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Luis, rey de Francia, el séptimo monarca en gobernar bajo ese nombre, congregó a la corte en su gran salón de París, situado en una pequeña isla arenosa enclavada en el río Sena. Aquella sala no era más que una reducida galería hecha de piedra, tenebrosa y sombría, que se abría en el centro del palacio y de cuyo techo colgaban una serie de mugrientas telas de araña. En sus paredes pendían algunas banderas y estandartes, cuyas divisas resultaban difíciles de distinguir, tanta era la suciedad que los cubrían. Unas enormes puertas de doble hoja, en ese momento abiertas de par en par, permitían el acceso a la sala desde el amplio pórtico mientras el griterío de la multitud que se agolpaba en su interior emanaba como si se tratase de un cálido aliento, formando un coro de centenares de inagotables voces que no paraban de golpear y de arrastrar los pies. Petronila encabezaba el pequeño desfile de las damas de la reina que avanzaba por el pórtico; luego se detuvo, mirando a su alrededor en busca de Leonor.

Su hermana avanzó hacia ella hasta colocarse a su altura. Leonor, ataviada con una majestuosa túnica larga y luciendo una corona de oro sobre su cabeza, atraía hacia sí todas las miradas. Se volvió hacia Petronila y asintió.

Petronila se puso en marcha para conducir a la comitiva hasta el interior del recinto. Aquello le aterraba, ya que no soportaba que los demás se fijaran en ella. No obstante, tal y como hacía siempre, obedeció las órdenes de Leonor. Extendió sobre su rostro el borde del velo de viuda, lo sujetó por encima de la oreja y avanzó hacia donde se encontraba el trono.

La corte del rey siempre atraía a una multitud de parásitos: monjes y eclesiásticos, personas cuya única intención era presentarle peticiones, curiosos, los hombres de Luis y los pocos caballeros leales de Poitiers que habían seguido a Leonor hasta París cuando su señora contrajo matrimonio… El calor que reinaba en la sala era sofocante y el aire pesado y húmedo estaba envuelto de un aroma nauseabundo debido a todos aquellos cuerpos apiñados. Cuando Petronila cruzó la puerta y penetró en la sala, se sintió como si estuviera adentrándose en el mar.

Como era de esperar, en un primer momento nadie le prestó atención. Al principio, nada más entrar en la sala, lo único que acertó a distinguir fueron las espaldas de los cortesanos, una barrera de cuerpos que miraban en dirección al trono; pero cuando los pajes exigieron paso a través de aquella maraña, las cabezas comenzaron a girarse, una tras otra. Por un instante, las miradas de todos los presentes se detuvieron en Petronila, que avanzaba entre la multitud sujetando con las manos el dobladillo de su falda para evitar que entrara en contacto con las mugrientas esteras que cubrían el suelo, sin dejar de mirar hacia el frente. A continuación, de forma unánime, todos los presentes dirigieron sus miradas por encima de ella y divisaron la figura de Leonor.

En cuanto se escuchó su nombre, todos los presentes se volvieron, arrastrando y golpeando el suelo con los pies como si de una manada de caballos desbocados se tratase. Los cortesanos se apartaron para dejar paso a Petronila, doblando sus cuerpos en unas reverencias que llegaban hasta el suelo, pero apenas prestaron atención a la dama: todos mostraban su adoración por Leonor. Luego se cernió sobre los presentes un instante de silencio. Petronila llegó hasta el estrado, situado en el extremo del gran salón, e hizo una reverencia hacia la apagada figura que se hallaba sentada en el trono; a continuación, se apartó a un lado y observó cómo se aproximaba su hermana.

Leonor avanzó entre la multitud como un cisne deslizándose sobre las aguas de un lago, sin mirar a izquierda ni a derecha, mientras los cortesanos la rodeaban, inclinándose, dedicándole reverencias y agitando las manos mientras gritaban su nombre, suplicando a la dama que les concediera una mirada. El nombre de Leonor se escuchó sin cesar por toda la sala. En medio de este homenaje, ella seguía avanzando como si se encontrara completamente sola, sin apartar la atención del trono, y toda la multitud la siguió con la mirada como si la dama llevara atados sus ojos con unas correas. Cuando llegó a los pies del estrado, hizo una amplia reverencia e inclinó la cabeza hasta que dejó asomar su delicada nuca.

—Mi señor —dijo, levantando la cabeza y mirándole directamente al rostro—. Que Dios conceda toda la gracia y honor al rey de Francia.

El rey Luis se inclinó ligeramente hacia delante, con el rostro descolorido e hinchado y la mirada débil. Su cabello lacio estaba grasiento, y sus largas y huesudas manos delataban que se mordía las uñas.

—Leonor. Mi reina y esposa, venid a sentaros —dijo.

