El sol de mediodía de agosto caía con toda su fuerza sobre la ciudad. De vuelta a sus sofocantes aposentos, enclavados en una torre, Leonor se despojó rápidamente de las capas de su túnica, se soltó el cabello y dejó que sus damas la cubrieran con un sencillo vestido de lino. Marie-Jeanne se llevó los vestidos de la corte para cepillarlos y airearlos. Petronila parecía sentirse de mejor humor que antes. Se sentó en el suelo riéndose con Alys y ordenó que trajeran vino, fruta y algunos dulces. Alys sujetaba entre sus manos un bordado que estaba tejiendo, y el resto de las damas se congregaron a su alrededor, concentrándose en sus propias tareas.
Sus voces se fueron elevando hasta convertir la sala en un gallinero con el cacareo de sus chismorreos, excitadas tras el incidente que acababan de presenciar con los angevinos. Especialmente, les había impactado la maldición que profirió Bernard.
—¿Creéis que surtirá algún efecto? —preguntó la pequeña Claire.
La mirada de Leonor se detuvo brevemente en aquella joven. Tenía la sospecha de que era una espía y le molestaba escuchar su voz: no soportaba tenerla en su presencia. Se volvió hacia la ventana, dando la espalda a las damas de compañía.
—Anjou es un hombre malvado —dijo Petronila—. Es como una maldición abominable.
Alys comenzó a relatar una leyenda popular en la que se decía que, unos años atrás, un conde angevino se había casado con una mujer diabólica que había salido volando por la ventana de la iglesia durante la Consagración, y que lucía un largo rabo y posiblemente también pezuñas hendidas. Leonor nunca había visto ningún rabo y anhelaba con fuerza que se volviera a presentar la ocasión de fijarse en las pezuñas de la mujer. Se encaramó en el profundo alféizar de la ventana y miró hacia el exterior. El río corría a poca distancia, más allá de los muros que rodeaban el jardín que se extendía a sus pies. Le complacía enormemente observar los pájaros que vivían a lo largo de su ribera, lanzándose en picado y zambulléndose sobre las apacibles aguas del riachuelo.
No sentía el menor interés por la maldición que profirió Bernard. El abad acostumbraba a pronunciar ese tipo de anatemas, pero nadie le prestaba la menor atención, a menos que alguno de ellos llegara a cumplirse. Si Bernard tuviera el poder de hacer realidad todas las maldiciones que lanzaba a su antojo, ella se habría convertido a esas alturas en una bruja decrépita. Aunque puede que ya lo fuera y no se hubiera dado cuenta de ello.
Y, sin embargo, sentía admiración por el monje blanco. Aquel abad contrastaba enormemente con Luis. El rey era un hombre sin carácter. Algunas veces, le invadían las ganas de deslizar sus brazos por las mangas del monarca y mover las manos por él, pero aquello tampoco habría sido una buena idea. El rey la escuchaba, pero eso era algo que hacía con todo el mundo, y carecía de voluntad propia. El monarca flotaba en el aire como una semilla de diente de león, cuya ligereza le hacía ser impulsada por la brisa más ligera.
Los hombres que le rodeaban no deseaban ningún bien a Leonor, ya que sólo esperaban obtener de ella un heredero y su ducado de Aquitania. Si, por alguna asombrosa casualidad, la reina diera a luz un hijo, un príncipe de Francia, se vería obligada a permanecer allí prisionera durante el resto de su vida. Tenía la sospecha de que acabaría desapareciendo, convirtiéndose en una especie de mueble con forma humana: no sería más que la madre del futuro rey. Lo más probable es que, después de haber cumplido con su cometido, la obligaran a ingresar en un convento.
Aunque pudiera quedarse en la corte, siempre y cuando siguiera siendo estéril, sentía que allí no se respiraba la alegría y el bullicio que recordaba haber vivido en la corte de su padre, allá en Poitiers, donde reinaba una felicidad eterna y se experimentaba a todas horas la excitación de lo nuevo: siempre había un juglar con antorchas, un predicador santurrón, canciones y relatos que no había escuchado jamás, hombres jóvenes y galantes y mujeres hermosas e inteligentes, personajes ingeniosos y brillantes, jardines, música y torneos. Sin embargo, lo único que había en París eran tramas políticas, la planificación de la red de poder, el juego de reyes y, para colmo, le prohibían participar de todo eso.
Se sentó a mirar hacia las aguas, tratando de no escuchar los chismorreos y las risas que las damas proferían a sus espaldas hasta que, de repente, con el rabillo del ojo, contempló que algo se movía en el jardín que se extendía a sus pies.
