Hoy he echado un rato en el Paseo Marítimo. Está desfigurado, Antonia. Hacía un siglo que yo no iba por allí. Pero me habían contado los trapicheos del Pegamento, concejal de Urbanismo, y de su señora, Purita Mansero, delegada de Fiestas y Eventos Culturales y más mala que un dolor. Lo que están haciendo en el Paseo Marítimo tiene delito. Y todo porque se les encajó en las asaduras a sus ilustrísimos poner un Club Náutico en todo el centro de la playa, hay que ver la ocurrencia. Como dice la gente: ¿pero es que ustedes no veis que eso va a ser un estorbo mortal de necesidad para todo el mundo?, ¿es que ustedes no veis que, en cuanto esto se nos llene de veraneantes, el Paseo Marítimo va a ser intransitable?, ¿es que ustedes no veis que se nos va a poner la playa perdida de yates y las criaturas de carne y hueso no van a poder bañarse tranquilas? ¿Y qué va a pasar con las carreras de caballos, las más antiguas de España, y las más originales y las más pintorescas, que no hay año que no las saquen en el telediario? Aunque, si te digo la verdad, yo creo que todos los años en los telediarios sacan siempre las mismas carreras, igual les da las de este verano que las del pasado o el antepasado, o las del año en que el cardenal Spínola se vistió de flamenca. Pero, bueno, lo que dice la gente, ¿qué va a pasar con las carreras de caballos? Lo antiguo, lo original, lo bonito, lo pintoresco y lo meritorio de estas carreras de caballos es que son en la playa, ¿y cómo van a correr los caballos con un montón de yates por en medio? Claro que no sé ni por qué te estoy contando esto, Antonia.
Bueno, sí que lo sé. Te lo cuento por no contarte lo otro. Te lo cuento para que no te disgustes. Qué perra es a veces tu hermano Cigala, Antonia. ¿A quién querré yo engañar? Te cuento una cosa para no acordarme de la otra. Ya ves, pienso en lo que no quiero contarte, me acuerdo de lo que ha pasado, y me empiezan a picar los ojos. Pero te lo tengo que contar. Siempre te lo he contado todo, Antonia. Tú, si quieres, no me eches cuenta. Tú sigue mirando el concurso, que es muy bonito. A ver si a la muchacha le toca ese dinerito que le hace falta para comprarle un coche al novio, el pobre por lo visto lo necesita para trabajar. Eso ha dicho, ¿no? ¿Y a mí qué me importa lo que haya dicho? Esto es lo malo de llegar a casa demasiado temprano. O lo bueno. Me siento aquí, contigo, a ver la televisión y no puedo remediarlo, me pongo a hablar como un arradio. No tendría que haberle dado permiso a la Fallon para que se fuera, tendría que haberle dicho tú aquí, quietecita, hasta el parte, que para eso te pago. Con la Fallon por lo menos me distraigo hablando de boberías. Si tiene el día gracioso te hartas de reír con ella. Eso es lo que a mí me haría falta ahora, hartarme de reír. Y ya ves, Antonia, aquí me tienes, con los ojos enguachinados y una piquina que ya verás después los litros y litros de visprín que voy a tener que echarme.
No me mires así, Antonia, corazón. Anda, mira el concurso. Está bien, corazón, te lo cuento, pero no me mires de esa manera. A lo mejor no tendría que darle ninguna importancia. Eso me dijo el niño de la Batea. Cigala, me dijo, no le des la menor importancia. Pero luego me dijo que, si volvían los niñatos, me fijase bien. Ya ves tú, que me fije bien, con las arrobas de dioptrías que tengo. Es verdad que de día, si hace bueno, con sol, y con mis gafas ahumadas de ver de lejos, veo casi estupendamente. Y hoy ha hecho un día buenísimo, demasiado bueno para el mes en que estamos. Así que los vi la mar de bien. Unos niñatos. El que conducía era un rubiales con el pelo al cero, por lo visto es la moda de los esquíns, así me parece que se dice, Antonia, esquíns, los fachas de toda la vida, y el niño de la Batea dice que la estética de los esquíns es ésa, el pelo al rape; la pinta de los esquíns, para entendernos. Los otros tres eran más corrientes, más despintados, castañitos, aunque el que iba en el asiento de atrás del conductor llevaba su melenita y una de esas argollas que ahora se ponen casi todos los chiquillos, esquíns o no, en las orejas. Fíjate si los vi bien. Es que me pasaron rozando. Qué susto, Antonia. Me pasaron rozando con el coche, en ese Paseo Marítimo en el que uno ya no sabe por dónde va la circulación, y dieron un bocinazo que casi se me sale el corazón, y luego el rubito, el que conducía, me gritó ¡Cigala, maricón!, y el de la melenita hizo con el dedo ese gesto tan horroroso que significa que van a cortarte el cuello. El niño de la Batea dice que no le dé importancia, pero luego me dice que me fije bien si vuelven, para denunciarlos, así que importancia sí que tiene. Claro que la tiene. Es que volvieron, Antonia. Dos veces. Y, la segunda vez, como se habían metido en dirección contraria, que los niñatos ahora no respetan nada, el que iba al lado del conductor fue el que me gritó ¡Cigala, maricón!, y el que iba detrás de él, en el asiento de atrás, gritó entonces ¡Cigala, al paredón! Se me ponen los vellos de punta, Antonia, se me pone un nudo en la garganta. Porque volvieron una tercera vez. Y eso que yo me había pegado al murete del paseo, ¿qué iba a hacer?, no iba a cruzar la calle, con el tiempo que yo echo ahora en cruzar una calle, no iba a cruzar la calle a mi paso de caracol y que se me echaran encima y me atropellaran. Y entonces fue el rubiales el que volvió a gritarme ¡Cigala, maricón!, y el de la argolla en la oreja me gritó luego ¡Cigala, a la cámara de gas! Qué disgusto te estoy dando, mi vida, no tenía que habértelo contado. Pero ¿por qué? Hacía un siglo que nadie me llamaba maricón así. No lo digo yo, lo dice el niño de la Batea, yo soy muy querido, queridísimo, yo soy muy respetado, respetadísimo, gracias a mi personalidad y a mis sesenta años de hacerle la manicura a todo lo mejorcito de la ciudad, yo, en La Algaida, soy una institución. ¿Por qué ahora vuelven a llamarme maricón con esa mala milk? Al menos, podrían haberme llamado vagoneta.
