31, viernes

A mí sólo me quiere el optalidón. Parece que la estoy oyendo.

Así, oscurito. A ver si se me pasa. Qué mal me ha sentado esa cabezada en el autobús. Qué dolor de cabeza. Qué jaqueca. Herencia de mamá. Algunos se piensan que jaqueca sólo tienen las señoritingas. Pues no. Qué mal sabor de boca, a lo mejor tenía que haber comido algo más. Sabía raro el consomé. Digan lo que digan, ese consomé que venden prefabricado sabe a cartón. ¿A qué va a saber, si lo venden en cajas de cartón? Entre que el consomé sabe a cartón y lo malísimas que están esas pastillas, por mucho que sean mano de santo contra la jaqueca, que eso está por ver, ¿cómo no voy a tener amarga la boca?

A mí sólo me quiere el optalidón. Como si la estuviese oyendo. Cuando estaba hartita de todo se tomaba su optalidón, o sus optalidones, y corriendo se le pasaban todos los padecimientos. Ya no venden en las farmacias optalidones. De buenas a primeras, dejaron de venderlos. Bueno, sí que los venden, pero con rigurosa receta. Dicen que ahora los venden, bajo cuerda, los muchachos del trapicheo. Antes los vendían como si tal cosa en la botica, qué monas eran aquellas pastillas, de color rosa fuerte, además de buenísimas. Palomi me dijo que ni hablar cuando le pedí que me recetara optalidón, y me recetó eso, lo que me tomo ahora cuando me entra la jaqueca, ni sé cómo se llama, tiene de bueno que es la mar de barato, el ambulatorio que tendrá que ahorrar, digo yo, es todavía más barato que las aspirinas y, eso sí, no dan ardentía. Pobre hombre, el boticario. Que lo sentía como no se podía ella ni figurar, pero que, o se buscaba una receta, o no podía despacharle ya el optalidón. A mí sólo me quiere el optalidón, eso le dijo mi madre a Baltasar, y le salió del alma, yo había ido a la farmacia con ella, no lo dijo de guasa, aunque todos los que estaban allí se rieran, que se rieron, lo dijo de verdad, con más tristeza que si la hubiera dejado el hombre de su vida, si es que llegó a conocer al hombre de su vida, porque Rafael el Ostionero se me figura a mí que no lo fue. El Ostionero fue su hombre por lo legal y por el cura, fue su hombre en la salud y en la enfermedad, y en la pobreza, que los curas bien que podrían saltarse lo de la riqueza cuando casan a los pobres, Rafael el Ostionero fue su hombre, a falta de otro, hasta que la muerte los separó, y fue el padre de sus hijos, pero me parece a mí que no fue el hombre de su vida. Ni él, ni ningún otro, que eso es lo más triste. Menos mal que ella lo arreglaba todo poniéndose hasta la azotea de optalidones. Como las señoritingas. De una señoritinga precisamente parece que lo pescó mi madre, como si fuera la escarlatina, de doña Clara Ívison, la marquesa de Torreantigua, que también se ponía de optalidones hasta el tendedero. Mi madre estuvo una temporada sirviendo en casa de la marquesa y se le pegó el vicio del optalidón. Bendito vicio. Bendita marquesa. En vez de hacerle un monumento al clítoris, deberían hacerle un monumento al optalidón. A la marquesa, no, tampoco hay que exagerar con el síndrome de Estocolmo. Qué amargor tengo en la boca.

Menos mal que la Fallon me ha hecho caso y tiene bajito el televisor. Se habrá quedado frita, seguro. No se oye nada. No se oye el televisor, no se oye a la Fallon, no se oye a Antonia. No se oye ni una moto, gracias a Dios. Qué tranquilidad más rara. Qué dolor de cabeza. Deja de pensar, Cigala, qué jartible te pones con tanto pensar. Y mira que antes se me daba bien eso de no pensar, de jovencillo se me daba divinamente. Me metía en la carbonera. Ella sabía que yo estaba en la carbonera, y me dejaba en paz. Pues no me he hartado yo de llorar en la carbonera… Cuando me sentía la criatura más sola del mundo, a la carbonera, a llorar. Si me llevaba un guantazo del Ostionero, nunca solté una lágrima delante de él, siempre me iba a la carbonera a llorar. Si se me quitaban las ganas de comer porque no veía la manera de llegar a ninguna parte, me encerraba en la carbonera y lloraba como un exprimidor. Y, cuando volví de Nueva York, cada vez que mi padre se burlaba de mí por haber tenido que volverme, me metía en la carbonera y lloraba como si acabase de llegar a un sitio en el que no conocía a nadie, en el que no podía hablar con nadie porque no sabía ni el idioma ni la manera de pensar de nadie, en el que tendría que quedarme para siempre porque no se me ocurría la manera de salir, la manera de volver, porque no sabía siquiera adónde podía volver. Y luego, después de vaciarme de tanto llorar, se me quedaba la mente en blanco y ya no pensaba nada, y eso me sentaba tan bien como si me hubiera tomado un tubo entero de optalidones. Eso debería hacer ahora, vaciarme la cabeza.

