A partir de entonces, todo cambió. Aquel año, a finales de marzo, se incendiaron las dunas y Carlos nos gritó desde el patio: «¡Hay fuego!», y subimos todos a la azotea y pudimos ver un humo denso y opaco más allá de los últimos tejados, e incluso las puntas de las llamas que acuchillaban el aire perezoso y aturdido de las primeras horas de la noche. Enseguida nos enteramos del lugar del incendio, la parte alta del pinar, donde íbamos a recoger la resina de color caramelo que luego guardábamos en tarros de medicamentos para utilizarla como goma de pegar, aunque estaba llena de tolondrones, y también estarían quemándose las chumberas que bordeaban el carril de piedra en el que buscábamos vidrios multicolores y pequeños guijarros pulidos y brillantes. Mi padre dijo que, como no había viento, los bomberos podrían controlarlo. Al día siguiente, fuimos con mi padre a las dunas y pudimos comprobar los serios estragos del fuego, pero yo pensé que quizá fuera mejor así, que era preferible que todo se hubiera quemado, que no quedasen más que cenizas, porque una semana antes se habían ido Yoni y mi prima lejana Rosa Lagares.
Ahora quisiera convencerme de que todo aquello puede recobrarse. El día en que llegó Rosa, poco antes de que empezara el curso —cuarto de bachillerato—, nosotros ya sabíamos por mi madre que era nuestra prima lejana. Traía una maleta como las de las criadas y mi madre le dijo que pusiera sus cosas en el cuarto que había junto al mirador grande, el que daba a la azotea alta, que aquélla iba a ser su habitación porque estaría más cómoda y más independiente. Era casi la hora del almuerzo y Rosa preguntó si tenía tiempo para lavarse un poco, que se sentía pegajosa después del viaje. Mi madre entonces dudó un momento, y luego le dijo a Rosa —aunque a cada palabra se notaba que estaba dudando si decírselo o no— que allí mismo, al lado de su cuarto, había un aseo, con un váter y un lebrillo que podía llenar con agua del grifo de la azotea, y que seguramente le resultaba más práctico lavarse allí, sin tener que atravesar todo el piso para llegar al cuarto de baño, pero que, desde luego, si quería ir al cuarto de baño no había ningún inconveniente, aquélla era su casa. Rosa abrió la puerta del aseo de las criadas y enseguida me di cuenta de que le daba grima entrar allí, y también se dio cuenta mi madre, y luego mi madre se dio cuenta de que yo estaba a su lado y me dijo por Dios, ¿qué estás haciendo aquí, como un pasmarote?, que ya estaba queriendo enterarme de todo, como siempre, y pensé, por lo antipática que se puso de pronto, que algo de lo que le había hecho a Rosa o de lo que había pensado de ella le hacía sentirse culpable. De hecho, enseguida se puso muy zalamera con Rosa y le pidió que la acompañase, que seguro que estaba libre el cuarto de baño, y que iba a darle una toalla limpia y para ella sola, que de verdad, de verdad, se sintiera de la familia. Yo hice como que me iba a otra parte, pero me las arreglé para pasar junto al cuarto de baño cuando Rosa estaba a punto de cerrar la puerta y ella me miró acharada, seguro que le daba apuro tener que vivir en una casa que, a pesar de todo lo que le había dicho mi madre, no era la suya, y saber que yo sabía que no era más que mi prima lejana.
Tres meses después, el día de Navidad, Rosa y yo conocimos a Yoni. Lo llevó Bobi a comer ese día a casa de Miguel Conde, el médico, porque Bobi era ya novio formal de Marta, la hija mayor de Miguel Conde, y como la segunda hija del médico, Lourdes, que era de la edad de Rosa, no tenía novio, a Bobi se le ocurrió decirle a Marta que invitaran también a su amigo Yoni, para ver si Yoni y Lourdes se gustaban. Rosa y yo nos pasamos la mañana entera en el balcón de mi casa, porque Miguel Conde vivía frente a nosotros, al otro lado de la calle, y teníamos mucha curiosidad por saber cómo era Yoni, si era más guapo que Bobi —lo que no resultaba nada difícil, porque Bobi, aunque tenía muy buena planta y le sacaba la cabeza a Marta Conde, era horrible de cara, con sus granos, sus gafitas y su pelo de color zanahoria—, si le sentaba bien el uniforme —aunque lo más probable era que no lo llevase puesto, porque los soldados americanos de la Base de Rota siempre iban de paisano cuando estaban fuera de servicio, pero no creo que lo hicieran para disimular, se les notaba a la legua que eran americanos de la Base— y si Lourdes cumplía la promesa que le había hecho a Rosa y se asomaba en cuanto pudiera al balcón de su casa para decirnos qué le había parecido Yoni. A Lourdes le faltó tiempo para asomarse al balcón y nos gritó: «¡Es negro!», pero, claro, para entonces nosotros ya sabíamos que Yoni era negro, lo habíamos visto llegar con Bobi cinco minutos antes, los dos de paisano, los dos muy arreglados, los dos cargados de regalos de Navidad para toda la familia de Miguel Conde. Los dos se pusieron muy contentos cuando nos vieron en el balcón, y Bobi le dijo algo a Yoni, algo sobre nosotros, porque se lo dijo señalándonos, y entonces Yoni nos saludó con la mano y con una sonrisa que me pareció la sonrisa más verdadera que yo había visto jamás, con aquellos dientes tan blancos y aquella expresión de alegría en toda la cara. Yoni, desde luego, era infinitamente más guapo que Bobi, y tenía tan buena planta como él, o incluso mejor. «Además», dijo Rosa, «tiene que ser muy simpático». «Y muy buena persona», dije yo. Luego, nos pasamos