¿Que si son horas de llamar? Por Dios, Pelayo, pues claro que son horas de llamar. Para que tú llames a esta casa, cualquier hora es buena, Pelayo, tú lo sabes. Y tampoco es tan temprano, pichita… Ay, por Dios, si el Papa se entera de que a un cura le llamo pichita, a lo mejor hasta me excomulga. No te rías, Pelayo, no te rías, que a mí estas cosas, cuando las pienso, me agobian mucho. Quita, hombre, lo único que falta es que también tú te agobies por llamar a estas horas. En esta casa, a las diez de la mañana, ya están los tiestos abanicándose, como decía mi madre, que en gloria esté, cuando quería darse pisto de madrugadora, de hacendosa y de dispuesta.
Sí, ya sé que me dijiste que me llamarías por la noche, y no me llamaste. Ego te absolvo, corazón. Si tú puedes absolver por el internet, yo puedo absolverte por teléfono. Eso sí, tienes que hacer propósito de enmienda y, la próxima vez, cuando me digas que me vas a llamar por la noche, me llamas. Como penitencia, vas a prometerme una cosa: si vuelves a pedirme que te haga la Haute Manicure, de pantalones cortos, nada, que luego no doy yo abasto para tantísimos malos pensamientos y voy por ahí sin dar pie con bola. A mi edad tengo que tener la cabeza despejadita, Pelayo. Y ahora dime lo que tenías que decirme.
Mira, al niño de la Batea vamos a dejarlo en paz.
Ya lo sé, Pelayo, ya sé que se ha comportado de una manera muy rara. Mejor dicho, se ha comportado como se comporta casi todo el mundo: mirando, primero, por él, después por él, y al final, también por él. Lo raro es que la gente se comporte de otra manera, lo raro es que la gente se comporte como tú. No, Pelayo, no, no te dejo hablar, no te quites méritos. ¿Qué sacas tú poniéndote de mi parte? Nada. Yo no soy importante, yo qué voy a ser una institución, yo soy una maricona que lleva toda su perra vida haciéndoles las uñas a las señoritingas de La Algaida, por cuatro duros, o por veinte euros, o treinta, que viene a ser lo mismo, y, de propina, entreteniéndolas gratis. Eso es lo que yo soy. Habrá quien me tenga ley, no digo que no, pero tampoco tanta como para llevarse por mi culpa un disgusto. Hay excepciones, ya sé que hay excepciones, pero quitándote a ti, Pelayo, ahora mismo no se me viene otro nombre a la cabeza, ya ves tú. Así que, si es para eso para lo que me has llamado, misión cumplida. A mí ya me da igual que el niño de la Batea se haya quitado de en medio y me haya dejado compuesta y sin calle.
¿Que ha hecho algo más que quitarse de en medio? ¿Que ha hecho qué?
No me interesa, Pelayo, te juro que no me interesa. Si ha mandado una carta, que se le caiga a pedazos la lengua, si es que el sello lo pegó después de pasárselo por la lengua, que seguro que sí, porque ese niño tiene que ser un cochambroso de lengua de muchos quilates, pero lo que haya puesto en la carta, a mí, ni me abriga ni me refresca.
¿Un malentendido? ¿Eso ha puesto ese joíoporculo en la carta?
O sea que él ha querido dejar bien aclarado en esa carta que lo de elegir la calle Silencio fue cosa mía y sólo mía, que es verdad que lo fue, y que de ninguna de las maneras va él a pretender algo que no sea, ¿cómo has dicho?, ¿de consenso?, vaya por Dios. El niño de la Batea quiere hacer carrera política, Pelayo, no hay que darle más vueltas, y no se la va a jugar por un capricho y una herejía del maricón de Cigala. Y, encima, la carta se la da a la calientagrillos de Purita Mansero para que sea ella la que la lea en público. Y seguro que Purita Mansero, después de leerla, la besó, ella es así de peliculera. Ojalá sea tóxico el papel de la carta y se le queden los morros a Purita Mansero como el haiga de Leidi Di después de estrellarse. Y ya sé que tendré que confesarme de todo esto. Me lo vas apuntando.