Leonor se enderezó. Thierry Galeran, el secretario del rey, se encontraba de pie junto al trono, tal y como hacía siempre, con sus rechonchas mejillas barbilampiñas arrugadas por los efectos de una sonrisa forzada. Avanzó unos pasos para ayudar a incorporarse a la reina y le tendió la mano, pero esta ignoró su ofrecimiento. Una vez en el estrado, Leonor se volvió pausadamente hacia la multitud, les dirigió una mirada prolongada y pesada, como si se pudiera fijar en cada uno de ellos, como si les hablara de manera individual, y bajo la presión de su mirada, todos se volvieron a inclinar al unísono, como si interpretaran una danza, formando una ola de cuerpos flexionados que se extendía por la enorme y sombría sala.

Petronila agarró con fuerza las manos de la reina, llena de orgullo. Esta es la auténtica reina, pensó, de eso no cabe duda. Las demás señoras se acercaron, rodeando a Leonor, ayudándole a acomodarse en el asiento que se encontraba junto a Luis, enderezando sus faldas y ahuecando sus mangas, y luego retrocedieron hasta colocarse detrás de la reina. Petronila se acomodó sobre el estrado, detrás del asiento de Leonor, escondiendo los pies por debajo de la falda, y se sentó en silencio a esperar.

Luis se volvió hacia Leonor, tan anhelante como todos los presentes, y le dirigió una mirada dulce y húmeda.

—Cada día estáis más hermosa, mi querida Leonor.

La mano de Leonor, que se encontraba apoyada sobre el muslo, se apretó con fuerza hasta casi cerrarse en un puño. Petronila se alegró de que el velo ocultara su sonrisa. Con el rabillo del ojo, lanzó una mirada rápida a Luis, al que podía ver perfectamente al otro lado de Leonor, sentado en su majestuoso trono. El rostro del monarca estaba demacrado, arrugado, todavía pálido como el vientre de un pez por efecto de unas recientes fiebres, y algunas canas asomaban a través de sus cabellos dorados. Recordó cómo su antiguo esposo Raoul solía comentar que cuando el rey nació ya era un anciano. Se santiguó, enterrando el dolor habitual que le producía aquella pérdida.

—Señor, espero que os sintáis mejor —dijo Leonor.

—La verdad es que me siento mucho más recuperado, querida. Sois muy amable por preocuparos.

Petronila se encontraba tan cerca de su hermana que podía percibir hasta el más leve movimiento. Sintió cómo Leonor retrocedía ligeramente y supuso que el rey había intentado tocarla. Petronila se dio cuenta de que Luis todavía quería a su esposa. Él todavía la amaba; todo el mundo la amaba.

—¿Qué nos espera hoy, mi señor? ¿Ha llegado ya el conde de Anjou? —preguntó Leonor.

—Oh, no os preocupéis por eso, Majestad —atajó con voz servil Thierry Galeran desde el otro lado del estrado—. Esa es una tarea que le corresponde al rey.

Thierry no paraba de sacudir su cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Corría el rumor de que había sufrido una lesión en los genitales que lo había dejado castrado, y su aspecto físico confirmaba ese punto.

Petronila apartó la mirada de ellos. Le desagradaba Luis, aunque sabía muy bien que el monarca no se lo merecía. No era un hombre mezquino; simplemente era débil.

Se preguntaba si ser débil en este mundo no era peor que cometer un pecado.

La presencia de Luis siempre le hacía recordar el día que lo conoció y todas las desdichas que eso le acarreó: la muerte de su padre, mientras se encontraba de peregrinación, las repentinas noticias, la terrible desazón que sintió cuando fue consciente de que no iba a regresar jamás, de que no volvería a ver a aquel hombre que había sido más extraordinario que un dios, a aquel hombre que se lo había dado todo.

Y, lo que era peor aún, su presencia le hacía sentir que iba a estar condenada al exilio durante el resto de su vida.

A continuación, Leonor comenzó a hablar con el rey:

—Mi señor, cuando llegue el conde de Anjou debéis insistir en defender vuestros derechos. Ha cedido Normandía a su hijo y, por tanto, el muchacho debe rendiros el debido homenaje. Vos sois su soberano y no podéis permitir que este asunto se os escape de las manos.

En el otro extremo del estrado, lejos del alcance de la vista de Petronila, Thierry intervino con tono de reprobación:

—Excelencia, dejad que nosotros nos ocupemos de ello. Ese no es asunto para una dama.

Luis se agitaba en el trono con aspecto infeliz. Su cuerpo desprendía cierto hedor y daba la sensación de que se sentía débil. Petronila se dio cuenta de que Leonor estaba empezando a perder los estribos, no por culpa del rey, sino de Thierry. La reina se acomodó en su asiento con el cuerpo en tensión, inclinándolo ligeramente hacia delante y dirigiéndole una mirada feroz, mientras cerraba la mano con fuerza sobre su regazo.