toda la tarde, después de la comida de Navidad, haciendo suposiciones sobre qué le habría parecido Yoni a Miguel Conde, a Marita, la mujer de Miguel Conde —con lo estirada que era—, a Marta Conde, que algo tendría que decir, porque a fin de cuentas iba a ser su cuñado, y, sobre todo, a Lourdes, que nos había dicho un montón de veces que ella no pensaba casarse, que ella quería seguir soltera toda la vida para hacer siempre lo que le diera la gana, pero a lo mejor cambiaba de idea por lo guapo, lo buen mozo, lo simpático y lo buena gente que era Yoni. En todas esas cualidades de Yoni, Rosa y yo estábamos completamente de acuerdo, y eso que no lo habíamos visto más que un momento, en la calle, antes de que él y Bobi entrasen en casa de Miguel Conde. Rosa y yo sólo discutimos un poco a la hora de calcularle la edad a Yoni. Rosa dijo que tenía cara de niño, pero que seguro que ya era mayor de edad, que se le notaba que tenía cuajo de hombre hecho y derecho. Ya le dije que eso le pasaba porque era americano y que los americanos estaban mejor alimentados que el resto de las personas de este mundo, pero que seguro que Yoni aún no había cumplido los veintiún años, y, si no los había cumplido, a lo mejor no podía casarse todavía con Lourdes, en el supuesto de que Lourdes quisiera casarse con él y de que Miguel y Marita Conde no tuvieran nada contra Yoni, porque Lourdes sólo tenía diecisiete años y para casarse con Yoni, o con cualquiera, necesitaba el permiso de sus padres. Rosa dijo, con razón, que si Lourdes podía casarse con el permiso de sus padres, también podría hacerlo Yoni con el permiso de los suyos, en el caso de que fuera menor de edad. Así que no había ningún problema para que Lourdes y Yoni se casasen.
Y es que a Rosa y a mí nos encantaban las bodas. Cada vez que nos enterábamos de que en la Prioral había una boda, Rosa quería ir a ver a los novios en la puerta de la iglesia y me pedía que la acompañase, y allí nos estábamos el tiempo que hiciera falta, desde que llegaban el novio con su madre y madrina y la novia con su padre y padrino, hasta que los novios salían ya casados y todo el mundo se liaba a besarlos y a tirarles arroz. Las primeras veces, Rosa y yo íbamos vestidos de cualquier manera, como nos pillara, y teníamos que contentarnos con mirarlo todo lo mejor posible, criticar todo lo que no nos gustase, y gritar: «¡Vivan los novios!», como el resto de los mirones. Pero un día Rosa se puso muy compuesta, como si de verdad estuviera invitada a la boda, me dijo que me pusiera la ropa de los domingos si también yo quería participar, y cogió de la alacena un cartucho grande de arroz, sin que mi madre se enterase. Pero yo no podía ponerme la ropa de los domingos sin permiso de mi madre, y cuando le pedía permiso ella siempre decía que no, que valiente colección de pamplinas se me estaba metiendo en la cabeza, que lo mejor que podía hacer era no estar todo el santo día con Rosa y jugar más con los otros niños, aunque luego mi madre tenía mucho trabajo en la casa y estaba ocupadísima con las obras de caridad de la Prioral y no le importaba mucho si yo estaba con Rosa o con los niños jugando a policías y ladrones, así que Rosa y yo seguíamos todo el tiempo juntos. Mi hermano Manolín, cuando se peleaba conmigo, decía que Rosa y yo éramos novios, y los otros niños se ponían a repetirlo como cacatúas para hacerme rabiar, pero yo siempre decía que eso no era posible, porque Rosa era cuatro años mayor que yo, y las novias siempre son más jóvenes que los novios. Lo único que pasaba, como le dijo una vez a mi madre mi tía Julia, era que Rosa y yo teníamos los mismos gustos. Por ejemplo, ya digo, nos encantaban las bodas. Por eso nos hacía tanta ilusión que se casaran Lourdes y Yoni. Y por eso no nos perdíamos ninguno de los casamientos que había en la Prioral, sobre todo cuando Rosa empezó a componerse como si la hubieran convidado y, cuando los novios salían de la iglesia, ya casados, se ponía a tirarles arroz con más ganas que nadie, para que los novios se diesen cuenta, y luego se echaba encima de ellos y se los comía a besos, como si fuera, no una prima lejana, sino una prima carnal de la novia, del novio o de los dos al mismo tiempo. Ya sólo faltaba que Lourdes y Yoni se casaran de verdad, que fuese una boda preciosa en el altar mayor de la Prioral, que Lourdes estuviera guapísima —como están todas las novias, aunque no valgan nada, y Lourdes no valía mucho, era tan corrientita de cara como su hermana Marta y el tipo no lo tenía ni la mitad de bonito—, y que Yoni estuviera para que todos nos desmayásemos, despampanante con el uniforme de gala de la Marina de los Estados Unidos, y que, antes de irse con Lourdes de viaje de novios, nos diera a Rosa y a mí un beso delante de todo el mundo, aunque después Manolín y los otros se metieran conmigo y dijeran que iban a entregarme amarrado como un esclavo al arropiero, para que el arropiero hiciese conmigo lo que quisiera. Y es que, en aquellos días, había en El Puerto un arropiero ambulante que se abría la bragueta delante de las muchachas y de los niños, aunque más veces delante de los niños que delante de las muchachas. La gente dijo que el arropiero se había quemado vivo, cuando se incendiaron las dunas.
—Bien merecido lo tiene —dijo una mujer que estaba allí, entre los curiosos, en bata y con los rulos puestos—. Pero que muy merecido, por maricón cochambroso.