Ay, por Dios, qué tarde te estoy dando. Perdona, reina. Anda, por favor, deja de mirarme así. Hala, dame un beso. Uy, mira, qué lastima, la muchacha ha perdido la caja donde estaban los seiscientos mil euros, el novio de la muchacha se ha quedado sin coche como yo me quedé sin vista. Menos mal que el niño de la Batea dice que lo de mi calle va a misa, para dentro de quince días está previsto el acto público, solemne e institucional. Así mismo me lo ha dicho el niño de la Batea, con esas palabras. Suena precioso, ¿verdad? Público, solemne e institucional. Para el seis de abril está previsto. El seis de abril es jueves, ya me he fijado yo. Tendremos que ir los dos arregladísimos, tenemos que pensar en eso, ahora mismo voy a llamar a Lali Rendón, ella tiene más arte que el Armani ese. Voy al servicio un momento, ¿eh? ¿Quieres tú también ir al servicio, corazón? ¿No? ¿De verdad que no? No te pongas nerviosa, reina, no me marcho, no me va a pasar nada. No tardo en volver ni cinco minutos. Ni cinco minutos.
Esto necesita un repaso. A ver si me toca la primitiva y puedo meterme en obras. Porque como no sea con la primitiva, a ver cómo. Claro que para poner esos baldosines que se han saltado tampoco hace falta la fortuna del sultán. Hay que ver lo impresionada que estaba el otro día doña Carmela Abrisqueta con el fortunón del sultán de no sé dónde. Lo acababa de leer en el periódico y estaba impresionadísima. Claro que eso fue antes de recibir la carta. Qué ataque le entró a la mujer con la carta. Qué risa. Hombre, a lo mejor tiene motivos para preocuparse, porque hay que ver, pero qué risa. Luego se lo cuento a Antonia y así le alegro a la pobre un poquito la noche, porque hay que ver el mal rato que le he dado. O a lo mejor no. A lo mejor ni se ha enterado de nada y sólo se ha puesto a mirarme así porque ella me mira así cuando le da la ventolera. ¿Qué será, Dios mío? Alzheimer no es, es algo muy parecido, pero no es alzheimer, eso dice el niño de don Carlos Montanelli. Qué duro es esto. Durísimo. A veces no sé si prefiero que se entere de lo que le cuento o que no se entere. A lo mejor ni siente ni padece. Yo me desahogo con ella y me figuro que me entiende. Qué manera tiene de mirarme, por Dios.
Anda, respira hondo. Parece mentira, pero hay que ver lo a gusto que uno está a veces aquí; sentadito en el váter de tu casa, qué a gusto se está. Como que dan ganas de no levantarse. Yo creo que por eso me siento en el trono hasta para orinar. Como las señoras de toda la vida. Yo no vivo como las señoras de toda la vida, yo no visto como las señoras de toda la vida, yo no hablo como las señoras de toda la vida, gracias a Dios, pero meo como las señoras de toda la vida. Desde renacuajo. ¿Por qué ahora vuelven a llamarme maricón de esa manera? Ay, por Dios.
Que no le dé importancia, dice el niño de la Batea. Yo no sé en qué trabaja ese chiquillo, él dice que trabaja en su sindicato y sus cosas, pero se pasea más que el que mira el contador del agua. Qué bien se estaba allí, en uno de esos bancos de madera que puso el anterior alcalde, al solecito, frente a esa preciosidad que es el Coto. El Coto parecía recién pintado, de lo bien que se veía. Se veía hasta Matalascañas. Quién me mandaría a mí dar un garbeo por el Paseo Marítimo después de almorzar. Bueno, si a eso se le puede llamar almorzar. Una clara y una tapita de cazón con tomate, eso es todo lo que he almorzado. Luego me hago un pepito de ternera, espero que haya quedado pan, creo que he visto que queda una viena. El que está para ponerle un piso es el muchacho que sirve en El Botarate, hay que ver el nombrecito que le fueron a poner al bar. Si me tocara la primitiva, arreglaba este cuarto de baño y le ponía un piso al muchacho de El Botarate. El cazón estaba un poco fuertecito, el tomate, más que nada, pero no me ha sentado mal. Y luego tuve esa malísima ocurrencia. Es que no me compensaba venir a casa y salir luego escopetado para casa de doña Luchy. La manía de esa mujer de hacerse la uñas a la hora de la siesta ya es un vicio, yo creo que es como meterse el dedo, y que Dios me perdone. Ella debe de tener el gusto en la siesta, como yo lo tengo en la lengua, dicho sea sin segundas intenciones, y las mujeres corrientes lo tienen en el zarcillito del estraperlo.