Así me gusta, corazón. Pasemos página. La calle pasó a mejor vida. Que descanse en paz.
¿Pero qué me estás diciendo, Pelayo? ¿Que ustedes vais a ponerle mi nombre a esa calle de tapadillo? Se ve que a ti te pasa como a mí, fíjate qué curioso, que, cuando te acuestas sin haber dicho algo que tenías que haber dicho, te levantas más lanzado que la maceta con la que Juana Tejero descalabró a la querida de su marido, que aquello sí que fue un lanzamiento de medalla olímpica, pues igual, te acuestas con el resquemor de no haber dicho lo que tenías que decir y te levantas como si alguien estuviera empujándote por dentro las palabras hasta la garganta, las que tienen sentido y los disparates, y ahí salen todas, como un macetazo, y si alguien se queda tieso, mala suerte, no haberse puesto por medio. Pero ¿cómo vais a hacer eso de tapadillo, hombre de Dios?
Ah, que no va a ser de tapadillo. Que va a ser a plena luz del día y con banda de música y todo. Y el día previsto. O sea, mañana. Pues ya me lo explicarás, Pelayo, pero antes vete al cuartelillo a que te hagan la prueba esa de la alcoholemia. Así se llama, ¿no?
No, Pelayo, no, para ese mamarracho no vais a poder contar ustedes conmigo. Tengo entradas para ver las cataratas del Niágara precisamente ese día, mira tú por dónde, y no me las descambian. ¿Y encima ustedes pretendéis que lleve a mi pobre Antonia? ¿Y qué hago con ella cuando ataquen los municipales? ¿La tiro revoleá, cuesta Belén abajo? Porque Purita Mansero en persona, por orden del pichafría del señor alcalde, seguro que manda a los municipales a que nos ataquen. Y eso sin contar a los esquíns, y a los Centuriones del Hijo, o como se llamen, así creo que se llaman, ¿no?, y al señor obispo de Cádiz en persona, porque acuérdate de que también el señor obispo de Cádiz tuvo al final algo que decir sobre mi calle, y a todos los que han firmado en mi contra, y a Manolito Valiente con su puñetera emisora de radio, y a Telealgaida al completo, y a La Algaida Información con todos sus efectivos, como ellos dicen. Con letras bien grandes lo dicen: hemos puesto todos nuestros efectivos al servicio de esta controversia que tiene dividida a nuestra ciudad y que alcanzará su punto álgido el martes, día cuatro, en el pleno municipal convocado al efecto. No me lo estoy inventado, Pelayo, ¿cómo me voy a inventar yo una cosa así? Lo estoy leyendo ahora mismo, con las hojas rozándome las pestañas, en La Algaida Información que salió el sábado.
A mí no me hables del internet, Pelayo, que yo ya no me fío del internet. Ya sé que la Sari puso ese grito de socorro en mi página güeb, pero no me vengas con que ha sido un exitazo fulminante porque eso me suena ya a matraca de feriante barato. Y claro que habéis tenido que hacerlo todo en poquísimo tiempo, como que para hacer cualquier patochada sobra con un cuarto de hora… Además, Pelayo, mañana es jueves, y los jueves la gente trabaja, por si no lo sabes, porque a lo mejor los curas esas cosas no las sabéis, y la gente no va a dejar el trabajo para irse al Barrio Alto a organizarle una fiesta a Cigala con motivo del descubrimiento de una falsa placa de calle con su nombre. ¿Es que ustedes no habéis pensado en eso? Aunque sea a las nueve de la noche, Pelayo, los comercios aún no han cerrado a las nueve de la noche. Ustedes estáis majaretas, Pelayo. ¿Les vais a pedir a las tiendas que cierren una hora antes para que todo el que quiera pueda venir a cambiarle el nombre a la calle Silencio y ponerle el nombre de calle Cigala, y encima por lo ilegal? ¿Y seguro que para eso no hace falta permiso del Ayuntamiento? No me digas que al Ayuntamiento nadie lo ha convidado a esta fiesta. Y no me digas que el internet está que arde porque eso ya lo sé, pero porque ya se encarga la chocholoco de la Fallon de calentarlo, ella sólita se encarga de poner el internet entero como un cuartel sin bromuro para el colacao. Pero no vengas a contarme que el internet hace milagros, por muy cura moderno que tú seas, porque los milagros sólo los hace la Virgen de Lourdes, y de higos a brevas. Y no me llames hombre de poca fe, porque la fe es una cosa muy seria, Pelayo, y tú, que eres cura, porque sigues siendo cura, ¿no?, tú eso tendrías que saberlo mejor que nadie.