En ese momento, Luis volvió la mirada hacia la gran sala y su voz delató su alegría y alivio:

—Demos gracias a Dios. Aquí llega el bendito Bernard —dijo poniéndose de pie, con las manos extendidas—. Mi señor Abad, siempre sois bienvenido. Vuestra presencia nos colma de gracia.

Petronila se encogió de hombros, juntó las manos y se pasó la lengua por los labios. El Abad de Clairvaux le producía pavor. Tenía la esperanza de que aquel hombre no reparara en ella, que ni si quiera la mirara, ya que el abad había logrado convencer al Papa para que condenara su matrimonio y, además, albergaba todo tipo de oscuros deseos para su hermana. Oculta tras el cobijo que le proporcionaba su velo, Petronila observó cómo el abad se acercaba, erguido y adusto como una cigüeña, descollando por encima de la multitud como si caminara sobre unos zancos. Leonor, que se había girado para lanzar una mirada asesina a Thierry, volvió a recostarse en su asiento, con las manos apoyadas en el regazo.

Bernard de Clairvaux era tan delgado como el bastón que portaba en su mano. Su rostro pendía del cráneo como una sábana sobre un andamiaje, sus mejillas hundidas se plegaban con tirantez por encima de una estrecha mandíbula y sus párpados caían sobre los ojos, que estaban clavados en unas profundas cuencas. Sus manos eran dos garras llenas de huesos. El pesado hábito blanco de la orden cisterciense le cubría como si fuera una cáscara. Corría el rumor de que comía con menor frecuencia de la que la mayoría de los hombres ayunaban. Parecía haberse consumido hasta alcanzar su verdadera esencia, duro como el diamante y puro como una llama. Su figura hacía parecer a los demás burdos comerciantes de carne, y a menudo se deleitaba calificándolos de ese modo.

—Mi rey —dijo Bernard. Su voz sonaba cavernosa. Se apoyó sobre su vara como una vid sobre un olmo. Su mirada pasó fugazmente sobre Leonor y se detuvo fijamente en el monarca—. Me agrada profundamente volver a veros, ya que me habían comentado que habíais caído enfermo.

En su voz se adivinaba cierto tono de reproche, como si el hecho de enfermar fuera culpa de Luis. Se dirigía hacia el monarca como si se tratara de uno de sus monjes y no el mismísimo rey de Francia.

—Así es —replicó Luis, con voz trémula al recordar sus tribulaciones—. Mi cuerpo ardía de fiebre, como si sufriera las desdichas del infierno, y cuando desperté de ella, me sentí tan feliz al verme con vida que me eché a llorar.

Petronila sintió una súbita punzada de desprecio hacia él, tanto por haber admitido algo así como por el hecho de haber llorado, y, entre dientes, Leonor murmuró algunas palabras en ese mismo sentido. Inclinado sobre su bastón, Bernard dedicó a la reina otra mirada penetrante, pero no prestó la menor atención a Petronila.

Dirigiéndose de nuevo al rey, el santo hizo la señal de la cruz y dijo:

—Dios os ha permitido recuperaros con un propósito, mi señor. —Su voz sonaba como un trueno que emergiera de la caverna de su pecho—. Escuchad a Dios, mi señor, y a los designios que tiene reservados para vos, y haced caso omiso a todo lo demás.

—¿Y cuál es vuestro propósito, mi señor abad? —preguntó Leonor.

La cabeza del abad se volvió hacia la reina, con sus hundidos ojos casi ocultos tras las cortinas de los párpados.

—No tengo ningún propósito personal, señora. Sólo sirvo a Dios.

—¿Y os sentís orgulloso de esa humildad, mi señor abad?

Asustada, Petronila se cubrió la boca con la mano. Solo Leonor se habría atrevido a provocar al santo, pero Bernard desvió de nuevo la mirada hacia el rey y la ignoró.

—Mi señor, he venido aquí con la intención de establecer la paz entre Francia y Anjou, y tenéis que darme vuestra palabra de que aceptaréis la paz que os ofrezco sin imponer condiciones.

Al escuchar esas palabras, Leonor se recostó en su asiento y Petronila sintió un ligero temblor. Bernard, un simple abad, no podía hablar al rey de ese modo, por muy cerca de Dios que estuviera. Leonor apretó los labios con fuerza y miró a Luis detenidamente. Pero el monarca respondió:

—Mi señor abad, habéis prestado un gran servicio tanto a mi persona como a mi reino haciendo venir al conde de Anjou para que se reconcilie conmigo. Aceptaré la paz sin condiciones, siempre y cuando él haga lo mismo.

—Me ha dado su palabra —contestó Bernard.

—Bah —dijo Leonor, furiosa. Petronila estiró el brazo y volvió a cogerle la mano, temerosa de lo que la reina pudiera decir o del daño que les pudiera causar. De repente, se escuchó un estrépito en el otro extremo del salón y la puerta principal se abrió de golpe.

