y trayendo algunos nuevos. Leonor se acercó a la ventana para mantenerse apartada de su camino. Su hermana se acercó a ella. En medio de todo ese ajetreo, por una vez, nadie les prestaba demasiada atención.

—Estás inquieta como un grillo expuesto al calor del verano.

—Bah —repuso Leonor—, se trata de eso, del calor. —De cierto tipo de calor, pensó irónicamente. Y, sintiendo la necesidad de cambiar de tema, dijo—: ¿Has visto lo admirablemente que se ha comportado Marie?

—Sí. Sin embargo, dicen que es una niña muy impulsiva y no siempre muestra el debido recato —dijo Petra y, a continuación, bajó la voz, hablando entre susurros—. Creo que no fue Marie la que concentró toda tu atención, querida hermana.

—No he escuchado una sola palabra sobre ella —dijo Leonor—. Cuando escuches algo, deberías decírmelo.

—¿Qué es lo que te dijo él?

Leonor guardó silencio, volvió la cabeza y miró por la ventana. Petronila miró por encima de su hombro, observando cómo Claire recogía del suelo un puñado de romero viejo. A continuación, la joven salió por la puerta y Petronila volvió a mirar a su hermana.

—Ten cuidado, querida. Bernard posee recursos mucho más perniciosos que sus maldiciones.

Leonor se volvió hacia su hermana, la abrazó con fuerza y le habló al oído.

—Cuando vayamos a escuchar misa voy a necesitar tu ayuda, tal y como habíamos acordado.

En ese momento entró Alys, la fiel y competente Alys, que comenzó de inmediato a arrancar las hierbas más firmes y nuevas, demasiado ocupada como para escuchar a hurtadillas la conversación de las dos hermanas.

Petronila apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Tengo miedo. ¿Qué pasaría si…?

—Chisss —respondió Leonor—. No obstante, Marie… parecía tan tímida cuando estaba en la corte. Sin embargo, no lo es, ¿verdad?

—No, les va a dar muchos quebraderos de cabeza —dijo Petra, dejando escapar una risa cargada de incertidumbre, retrocediendo con la mirada cautelosa, fija en Leonor—. No creo que vaya a escuchar a nadie y estoy segura de que va a hacer lo que se le antoje. Esa actitud me resulta muy familiar.

—Eso es bueno —dijo Leonor—. Sabe defenderse sola. Eso está bien.

Petronila parecía compungida. Añadió en voz baja.

—Cuando se gana, merece la pena luchar. Pero cuando se pierde…

Leonor pasó su brazo por el de su hermana.

—No voy a perder.

Petronila se apoyó en ella y su voz apenas resultó perceptible.

—Sin embargo, algunas veces, la victoria también genera cierto tipo de maldición, Leonor. Piensa en eso. Es posible que…

Leonor le replicó, volviéndose hacia la ventana.

—No discutas conmigo, Petra.

—¿Alguna vez lo he hecho?

Petronila le dedicó otra suave caricia y la dejó sola. Tenía por costumbre dirigir a las damas cuando Leonor necesitaba que la dejaran en paz. La reina les dio la espalda. Los ojos grises del caballero angevino vinieron a su memoria, humeantes de deseo. Volvió a asomarse por la ventana sin mirar a nada en concreto, deseosa de escuchar el sonido del campanario que anunciaba las Vísperas.

Cuando por fin repicó la campana, todos se dispusieron a acudir a misa. La ceremonia pareció durar eternamente, mientras el sacerdote hablaba como si cada una de las palabras que pronunciaba fuera una piedra que hubiera que levantar con esfuerzo y colocar en su lugar. El ruido constante que invadía la oscura iglesia le entumecía los oídos y las mujeres que se encontraban a su alrededor no paraban de susurrar. Leonor no tenía la menor intención de rezar. Aquella empresa ya era bastante complicada de por sí como para tratar de explicar sus intenciones a Dios. En cualquier caso, Dios era un hombre y no lo comprendería. Cuando el servicio, por fin, llegó a su término y todos los presentes comenzaron a abandonar el lugar, le dijo a Petronila, que se encontraba junto a ella:

—Llévatelas de vuelta a casa, ahora mismo.

Y, dicho lo cual, abandonó el lugar en medio del grupo de mujeres. Pero cuando llegó al deambulatorio, mientras se dirigían hacia la puerta, tomó otro camino y se adentró en la oscuridad que cubría la parte trasera de la iglesia.

Se escuchó la voz de Petronila, que sonaba hueca bajo la bóveda de piedra, y las pisadas de las damas se desvanecieron. Leonor se quedó de pie, tamborileando nerviosamente con los dedos, en medio del silencio oscuro como la boca de un lobo que se cernía en la parte posterior del coro de la reina.

Allí no había nadie. Había malinterpretado las palabras del caballero. O puede que este simplemente hubiera jugado con ella. Pero, en ese momento, a sus espaldas, le pareció escuchar, o sentir, que alguien se movía.

—Estoy aquí —dijo una voz áspera.