¿Qué hora será? No puede ser muy tarde. Está muy oscuro, pero tiene que ser temprano, por muy traspuesto que me haya quedado sin darme cuenta, pensando como un molinillo, con el pensamiento rodando por su cuenta, no puede haber pasado tanto tiempo como para que ya sea de noche. ¿Se habrá ido la Fallon? A lo mejor se ha ido y la muy sangregorda ni se ha tomado el trabajo de avisarme. Debería mirar la hora que es, pero qué miedo me da encender la luz. Qué tranquilo está todo, qué silencio más raro. No se oye el televisor, con lo que se distrae Antonia con el televisor encendido. No se entera de nada, pero se distrae. O a lo mejor sí que se entera y prefiere aparentar que no, a lo mejor lleva todo este tiempo haciendo el paripé. Debería levantarme.

Qué punzadas. Voy a seguir quietecito, mientras Antonia no se queje no me voy a mover. Seguro que es temprano y la Fallon sigue todavía con ella. Estroncá, eso sí. Ahora lo que se me antoja es un buchito de zumo de naranja, un buchito de zumo me quitaría este amargor que tengo en la boca. A lo mejor no es por el caldo, ni por la pastilla, a lo mejor es por no hablar. Hablar es como barrer la casa. Como limpiar los cristales, me lo tengo dicho. Como airear el dormitorio o quitarle la mugre de la bañera. Hablar es como echar detergente en la lavadora. Tendría que haberme lavado los dientes, aunque no creo que ese caldo me haya ensuciado mucho la dentadura, la verdad. Si uno no habla, la boca se queda quieta y va llenándose de todo lo malo que uno tiene por dentro. Eso decía mi madre. Mi madre siempre decía que yo hablaba hasta en sueños. Ella también hablaba en sueños. Se lo decía mi padre, a veces bien, a veces de muy mala manera. Mi madre decía que si uno no habla por lo que sea, por miedo, o por aburrimiento, o por mal café, o sencillamente porque no se le ocurre nada que decir, el cuerpo siempre se las arregla para hablar por su cuenta, de noche, durante el sueño, como un resuello charlatán. Ella nunca perdía los estribos cuando mi padre le decía cosas para chincharla, o cuando no se las decía, que muchas veces es mucho peor, ella hablaba en sueños y después se tomaba su optalidón, o sus optalidones, y santas pascuas.