A las moras se lo cortan, pobrecitas. No me compensaba, por eso me fui a dar una vuelta, a bajar el cazón. Y se me ocurrió irme al Paseo Marítimo, qué antojo más malo.
Pero lo de la calle dice el niño de la Batea que sí, que va a misa, diga lo que diga la mequetrefa de Purita Mansero. Pero ¿y si por eso, por puro coraje de que a mí me pongan una calle, esos niñatos me han llamado así, maricón, me lo han dicho de esa manera tan desagradable, y me han dicho que me van a cortar el cuello, que me van a llevar al paredón, que me van a meter en la cámara de gas? Pues no me han llamado a mí maricón millones de veces, pero hacía siglos que no me lo llamaban de ese modo. A mí también, me dijo el niño de la Batea, a mí también me han llamado montones de veces maricón, y algunas veces también me lo dicen así, con mala leche, pero no tiene importancia, no le des más vueltas, Cigala. Eso me dijo. Por cierto, me dijo, ¿no te gustaría que tu hermana pudiera disfrutar también de días tan preciosos como éste? Tengo que pensar en lo que me ha dicho, dentro de nada va a llegar el verano y no voy a tener a Antonia encerrada en casa todo el santo día. Se puede pedir para Antonia un trabajador social, para eso están, eso dice el niño de la Batea. Así se llaman, trabajadores sociales. Podríamos pedirlo para media jornada o para jornada completa, ocho horas es lo máximo. Para los fines de semana estaría fenomenal. Claro que, ¿adónde voy yo con mi Antonia? Al Paseo Marítimo, ni loco. No quiero ni pensar en que nos salgan esos niñatos esquíns cuando yo vaya con mi Antonia. Además, está la silla de ruedas. Y eso que la silla de ruedas es buenísima, último modelo, lo mejor en silla de ruedas para mi Antonia, eso le dije al de la ortopedia, no sé cuantísimo tiempo tardó en llegar desde Alemania, y la fortuna que costó. Como que son las mejores, con diferencia, eso me dijo el muchacho de la ortopedia. Tenía hasta su catálogo de sillas de ruedas, lujosísimo el catálogo, más lujoso que un catálogo de coches para futbolistas. Pero pesa. Va sola, Cigala, me dijo el de la ortopedia. Ya, va sola, pero un poquito hay que empujarla, y uno ya no tiene edad ni musculatura ni para ese poquito. Tendría que llevarla la Fallon o un trabajador social.
Que no tiene importancia. Me va a decir a mí ese chiquilicuatro lo que tiene o no tiene importancia. Lo que pasa es que a él le han tocado otros tiempos. Pueden ya casarse y todo, qué alegría. Ahora se llaman gais o gueis o como se diga, ahora es otra cosa. Ahora los llaman a ellos maricones de mala manera, y las llaman a ellas tortilleras, o lesbianorras, o bomberos, y montan Doce hombres sin piedad, están la mar de sueltos y la mar de lanzados, están organizadísimos, qué felicidad. Antes, en cambio, te llamaban maricón de mala manera y tenías que aguantarte y ya no se te olvidaba nunca. Pero también te pueden decir maricón y no pasa nada, te lo pueden decir hasta con cariño, o como si te llamaran fontanero o rentista, y hasta te lo pueden decir como si te dijeran ¡olé tus huesos! Pero cuando te lo dicen con acritud te mata. Acritud, qué palabra más bien dicha. Con acritud a mí me parece que no me lo decían desde que era chavea. Encorajinados que están, dice el niño de la Batea. Como ya no somos menos que ellos, están que babean de rabia, están que echan espumarajos. Eso dijo, y que no hay que darle más importancia de la que tiene. Que la tiene. Dijo que iba a mandarles un mensaje de alerta a los coleguitas. Hay que ver lo que ha cambiado eso. Algunos, sí, algunos son como los de siempre. Bueno, como los que nos dejábamos ver, porque siempre los ha habido disfrazados de machirulos de catálogo, de señores de misa diaria, de eminencias reverendísimas, de respetadísimos padres de familia numerosa. Pero de otros yo no lo habría dicho ni aunque los hubiera pillado en plena faena de calafateado. El niño de la Batea, sin ir más lejos. Al niño de la Batea, si él no dice que es maricón, no se le nota nada que es maricón. Es que yo me lo he currado, dice el niño, yo ya hice el preescolar de gay, dice. Qué guasa tiene. ¿Pero a que he sacado el bachillerato gay con matrícula de honor?, me dice. Con demasiadas machirulerías para mi gusto, la verdad, eso le digo. Yo, en cambio, soy clásico, cariño. ¿Maricón?, pues maricón. Pero con un respeto, eso ante todo. Hasta maricón se puede decir con un respeto y con un cariño y, si me apuras, con una admiración. Yo no sé ni cómo no se les atraviesa en la boca del estómago lo que dicen. ¿Sabrán lo que eso lastima? Ay, por Dios, ya estoy acordándome otra vez. Ya estoy acordándome otra vez de aquel muchacho. Tengo que hacer algo. Tengo que pensar en otra cosa. Es que han pasado cincuenta años, por lo menos, y todavía veo, como si la tuviera delante, su carita de pena. Tengo que pensar en algo que me distraiga. ¿Es que no se me va a olvidar nunca?