Eso, ya hablaremos. Y ahora te dejo, perdona. Tengo que componerme un poco más, que a estas alturas nunca se compone una lo bastante, y además voy a preparar mis cosas, la marquesa de Torreantigua me espera a la hora del aperitivo, y todavía tengo que decidir cuál es la hora del aperitivo.
No sé lo que hago aquí, que alguien me diga para qué he venido. Un pronto que a mí me ha dado. Con razón me ha preguntado el mecánico de la marquesa, asustadito el pobre, pero ¿para qué quieres que te lleve al cementerio, Cigala, para ir cogiendo sitio? Qué pedazo de coche, por Dios, yo no me hacía cuenta de que hubiese coches así. Ya tiene sus años, no te creas, Cigala, lo que pasa es que está más cuidado que un ricachón en La Misericordia; qué graciosas las cosas que dice el mecánico de la marquesa, y qué gracioso cómo las dice, se nota que el hombre tiene una pechá de rebote de clase, como dice el niño de la Batea. Ay, a ver si dejo de pensar en ese atravesado. No comprendo por qué se llama La Misericordia esa clínica privadísima de Cádiz, ya son ganas de usar el nombre de la misericordia en vano. Qué Misericordia ni qué ocho cuartos, si, por lo visto, sólo que te miren las amígdalas te cuesta lo mismo que dar la vuelta al mundo. Eso sí, te las miran con unos aparatos complicadísimos, no con una cuchara sopera, que es como se han mirado las amígdalas toda la vida de Dios. Te tratan a cuerpo de rey, Cigala; pues claro, alma de cántaro, ¿no te van a tratar a cuerpo de rey, con el dineral que cuesta? Claro que en La Misericordia también se mueren las criaturas, por muy ricachonas que sean. Siempre es un consuelo.
Anda, Cigala, tú como si estuvieras entrando en la confitería. Bueno, en la confitería no, qué cosas se me ocurren, da hasta fatiga. Como si estuvieras entrando en los baños termales del Paseo Marítimo, eso. Yo no puedo ir a los baños termales, me baja una cosa mala la tensión. Claro que es la hora de almorzar, no la hora de tomarse unos baños.
Ni de plantarse en el cementerio sin motivo ninguno, las cosas como son. Lo malo va a ser cómo salgo después de aquí. Podría haberle dicho al mecánico de la marquesa que viniera dentro de un rato a recogerme, dentro de media horita, seguro que a él no le importaba, ya sólo faltaría que le pidiese que me trajera ropa limpia, como si fuera a dejar las vendas en la sepultura. Uy, por Dios, qué pensamientos. Mejor pensar que al hombre no le importa. Ni a ella, ha estado amabilísima. De ella salió lo de mandarme al mecánico. A las doce en punto, Cigala, a esa hora tomo yo siempre el aperitivo, es una costumbre y una puntualidad que heredé de papá, pero si ya estás preparado te mando al mecánico y estás aquí en cinco minutos. Hay que ver las cosas que heredan de papá las señoritingas y las marquesas, los demás heredamos trampas y va que chuta. También heredan dinerales, claro, y un pedazo de casa y un pedazo de coche. Te mando al mecánico, me dijo. ¿Al mecánico, señora marquesa?, por Dios, ni que fuera yo una furgoneta averiada. Qué gracia le hizo. La crem de la crem dice el mecánico, no dice el chófer. La crem de la crem de verdad, no esta churretosa crem de la crem de La Algaida. Ay, por Dios, qué tranquilidad. Pues claro, Cigala, si no hay tranquilidad en el cementerio, ya me dirás tú dónde.