Una agitada algarabía inundó el amplio y abarrotado salón. A través de las puertas penetró una ráfaga de viento, haciendo que se agitaran los estandartes que colgaban de las paredes. Todo el mundo se volvió a mirar hacia la entrada, mientras un grupo de hombres avanzaba a toda prisa, ataviados con mallas y cascos, con las espuelas tintineando en sus pies, como si acabaran de desmontar de sus caballos. Eran unos diez o doce hombres y, en medio de ellos, llevaban a rastras a otro que iba atado con cadenas. Abriéndose paso a empujones a través de la multitud, avanzaron a través del salón hasta llegar a los pies del trono y allí se detuvieron, arrojando al hombre encadenado al suelo para que se postrara ante el rey.

El monarca se encogió en su trono. Thierry Galeran se interpuso rápidamente, gritando con voz aguda:

—¿Qué sucede aquí? Mi señor conde, ¿qué manera es esta de entrar al salón del rey?

El conde Godofredo de Anjou se adelantó, con el rostro todavía oculto tras las piezas del casco que le cubrían las mejillas. Todos sus hombres retrocedieron salvo dos de ellos, que se colocaron a sus espaldas como si fueran un par de lobos envueltos en pelajes de metal. Delante del trono real, el conde se despojó del casco y permaneció allí, resueltamente, con una rodilla doblada y el casco sujeto bajo la articulación del brazo.

Cuando era un muchacho le apodaban Le Bel, el Apuesto, y había buenas razones para ello: era una bestia espléndida, un león varonil, y su encendido rostro estaba cubierto con rasgos fuertes y marcados. Cuando solo contaba quince años, su padre había abandonado su tierra para ocupar el cargo de rey de Jerusalén, cediéndole el condado de Anjou. Godofredo había liderado a sus hombres durante veinte años y conocía muy bien aquel arte. En la cresta de su casco había encajado una ramita verde que lucía para ahuyentar a los demonios, ya que se rumoreaba que descendía de ellos.

Se plantó ante el rey con la cabeza erguida, dirigiéndose directamente a él, sin la menor muestra de cortesía o respeto.

—Sois vos quien me pedisteis que viniera, abad, así que no os toméis la molestia de preguntarme qué hago aquí. ¡Lo hago por respeto a la Madre Iglesia! —dijo el duque de Anjou, sacando pecho y dejando entrever una sonrisa—. No os debo nada, Luis Capeto. Soy el señor de Anjou y llevamos gobernando estas tierras mucho antes de que vuestra familia hubiera oído hablar de París.

A continuación, armó el pie y pateó al cautivo que se encontraba en el suelo, haciendo que las cadenas rechinaran y que el encadenado dejara escapar un grito de dolor.

—Este maldito perro se atrevió a defender su castillo contra mí, y esto es lo que les pasa a los que se rebelan contra mi autoridad.

Por lo visto, Bernard no había conseguido una paz tan firme como pensaba. Petronila miró a Leonor, que seguía en tensión sobre su asiento, con las manos apretadas sobre el regazo y la mirada fija como la de un halcón sobre el conde de Anjou, mientras su marido permanecía sentado al otro lado con los hombros encorvados, permitiendo que todo aquello pasara, mostrando una actitud pasiva como si se tratara de un simple espectador. Petronila volvió a fijarse en el duque de Anjou, preguntándose qué haría a continuación, qué pretendía ganar con todas esas bravatas. Los dos lobos jóvenes, que iban cubiertos con la cota de malla y le escoltaban, probablemente eran sus hijos; uno de ellos se encontraba inmóvil, vigilante, pero el otro no paraba de agitarse, como si tuviera necesidad de acabar cuanto antes con todo aquello o como si necesitara encontrar una víctima sobre la que poder abalanzarse.

Al otro lado del trono sobre el que descansaba el rey Luis, Bernard, ataviado con su larga sotana blanca, había permanecido completamente inmóvil, con su figura de grulla desgarbada ligeramente inclinada hacia adelante y la mandíbula apretada. Pero, de repente, se interpuso entre el rey y el conde e hizo resonar su voz.

—¡Anjou! ¿Acaso no os ordené que liberarais a este hombre? ¿Qué pretendéis entrando aquí de esta manera, como una jauría de perros arrastrando por la fuerza a un cordero? Soltadlo; si no ponéis fin a esto ahora mismo, el castigo de la excomunión caerá sobre vuestra cabeza.

Godofredo de Anjou avanzó desafiante hacia él, pero, en cierto modo, sus intenciones intimidatorias no surtieron el efecto esperado, porque Bernard era mucho más alto, aunque el conde angevino le dedicó un gesto de desprecio, apretando los puños sobre las caderas.

—¡Por el amor de Dios! Os dije que vendría; os dije que lo traería, aunque debería haberlo ahorcado cuando conseguí recuperar mi castillo. Y así lo habría hecho si no hubiera sido por el decreto de inmunidad firmado por el Papa. Pero ahora se acabó. —Con un gesto brusco, como el ataque de una serpiente, giró la cabeza hacia Luis, y sus labios se retorcieron despectivamente—. Vaya, veo que por fin habéis regresado de vuestra gloriosa Cruzada.