—Seguro que estaba con una tajá de concurso —dijo un hombre calvo y con una verruga enorme en la barbilla, y que parecía que del incendio lo sabía todo—, así que ni se enteró. No tuvo tiempo ni de abrir un ojo.
Decían que de la antigua caseta del guarda de las dunas, donde dormía el arropiero, no quedaba ni rastro. El fuego se había extendido más de lo que mi padre me había dicho que se iba a extender porque no había viento, había llegado cerca de la carretera de la playa de la Puntilla, y desde allí se veía todo el pinar quemado como el picón de las copas que en todas las casas se encendían en invierno. Mi padre estaba muy serio, con aquella cara de pena que se le ponía cuando empezaba a decir que en el mundo sobraba mucha gente, empezando por él. A lo mejor mi padre pensaba que el arropiero había quemado las dunas. O a lo mejor se daba cuenta de que para mí era como si se hubiera quemado el mundo entero. Pero a mí ya todo me daba igual, porque Rosa y Yoni se habían ido.
Siempre recordaré a Yoni, desnudo de cintura para arriba, en pleno invierno, rodando por la arena desde lo alto de las dunas. En invierno, mis hermanos pequeños seguían yendo con las niñeras al parque de la Victoria, pero Manolín y yo teníamos ya edad para ir, las tardes de jueves y domingos, por nuestra cuenta. Manolín se iba al Club Náutico, con niños de su curso, a jugar a balonvolea, que era el deporte que aquel año se había puesto de moda, pero yo, casi dos años mayor que Manolín, prefería esperar a que Rosa terminase de ayudar a mi madre a recoger la mesa y fregar los cacharros para irme con ella al cine, a dar una vuelta por la alameda de Fernando Terry —que era adonde iban las pandillas de niñas y niños de la edad de Rosa—, o a las dunas, que no parecían las mismas en verano o en primavera que en invierno. En invierno, la arena estaba húmeda y se pegaba al cuerpo y a la ropa como si un perro enorme y de color vainilla estuviese mudando el pelo y nos llenara de mechones pegajosos, pero el aire parecía joven y espeso y la luz lo envolvía todo como si la hubieran derramado sobre las dunas como un almíbar tibio y transparente. Había un silencio tan perfecto que parecía que estábamos en el fin del mundo. En cuanto empezaba a refrescar, la gente dejaba de ir a las dunas y nunca veíamos a nadie, ni siquiera al arropiero, y eso que decían que dormía en la antigua caseta del guarda, una cabaña de madera y brezo que había en la parte alta del pinar. A Yoni le gustaban mucho las dunas así, desiertas, invernales, y por eso íbamos con él Rosa y yo, después de enterarnos de que Lourdes Conde no pensaba hacerse su novia.
Hasta entonces, Rosa y yo solíamos ir solos a todas partes. Es verdad que a veces, mientras yo estaba en el colegio, Rosa echaba ratos con Lourdes y yo me las encontraba de palique al volver de clase y me quedaba con ellas hasta la hora de cenar, enterándome de las películas que más les gustaban, de las novelas que leían, de los vestidos que estaban haciéndose o que pensaban hacerse y de cuáles eran para ellas los niños más guapos de El Puerto, aunque Lourdes insistía siempre en que nunca iba a casarse. Rosa, en cambio, estaba loca por casarse. El problema de Rosa era que no sabía de dónde sacar un pretendiente, porque mi madre no la dejaba salir con los hermanos o los vecinos de las criadas —porque, después de todo, Rosa era nuestra prima—, pero tampoco se atrevía a presentársela a los hijos mayores de sus amigas, porque Rosa sólo era una prima lejana. Un día le pregunté a mi madre que Rosa de quién era hija, para ser prima nuestra. Mi madre estuvo a punto de mandarme como siempre a hacer gárgaras, pero luego, no sé por qué, se lo pensó mejor y me dijo lo que Rosa ya me había dicho, aunque yo pensaba que aquello era algo que Rosa se había inventado para darse importancia. Yo se lo había preguntado a Rosa en cuanto tuve con ella un poco de confianza, y ella me dijo que su padre era mi tío Ramón, el hermano más joven de mi madre, y que su madre era Conchita Lagares, la mujer más guapa de El Puerto según todo el mundo, que se había ido a América cuando Rosa tenía ocho años, después de dejarla interna en un colegio, para ser artista de cine. Yo le dije a Rosa que eso no podía ser, porque mi tío Ramón, que era un balarrasa y que había muerto hacía poco de un ataque de corazón en una pensión de Barcelona, nunca se había casado y nunca había creado, como los hombres decentes, una familia. Y eso mismo le dije a mi madre cuando me contó que tío Ramón y Conchita Lagares eran los padres de Rosa, pero ella me dijo que por eso, porque tío Ramón y Conchita no estaban casados, precisamente por eso, Rosa era mi prima lejana. Y a lo mejor por eso Rosa no podía encontrar un pretendiente y sólo me tenía a mí, como yo sólo la tenía a ella. Porque si Rosa no tenía pretendientes porque era nuestra prima lejana, yo no tenía amigos porque los amigos que había tenido empezaron un día a decir que yo estaba infectado. Cuando se lo dije a Rosa —porque me había preguntado que por qué estaba tan solo, sin amigos—, ella me preguntó que de qué estaba infectado y yo le dije que no lo sabía, pero sí que lo sabía, sólo que no tuve valor para decírselo a Rosa tan pronto como ella me dijo quiénes eran su padre y su madre. A Yoni, en cambio, Rosa le dijo lo suyo y yo le dije lo mío el mismo día, en las dunas, mientras Rosa y yo le quitábamos la arena que se le había pegado al cuerpo, de cintura para arriba.