Es por aquí. Desde luego es para que me maten, venirme yo al cementerio de buenas a primeras. Podía haber traído unas flores, pero es que ha sido todo muy improvisado, y tan improvisado que ha sido, que se lo pregunten al mecánico de la marquesa, que no sabía el hombre cómo decirme que aquello no era plato de su gusto. Está de muy buen ver el mecánico: madurito, pero con la mar de buena pinta. La morbosa de la Florista dice que a ella el cementerio le da cosquillas en sus partes, lo que hay que oír. Al final va a resultar que por eso puso la floristería, por las cosquillas, no porque ella siempre haya tenido muy buen gusto y mucha sensibilidad y porque es muchísimo más elegante despachar claveles reventones y rosas de pitiminí y, sobre todo, nardos, nuestros típicos nardos de las carreras de caballos y de los pasos de Semana Santa, es mucho más fino despachar flores que despachar tapaculos y brecas o higadillos de pollo y carrillada y jarrete para el puchero, incluso que vender kits para el puchero, hay que ver, que no todo es vender langostinos y solomillo de ternera. Todavía estoy viendo la corona que le mandó Antonia a María la Chíchara. Tu hija que te quiere. Qué mamarracho de corona. Si llego a verla antes, digo que la descambien. Pero la vi aquí, cuando la sacaron del coche los de la funeraria. También he tenido yo puntería para elegir la hora de venir al cementerio, por Dios. A esta hora enterramos a mamá. A la hora del aperitivo, más o menos, ya puesto podría haberme traído la tartera. Ay, por Dios, qué cosas me digo. También hacía una mañana buenísima cuando la enterramos, un día tan bueno que hasta costaba trabajo llorar. Luego los pusieron a los dos en el mismo nicho, que también es un consuelo. Bueno, según como se mire. A lo mejor María la Chíchara habría preferido que a ella la pusieran en la otra punta, para poder de veras descansar a gusto. Yo preferí no pensar que Rafael el Ostionero también estaba allí dentro, en el mismo nicho. Me pareció una idea buenísima, los dos juntitos, pero luego me agobié, se me encasquilló el remordimiento. Así se hace, Cigala, así se hace, eso me dijeron, los huesos que quedan del primer difunto se recogen en una bolsa, y así cabe la otra caja, y así pueden ellos dos estar el uno al lado del otro durante toda la eternidad. O, si prefieres, el uno encima del otro, Cigala, me dijo el malage de la funeraria. Una faena que le hice yo a mamá, se mire como se mire. Seis mil duros me costó el nicho, seis mil duros eran entonces una fortuna, y a tocateja, que hay que ver lo que cuesta un boquete en propiedad, y a saber lo que costará ahora, menos mal que el mío lo paga el Ocaso, que mi dinerito me cuesta el recibo de cada mes. El Ocaso es como el ditero, pero más especializado, con más cuento y con menos paciencia. Más de un nicho de éstos, y más de una tumba, se habrá pagado con la dita. Qué pena ser pobres, por Dios.