Esos baldosines hay que ponerlos nuevos. Ese muchacho, si es que vive, tendrá mi edad, más o menos. Cualquier día voy a tropezar, o va a tropezar Antonia, cualquier día nos damos un jardazo de muerte por culpa de los baldosines sueltos. Hay que ver lo echado palante que yo era entonces. Solo a Nueva York, hala. No había salido de La Algaida, yo creo que no había ido ni a Chipiona, y, de pronto, solo a Nueva York. En la Túa, me acuerdo como si fuera hoy. Se escribe te, doble uve y a, y se pronuncia Túa. Y yo sin saber una palabra de inglés. A mí me dijo aquella locatis que me fuera, que me iba a hacer multimillonario con mi Haute Manicure, que ella me echaba una mano, y ni me lo pensé. Bueno, me lo pensé una cosa mala. Pero al final me dije: Cigala, otra oportunidad como ésta no la vas a tener en tu vida. Cómo era la Dominó… Un encanto era. La llamaban la Dominó porque siempre vestía de blanco y negro. Siempre. Qué gracia. Se llamaba Cintia. Ella decía Sintia. Qué buena gente. De cara, más fea que un orzuelo, tenía cara de avutarda, la pobre, pero con un fachón. Se vino a La Algaida detrás de Jareño. Era la buena época de Jareño, una figura de alcance nacional, a la altura de un Antonio Ordóñez. Eso sí, el poderío y la fama le duraron dos temporadas, no más. Dos temporadas y luego se apagó. Pero qué bien aprovechó las dos temporadas el joíoporculo. Podía, vaya que si podía. Menudas hechuras gastaba el gachó. Era un pincel, pero un pincel con consistencia donde tiene el hombre que tener la consistencia. Así se llevaba a las mujeres de calle, todas con el pescante desbocaíto. Como Cintia. Qué gracia tenía la norteamericana. Yo iba al Hotel Miranda, que era el único que había aquí entonces, una fonda de mala muerte, la verdad, pero ella se hospeda allí, Jareño ya estaba casado con la niña de la Almonteña y a Cintia la visitaba en el hotel. Dos veces por semana iba a hacerle yo la manicura y, mientras se la hacía, entre lo que ella chapurreaba y lo que yo me ponía a chapurrear también, como si fuera más norteamericano que ella, nos pegábamos una pechá de reír que daba gloria. Qué gracia tenía la pajolera. Y qué buen perder. Estando ella aquí, Jareño se encaprichó de aquella correcaminos de Córdoba y mi Cintia se lo tomó con muchísima deportividad y supo que le había llegado la hora de quitarse de en medio. Antes de irse me mandó imprimir las tarjetas. Las tarjetas ponían lo que todavía ponen mis tarjetas: Cigala, pone en el centro de mis tarjetas, con letras grandes, y debajo, con letras más pequeñas pero más artísticas, pone Haute Manicure. Es francés. Eso me dijo ella. Elegantísimo, según ella, lo más elegante, te vas a hacer millonario en Nueva York, Cigala, eso me dijo. Es como si la estuviera oyendo. Qué buena persona. Todavía le debo el billete del avión. Hace ya más de cincuenta años y todavía le debo el billete del avión. No funcionó. Cómo iba a funcionar: yo estaba más perdido en Nueva York que un coquinero en el Sahara, yo iba como un pingüino por Nueva York, todo el tiempo mirando para arriba con el pescuezo estirado. Y Cintia fue la que me lo dijo. Un día se lo conté, lo del muchacho del avión, y Cintia me lo explicó. Qué lástima, por Dios. Ahora a ver si encuentro baldosines como éstos. Qué malito me pongo cuando me acuerdo del muchacho. Me voy a morir con esta congoja. El día que te mueras te vas a acordar de él, como si lo tuvieras delante, alto, delgado, vestido con un traje negro y una camisa blanca y una corbata negra. Lo suyo sería que a los negros no les sentara bien el negro, ¿no? Pues a éste le sentaba el negro divinamente. Tenía un estilazo. Y qué amable era. Me vio aquella cara de trianero en Vietnam que yo debía de llevar y deseguida pegó la hebra. Hablaba español con mucho salero. Con menos salero que Cintia, claro, porque lo hablaba mejor. Mucho mejor. Había estudiado español en Salamanca, me dijo. Iba a Nueva York a conocer a su nueva hermanita, era un crío, parece que le estoy oyendo, que no me preocupase, que él me iba a ayudar a pasar los controles en el aeropuerto. Yo estaba voladísimo. Es que hay que ver qué sangregorda la mía, no había salido en mi vida de La Algaida y, hala, a Nueva York, como si fuera al Barrio Alto. Llevaba una carta de invitación de Cintia, para que me dejasen entrar. El muchacho me dijo que sí, leyó la carta, me dijo que no iba a tener ningún problema. Tenía unas manos preciosas, unos dedos preciosos, unas uñas preciosas, cuidadísimas. Deformación profesional. Me fijé en sus uñas, en sus manos. Ahora es como si las estuviera viendo. Con lo asustado que estaba me entraron