Siempre recordaré el pecho duro y brillante de Yoni. Los hombros anchos, poderosos, de Yoni. La espalda musculosa y suave de Yoni. El cuello de Yoni, como un árbol. El vientre recto, la cintura estrecha, las manos cálidas y fuertes de Yoni. Los brazos apretados, palpitantes, incansables. Los ojos risueños, la boca como un pez brillante, la piel resplandeciente de Yoni. Siempre recordaré la forma que tenía Yoni de chapurrear el español y cómo era capaz de explicarse sin que le hiciera falta hablar demasiado, que muchas veces a Rosa y a mí nos bastaba fijarnos en cómo nos miraba para saber lo que pensaba Yoni, lo que sentía, lo que quería que sintiéramos y que pensáramos. La primera vez que le vimos, después de Navidades, estaba solo, sentado bajo los toldos de la cervecería La Cruzada, tomando una caña con una tapa de choco frito, vestido de paisano, y nosotros nos quedamos mirándole y él se quedó mirándonos y enseguida nos reconoció, nos saludó con aquella sonrisa y con un gesto de la mano que yo había visto hacer a muchos americanos de la Base, con el puño cerrado y el dedo pulgar hacia arriba. Luego, nos hizo una señal para que nos acercáramos. «Me llamo Yoni», dijo él, con aquella pronunciación tan graciosa, y primero le estrechó la mano a Rosa y después me la estrechó a mí. Nos invitó a sentarnos con él y llamó al camarero para ver qué queríamos tomar, y Rosa pidió un vermú y yo pedí una gaseosa, y el camarero soltó después la retahíla de tapas de la casa, y Rosa y yo dijimos a la vez lo que queríamos, que no era lo mismo, porque Rosa quería cazón con tomate y yo, huevas aliñadas, y Yoni dijo que no había problema, aunque lo dijo en inglés, le dijo al camarero que nos trajera a cada uno la tapa que queríamos. Era gracioso. Allí estábamos los tres, cada uno bebiendo una cosa distinta y tomando una tapa diferente, pero como si fuéramos amigos de toda la vida, porque Yoni enseguida empezó a preguntarnos cosas, y le costó un poco de trabajo comprender que no éramos hermanos sino primos, y luego él nos explicó cuántos hermanos y cuántos primos tenía, todos en América, y la verdad es que yo no lo entendí muy bien, pero sí le entendí que allí, en Rota, sólo tenía algunos amigos, y que su mejor amigo era Bobi. Se acordaba estupendamente de que, el día en que fue con Bobi a casa de Miguel Conde, nos había visto en el balcón de casa, y nos dijo que aquel día la comida en casa del médico había sido fantástica, y que todos habían sido muy simpáticos, que Marta era muy bonita y que Lourdes también lo era, guapísima, pero que Lourdes —y sonrió como cuando uno se da un batacazo de una forma tonta— no había querido ser su novia. La verdad es que nosotros eso ya lo sabíamos, pero no le dijimos nada: Lourdes nos había explicado todo sin dejarse un detalle, la sorpresa que se habían llevado, que Bobi podía habérselo advertido, que los regalos eran preciosos, que Marta estaba tan nerviosa que apenas pudo probar bocado, que Yoni y Bobi en cambio se lo comieron todo con muchísimo apetito, que Miguel y Marita Conde estaban muy interesados en saber si Marta y Bobi se lo estaban pensando en serio, pero que a Yoni nadie le preguntó nada y que Lourdes, por si acaso, dijo bien alto y bien claro que ella no tenía la menor intención de echarse novio y casarse; luego, Lourdes nos dijo que a ver si Bobi pensaba que, como ella era la pequeña de la familia, no importaba que se casara con un negro. Menos mal que Yoni no dejaba de sonreír, no parecía que se hubiera tomado muy a pecho las calabazas de Lourdes. Le dijo a Rosa que también ella era muy guapa, y yo no pude contenerme y le dije que sin punto de comparación, que Lourdes era una birria al lado de Rosa y que eso lo decía todo el mundo, que ya había oído un montón de comentarios, todo el mundo decía que Rosa había sacado lo mejor de su madre —que era muchísimo— y lo mejor de su padre, con la fama de guapo y de elegante que había tenido siempre mi tío Ramón. Rosa se puso colorada y yo vi cómo le cambiaba la cara a Yoni, y es que cuando Rosa se acharaba todavía estaba más guapa que de costumbre, que entonces no podía disimular que era toda una mujer, por mucho que se empeñara mi madre en que se vistiera como si tuviera la misma edad que yo y no dieciocho años, que era la edad que tenía Rosa y por eso tuvo que dejar el internado en el que la había puesto su madre antes de irse a América. Yoni nos dijo que él tenía veinte años, y a mí me dio rabia no haberme apostado nada con Rosa cuando discutimos sobre la edad de Yoni, porque habría ganado la apuesta. Después Yoni quiso aprenderse nuestros nombres y los escribió en una servilleta de papel de la cervecería La Cruzada, y luego, en otras dos servilletas —una para Rosa y otra para mí— nos escribió el suyo, que se escribía de un modo muy raro, con una jota y dos enes y una hache en un sitio inesperado y una igriega al final, pero era muy fácil pronunciarlo: «Yoni». Él nos prometió que no se olvidaría de nuestros nombres, y nosotros le prometimos que no nos olvidaríamos del suyo. Yo guardé durante muchos años aquella servilleta. Siempre recordaré la letra de Yoni. Los dedos largos, delicados, de Yoni. Sus uñas perfectas. La figura grande y tranquilizadora de Yoni esperándonos, siempre que podía, en la esquina de la calle Muñoz Seca con la calle Pagador, dispuesto a acompañarnos a todas partes, paseando con nosotros por la alameda de Fernando Terry —entre los niños y niñas de la edad de Rosa que ya empezaban a tontear, a hacerse novios—, pasando con nosotros las tardes de invierno en las dunas, donde Yoni se quedaba desnudo de cintura para arriba y se revolcaba en la arena como un leopardo joven, porque Yoni nos dijo a Rosa y a mí, bajo los toldos de la cervecería La Cruzada, que iba a ser nuestro amigo. Siempre recordaré a Yoni.