Agudizó la mirada. Se inclinó ligeramente, mirando hacia abajo, y acertó a divisar, mezclada con los macizos de romero azul y las hierbas, una silueta de color rojizo. Observó aquella sombra con mayor detenimiento. Allí había un hombre que le devolvía la mirada. Un arrebato de satisfacción le recorrió la espalda. Se trataba de Enrique, el hijo de la emperatriz Matilde, ataviado con su corto abrigo rojo.
—¿Leonor? —dijo Petronila.
La reina no respondió. Se inclinó sobre la cálida piedra de la ventana y miró hacia aquella figura. El joven permaneció inmóvil, con la cabeza recostada hacia atrás, elevando la mirada hacia ella, sin dedicarle ningún gesto, ningún sonido, limitándose a mirar. Por unos instantes, se le pasó por la cabeza la idea de arrojarse por la ventana y aterrizar en los brazos de aquel muchacho, y se dio cuenta de que estaba precipitándose al vacío, como si estuviera a punto de echar a volar.
El joven se giró repentinamente y desapareció de su vista. Unos instantes después, dos cocineras entraron en el jardín y comenzaron a cortar algunas hojas de romero.
—Leonor —insistió su hermana—. ¿Qué estás haciendo?
Leonor regresó al interior de la torre con el corazón golpeando fuertemente en su pecho. Deseaba con todas sus fuerzas bajar corriendo al jardín, encontrarse con aquel joven sin demora, en seguida, despojándose de sus ropajes mientras avanzaba hacia él. Pero no se atrevió a moverse. Detrás de los rostros redondos y tersos de las mujeres que en ese momento se fijaban en ella, tenía la seguridad de que alguna de aquellas entrometidas ya estaba maquinando la posibilidad de relatar a alguien aquel incidente, ya que tenían la costumbre de contar cualquier cosa que veían.
Leonor dijo:
—Nada. El calor que se respira aquí es insoportable. Me siento como un capón hervido.
Caminó alrededor de la sala, fuera del círculo que formaban las damas, con las manos entrelazadas.
Unos años atrás, habría abandonado sus aposentos sin dudarlo. Recordaba que, cuando era joven, había desafiado a todos, siguiendo únicamente su propia voluntad, y había amado a quien había querido sin prestar atención a las lenguas afiladas de los clérigos ni a las historias que contaban de ella. Pero ahora no podía permitirse la libertad de cruzar la puerta.
Leonor deseaba a aquel joven. Deseaba su juventud, su fuerza, su admiración. Por encima de cualquier otra cosa, deseaba ser libre de poder hacer lo que quisiera.
Comenzó a pensar en el modo de satisfacer ese anhelo mientras su pensamiento iba dando tumbos de una idea a otra, tratando de organizar un encuentro, de poder enviarle un mensaje. Aquello sería muy sencillo. Lo más difícil era hallar la manera de distraer a los demás para poder desaparecer durante unas horas.
Mientras su mente estaba ocupada con estos pensamientos, su corazón comenzó a latir con más fuerza, embriagado por la excitación. Es la pasión que despierta el anhelo del encuentro, pensó, mientras reía en voz baja.
—Leonor —dijo Petronila apareciendo a su lado, mientras pasaba una mano por su cintura. A su espalda, todas las mujeres miraban con curiosidad—. ¿Qué te ocurre? Te encuentro muy extraña.
Leonor se volvió y le dedicó una sonrisa.
—Querida Petra. —Cogió las manos de su hermana y le besó en la mejilla. En ese momento encontró la manera de conseguir que Petronila participara en sus proyectos. Se dijo a sí misma que eso complacería a su hermana, que le levantaría el ánimo—. Salgamos a dar un paseo por el jardín para hablar de los viejos tiempos.
—Mi vida ha llegado a su fin, Leonor. No creo que sea capaz de volver a sonreír —dijo Petronila. Su voz sonaba pesada y apagada. Avanzaron por el jardín, dirigiéndose a su punto más alejado, donde se encontraba la pequeña puerta de hierro. Leonor le agarró la mano y la envolvió entre sus brazos.
—Lo que necesitas, querida, es un nuevo amante.
Su hermana dejó escapar un grito ahogado.
—¡Leonor! Oh, oh… —Trató de soltarse, con el rostro encendido. Un mechón de su cabello rojizo se había deslizado sobre sus sienes—. No lo entiendes. —Las lágrimas resbalaban a borbotones por sus mejillas—. Mi marido me ha repudiado. Nadie me quiere. Soy una mujer despreciable.
Trató de retirar su brazo del de Leonor, pero la reina la sujetó con fuerza. Con la mano que le quedaba libre, Petronila se enjugó las lágrimas.
—Bueno —dijo Leonor—, pues yo sí que necesito un amante, y tú puedes ayudarme.
Petronila le señaló con su puño.