Ahí están. Qué penita, qué descuidados los tengo. El nicho de al lado está todavía con el cemento fresco, todavía le falta la lápida. ¿De quién será? Qué angustia me dan a mí siempre los nichos a los que todavía no les han puesto la lápida. Me da a mí la impresión de que el pobre muerto, o la pobre muerta, no se ha muerto todavía del todo. Como Francisca la del Sombrajo. Por lo visto, la llamaban Francisca la del Sombrajo porque la criatura nació en un sombrajo de la playa de El Montijo, aunque luego la llamaron también la Resucitá, con toda la razón. Cómo es la historia de Francisca… Así dijo Rafael el Ostionero lo que dijo, que él no pensaba enterrarla ninguna otra vez. María, ya no volveré a oler a muerto, por la gloria de mi padre, eso dijo, a la vuelta del entierro, con el burro Perraca, con una tajá de campeonato. Y se lavó en el lebrillo grande del cobertizo, en cueros vivos, y con agua hirviendo, que casi se desuella el hombre, y con jabón verde y estropajo de alambre, y aquella noche se quedó María la Chíchara preñá de Antonia. Ay, Cigala, por Dios, tú hablas de María la Chíchara y de Rafael el Ostionero como si no fueran tu padre y tu madre, y son tu padre y tu madre, y están ahí.
¿Para qué has venido? Deja de alborotarte las entendederas. Deja de remolonear, y acércate, que cualquiera diría que se te ha quedado el freno encasquillado. ¿O es que tú has venido al cementerio a dar barzones, como si esto fuera el Parque de María Luisa?
Debería venir de vez en cuando, por Dios, aunque sea a darle un repasito. Hay que ver lo curiosas que están algunas tumbas, con sus fotos y sus flores frescas, o sus flores de plástico que parecen de verdad, ahora hacen virguerías con el plástico, qué poco va a durarle el negocio a la Florista. A veces lo he pensado: le digo a la Fallon que vaya y que adecente el nicho un poco, y que limpie el cristal con cristasol, y que les lleve aunque sea unas margaritas, que son muy sencillas pero muy alegres, no sé por qué a mí siempre me ha parecido que las margaritas acompañan mucho. Cualquiera le dice eso a la Fallon, con lo escrupulosa que se pone ella con esas cosas. Ya lo sé, mamá, ya lo sé, ya estoy haciendo como siempre. Parece que te estoy escuchando: Paquito, deja de rajar sin ton ni son y contéstame a lo que te estoy preguntando. Eso me decías cuando a mí me costaba responderte, por lo que fuera, porque me daba apuro o porque no quería que te llevases un disgusto o porque no me daba la gana decirte la verdad. Eso sin contar con que llegó un momento en que, cuando me llamabas Paquito, para mí que le estabas hablando a otro. No sé para qué he venido. Hace cien años, como quien dice, que yo no soy Paquito para nadie, y a papá no lo voy a engatusar ahora, este tren ha llegado con mucho retraso. Cuantísimas veces decía él eso, ¿verdad? Este tren ha llegado con mucho retraso. Cualquiera diría que se había pasado la vida entera esperando algún tren que no llegaba nunca, y la verdad es que tenía esa costumbre, sentarse junto a la vía del tren, con lo peligroso que era aquello, cerca del apeadero de La Jara, con el borrico Perraca ajigao, que llevaba la criatura los serones cargados hasta arriba, y luego tenía que llevar los ostiones campo a través, hasta cerca de la carretera de Munive, donde estaban aquellos gallineros, a cinco pesetas el kilo se lo estaban pagando cuando lo tuvo que dejar por la reuma y por la tensión alta, y luego molían los ostiones para pienso para las gallinas, a mí siempre me pareció una cosa rara, que las gallinas comieran todo aquel casquerío de los ostiones como si fuera pienso, siempre me pareció como la leche en polvo de los americanos, una manera de alimentar a los pobres por lo barato. Qué buen día hace.