Sin embargo, aquel día, cuando se incendiaron las dunas, se me ocurrió pensar que también Yoni se había quemado. Ya no quedaba nada de él. Era como si nunca hubiera existido. Estaba viendo, con mi padre, cómo el fuego lo había aplastado todo y estaba seguro de que, cuando volviera a casa, sería incapaz de acordarme de nada de lo que había pasado.
—Esto hay que darlo ya por perdido —dijo un hombre.
—Depende —dijo otro—. A poco que se encarte, muchos de esos pinos volverán a meter.
La noche anterior, mientras veíamos el incendio desde la azotea de casa, pensé en cómo sería un incendio visto de cerca, hasta dónde podía uno acercarse al fuego, qué habría hecho Yoni si hubiera estado allí y supiera que estaban ardiendo las dunas. A lo mejor, le habría salvado la vida al arropiero. A lo mejor las dunas se habrían salvado. O a lo mejor no habría cambiado nada. Porque yo no sabía de verdad lo que era el fuego. Porque aquél era el primer incendio verdadero de mi vida.
Hasta entonces, yo sólo había podido imaginar lo que era un incendio cuando a Valeriano el frutero le quemaron el puesto de fruta. Dijeron que se lo habían quemado los fruteros de la plaza, furiosos de envidia porque Valeriano, en el puesto que ponía por su cuenta junto al castillo de San Marcos, tenía la mejor fruta de la provincia y todas las señoras mandaban a las criadas a que comprasen la fruta allí, que encima era hasta más barata. El castillo de San Marcos estaba muy cerca del colegio de la Pescadería, y aquella mañana íbamos una patulea de niños para el colegio cuando de pronto el puesto de Valeriano empezó a arder y se armó una bulla grandísima. Las mujeres decían que habían sido unos enmascarados, y Valeriano pegaba unos gritos llenos de blasfemias y de picardías, y algunos hombres y algunos niños intentaron ayudarle a apagar el fuego, pero ni con el agua que trajeron de la fuente que había en el centro de la plazoleta consiguieron apagarlo, así que el puesto entero y toda la fruta estuvieron ardiendo hasta que, a las tantas, llegaron los bomberos municipales, con mucha sirena y mucha cisterna y una manguera exageradísima, pero ya casi no había nada que apagar. Valeriano se había sentado en el bordillo de la acera, con la cabeza casi apoyada en las rodillas de lo doblado que estaba, y no quiso ni hablar con los bomberos. Yo me acerqué al puesto para ver qué quedaba de la fruta. Y no quedaba nada, sólo una especie de barro de un color gris muy oscuro y, salteados por aquel engrudo que parecía seco por algunas partes y pringoso por otras, algunos huesos como bolindres de carbón. Yo había visto, asombrado —porque nunca se me había ocurrido pensar que la fruta pudiera quemarse—, cómo ardían los racimos de uva, los albérchigos, las picotas, las ciruelas amarillas y las ciruelas moradas, como si temblasen envueltas por el fuego. Soltaban una peste dulzona y pegajosa que me obligaba a no respirar hondo para que no me entrase fatiga. Me di cuenta de que todos los niños se habían ido ya al colegio y que iba a llegar tan tarde que mejor me esperaba ya hasta después del recreo. Los bomberos sólo habían conseguido encharcarlo todo y que la peste se metiera, como una lagartija asquerosa, debajo de la fruta quemada. Seguro que cuando movieran aquello no se podría parar, por la peste, en un kilómetro a la redonda. Entonces levanté la vista y vi que el arropiero estaba a dos pasos de mí, mirándome como miraba siempre a las muchachas y a los niños cuando se abría la bragueta, con aquellos ojos azules que tenía, temblorosos como las ciruelas mientras se quemaban.