—Para esas empresas nunca has necesitado la ayuda de nadie. —Su voz estaba cargada de un tono de reprimenda, más que de aflicción.
—Me ayudarás, ¿verdad? —Leonor miró a su alrededor; se encontraban lejos del alcance de oídos curiosos, aunque en la ventana que se abría en lo alto de la torre del castillo divisó a contraluz la silueta de unas cabezas que todavía las observaban desde el alféizar.
—Siempre me has protegido —dijo Petronila—. Aunque no sé qué puedo hacer por ti. Te lo juro, Leonor: prometo hacer todo lo que esté en mi mano, sea lo que sea lo que necesites de mí.
—Magnífico —repuso Leonor y, acto seguido, le cogió la mano y se la besó.
Petronila retorció la boca, tratando de dibujar una sonrisa contra su voluntad. Su aspecto era mucho más hermoso cuando sonreía. Sus verdes ojos emitieron un destello, estrechándose.
—Háblame de ese amante. Estoy segura de que ya has escogido uno, ¿verdad?
—Sí. Pero, como ya dije, necesito tu ayuda. Ahora, escúchame.
Petronila regresó a la torre, dejando a Leonor en el jardín paseando de acá para allá, tratando en vano de templar la inquietud de su energía. El caballero poitevino Joffre de Rançun se encontraba junto a la puerta que conducía a la escalera y dedicó a Petronila una rápida sonrisa cuando esta pasó a su lado. La dama tuvo que contener el impulso de pararse a conversar con él, ya que el caballero pertenecía a Leonor, lo cual hacía que se encontrara lejos de su alcance, así que decidió dirigirse directamente a la escalera.
Cuando penetró en los aposentos, las damas estaban profundamente concentradas en sus faenas, tal y como las había dejado cuando se marchó. Alys se encontraba sentada junto a la ventana, con las manos ocupadas en sus labores de costura, trabajando en una inmensa banda verde de seda que se extendía sobre sus rodillas hasta alcanzar el suelo. Marie-Jeanne estaba ahuecando los cojines que descansaban sobre el lecho de la reina y la pequeña Claire se ocupaba de doblar los ropajes que se guardaban en el armario.
De repente, Alys dijo empleando un tono severo:
—Claire, ¿qué tienes en las manos? Lo estás poniendo todo perdido. —Se levantó de un salto del taburete y, unos segundos después, se escuchó el sonido de una bofetada, seguido de un grito de dolor de Claire—. Ve a lavarte las manos.
Claire salió del aposento apresuradamente. Petronila se acercó a la ventana y se inclinó sobre el alféizar. Bajó la mirada y vio cómo Leonor seguía paseando de acá para allá entre el romero, como si de una leona enjaulada se tratara.
Sus pensamientos se agitaban incesantemente recordando todo lo que su hermana le había contado. Conocía a Leonor lo suficiente como para saber que no le había contado toda la verdad; que aquello no era más que el principio de uno de sus temerarios proyectos, arriesgado, probablemente pecaminoso, e indudablemente peligroso para ambas. Sus ojos siguieron el agitado paso de Leonor por el jardín. A continuación, se santiguó, convencida de que haría cualquier cosa por su hermana.
En ese momento, un pequeño pensamiento comenzó a inquietarla en el fondo de su mente: algún día, llegaría el momento en el que su hermana tendría que hacer algo por ella, ya que, de lo contrario, todo aquello acabaría por consumirla. Pero descartó aquella idea rápidamente, convencida de que no se merecía tener una hermana buena y leal.
Mientras se encontraba allí, luchando contra sus inquietantes recelos, Alys extendió el brazo y le tiró de la manga. Petronila se volvió hacia ella. Los ojos azul pálido de la anciana se encontraron con los suyos.
Luego, en voz baja, dijo:
—La pequeña, Claire, salió de la habitación y nos dejó durante unos minutos. Cuando regresó, tenía las mejillas sonrosadas, parecía muy satisfecha y traía los dedos pegajosos, como si alguien le hubiera dado unos dulces.
A Petronila le dio un vuelco el estómago. Apartó la mirada de Claire, que en ese momento se encontraba lavándose las manos en una palangana, con la mirada apuntando hacia el suelo y las mejillas encendidas. A continuación, se llevó la palangana fuera de la alcoba. Petronila sintió que se le encogía el corazón al darse cuenta de que habían sido descubiertas. La muchacha había revelado sus planes a cambio de un puñado de nueces con miel. Después volvió a encontrarse con la mirada de Alys, que tanto amaba a las dos.
—Muchas gracias —dijo, moviendo únicamente sus labios.
Alys respondió de la misma manera, formando palabras con la boca que carecían de aliento.
—Tened cuidado.