ganas de cogerle las manos al muchacho. Ahora me encantaría cogerle las manos y pedirle perdón. ¿Qué habrá sido de ese muchacho? A lo mejor él tampoco lo ha podido olvidar. Qué angustia, por Dios, qué angustia. Mañana mismo me pongo a buscar esos baldosines. Qué angustia. Me encantaría decirle que fue sin querer, que, lo que dije, lo dije sin saber lo que decía, ¿cómo lo iba yo a saber, si no sabía ni papa de inglés? Tenía esas manos que tienen los negros, negras por fuera, rosaditas por dentro. Lindas. Me enseñó la foto de sus padres, jovencísimos sus padres. Me enseñó las fotos de su hermano. Tan guapo como él. Se lo dije. Qué sonrisa más bonita tenía. Me enseñó la foto de su hermana recién nacida, un bomboncito de café era aquella chiquilla. Le rocé un poquito la pierna, como sin querer. Me acuerdo, claro que me acuerdo. Se echó un ratito a dormir y yo hice como que me echaba también un ratito a dormir, pero no podía dormir, así que le estuve rozando la pierna. Yo creo que se dio cuenta. Seguro que se dio cuenta, pero se dejó, seguro que se dejó. Yo iba sentado en el centro de una de las filas del centro del avión. Un avión grandísimo. A mi derecha iba él. Y a mi izquierda iba aquella señora. También amabilísima. También me sonrió. También hablamos. Bueno, de aquella manera. Ella sabía dos palabras mal dichas en español y yo en inglés sólo sabía que negro se decía blac, pero también nigro. Yo sabía que, en inglés, negro se decía blac, y que blanco se decía guait, porque Cintia siempre lo decía. Yo siempre blac an guait, decía, por eso la llamaban la Dominó. Por eso lo sabía. Y sabía que negro se decía también nigro porque era facilísimo. Así que cuando la señora amabilísima de mi izquierda me dijo, de aquella manera, que me podía ayudar en el control del pasaporte, porque eso era también facilísimo de entender, yo le dije que no hacía falta, que aquel nigro iba a ayudarme. Le cambió la cara. A la señora le cambió la cara y vi cómo miraba a mi derecha. Yo, tan contento. Yo, risueño como una monja en un columpio. Yo orgullosísimo de mi inglés. Miré a mi derecha, miré al muchacho, y estaba de pronto con una carita de pena que se me encogió el corazón. Y yo no sabía por qué. Y quise hablarle, pero se levantó. Y también quise hablarle, después, a la señora que iba a mi izquierda, pero ella ni me sonrió, y yo no sabía qué decirle, ni cómo decírselo. Todo era muy raro. Estos americanos qué raros son, recuerdo que lo pensé. Y el muchacho no volvió, seguro que encontró otro asiento en el avión. Sólo volvió cuando aterrizamos, para recoger sus cosas, y ni me miró. Yo no sabía por qué. Tampoco la señora me miró cuando aterrizamos. Hasta que un día se lo conté a Cintia y entonces Cintia me lo explicó. Creí que me moría. Hace ya cincuenta años, por lo menos, y todavía, cuando me acuerdo, me quiero morir. Cintia me explicó lo malo, lo feo, lo cruel que es llamar nigro a un negro. Hace cincuenta años y aún, si lo pienso, me quiero morir. Hace cincuenta años y todavía me acuerdo del muchacho y de su carita de pena. ¿Qué habrá sido de él? ¿Se acordará de mí? ¿Se acordará de aquel paleto ignorante y mariquita de La Algaida que le ofendió? Sin querer. Pero le ofendí. ¿Qué le hice yo para que me tratara así?, habrá pensado miles de veces. Yo no sé lo que daría por verle, me voy a morir con la pena de no haber podido pedirle perdón. Por Dios. Tengo que pensar en otra cosa. En los baldosines. En Porrúa tienen que tenerlos. En mala hora se le ocurrió a aquella locatis invitarme a Nueva York. Pobre Cintia, qué culpa tendría. Qué buena gente era. En mala hora se me ocurrió a mí subirme en aquel avión. Nigro. Maricón. Lo mismo. ¿Qué hora es? Uy, por Dios, no puede ser. Claro que puede ser. Levántate ya del trono, por Dios. Más de veinte minutos llevas sentado en el trono. Un poco más y te cantan una saeta.
Frita, claro. La pobre se ha quedado frita.
Ay, no, mi vida, estás espabilada, qué poco acostumbrado estoy a verte con los ojitos cerrados, corazón. ¿Ya se terminó el concurso? Cariño, ¿por qué me miras así? Han sido cinco minutos. Bueno, un poquito más de cinco minutos. No me mires así, reina mía. Es que estaba mirando esos baldosines, hay que cambiarlos, Antonia, un día de éstos vamos a tener un disgusto, un esguince, algo así, en cuanto pises mal se te abre un pie. Y luego que, por mucho que se limpie, y la Fallon no limpia mucho, ahí tienen que quedar microbios, y entras descalza en el servicio y coges un papiloma o algo todavía peor. No me mires así, mujer. Sólo han sido diez minutos. Bueno, un poquito más. Pero muy poquito más.