Aún faltaba más de una hora para que mi clase tuviera el recreo. Para hacer tiempo, sólo se me ocurría ir al muelle donde reparaban los barcos de pesca y que estaba detrás del hospital, muy cerca del colegio de la Pescadería. Di un rodeo por la calle donde estaba el Cine Colón, para que no me viera ningún profesor desde alguna ventana del colegio y porque si, al llegar a la esquina del cine, echaba a correr, a lo mejor conseguía despistar al arropiero, que seguro que venía detrás de mí. Cuando llegué al cine me volví y el arropiero bajaba ya por la calle, sin perderme de vista. No llevaba la cesta con las barras de arropía que vendía a perra gorda. En El Puerto ya no le compraba nadie, porque todas las madres decían que cualquier niño que comiera la arropía que vendía el arropiero se envenenaba y que, al arropiero, ni acercarse. Pero él muchas veces daba vueltas por la playa de la Puntilla, en verano, o por el parque de la Victoria y por la alameda de Fernando Terry, en invierno, con la cesta llena de arropía, y todo el mundo decía que era sólo para disimular, para ver si cogía desprevenido a algún niño o alguna muchacha y se abría delante de ellos la bragueta. También decían que iba entre los árboles de las dunas para espiar a las parejitas, y que hasta era capaz de subirse a los tejados para mirar por las ventanas de los dormitorios mientras se desnudaban los niños y las muchachas. Para vender la arropía se montaba en el tren que iba a Cádiz y se bajaba en San Fernando o en Puerto Real, pero, una vez, en San Fernando le dieron una paliza porque se abrió la bragueta delante de un niño, sin darse cuenta de que el padre del niño estaba al otro lado de la calle, encalando una fachada, y lo vio todo. Así que, como cada vez vendía menos, cada vez la arropía que llevaba en la cesta se le ponía más rancia, y él la ropa cada vez la llevaba peor, y muchas veces iba sin afeitar, y no tenía más remedio que dormir en la antigua caseta del guarda de las dunas. Algunas veces —como aquella mañana, cuando le incendiaron el puesto de fruta a Valeriano el frutero— ya ni siquiera llevaba la cesta con la arropía, sólo iba de un lado para otro, mirando a las muchachas y a los niños con aquellos ojos azules tan bonitos que me daban miedo. Yo doblé la esquina del Cine Colón, pero no eché a correr. Luego tuve que esperar a que el guardia de la circulación que había siempre frente al hospital nos diera permiso para cruzar la calle, y antes de cruzar me volví de nuevo y allí estaba el arropiero, tan cerca que seguro que cruzaba la calle al mismo tiempo que yo y no podía librarme de él. Cuando llegué a la acera del hospital pensé qué sería lo mejor, si coger para la izquierda o para la derecha, pero comprendí que daba lo mismo, que el arropiero ya no iba a dejarme en paz. Tiré para la izquierda, porque era el camino más corto para llegar al muelle, y cuando doblé la esquina del hospital para entrar en el carril del muelle, allí estaba él, son-riéndome, pero como si tuviera lástima de mí, porque ya no tenía escapatoria. Pude darme la vuelta y correr adonde estaba el guardia de la circulación, pero no lo hice. Tuve que pasar junto al arropiero y ni siquiera le miré, de lo nervioso que estaba, y él no se movió del sitio hasta que yo pasé por su lado. Luego echó a andar detrás de mí y yo sentía sus pisadas como si me acorralasen. Me metí entre los barcos que había por allí, al principio del muelle, y que seguro que no tenían arreglo, porque estaban destrozados, y él de pronto me adelantó y yo tuve que parar en seco. Estábamos solos. Se volvió para mirarme de frente y seguía sonriendo con una sonrisa de pena. Me hizo señas para que estuviera tranquilo, para que no le tuviese miedo. Después, poco a poco, fue desabrochándose la bragueta. Le brillaban mucho los ojos azules. Pero el arropiero nunca se sacaba nada de la bragueta, a lo mejor porque no tenía nada que sacarse, sólo se quedaba así, con la bragueta abierta como un pozo lleno de sorpresas o lleno de microbios. Extendió un poco el brazo derecho y se fue acercando a mí, y la mano le temblaba como la fruta cuando ardía, y fue acercándome la mano a la cara, y de pronto, cuando el arropiero me rozó los labios con los dedos, se oyó un silbido como un latigazo y después una piedra pasó rozando la cabeza del arropiero y se estrelló contra el barco junto al que estábamos. Yo miré hacia donde había sonado el silbido y vi a un grupo de niños que se asomaban entre los barcos del otro lado del carril. Uno de ellos era Jesús Andrade, el hijo del notario. Seguro que también habían hecho novillos. Echaron a correr y yo también eché a correr, pero ya no tenía remedio. Jesús Andrade empezó a decir por todo el colegio que yo me había dejado tocar por el arropiero y que estaba infectado.
Pero Yoni dijo que eso no era verdad. Habíamos ido con Yoni a las dunas y él se había desnudado de cintura para arriba y había hecho cincuenta flexiones perfectas con los brazos y luego había empezado a revolcarse por la arena como si fuera un ternerillo con ganas de jugar. La tarde estaba muy nublada y la arena, muy húmeda, se le metía a Yoni hasta por las orejas y le costaba mucho trabajo sacudírsela. Rosa y yo empezamos a sacudirle la arena a Yoni de los hombros, de los brazos, del cuello, de la espalda, de aquel pecho tan fuerte y tan brillante que tenía. Entonces Yoni nos dijo que iba a echarnos mucho de menos. Rosa y yo hicimos como que no entendíamos, pero yo había entendido perfectamente que Yoni iba a dejar de vernos, por la razón que fuese, y cuando Yoni me miró comprendió que yo lo había entendido y me dijo que sí, que antes de que terminara marzo volvería a los Estados Unidos. Rosa se descompuso, yo no creo que se pusiera peor cuando le dieron la noticia de que mi tío Ramón —que era su padre— había muerto de un ataque de corazón en una pensión de Barcelona, era como si se hubiese quedado de repente sin respiración y tuviéramos que hacerle el boca a boca para que se recuperase. Yoni le sonrió como nunca me había sonreído a mí, y le pasó un brazo