No sé qué hago aquí. Hablar a tontas y a locas, eso es lo que hago. Hablar para adentro, pero hablar. A lo mejor hasta hablo solo, en voz alta, como los majaretas, qué más da. Ya me puedo permitir volverme majareta. Hablo, hablo y hablo y no digo nada de lo que tendría que decir, porque no sé lo que quiero decir. O sí que lo sé, pero no lo quiero saber. Si lo de la calle hubiera salido como Dios manda, ahora podría presumir de calle, y estaría aquí diciéndole a tu marido, que me estará escuchando, coño, esto parece Cabalgata Fin de Semana, aquí sólo falta Boby Deglané, pero eso es lo que le diría, para que te enteres, Ostionero, tu hijo el maricón tiene en el pueblo una calle con su nombre, a ver si ahora tienes las asaduras de poner aquella cara de asco que me ponías a todas horas. Pero él seguro que ni me mira, ¿verdad? Ay, por Dios, qué cosas digo. Lo de la calle no ha salido, ya ves, lo que me ha contado ahora el curita Pelayo es una patochada. ¿Cómo van a ponerme ellos la calle por su cuenta? Ahora Rafael el Ostionero, ahí, a tu vera, o por encima de ti, o por debajo, mirará para otro lado, como hacía siempre, cuando me tenía delante. Eso sí, ahora te lo digo para que lo sepas: en el Ocaso estoy pagándome un nicho para mí solo. Nada de otra rebujina. Y en la otra punta del cementerio. Total, para lo que tengo que hablar con él… Y él no va a hacer como Francisca la del Sombrajo. Qué experiencia la de Francisca la del Sombrajo, por Dios. Tu marido la enterró dos veces. La primera, en la fosa común, cuando la fusilaron, con todas aquellas otras criaturas, en medio de los navazos de Cabo Nalón. Cuando me contaron la historia me costó trabajo creerla, y todavía me cuesta. Pero la sé desde que era chico, desde que Mariano el de la Candela me explicó por qué la llamaban también la Resucitá. Porque resucitó, picha, porque resucitó, eso me contó Mariano, y me lo contó después un montón de veces, y aprovechaba que yo estaba jiñaíto de miedo para desabrocharse la bragueta, sacarse el mandao duro como una mazorca, y sentarme encima. Eso nunca te lo he contado, ¿verdad? Ahora te lo cuento, y se lo cuento de paso a él, ahora que él no es más que un puñaíto de huesos y cuarto y no puede taparse los oídos con las manos. Mariano el de la Candela me contó cómo fusilaron a todas aquellas criaturas porque no eran de los de Franco, cuando los de Franco entraron en La Algaida, y a todas les dieron después, en la fosa común, el tiro de gracia, también a Francisca la del Sombrado y a su hombre, Santos Camaño, porque no estaban casados, estaban arrejuntaos, fíjate si me acuerdo de cómo se llamaba, y Palacio, o sea, él, o sea, tú, Rafael el Ostionero, cuando aún no te llamaban así, cuando aún te llamaban Palacio, nunca he sabido por qué, tú los enterraste a todos, también a Francisca, en la fosa común, por orden de los de Franco que te lo mandaron, y tú no tuviste agallas para decirles que no, pero ella apareció en La Algaida al cabo de tres días, con un brazo en cabestrillo y una venda tapándole en los dos lados de la cara el agujero de la bala del tiro de gracia, y ahí empezaron a ella a llamarle la Resucitá, claro, y ella contaba que, cuando notó que la acababan de medio enterrar, pegó un salto del susto y le dijo a Santos, que estaba a su lado, yo no sé si tú te vienes, Camaño, pero yo me voy, y se salió de la fosa y estuvo dos días y dos noches por ahí, sin saber para dónde tirar, con el brazo roto, porque cuando la fusilaron ella levantó el brazo y allí le pegó la bala y rebotó, y sin desangrarse por la cara, porque la bala del tiro de gracia le atravesó la cara limpiamente, sin llevarse ninguna vena importante ni nada, y tampoco por ahí se desangró. Seguro que ella se enteró de que tú fuiste el que los enterró a todos en la fosa común. Cómo no se iba a enterar, si en La Algaida lo sabía todo el mundo, hasta yo me enteré mientras Mariano el de la Candela me empujaba el gusto hasta la boca del estómago. Así me enteré de toda tu vida, ya ves tú. Ya ves qué bonito. A lo mejor tú lo sabías, y en vez de romperle el alma a Mariano el de la Candela, que era lo que habrías tenido que hacer, te dedicaste a ponerme cara de asco. Yo era el que menos culpa tenía, ni mijita de culpa tenía yo. No me extraña que te entraran los siete males cuando tuviste que enterrar a Francisca la del Sombrajo por segunda vez. Por ahí andará, ¿no? Mira para otra parte, que no va a servirte de nada. Mires para donde mires, a lo mejor es ahí donde ella está. Y algún día, mires para donde mires, por ahí estaré yo.