Anda, dame un beso. Hija, qué beso más desaborío. Tú no te enfades conmigo, corazón. Hoy nos vamos a hacer un pepito de ternera para cenar. Bueno, medio pepito de ternera. Nosotros nos alimentamos divinamente con la mitad de nada, ¿verdad? Mañana tengo que dejarle dinero a la Fallon para que vaya a la compra. Ay, no, mañana no que es sábado. Qué desavío. Bueno, ya me pasaré yo por el almacén de ultramarinos, como dice siempre Lord Pamplin. Mamá, dice Lord Pamplin, ¿puedes mandar a Caridad al almacén de ultramarinos? Qué propio es Lord Pamplin, hija, qué bien puesto tiene el mote. Después de todo, es su profesión, ¿no? ¿Qué es eso del protocolo y las relaciones públicas, sino mucho pamplineo? Pero, eso sí, hay que ver lo cariñoso que es con su madre, y lo fino que es, y lo bien que viste, lo conjuntado que va siempre, y lo bien que les besa la mano a las señoras, con un estilazo y un glamur de morirse. Una vez me dijo que a mí también me besaría la mano si eso no fuera un sacrilegio en el protocolo, salvo en el Vaticano y en no sé dónde más. Voy a tener que vestirme de nuncio de Su Santidad para que Lord Pamplin me bese la mano, fíjate. Es verdad que le besa la mano hasta a su tía Enriqueta, la hermana de su madre, cuando va de visita, un poco exagerado, ¿no?, y la señorita Enriqueta hace como que se chuflea de su sobrino, pero en el fondo está encantada con él. La señorita Enriqueta se puso contentísima cuando se supo que a mí querían ponerme una calle, Antonia, es un encanto la señorita Enriqueta, siempre lo ha sido, sobre todo desde que enviudó, yo creo que es la que más contenta se ha puesto de todas, junto con la señora viuda de Mendoza. Bueno, Carmela Abrisqueta, también. Tengo que contarte lo de Carmela Abrisqueta, Antonia, es de morirse. De morirse del susto y de morirse de risa, las dos cosas. Menos mal, como dice ella, que los de ETA dijeron antier que ya no matan más. Qué alivio, un alivio grandísimo para todos, para toda España, pero sobre todo para ella, para doña Carmela Abrisqueta, después de recibir esa carta.
Como ésa, Antonia, una carta exactamente como ésa, fíjate qué casualidad. A ver cómo han escrito mi nombre en esa carta. Lo han escrito bien, menos mal. No parece mi nombre, porque a mí mi nombre ya no me parece mi nombre, mi nombre es Cigala, ese otro no es mi nombre para mí, pero por lo menos está bien escrito, no como el de Carmela Abrisqueta. Escucha lo que pasó. Acababa yo de llegar a su casa, ¿tú te acuerdas de la casa de los Abrisqueta? Sí, mujer, la del Barrio Alto. Esa casa tan bonita, con ese cierro tan hermoso, al principio de la calle Almonte. Tú ibas montones de veces a esa casa, don Alfonso Sandoval era uña y carne con don Marcelo Abrisqueta, bizco perdido era don Marcelo, ¿te acuerdas?, pero un juerguista de mucho cuidado y a ti te apreciaba muchísimo, a esa casa era a la única a la que don Alfonso te llevaba, te tienes que acordar. Don Marcelo se murió como hace diez años, tan soltero y tan bizco como siempre murió el pobre. Ahora viven ahí Carmela, hermana de don Marcelo, y su hija Paloma. El marido de Carmela, Juanito Santaolalla, ya sabes que se escapó con una vicetiple de la compañía de Alicia Tomás y tararí que te vi. En fin, ahí viven, en esa casa grandísima, pero ellas paran sobre todo en el cuarto de estar del cierro, una habitación bastante chica para un cierro tan hermoso. Ahí, en esa habitación, hacemos la manicura. Así que llegué y me puse yo a preparar mis instrumentos de Haute Manicure, como hago siempre, y nos pusimos a hablar de cualquier cosa. No sé de lo que estábamos rajando cuando Paloma le trajo a su madre el correo, y ella, Carmela, se puso a mirar las cartas, los sobres, y de pronto dijo uy, qué carta más rara, esta carta no es para mí. A ver, mamá, le dijo la niña, y la niña miró bien las señas de la carta. Qué barbaridad, dijo la niña, con mucha guasa, ¿cómo que esta carta no es para ti? Que no es para mí, niña, dijo la madre. Pues claro que es para ti. Mira, Cigala, me dijo la niña, ¿qué pone aquí? Yo me pegué la carta a la nariz, que es como ahora veo bien de cerca, y es como tengo que hacer la manicura, con la mano de la señora prácticamente pegada a la nariz, qué pena de vista, así que me pegué la carta a la nariz, y leí: Señora Doña Karmele Abrisketa. Como te lo digo, Antonia. Karmele, con K, en lugar de Carmela, y Abrisketa, también con K. Imagínate. La pobre Carmela se quedó como un pajarito en una costilla. ¡De pronto eres vasca, mamá!, dijo Paloma, muerta de risa. A lo mejor eres de la ETA, mamá, qué calladito te lo tenías, ya me extrañaba a mí tanto dinerito que no sé nunca de dónde sale, a lo mejor estás a sueldo de ETA. La pobre Carmela se descompuso, que qué susto, que de dónde venía esa carta, que si la carta tenían que haberla echado en las Vascongadas, y resultó que no, Antonia, que la carta la habían echado en La Algaida, vamos, que venía de la Contribución, estaba clarísimo, una carta como ésta, Antonia, igual que ésta, también esta carta es de la Contribución, a ver cuánto me toca pagar este año. Un atraco. Un infiltrado, dijo Paloma, y se meaba de risa la niña. Bueno, la niña, ésa ya no cumple los cincuenta. Niña, que esto no tiene ninguna gracia, por Dios, le decía la pobre Carmela, ¿no será el impuesto revolucionario? Es la contribución, mamá, doscientos ochenta y tres euros con cincuenta y cuatro céntimos, vaya