sobre los hombros y le dio un pellizco en la barbilla y le preguntó que por qué no se iba con él, por qué no se hacían novios, por qué no se casaban. Entonces Rosa le dijo que ella no podía ser una novia como todas las demás, que por lo visto no servía para novia del hermano o el vecino de una criada ni para novia de un hijo de las amigas de mi madre, porque ella no tenía familia, sólo primos y tíos lejanos, y que, como sólo tenía dieciocho años, no sabía a quién tenía que pedirle permiso para poder casarse con Yoni, si es que Yoni seguía queriendo casarse con ella después de saber todo aquello. Rosa lloraba mientras decía todo eso y Yoni la abrazó y empezó a besarla como si ya fueran novios. Yo también me puse a llorar: primero, porque Rosa iba a casarse con Yoni, y, segundo, porque se marcharían a los Estados Unidos y yo me quedaría otra vez sin amigos, infectado como estaba. Entonces Yoni empezó también a besarme a mí y yo le dije que tuviese cuidado, que no se fuera a contagiar, y él al principio se llevó un susto y me preguntó que qué era lo que podía contagiarle, y yo entonces tragué saliva y se lo conté todo, le conté lo que me había pasado aquel día con el arropiero, durante el curso anterior, antes de que Rosa se viniese a vivir con nosotros, y que no se lo había contado nunca a nadie, ni siquiera a Rosa, porque seguramente era cierto que estaba infectado. Entonces fue cuando Yoni dijo que eso no era verdad, y para demostrármelo empezó a besarme como besaba a Rosa, que un rato besaba a Rosa y otro rato me besaba a mí, y era como si los tres fuéramos novios, aunque al final se vio que ellos eran los verdaderos novios y por eso se casaron en la Prioral, en una boda casi igual a las que Rosa y yo habíamos visto tantas veces. Antes, claro, Rosa les dijo a mis padres que se había hecho novia de Yoni y mi madre se puso la mar de contenta, como si le hubiera tocado la lotería, pero a mi padre, en cambio, se veía que le daba pena por mí, y yo sé que por eso, porque él sabía lo solo que yo me quedaba, también se dio cuenta de que para mí era como si se hubiera quemado el mundo cuando se incendiaron las dunas. Y eso que yo me animé bastante con los preparativos de la boda, que hubo montones de complicaciones y fue el entretenimiento de todo El Puerto desde principios de marzo, y menos mal que Yoni era católico y no había problemas de religión, pero los papeles de Yoni no acababan de llegar, y a Rosa había que hacerle todo el equipo, y al principio pensaron en un convite por todo lo alto, que lo pagaba Yoni, pero luego mi madre los convenció de que era mejor celebrarlo en familia, así que ni siquiera hicieron invitaciones, para disgusto de medio mundo, aunque la mayoría de la gente no les guardó rencor y hasta dos o tres meses después, cuando Rosa mandó desde América las fotos de la boda, todos decían que formaban una pareja estupenda. Y era verdad. Cierto que a Yoni se le notaba a la legua que era negro, pero, en cambio, a Rosa no se le notaba lo más mínimo que sólo era nuestra prima lejana, como a mí tampoco se me notaba en absoluto, por mucho que dijese Jesús Andrade, que estaba infectado. Así que la pareja que hacían Rosa y Yoni era preciosa, y yo sólo le encontraba un defecto: en aquella pareja faltaba yo.
Yo me había quedado en El Puerto, sólo para ver cómo se quemaban las dunas, cómo de todo aquello no quedaban, de pronto, más que cenizas.
Mi padre, mientras veíamos cómo los bomberos limpiaban la carretera para que pudiera reanudarse la circulación, me palmeó cariñosamente el cuello y me dijo:
—No se lo digas a Rosa y a Yoni, cuando les escribas. Es mejor que ellos no sepan que estás tan triste.
Mi padre sabía cómo echaba de menos a Rosa y a Yoni. Y eso que no lo sabía todo.
La boda fue a las seis de la tarde, porque mi madre dijo que así podía celebrarse el aperitivo y la cena todo seguido y todo en el Club Náutico, sin esas horas muertas que siempre hay cuando las bodas de por la tarde se celebran demasiado pronto —a las cinco, como quería el cura de la Prioral— y durante las cuales la gente no sabe qué hacer. A Rosa le compró Yoni un traje de novia que no tenía nada que envidiarle al de Grace Kelly, cuando se casó con el príncipe de Monaco, y Yoni iba despampanante con el uniforme de gala de la Marina de los Estados Unidos. Mi madre también iba muy guapa, porque mi madre era una de las señoras más guapas de El Puerto y encima se había esmerado, con un vestido verde precioso y un sombrero negro con un velo de malla ancha que le caía justo hasta por debajo de los ojos, por ser la madrina, porque Yoni se empeñó en que Bobi fuera su padrino y la madrina entonces tenía que ser de parte de la novia, aunque lo suyo era que fuese al revés, pero todo el mundo lo comprendió porque aquellos novios no eran unos novios corrientes. Los invitados éramos poquísimos: por parte de Rosa, sólo nosotros, sus tíos y sus primos lejanos, y Lourdes Conde, que era la única amiga un poco íntima que Rosa había tenido durante los meses en los que vivió en casa, y por parte de Yoni sólo Bobi y Marta Conde, que ya estaban también haciendo planes para casarse. Curiosos, en cambio, en la puerta de la Prioral, hubo un montón. Y casi todos los curiosos eran gente bien, amigos y conocidos de mis padres, y no como en la mayoría de las bodas, llenas de mirones de medio pelo o de pelo bajo, como decía Lourdes. Pero al Club Náutico sólo fuimos los invitados de verdad, así que el convite le salió barato a Yoni, y eso que hubo de todo, y Yoni hasta contrató una orquesta que se sabía todas las canciones de moda, y las parejas mayores —y, sobre todo, Rosa y Yoni, que de verdad hacían una pareja preciosa— estuvieron bailando hasta las tantas, hasta que Yoni nos dijo a todos que ya era hora de retirarse, porque al día siguiente, muy temprano, Rosa y él tenían que coger el tren a Madrid y, de Madrid, un avión para América. La noche de bodas la iban a pasar en mi casa, en la habitación de Rosa, porque mi madre dijo que, para unas cuantas horas, no merecía la pena mudarse a un hotel.