El rostro de Bernard estaba tenso; dio un paso hacia un lado para apartarse un poco del rey y, consiguiendo que la voz profunda y arrolladora del sacerdote se extendiera por el amplio salón sin necesidad de gritar, replicó:

—No aceptaré que regreséis a la comunidad de los fieles a menos que lo liberéis, mi señor conde.

—¡Por los clavos de Cristo! —El conde de Anjou se volvió hacia él, hasta el punto de dar casi la espalda a Luis. Armó de nuevo el pie y volvió a patear al quejumbroso amasijo de cadenas—. Me trae sin cuidado si me absolvéis del castigo o no, abad. ¿Qué necesidad tengo de ir a la iglesia? Poseo mi propio pan y mi propio vino. Tengo intención de ahorcarlo. ¿Me habéis oído? Pienso ahorcarlo hoy mismo, y desde la viga más alta del castillo.

Bernard retrocedió un paso, dejando entrever que las palabras del conde le habían afectado como el impacto de una piedra, y levantó la mano hasta la altura del pecho de su raído hábito blanco. Su cuerpo, alto y desgarbado, se tambaleó, pareciendo por un instante que se fuera a desplomar. Petronila admiraba la capacidad que tenía el abad de atraer hacia sí todas las miradas. Incluso el propio conde de Anjou permaneció inmóvil, observándolo fijamente; la agitación del hombre que se encontraba a sus espaldas era el único movimiento que se podía percibir en la fascinada quietud de la sala.

A continuación, Bernard se enderezó completamente, estirando los brazos como si lo hubieran clavado en la cruz, e inclinó la cabeza hacia atrás, levantando la vista al cielo.

Su voz era suave, hasta el punto de que todos los presentes tuvieron que agudizar el oído para poder escucharlo, y, sin embargo, sus palabras se percibieron con total claridad.

—Oh, Dios. Tú que eres digno de toda gloria y alabanzas, contén Tu poderosa mano, aunque Tus criaturas se burlen de Ti, y ten piedad de esta escoria, que se engaña pensando que son hombres libres, atreviéndose a poner en su boca Tu sagrado nombre y a profanarlo, más de lo que lo profanan sus abominables juramentos y sus aborrecibles actos.

Mientras pronunciaba estas palabras, su tono de voz se fue elevando hasta llegar a percibirse con total claridad entre aquel manto de silencio; apretó con fuerza el brazo derecho, como si estuviera armándose con la cólera divina, y con la mano izquierda señaló al conde de Anjou, quien, por una vez, permanecía en silencio y era capaz de escuchar a los demás. Incluso el hombre que se agitaba a sus espaldas dejó de moverse, contagiado por aquel momento de quietud, tras despojarse del casco.

Bernard bajó la cabeza hacia el conde de Anjou y, de repente, sus ojos se abrieron de par en par y sus párpados retrocedieron hasta revelar el asombroso fulgor azul cristalino que desprendía su mirada. Petronila no era la primera vez que contemplaba este sorprendente efecto, en el que parecía que el mismísimo Dios estuviera mirando a través de los ojos de Bernard. A continuación, la voz del monje se desgarró como un trueno por todo el silencioso salón.

—Escuchad lo que os voy a decir, conde de Anjou. Habéis ido demasiado lejos. En el plazo de un mes, habréis muerto y os tendréis que someter al juicio divino. Ya no quedará tiempo para rectificar ni para mostrar arrepentimiento. Oíd, y escuchadme, porque Dios habla a través de mí. Arrepentíos. ¡Arrepentíos ahora, antes de que sea demasiado tarde, porque el Infierno clama por vos!

Inundando la quietud de la sala, aquella maldición parecía hincharse como una rana venenosa. Todos los rostros boquiabiertos apuntaban hacia las figuras de Bernard y el conde. En ese momento, Petronila sintió que su hermana sufría una sacudida violenta y volvió la mirada hacia Leonor, que se encontraba junto a ella.

Sorprendida, observó que la reina ni siquiera prestaba atención a Bernard, sino que su mirada se dirigía más allá, con los ojos abiertos de par en par, llenos de brillo y calor. Petronila volvió la cabeza para seguir su línea de visión y al final de la misma encontró a uno de los hijos del conde de Anjou.

El mayor de ellos, el que no paraba de agitarse, ahora permanecía inmóvil y sostenía el casco sobre el costado. Al igual que Leonor, no prestaba la menor atención a Bernard. La reina era la causante de que se frenara su agitación, así como la razón de la quietud que ahora le invadía. El joven le devolvía la mirada con una expresión en el rostro que obligó a Petronila a contener la respiración. Volvió a observar a Leonor, que miraba fijamente a los ojos del joven, y su hermana sonrió, como si sobre la faz de la Tierra no existiera nadie más que ella y el muchacho.