Sólo se metió una vez en la carbonera. Que yo sepa, y yo sé que no me equivoco, mi madre sólo se metió una vez. Como si la estuviera viendo. Yo era muy chico, pero no tanto como para no acordarme. Mi padre había salido de casa como si fuera al cuartelillo. Intentaba aparentar que iba tranquilo y apestaba a vino que tiraba de espaldas. No iba al cuartelillo, iba a un sitio peor. Se había puesto un traje que tenía del año catapún, porque le habían dicho los civiles que tenía que ir presentable. Qué mal le sentaba aquel traje. Yo era un pitijopo, pero no se me va a olvidar en la vida. Yo estaba allí, pero él ni me miró, no levantó la mirada del suelo. El hombre que había ido a buscarle le preguntó ¿ya estás, Palacio?, y mi padre le dijo con la cabeza que sí. Como si llevara una piedra colgada del cuello, así se movía el pobrecito. Yo no sé ni por qué le llamaban a mi padre Palacio, antes de llamarle Rafael el Ostionero, si su apellido no era Palacio. Pero se lo llamaban. Algunos todavía se lo seguían llamando. Anita, la de Las Piletas, todavía se lo llamaba, y mira que le veía veces con los serones del burro llenos de ostiones hasta arriba. Cincuenta duros nos dieron por Perraca, hay que ver, aquel burro ya ni los valía, si va uno a ser legal, ni los valía. A saber lo que le costaría Perraca a mi padre. Eso sí, el ditero no terminaba nunca de cobrarlo, como si el precio del Perraca fuera de chicle, cómo se estiraba, qué barbaridad, hasta que yo pagué del tirón lo que faltaba por pagar, lo pagué con lo que me pagó una vez Cintia, la americana, que me pagó una barbaridad, y yo, en vez de meterlo en el Monte, pagué del tirón lo que todavía se le debía al ditero, que parece que lo estoy viendo echando las cuentas en la mesa de la cocina, y mi padre ni me lo agradeció. Mi madre sí que me lo agradeció, cómo lloraba la pobrecita, de agradecimiento, yo creo que lloró hasta más que cuando compré esta casa, con mucha fatiguita, y se la regalé. Para que ahora mi hermano Ramón venga con reclamaciones… Lo que es el dinero. Lo que castiga a la gente el dinero. Qué venenoso es el dinero. Seis pesetas le pagaban a mi padre cada vez. Desde que fue aquel hombre a buscarlo a casa, hasta que mi padre apareció un buen día, como año y medio después, de buenas a primeras con el Perraca, y le dijo a mi madre, con mucho coraje, María, a partir de ahora voy a echarme al ostión, seis pesetas le daban cada vez. Seis pesetas por cada entierro, Cigala, llama a las cosas por su nombre. Seis pesetas por cada hoyo, entonces no enterraban a nadie en nichos, que por un nicho le habrían dado menos, le habrían dado la mitad, seguro. Seguro que lo haces de concurso, Palacio, le dijo aquel hombre a mi padre, cuando salían por la puerta, eso tampoco se me va a olvidar. Experiencia sí que tienes, ¿no? Eso también le dijo el hombre y tampoco se me va a olvidar. No mucho más de treinta años tendría entonces mi padre. Pero como si tuviera cincuenta. O más. No sabía yo de qué tenía mi padre experiencia de sepulturero. Nunca lo pregunté. No se lo iba a preguntar a mi madre, por Dios. Seguro que a ella tampoco se le olvidó nunca, qué lástima de ella. Se metió en la carbonera y se lió a llorar como una de ésas que lloran en la India, pero de verdad. Lo que me faltaba para el dolor de cabeza. La estoy escuchando. Yo la estaba escuchando y estaba queriendo llamar a la puerta de la carbonera, y me daba cuenta de cómo ella quería que aquella llantera no fuese un escándalo, pero no lo podía remediar, yo me daba cuenta de cómo ella se aguantaba la boca, seguro que se la aguantaba con las manos, pero cómo lloraba. Ni los treinta tendría ella. Una muchacha, pobre criatura. Lo que te faltaba, Cigala, que se te salten ahora las lágrimas, con lo que escuece eso cuando duele tanto la cabeza. Yo creía que mi padre no iba a volver. Volvió tardísimo. Y ella le estuvo esperando, sentada en la mesa de la cocina. Yo dormía en la cocina, ¿dónde iba a dormir?, y me estuve haciendo el dormido, y por eso lo vi. Ella se levantó de golpe, en cuanto le vio entrar, y se le echó encima para abrazarle, y él la paró en seco, y le dijo, eso tampoco se me olvidará nunca, huelo a muerto, María, huelo a muerto, y se fue, yo no sé adónde se iría, pero se fue, y entonces mi madre, en lugar de irse a la alcoba, se metió otra vez en la carbonera, que estaba en la cocina, y se hartó otra vez de llorar.

¿Por qué tienes que acordarte de eso, Cigala? Deberías levantarte. O dormirte. Seguro que no es tan tarde. Seguro que la Fallon está todavía con Antonia. Qué bruto era tu padre, Antonia, qué bruto era, hasta cuando quería hacer una gracia era bruto. Cuando quería meterse contigo, Antonia, te decía: naciste nueve meses después de que yo llegara a casa con el Perraca, así que no sé si eres hija mía o eres hija del burro. Ya no olía a muerto. Eso le dijo a mamá, cuando apareció con el Perraca, ya no oleré más a muerto. Eso le dijo. Y nueve meses después nació Antonia.

Yo me voy a tomar un lexatín. O dos. Mejor dos. También deberían hacerle un monumento al lexatín. Después del monumento al optalidón, un monumento al lexatín, y ya, después, que le hagan el monumento al clítoris, si les sale de la peletería. Cómo iba a ponerse La Algaida de monumentos, por Dios.

Qué tardísimo es. Anda, mi vida, vamos a la cama. ¿O te quieres quedar viendo a estos monumentos? Qué monumentos, hija mía. Todavía tienes buen gusto, bandida. Así me gusta, que sonrías. Bueno, el buen gusto te ha llegado con la tercera edad, como dicen ahora, porque don Alfonso Sandoval no era precisamente un Míster, las cosas como son, cariño. Hay que ver qué hermosura de Míster el de Madrid, qué poderío. Esto está la mar de bien, mira tú, que haya Míster España igual que hay Miss España, la guapura del hombre no tiene nada que envidiarle a la de la mujer. Lo que no sé es por qué tienen que echarlo tan tardísimo. Perdóname, mi vida, me quedé frito. Menos mal que ya no me duele la cabeza. Son casi las dos, qué barbaridad. ¿Estás sequita? Déjame ver. Sí, mi reina, estás sequita, la verdad es que la Fallon, cuando quiere, es la mar de apañada. Qué apañado es esto del indasec cuando no hay dodotis, siempre sequita, tú como esa artista tan buenísima que lo anuncia por televisión. Anda, vamos a la cama. Mañana vemos quién ha salido Míster España, seguro que lo ponen en todos los programas de chismorreos. Anda, a la camita.