Ay, por Dios, yo no sé para qué he venido. Parece que estoy masticando tierra.
No tendría que haber ido, tengo que pedirle hora a Palomi. Mañana la llamo y le pido hora, y que se deje de monsergas, que se deje de tenerme en observación, que tenga en observación la torrija de su abuela, y que su abuela me perdone. Lo que a mí me hace falta es una cura de sueño. Y que no me diga que no sabe lo que es una cura de sueño, porque sí que lo sabe, lo sé hasta yo, a ver si se piensa que soy carajote.
Echarle más cuenta a ese cacharro sí que no, por ahí no paso. Que echa humo, ¡no te digo! El ordenador echa humo. Porque la Fallon anda todo el santo día metiéndoles mixto a los gachones en los matorrales, por eso echa humo. Que no, que la gente se lo ha tomado como si esto fuera el Rocío y tú, la Blanca Paloma, Cigala, eso dice la Fallon. ¡Que me dejes en paz, Fallon, que me dejes en paz! Y ya podría haber encontrado otra comparación, eso era lo que a mí me faltaba, que salgan comparándome a mí con la Blanca Paloma, como si ya no tuviera yo de sobra con el Cristo del Silencio. Yo creo que esa cabrita lo que quiere es que el Vaticano me queme viva. Una distracción más, dirá ella, porque lo que quiere ella es distraerse. Pues que se distraiga con el cencerro de su padre, no te digo… Ay, por Dios, deja que me santigüe, qué culpa tendrá el pobre padre de esa descacharrada. Se lo tragó la mar, pobrecito mío. Al menos yo sé dónde está Rafael el Ostionero, yo sé dónde está lo que queda de él, si es que queda algo. Mejor me iría si no lo supiera, me parece a mí. No tendría que haber ido, no sé por qué me entró a mí esa ventolera. Como si lo estuviera viendo, como si todavía estuviese allí, bien clarito lo vi, nada más entrar por la puerta de la calle. Como si se hubiera caído la pared de la alcoba. No me puedo acostar en esa cama. Esta noche sí que no.
Hay que ver el golpe del de la funeraria, Santísimo Cristo del Perdón. El golpe del de la funeraria, no, Cigala, el tuyo, eso dijo la atravesada de la Raboso, con muy mala baba. Ahora tendría que entretenerme con algo, pensar en algo, hacer algo, limpiar el servicio, qué sé yo, ese servicio siempre está medio cochambroso. ¿Qué hora es? Casi la una. No vas a ponerte a limpiar el servicio a la una de la madrugada, Cigala, por Dios. Acuéstate en el sofá, mira. Te haces otra tila y te acuestas en el sofá. Ya van tres tilas, hija, se te van a quedar las tripas como un plumero. También es verdad, a mí ya no me hace nada la tila. Ni el lexatín. No voy a tomarme un tubo entero de lexatín, qué miedo.