impuesto revolucionario más churri. Bueno, nadie está obligado a dar más de lo que buenamente puede dar, dijo, muy seria, Carmela. Eso, dijo Paloma, tú te crees que el impuesto revolucionario es como la cestilla que pasa el monaguillo en misa de doce. Por un momento yo pensé que a la pobre Carmela iba a darle algo, de verdad. Devuelve esa carta ahora mismo, dijo la pobre. Habrá que devolvérsela al lendacari ese, mamá, dijo Paloma, es lo suyo, y yo pensé que ya se estaba pasando un poco la niña, martirizar de esa manera a la pobre mujer. Paloma, le dijo Carmela, no te cachondees del lendacari, o como se diga, que es capaz de mandarnos un comando. Yo creí que la niña iba a mearse con tanta risa, yo creo que hasta exageraba las ganas que le daban de reírse de su madre. La pobre Carmela dijo que habría que llamar a la policía, que seguro que había ya vascos medio terroristas, o terroristas del todo, en Contribución. Con eso no se arregla nada, mamá, le dijo Paloma. Le dijo a lo mejor tú eres vasca nata, mamá, y hasta ahora no lo sabías, qué se le va a hacer. Mira, niña, le dijo Carmela, vas a cachondearte de tu padre, que tampoco estará ya para muchos cachondeos, ¿te enteras? Con la mar de coraje se lo dijo. No te pongas ordinaria, mamá, le dijo Paloma. Vete a la mierda, niña, le dijo Carmela, y devuelve esa carta. Yo la devuelvo, dijo la niña, a mí plin, yo la devuelvo, y luego tendrás que pagar la contribución con recargo. Y después la niña le dijo a su madre que lo que tenía que hacer era ponerse enseguida a estudiar vasco, si no quería que le quitasen la pensión, y se fue corriendo, muerta de risa. Pobre Carmela. La pobre tiene la pensión de su padre, que era militar, porque, al estar divorciada, es como si estuviera soltera, ella la reclamó y se la dieron. Pobre mujer, qué mal rato pasó. Qué trabajito me costó tranquilizarla. Yo creo que al final la convencí de que seguro que no era más que una broma, una patochada de algún niñato con un día gamberro. Ahora niñatos los hay ya en todas partes, hasta en Contribución. Y vascos. La verdad es que apellidos vascos hay un montón en La Algaida, y apellidos italianos, a saber por qué. ¿No hay por ahí un cantaor, buenísimo, que se llama El Cigala? Si el cantaor se llama El Cigala y yo me llamo Cigala, sin ponernos de acuerdo ni nada, que ya es raro, y sin tener nada que ver el uno con el otro, ¿por qué no se va a llamar ella de pronto Karmele, por muy algaideña nata que sea?
Ay, mira, aquí está otra vez el concurso. Uy, qué lástima, si a esa muchacha le queda menos que a la Güini Jiuston, que creo que está arruinadísima. Como mucho, se puede llevar trescientos euros, ya ves, ¿qué son hoy trescientos euros? Y, encima, tendrá que repartírselos con un espectador. Un día tenemos que llamar a estas cosas, Antonia. Y si nos tocan trescientos euros, pues nos tocan trescientos euros, buenos son, pues no tengo yo que hacer uñas para ganar trescientos euros… Y, encima, en dinero negro, no te digo. Claro que en esta casa el dinero negro dura un suspiro. Pero en casa de la Ana Belén Gallardo hay serones de dinero negro, como que el marido es constructor. Y me paga en dinero negro. La gachí siempre me pregunta ¿cuánto es, Cigala?, como si no lo supiera, como si yo fuera a hacerle por fin algún descuento, porque quiere que le haga un descuento, la gachí, con el dinero negro que tiene, cada cinco manicuras me tienes que hacer un descuento, dice, pero yo como quien oye llover, yo le digo lo que cuesta mi trabajo, veinte euros, se lo digo y me quedo más impávida que un chino con ictericia, y al final se lo tengo que apuntar porque ella saca siempre un billete de cien euros y me dice esto es lo que tengo, Cigala, es que tengo que gastar el dinero negro, hijo, así que una de dos, o tienes cambio, o me lo vas apuntando y te pago a fin de mes, o cada dos meses. Yo siempre le cobro a fin de mes, porque le llevo cambio, están las cosas como para no cobrar por lo menos a fin de mes. Un día de éstos le voy a decir que, cuando el marido le dé el dinero negro, que se lo dé descambiado. Yo no sé si un día no me voy a buscar un disgusto con esto del dinero negro. Sesenta euros me debe ya este mes la Gallardo, y nosotros con apuros para llegar a fin de mes. Por precipitarnos. Eso fue lo que pasó, reina, que nos precipitamos. Y yo tengo la culpa, tuve que haber aguantado un poquito más. Ese piso, hoy, vale por lo menos treinta millones, la mitad en dinero negro. En fin, a lo hecho, pecho. Claro que tu don Alfonso Sandoval podía haberse estirado un poco. Mucha gratitud, mucha pasión, mucho amor prohibido, que es siempre el mejor porque es siempre de locura, como me decías tú que te decía él, mucho romanticismo y mucho lo que tú quieras, sí, pero un piso y una tumba, y perdona que te lo miente, ese piso y esa tumba al lado de la suya, muy romántico y todo lo que tú quieras, sí, pero eso, y un sobre todos los meses con cincuenta mil pesetas, fue todo lo que te dejó. Cincuenta mil pesetas de entonces, vale, trescientos euros de ahora, ya ves tú, ¿qué son ahora trescientos euros? A mí se me retuercen las tripas cuando viene el muchacho de la bodega, el día tres de cada mes, menos si el día tres cae en domingo o fiesta de guardar, puntual como Fermín el ditero, pero al revés. Se me revuelven las tripas cuando el muchacho de Bodegas Sandoval viene el tres de cada mes a darte el sobre con la manda.