Petronila extendió la mano y sujetó a Leonor por el brazo, tratando de sacarla de su ensimismamiento; estaba convencida de que todo el mundo tendría que ver por fuerza lo que ella adivinaba en el rostro de su hermana. Leonor apartó repentinamente la mirada del joven angevino y la dirigió hacia Petronila, pero con un aire distraído que delataba que ni siquiera era capaz de verla. A continuación, su mirada se enfocó y sonrió a su hermana, aunque no de la misma manera; agarró su mano y la apretó con fuerza.

El conde de Anjou replicó con desdén a Bernard. Su voz era estridente y estaba cargada de un repentino tono de inseguridad. A sus espaldas, su hijo había empezado de nuevo a agitarse, como si no fuera capaz de permanecer quieto por mucho tiempo. No era un muchacho alto, pero tenía anchas espaldas y un pecho fornido, el pelo de color rojizo y lucía una barba corta, clara y rizada. Petronila cayó en la cuenta de que aquel joven debía ser Enrique, el hijo que estaba obligado a rendir homenaje a Luis por sus posesiones en Normandía. Pero no se trataba de ningún niño. El muchacho despertó en ella un cierto interés, como si se tratara de un vigoroso animal que se encontrara próximo; pero, al instante, pensó en Raoul y se sintió culpable.

Se preguntaba por qué razón seguía siendo fiel a Raoul, habiéndole dado este multitud de pruebas de su infidelidad. Luego bajó la cabeza, sintiéndose apesadumbrada. Sobre el asiento que se encontraba junto a ella, Leonor se acomodaba con el rostro encarnado y sonreía como si no fuera capaz de evitarlo.

—Podéis despotricar todo lo que os plazca en vuestro afeminado francés —bramó el conde de Anjou a Bernard—. Comprobaréis que estoy hecho de un metal más resistente que vuestra verborrea. Dios me concedió el condado de Anjou y a vos solo os ha dado un montón de palabras —prosiguió, mientras volvía a patear al encadenado que se encontraba en el suelo, haciendo que se retorciera de dolor—. Podéis quedároslo. No tengo nada más que decir.

Tras darse la vuelta, se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas, con sus hombres pisándole los talones. Mientras se alejaban, Enrique únicamente dejaba entrever su ancha espalda adornada con una corta capa roja angevina.

Petronila levantó la cabeza, sorprendida, y volvió a mirar a Leonor. Su hermana había dejado de sonreír y se agitaba en su asiento con el cuerpo en tensión, mirando furiosamente a los hombres que se disponían a marchar. A su lado, Luis se había desplomado en su trono, incapaz de pronunciar palabra y adoptando una actitud pasiva. Bernard todavía se encontraba de pie ante ellos, con los ojos cerrados, la cabeza agachada y los labios temblando. Nadie hacía nada para reparar aquella situación. Entonces, Leonor se puso bruscamente de pie.

Su voz estalló con la claridad y estridencia de una trompeta de guerra, atravesando el creciente murmullo de voces.

—¡Conde de Anjou, deteneos ahora mismo! No os hemos dado permiso para marchar.

En ese instante, la ruidosa multitud guardó silencio. Todo el mundo se volvió a mirar a Leonor. Envuelto en la repentina y centelleante quietud de la sala, el conde de Anjou se agitó, con el rostro encendido y fulminándola con la mirada.

—¿Quién os creéis que sois para darme órdenes, maldita ramera? Todos los presentes se quedaron boquiabiertos, arrastrando los pies por el suelo e inclinando ligeramente el cuerpo hacia adelante, con los ojos centelleantes de atención. Sobre el estrado, Leonor se irguió por encima de todos y sonrió, serenamente, sin apartar la mirada del conde.

—Bonita forma de dirigirse a mí, teniendo en cuenta que viene de un hombre que ha engendrado bastardos en la mitad de las aldeas de Anjou. ¡Guardias, bloquead las puertas!

En el otro extremo del gran salón, un puñado de hombres avanzó rápidamente hacia las puertas abiertas de doble hoja. Petronila comprobó que entre ellos se encontraba Joffre de Rançun, el capitán de su hermana, que se había plantado firmemente en mitad de la salida, con la mano apretada en la empuñadura de su espada. El conde de Anjou dio media vuelta y clavó su encendida mirada en Leonor.

—Os recuerdo que tengo un salvoconducto.

Leonor dejó escapar una sonrisa de desdén.

—Si lo que os han dado es un salvoconducto, entonces yo puedo enseñar a un caballo a trepar por los árboles. No os permito que deis la espalda al rey de Francia, mi señor. Volved inmediatamente a obtener su permiso, ya que no abandonaréis esta sala hasta que no os sea concedido. Regresad aquí y esperad a oír su palabra.