Rosa había puesto su habitación que daba gloria verla. Cuando yo entré, el vestido de novia estaba en una percha colgada de la parte alta del armario, por fuera, para que el vestido no se arrastrase por el suelo, y Rosa se había quedado en combinación y se había echado una rebeca por los hombros, no sé si porque tenía frío o porque le daba vergüenza, o por las dos cosas a la vez. Yoni, en cambio, no se había desabrochado ni un corchete de su uniforme de gala de la Marina de los Estados Unidos. Yo estaba en pijama, porque Yoni, al salir del Club Náutico, en un momento en que pudimos hablar a solas, me dijo que me acostase como todas las noches, que procurase no dormirme, que tendría que esperar a que todo el mundo estuviese dormido, que ellos dos me esperarían en la habitación de Rosa porque era la última noche que íbamos a pasar juntos y él quería que yo me acordase siempre de ellos, como ellos se iban a acordar siempre de mí. La habitación de Rosa había terminado siendo la más coqueta y la más alegre de toda la casa, como mi madre no tenía más remedio que reconocer, porque Rosa tenía muy buena mano para la costura y los detalles, que de algo le tenían que servir los años que había pasado interna en el colegio, y había cosido una colcha y unos cojines preciosos, y unas cortinas a juego, y había conseguido que el tapicero de la calle Godoy le regalase recortes de tela gruesa de tapizar y con ellos se había hecho una alfombra que mi madre enseñaba encantada a todas las visitas para que viesen lo bonita y lo original que era, y muchas visitas se descalzaban para probar lo agradable que resultaba pisar aquella alfombra, y luego muchas visitas se la quisieron copiar, aunque a nadie le salió tan bien como a Rosa, y cuando mi madre le preguntó a Rosa si iba a llevarse la alfombra a América con el resto de su equipaje, Rosa le dijo que no, que quería dejármela a mí, en mi habitación, así que cuando yo entré aquella noche en la habitación de Rosa y pisé, descalzo, la alfombra, ya estaba pisando algo mío. Yoni echó el pestillo de la puerta, y después abrió los brazos como los jesucristos de las estampas, como el Corazón de Jesús que había en la puerta del colegio, con una orla alrededor que ponía DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN A MI. En la habitación sólo estaba encendida la lámpara de la mesilla de noche, que daba una luz muy débil y casi naranja, pero por la ventana, que tenía los tapaluces abiertos, entraba un resplandor extraño, como si la noche estuviera todavía a medio hacer, a pesar de lo tarde que era. Yo miré a Rosa. Y Rosa bajó la vista, como si estuviera avergonzada por algo, y sonrió con una sonrisa que parecía ensayada, y dijo: «Vamos a desnudar a Yoni».
Yoni sonreía. Yoni nos acariciaba mientras desabrochábamos los corchetes y los grandes botones dorados de la guerrera de su uniforme. Yoni tuvo que ayudarme a desabrocharle el cinturón de charol negro que llevaba por encima de la guerrera, porque yo no atinaba a abrir el cierre. Y mientras Rosa le iba desabotonando la camisa blanca y húmeda por lo mucho que Yoni había sudado de tanto bailar, yo le desabroché el botón de la cintura de los pantalones, y después hice lo mismo, poco a poco, con los botones de la bragueta, antes de que Rosa le soltara los tirantes y a Yoni le cayeran los pantalones a los tobillos. Todo estaba en silencio. Me puse de rodillas y le quité los zapatos a Yoni. Y cuando levanté la mirada Rosa ya le había quitado la camisa a Yoni y sólo le quedaban los calzoncillos, unos calzoncillos como los míos, pequeños, de algodón, abultados porque todo temblaba dentro de ellos, dentro de los suyos, dentro de los míos, porque yo no me había quitado los calzoncillos para ponerme el pijama. Rosa entonces se puso de rodillas y los dos juntos le quitamos a Yoni los calzoncillos. Temblaba como un caracol gigante y oscuro la carne inflamada de Yoni. Nos acariciaba Yoni y le fue quitando con una mano la rebeca, la combinación, las bragas a Rosa, y a mí me quitó el pijama con la otra mano, todo era brillante y secreto entre nosotros, y Yoni nos abrazó, y sin dejar de abrazarnos se dejó caer sobre la cama, y estaba caliente el cuerpo de Yoni, y era como si la cama fuera una barca balanceándose y como si yo me hundiera en la piel de Yoni, y de pronto Rosa gimió y yo tuve un escalofrío y Yoni jadeaba como si se le estuviera hinchando el corazón, y yo me abracé con todas mis fuerzas a Rosa y a Yoni, y miré por encima del hombro de Yoni y entonces los vi: en la ventana, pegados al cristal, brillantes, doloridos, estaban los ojos azules del arropiero.
El fuego quemó todo aquello. Hacía sólo una semana que Rosa y Yoni se habían ido y aún quedaba un trimestre para que terminase el curso. Un viento largo de poniente empezó a mover el paisaje quemado. El cielo estaba nublándose y un hombre que conocía a mi padre de la peña del Portuense aseguró que llovería antes de la hora del almuerzo. Mi padre me echó el brazo sobre los hombros y dijo que, con un poco de interés por parte de los ingenieros de montes de la Diputación de Cádiz, y si ayudaba la lluvia, a lo mejor las dunas volvían alguna vez a ser lo que fueron.
—No diría yo que no —dijo el hombre que conocía a mi padre—. En marzo, el fuego quema, pero no achicharra.
Han pasado treinta años. Un viento largo de poniente remueve las cenizas y aún palpita aquel tiempo, terrible y piadoso como el fuego de marzo.