Ya no sé ni cómo ponerme. Qué incómodas son estas sillas, coño. Si me tocara la primitiva, lo primero, tapizar las butaquitas del salón, y lo segundo, comprar otras sillas para la cocina. Cigala, hijo, con qué poca primitiva te conformas tú, te conformas con una primitiva que no da ni para otra cama. Eso va a tener que ser lo primero, con primitiva o sin primitiva. Como esto siga así, la cama va a ser lo primero. Se me pasará, claro que se me pasará. Ay, por Dios, es como si lo estuviera viendo. Encima de la cama estaba él, amortajado con su chaqueta de pana y su pantalón gris de franela, lo que le quedaba de cuando era sepulturero. No había manera de abrochárselo, claro, y eso que estaba escuchimizado, pero el cuerpo se deforma, los botones de la bragueta no había quien se los abrochara. Se le pone un pañito por encima, dijo no sé quién, ya no me acuerdo. Coño, ni que fuera un aparador. La gente es que se ríe por cualquier cosa. Pero le pusieron el pañito, un pañito negro, y le quedaba bien, le quedaba curioso, se lo arremetieron por los lados y parecía una faja de caballista de feria. Hay que ver lo incomodísimas que han sido siempre estas sillas. Pasamos toda la noche sentados en estas sillas tiesas, la costumbre de entonces. Y, la primera, María la Chíchara. Toda la noche viéndole allí. Y ha sido entrar por esa puerta y verlo igualito, en esa misma cama. Yo ahí no me acuesto. Me parece que voy a entrar y me lo voy a encontrar todavía ahí. Tuve toda la noche para no quitármelo de la vista, para aprendérmelo a él de memoria. Hasta por la mañana. Hasta que llegaron los de la funeraria, con el papeleo y la caja y toda la pesca. La caja de muerto. La caja, la más baratita, ¿no, Cigala? Siempre que no me lo metáis en una caja de brevas, claro, eso les dije. Una caja sencilla, y tan sencilla. Nos pidieron que saliéramos del cuarto para que ellos pudieran acomodarlo, habrá que ver lo que entienden ellos por acomodarlo, a saber cómo tratan los de la funeraria a los pobres muertos, ya se sabe lo que es la costumbre y la confianza. La caja le estaba grande. Le ponéis ustedes unos cojines para que no se mueva, y si veis que se le afloja el pañuelo de la mandíbula, se lo apretáis ustedes un poco, y si no queréis que se le vea tan morado, le dais ustedes con un poco de polvo de señora, él no va a protestar, y así impresiona menos, eso dijeron. Y venga a darnos recomendaciones, y de allí no se movían. Muy bien, muy agradecidos, ya me pasarán la factura con lo que sea, ¿no? La factura te la pasa la empresa, sí, dijo el bolichero, como lo llaman en Cádiz. Pues estupendo. Sí, Cigala, pero la propina en la factura no entra. ¿La propina? Yo me encorajiné, ¿no me iba a encorajinar? ¿La propina? ¿Pero ustedes qué os habéis pensado, que habéis traído una caja de polvorones? La gente es que siempre tiene ganas de reírse, hasta los mismos de la funeraria se rieron. Todos se rieron, menos la pitracosa de la Raboso. Ni un duro de propina, ¿dónde se ha visto eso? Fíjate, ahora hasta yo me río. Pero yo esta noche en esa cama no me acuesto. Aunque le haya cambiado el colchón. Porque le he cambiado el colchón, y la colcha, y todo, pues claro que se lo he cambiado, ahora tiene su colchón de látex, buenísimo para la espalda, y su funda nórdica, y su edredón, no le falta detalle. Pero es que lo he visto. Ha sido entrar por esa puerta y lo he visto. Ahí estaba Rafael el Ostionero, amortajado.
¿Para qué iba a decirle nada a Antonia? Ni a la Fallon le he dicho nada. Era tardísimo, sí. La marquesa, que me ha entretenido mucho, la pobre, necesita conversación. No iba a decirle que venía del cementerio. Le dije que había vuelto en el autobús, eso sí. Ahora hay un autobús que para en la puerta del cementerio, cualquier día van a llevar a enterrar a los muertos en autobús. Cualquier día los muertos cogen el autobús y se dan un garbeo por La Algaida. Se me cierran los ojos. Del agotamiento se me cierran. Uy, por Dios, cómo se me va la cabeza. ¿Qué hora es? No es posible que sean más de las dos. Anda, Cigala, échate en el sofá.