Leonor se volvió hacia él, envuelta en la oscuridad, y extendió los brazos a ciegas. Sus manos pasaron nerviosamente por encima del grueso abrigo del caballero y, entonces, los brazos del angevino la rodearon con fuerza y ferocidad. Leonor levantó el rostro y sintió cómo los labios del caballero le besaban la frente, la mejilla. El hombre desprendía el intenso calor de la pasión, como si entre sus brazos hubiera un horno. Leonor acarició con sus manos los bordados de su ropaje, ascendiendo hasta su pecho ancho y musculoso, apretó sus manos contra el cuello del caballero y le besó apasionadamente.

Los brazos del angevino se comprimieron alrededor del cuerpo de la reina y luego separó los labios, mientras ella tocaba la punta de la lengua del joven con la suya, cerrando los ojos, sintiendo cómo un hormigueo recorría todo su cuerpo en una embriagadora llamarada de deseo.

El caballero le dijo al oído:

—Eres la mujer más hermosa que he visto jamás. Eso fue lo que pensé desde el principio, pero cuando te enfrentaste a mi padre de esa manera… ¿Dónde podemos ir? —Sus manos se deslizaron por el interior de los ropajes de la reina y su muslo se levantó entre los de ella—. No pude despegar los ojos de ti. —Sus manos comenzaron a zambullirse entre los ropajes de la túnica—. ¿Dónde podemos ir?

La reina se contagió de su pasión. Envuelta entre sus brazos, se dio cuenta de que aquello no podía suceder, al menos no allí, de aquella manera, y dijo:

—Ahora no. No tardarán en venir a buscarme.

El caballero dejó escapar un gemido y sus brazos se tensaron alrededor de Leonor, con fuerza y seguridad. Apretó su cuerpo contra el de ella y la reina sintió en su muslo una turgencia entre sus piernas.

—¿Cuándo entonces?

—Mañana —repuso Leonor, y apretó su cuerpo contra el de él, empapándose de su sudor—. Hay una casa llamada El Amanecer, en Saint Germaine, enclavada en la orilla izquierda del río. Espérame allí a media tarde —dijo apoyando la mejilla sobre el hombro de Enrique—. Te quiero.

—Yo también te quiero —dijo Enrique—. Cuando te vi hoy, lo interpreté como una señal. Haré lo que sea por tenerte. Nos pertenecemos. Alguien viene.

Ante la inminente llegada del extraño, se soltaron. Leonor se enderezó apartándose de él.

—No dejan de vigilarme en todo momento.

—Eres la criatura más hermosa de este reino, por eso tienen que vigilarte bien. —Enrique retrocedió, envuelto en la oscuridad, apoyando las manos en los brazos de la reina—. ¿Estás segura de que no puedes escaparte ahora?

—Mañana —repitió Leonor—. Prometo que no te decepcionaré.

A su espalda, junto a la puerta, escuchó algunas pisadas sobre el tosco suelo de piedra.

—Yo tampoco lo haré —dijo Enrique—. Te lo prometo.

—Márchate. Date prisa, si te sorprenden aquí, estás perdido.

Leonor le dio la espalda y se adentró en el frío vacío de la oscuridad.

A su espalda, escuchó:

—Mañana.

Y desapareció.

Leonor se quedó de pie, agitándose en la oscuridad, mientras sentía la huella de Enrique por todo su cuerpo, como si el caballero la hubiera marcado con su propia lujuria. Se dio la vuelta y se recompuso lo mejor que pudo. Cuando se encontró cerca de la puerta, vio que el espacio medio iluminado que se divisaba se encontraba lleno de gente que no paraba de pronunciar su nombre. Leonor juntó las manos y avanzó, saliendo de la oscuridad, pasando entre ellos, atravesándolos, llegando hasta Petronila, a quien Thierry Galeran tenía sujeta por el codo.

—Me encontraba rezando —dijo Leonor, sin detenerse, y se dirigió hacia la torre.

Por la noche, tras haber acostado a Leonor, las damas de compañía se fueron a los aposentos adyacentes, pero los guardias que se apostaban en el rellano eran hombres de Thierry, y a menudo escuchaban desde el otro lado, hasta el punto de que a veces se atrevían a abrir la puerta para hacerlo. Petronila remetió los gruesos pliegues de la cama y, en medio de la oscuridad, susurró:

—¿Qué pasó? ¿Os encontrasteis?

Leonor estaba tumbada boca abajo, apoyada sobre sus codos. Se acercó a su hermana, hablándole al oído por miedo a que alguno de los guardias que se encontraban fuera escuchara algo.

—Lo bastante como para concertar un encuentro.

Petra se acercó un poco más a la reina. A pesar de sus recelos, estaba empezando a disfrutar con todo aquello.

—Suena como si sólo os hubierais dado un apretón de manos. ¿Eso fue todo?

—Me besó —dijo Leonor dejando escapar una risa exultante al recordarlo—. Por el amor de Dios, es como un toro, y estoy deseando que llegue el momento en el que pueda montarme, Petra.