La agolpada concurrencia permaneció con la boca abierta, en silencio, embelesada. Petronila estaba henchida de orgullo; lanzó una mirada furtiva a Leonor y luego se volvió para recrearse en el amargo trago por el que estaba pasando el conde de Anjou. Luego escuchó cómo Luis llamaba entre susurros, «Leonor», reprendiéndola, y cómo luego le espetó de nuevo, quejumbroso: «Leonor». Con destreza, Thierry Galeran se subió de un brinco al estrado y le tiró de la manga, separándolo de la reina. A un lado del estrado, Bernard había adoptado un gesto tenso, y su rostro enjuto se asemejaba a una terrible máscara, mientras su mirada pasaba constantemente de Leonor al conde de Anjou. El conde se recompuso, como si no quisiera agitarse de nuevo.

—¡Por Dios, no pienso obedecer la palabra de una vulgar mujer!

A continuación, giró la cabeza, mirando hacia la puerta y hacia los caballeros que allí se encontraban agrupados. Algunos hombres más de Luis se habían situado alrededor de Rançun, haciendo que la salida quedara totalmente bloqueada. El conde de Anjou se dispuso a marcharse de nuevo, con un gesto de inquietud en el rostro que delataba su indecisión.

De repente, su hijo avanzó hacia él con actitud impaciente; le habló al oído, haciendo que su padre se enderezara con el rostro encarnado como la cresta de un gallo, y luego asintió. Enrique, hijo también de la emperatriz Matilde, avanzó con actitud templada hasta el rey de Francia e hizo una reverencia, aunque no demasiado amplia.

—Mi señor y rey. Os pido que me concedáis permiso para marchar.

—Os doy mi permiso —dijo Luis, parpadeando perplejo—. A todos vosotros.

Enrique dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. En medio del repentino silencio, el tintineo de sus espuelas se percibía como un repicar de campanas. Leonor se recogió la falda con las manos y volvió a acomodarse en su asiento. Petronila le dedicó otra mirada y observó cómo su hermana contemplaba al muchacho; cuando este llegó a la altura de su padre y de los demás angevinos, se dieron la vuelta y le siguieron. Al llegar a la altura de las puertas, la barrera que formaban los caballeros se dispersó en silencio y les abrieron paso.

—Bien —dijo Leonor—. Ha sido una escena realmente interesante.

Bernard avanzó pesadamente hacia el estrado, con los ojos casi tapados y la mandíbula apretada, frunciendo el ceño. Al llegar a la altura de Leonor, se dirigió directamente a ella:

—Qué vergonzoso sonó vuestro nombre, señora, en la sucia boca de un angevino.

—En ningún momento escuché que pronunciaran mi nombre —replicó Leonor con despreocupación.

Bernard bajó la voz, haciendo que sonara muy suave.

—En ese caso, debieron pronunciar el nombre de una ramera. Y, dicho lo cual, dio media vuelta y se marchó.

Petronila dio un respingo y su cuerpo se puso en tensión, lleno de furia. Sabía muy bien que a Leonor le consumía la ira, pero la reina no dijo nada, aunque volvió la cabeza, con los ojos entreabiertos, observando cómo aquel desgarbado abad con aspecto de grulla abandonaba la sala sin el permiso de nadie, ya que era un santo y eso le daba derecho a ir donde quisiera. Algunos de sus monjes le siguieron.

Petronila se sintió abatida. Bajó la mirada hasta sus manos, que descansaban sobre el regazo. La absoluta claridad de Bernard le intimidaba. Para él, todo era muy simple: o Dios o nada. Aquel abad le hacía sentirse confusa, dispersa, insignificante e inferior: la perfecta definición de una mujer. Se volvió para observar la puerta principal, por donde se habían marchado los angevinos. Había mucha agitación en la sala y las voces se elevaban rivalizando entre sí como el murmullo de los juncos secos.

—Menudo embrollo —murmuró Leonor entre dientes.

—Debisteis dejar esa clase de asuntos en mis manos, querida; aunque, no obstante, quiero que sepáis que os admiro —dijo Luis, dirigiéndose a la reina. A continuación, bajando la mirada hacia el quejumbroso caballero que se encontraba tendido en el suelo, envuelto en cadenas, ordenó—: Que alguien libere a este desdichado.

Petronila apartó la mirada de ambos. Desde luego, aquella situación era un enorme embrollo. Nada era como se suponía que debía ser: la debilidad del rey dejaba un enorme vacío que Leonor, Thierry Galeran y Bernard de Clairvaux pugnaban por ocupar en un interminable combate cuyo resultado nunca resultaba decisivo. Una parte importante de la multitud se acercó hacia ellos, y algunos comenzaron a empujar, gritando al rey, tratando de llegar hasta él con sus ruegos y sus demandas. Thierry se marchó con la intención de tomar nota de las más importantes o, para ser más precisos, de atender a los que ofrecían los mayores sobornos. Petronila comenzó a sentir fuertes deseos de encontrarse en otra parte. Juntó las yemas de los dedos y agachó la cabeza.