En fin, mejor dejarlo. Vamos a dejarlo. A ver qué nos cuentan en el telediario. Lo de ETA. Claro. Que hablen, sí, por Dios, que hablen. Hablando, hablando, las Hermanitas de los Pobres le sacan una limosna para sus ancianitos hasta al demonio. Eso dijo también antier, en cuanto salió la noticia, Ana Belén Gallardo. Que hablen y que no maten. La Gallardo es muy progre, con serones de dinero negro, pero más progre que nadie. La Gallardo es progre para lo que le viene bien a su bizcotela. Eso sí, como te digo una cosa te digo otra, ella también se alegró muchísimo cuando empezó a saberse lo de mi calle. Yo le prometí por mis muertos al niño de la Batea que no se lo diría a nadie, y no se lo dije a nadie, pero estas cosas siempre se saben, la Gallardo lo sabía, se lo había dicho a su marido un contacto que tiene en el Ayuntamiento. Y se alegraba muchísimo. Hasta parecía de verdad que se alegraba horrores. Tú eres respetadísimo, me dijo, tú eres queridísimo, tú eres en La Algaida una institución, ¿quién se merece más que tú que le pongan su nombre a una calle? También doña Luchy Osorno se alegró una barbaridad, con lo que es doña Luchy Osorno, fíjate, que ella lleva apalancado en la columna vertebral lo de ser hija del conde del Pago de La Jara, a saber qué título es ése, la verdad, pero tiesa como una vela está todo el santo día doña Luchy Osorno, tiesa hasta cuando le hago las manos y se queda traspuesta, no sé cómo lo consigue, empezar yo a hacerle la primera uña y quedarse ella traspuesta, toda tiesa, es todo lo mismo. Y doña Luchy Osorno me dijo más, antes de entrar en semicoma, Cigala, me dijo, tú no sólo eres respetadísimo y queridísimo, tú no sólo eres una institución, tú eres una especie de madre Teresa de Calcuta, que en gloria esté, para todas las señoras de La Algaida, tú eres una alegría, un consuelo, un entretenimiento, tú eres un profesional y un artista como la copa de un pino. Una de los hermanos Álvarez Quintero soy yo, vamos, le dije. No, Cigala, un Teresa de Calcuta, eso eres, me dijo. Hasta se me subió el pavo.
Pero, si uno lo piensa, es lo que ella dice. Cigala, dice, nosotras también tenemos nuestra cruz, nuestros disgustos, nuestros sinsabores que no nos dejan vivir, tenemos nuestro viacrucis, ya ves tú el mío, Cigala, ya ves tú el mío, menos mal que ahora a lo mejor se arregla, con lo de la infanta doña Leonor a lo mejor por fin le dan a eso la solución que corresponde, es que no hay derecho, Cigala, no hay derecho a que mi hermano Tomás lleve el título sólo porque es hombre, siendo como es más chico que yo, y yo admiro muchísimo, y les estoy agradecidísima, a todas esas heroínas que están luchando por nuestros derechos, Cigala, las admiro muchísimo, y no es que yo quiera el título para mí, que a mí el título me da lo mismo, lo quiero sobre todo para mi hijo, para que el día de mañana lleve el título que le corresponde. La verdad es que le pega todo, ¿quién mejor que Lord Pamplin para llevar el título de conde del Pago de La Jara? Doña Luchy Osorno dice que eso la está matando y que para ella yo soy un alivio, que soy su descanso del guerrero, que, en cuanto le cojo la mano y empiezo a pasarle el pincelito con el ablandador por la primera uña ella entra en trance y se olvida de todo, es la única hora del día en la que no piensa en su hermano Tomás, con el que no se habla, claro, así que yo soy para ella, como para todas las señoras bien de La Algaida, una bendición, y que sólo por eso me merezco que le pongan mi nombre a todas las calles habidas y por haber. Si mi padre, al que Dios tenga en su seno, oyera eso, si Rafael el Ostionero oyera que yo soy una bendición para todas las señoras bien de La Algaida, a lo mejor hasta me escupía.
Hay que ver esas criaturitas, por Dios. Qué pena. Muertecitos llegan los pobres, ¿cómo van a llegar, en esas canoas de mala muerte? Yo no quiero ver esto, que me entra muchísima depresión. ¿Cómo se sentirán las madres y los padres de estas criaturas? Y llegan a montones. Una patera, y otra patera, y otra patera. No puedo verlo, qué tristeza me entra. Anda, reina, vamos a zapear, vamos a buscar algo bonito. Mira, te pongo la Telealgaida, por lo menos saldrá gente conocida. Quieres medio pepito de ternera, ¿verdad, mi vida? No me digas que no, mi vida, no me digas que no, algo tienes que cenar. ¿O prefieres un montadito de jamonyork? De jamón de York, como dice Lord Pamplin. York con mayúscula. Creo que queda. Siempre que no esté lamioso, porque el jamonyork deseguida se pone lamioso. A ver qué dice el hombre del tiempo, o la muchacha del tiempo. Lo suyo es que baje un poquito este calor. Ahora vuelvo, mi bien. Ya verás qué rico está el montadito que voy a hacerte de jamonyork.