Petronila murmuró algo inaudible. Aquella era la suerte que le correspondía a una viuda: se había mantenido casta durante meses y ahora la sangre le comenzaba a arder, la piel a sentir anhelo y los sueños resultaban mucho más placenteros que la vigilia.

—Es mucho más joven que tú —dijo.

Leonor se echó a reír.

—Sí, pero está bastante desarrollado para su edad.

Habían hablado demasiado alto. La tensión invadió sus cuerpos y permanecieron inmóviles durante unos instantes, conteniendo la respiración, agudizando el oído para captar cualquier indicio de que alguien las estuviera escuchando. Finalmente, Petronila sintió cómo su hermana se relajaba en la oscuridad, acercándose de nuevo a ella.

—Bah. ¿Y eso qué importa? Pues mucho mejor. Le dije que nos volveríamos a encontrar mañana.

—¿Y cómo lo vas a hacer? ¡Ellos te siguen a todas partes!

—Tengo un plan —repuso Leonor—. Con tu ayuda, podré disponer de mucho tiempo. —Estiró su cuerpo, apoyándolo sobre el costado, con los brazos por encima de la cabeza—. Oh, por ahora, es perfecto.

Petronila cruzó los brazos por debajo de la barbilla.

—¿Qué hay de perfecto en él? Ni siquiera es muy atractivo. ¿Lo habías visto antes?

Leonor se echó a reír.

—Oh, su padre es mucho más encantador. Pero Enrique está… mejor dotado. Posee Normandía y pronto será dueño de Anjou.

Petronila lanzó un resoplido en la oscuridad.

—Eres fría como una piedra.

—Sí, pero… —Leonor se acercó un poco más hacia ella—. Su madre es la emperatriz Matilde, la hija de Enrique I, que era el rey de Inglaterra antes de que comenzara la lucha por hacerse con ella. Por tanto, este Enrique tiene excelentes razones para reclamar la corona de Inglaterra.

—Fría como una piedra y mucho más.

—Por el amor de Dios. —Leonor se movió haciendo que el colchón crujiera en la oscuridad—. ¿Acaso París es un lugar tan dulce y alegre?

Y, acto seguido, le dio la espalda.

Se produjo un prolongado silencio entre ellas.

Una gota de sudor resbaló por las sienes de Petronila. Envuelta en el irrespirable espacio que quedaba dentro de los pliegues de la ropa de cama, se sintió un poco acalorada. Se dio cuenta de que Leonor había hecho planes que iban más allá del simple hecho de jugar a ser la Fedra del toro de Enrique.

—Bueno, París es todo cuanto tenemos. Y Enrique ni siquiera posee todavía Inglaterra.

—Yo le ayudaré —dijo Leonor por encima de su hombro—. Lo conseguiremos juntos.

—Además, Inglaterra todavía cuenta con un rey —dijo pensando que la madre de Enrique, Matilde, había fracasado en su intento de apoderarse de la corona y ahora no era más que una anciana—. Tal y como, por cierto, te sucede a ti, que ya tienes un rey.

—Sí —dijo Leonor—. Ese es un asunto delicado.

—Y el rey de Inglaterra es Esteban de Blois, cuyo hijo, y heredero, por cierto, se ha casado con la hermana de tu marido.

—Cómo le gusta a Luis elegir al hombre equivocado —repuso Leonor.

—Todo lo que hagas, Leonor, afectará a una corona u a otra. ¿Qué quieres que haga mañana?

—Necesito que te encuentres con Enrique por la tarde. He estado pensando y me he dado cuenta de que, de vez en cuando, sales de la alcoba y nadie te sigue.

Petronila estaba empapada en su propio sudor; deseaba poder retirar la ropa de cama y dejar que penetrara un poco de aire frío, pero no se atrevió a hacerlo.

—Nadie repara en mí, Leonor. Podría saltar por el Pont Neuf hacia las aguas del Sena y a nadie le importaría.

—Eso no es cierto; yo te quiero por encima de todo. Por cierto, hablando del Pont Neuf, tendrías que llegar hasta la orilla izquierda.

—Ah. —Petronila pasó la lengua por los labios, tratando de contener la sensación de que estaba yendo demasiado lejos—. Eso es, podría ir al Studium y escuchar allí a los maestros. Es algo que hago muy a menudo.

Le gustaba practicar su latín mientras escuchaba debatir a los profesores, ya que allí exponían sus ideas con la misma despreocupación con la que los chiquillos juegan con una pelota en la calle.

—Eso es perfecto —dijo Leonor—. Y si me disfrazo con tu túnica blanca y tu velo de viuda y cabalgo en tu anciana yegua, podría hacer lo que quisiera. Así, una vez que me haya alejado del palacio, nadie se fijará demasiado en mí. Pero eso no será suficiente.

—¿Cómo dices? —dijo Petronila, alarmada.

—Tenemos que dejar un rastro falso, pues de lo contrario se darán cuenta de mi ausencia.

—¿Qué propones?

—Bueno, se me ocurrido una idea —dijo Leonor. Se acercó tanto que sus labios rozaron la oreja de Petronila, y susurró.