De repente, a su lado, Leonor se dirigió a Luis empleando un tono de voz bajo y apremiante.

—¿Os acabáis de dar cuenta de lo que ha sucedido, mi señor? Es el hijo con quien debemos tratar, con ese Enrique. Es evidente que maneja a Le Bel a su antojo. Se dice con acierto que los angevinos no permiten que sus padres lleguen a ancianos. Debemos hacer que os rinda homenaje por Normandía, mi señor, antes de que este príncipe se vuelva más poderoso y decida que no tiene necesidad de cumplir con esa obligación.

Petronila apartó la mirada de ambos, cansada de tantas tribulaciones y maquinaciones políticas. Luis, cuya actitud delataba que se encontraba en la misma situación, disuadió a Leonor con un tono de voz que denotaba agotamiento.

—He estado enfermo. Me encuentro cansado y ahora no puedo pensar. Dejemos este asunto en manos de Thierry. Bernard se encargará de tomar las medidas oportunas.

Su secretario se encontraba atendiendo a un demandante que todavía le presentaba su alegato, un anciano noble y robusto que, sin ningún disimulo, en ese momento depositaba una bolsa de dinero en la mano de Thierry. Leonor se removió sobre su asiento, invadida por la agitación, y dirigió la mirada hacia la puerta, siguiendo el rastro del pelirrojo duque de Normandía. Petronila bajó la cabeza; se sentía consumida por una carga enormemente pesada, confusa y perdida.

Fuera de la sala, en el patio, mientras los mozos de cuadra traían sus caballos, Enrique se volvió hacia su padre.

—Ya os dije que venir aquí no nos traería más que problemas.

Su padre entregó su casco a uno de sus hombres.

—Luis es un don nadie.

Sus ojos centelleaban; se atusó la barba con sus dedos.

Enrique respondió:

—Es un don nadie fuera de París, pero aquí es el rey. Deberías haber previsto esto. Pensaste que podrías desafiarlo a la cara pero, en cambio, tuviste que ceder. Has perdido toda la ventaja que habías cobrado cuando abandonó la guerra.

Enrique se apartó un poco para abrirle paso. Para él, la mayoría de las veces su padre era una carga. No obstante, se alegró de que hubieran llegado a París.

La reina era una mujer magnífica, pensó, cuya belleza estaba a la altura de los rumores que la habían pintado; probablemente más. Además, el fuego se consumía en el interior de aquella dama con el ardor de una estrella. La duquesa de Aquitania y reina de Francia, orgullosa y salvaje, era la mujer más refinada que había visto jamás. Mientras pensaba en ella, sintió cómo se tensaba su entrepierna.

Su padre prosiguió:

—Le hiciste una reverencia.

—Hice lo que tenía que hacer para salir de aquella situación —replicó Enrique, volviéndose hacia él con los puños cerrados, listo para empezar una pelea—. Fuiste un estúpido dejando que ese monje se burlara de ti.

A continuación, lanzó una mirada furiosa a su hermano, que se encontraba junto a su padre.

Los labios del conde se apretaron con fuerza, como si tratara de contener algún comentario hiriente. Enrique le miró fijamente hasta que su padre bajó la mirada.

Su hermano se aclaró la garganta y dijo con voz potente:

—Aquí llegan los caballos.

Los mozos de cuadra les ayudaron a subir a sus monturas y salieron del patio, cabalgando a través de la isla. El conde poseía una casa en Saint Germaine, al otro lado del río que corre junto al monasterio. Enrique volvió a pensar en Leonor y ralentizó la marcha de su caballo, quedándose muy rezagado de su padre, tratando de distanciarse de la comitiva. Los demás hombres le superaron, y entre ellos se encontraba su propio caballero, Robert de Courcy, que le dedicó una mirada, pero Enrique le hizo un gesto con la cabeza indicándole que permaneciera junto al conde. En el otro lado, su hermano se giró y, con el ceño fruncido, le miró fijamente. Robert, con voz cortante, avanzó al galope, llevando tras de sí al resto de los caballeros de Enrique para que apartaran a la muchedumbre del puente. En aquel punto de su recorrido, las aguas del río emanaban un olor nauseabundo.

Enrique dijo:

—Os veré después.

Su hermano replicó:

—¡Eh!

Su padre le miró fijamente, retorciéndose en su silla de montar.

—¿A dónde vas?

Enrique no se molestó en responder. Toda la comitiva de jinetes ya le habían adelantado y los demás caballeros angevinos siguieron cabalgando sin él, aunque el conde se quedó observando, por encima de su hombro, hasta que alcanzó el puente. Enrique hizo virar a su caballo y regresó al trote hacia el palacio real, que se levantaba en el extremo sur de la isla.