Los alacranes

El quince de agosto, día de la Virgen de los Milagros, las tías Aranguren invitaban a comer a todos los matrimonios de la familia. Aquel verano, mi padre no podría ir porque estaba ingresado en el hospital de San Bruno y mi madre no quería ir sola a la comida, pero a media mañana llamaron las tías Aranguren y le dijeron a mi madre que fuera conmigo, que yo era el primogénito y el sitio de mi padre estaba reservado para mí. Cuando mi madre me mandó a lavarme y a vestirme para ir a comer a casa de las tías Aranguren yo cogí un berrenchín, porque acababa de empezar, en la terraza chica de Villa Horacia, el experimento con los alacranes.

Las tías Aranguren vivían en la calle Baños, frente al convento de Madre de Dios, en una casa grande y abarrotada de cosas que siempre estaba en penumbra. Eran hermanas de mi abuela, la madre de mi padre, y siempre habían sido cuatro, pero una murió de un derrame cerebral hacía el tiempo suficiente como para que yo no me acordase bien de cómo era. De hecho, para mí las tías Aranguren nunca fueron más que tres, las tres solteras, las tres tan mayores que nunca conseguía aprenderme cuál era la más vieja, cuál era la más joven y cuál era la de en medio. Se llamaban Milagros, Amparo y María Dominga, aunque para todo el mundo, incluso para quien no tenía con ellas ningún parentesco, eran las tías Aranguren; bueno, para las muchachas de servicio, para los trabajadores, para el párroco del Carmen y para las monjitas de Madre de Dios, eran las señoritas Aranguren. En todo caso, todo el mundo hablaba siempre de las tres a la vez, porque las tres hacían siempre lo mismo y al mismo tiempo, se vestían siempre igual, y las tres celebraban juntas su santo, con una comida a la que invitaban a todos los matrimonios de la familia, el quince de agosto, día de la Virgen de los Milagros, elegido quizá porque Milagros era la mayor, o porque era la más joven, o porque era la de en medio. Ese día abrían el comedor grande de la casa y sacaban la mantelería de categoría, la vajilla buena, la cubertería de plata y la cristalería que habían heredado de su madre junto con casi todo lo que su madre dejó, porque a mi abuela, según yo le había oído una vez decir a mi madre, no le tocó casi nada, la familia consideró que ya bastante suerte tenía con haberse casado.

Aquel quince de agosto, cuando mi madre y yo llegamos a casa de las tías Aranguren, las tías Aranguren dijeron:

—¡Cuánto ha crecido este chiquillo y cómo se parece ahora a su padre!

Era verdad que yo había dado un estirón y, además, mi madre me había dicho que me pusiese una guayabera muy parecida a las que se ponía mi padre para ir a misa, al Club Náutico y a comer a casa de las tías Aranguren. Llevábamos ya una semana con viento de levante, con todo lleno de arena que se pegaba a la saliva y al blanco de los ojos en cuanto salías a la calle —la playa, en días así, no se podía ni pisar— y con un calor espeso y mareante que sólo se podía aguantar un poco si uno se tumbaba en el suelo de una habitación que estuviese a oscuras, con todas las ventanas cerradas. La gente decía que el levante nunca dura más de tres días seguidos, pero aquella vez yo había contado los días para hacer el experimento con los alacranes y el levante duraba ya una semana entera. Con el levante, que todo lo ponía seco como un esterón, salían los alacranes, el mar estaba más transparente y más frío que nunca, y la gente se volvía antipática o majareta. Después de siete días de levante, a la gente la tenían que ingresar en el hospital de San Bruno y los alacranes estaban perdidos: si ponías un alacrán en el suelo, al aire libre, sobre el cemento de la terraza, cubierto con un vaso de cristal bocabajo, las hormigas acababan entrando en el vaso y se comían vivo al alacrán; y si a un alacrán lo ponías en el centro de un círculo de yerba seca y le prendías fuego a la yerba, el alacrán, acorralado por el fuego, se clavaba a sí mismo su aguijón y se suicidaba. Esas dos cosas eran el experimento que yo estaba empezando cuando mi madre me dijo que tenía que ir a comer con ella a casa de las tías Aranguren.

A pesar del calor que hacía, mi tío Andrés, que ya estaba con tía Julia en casa de las tías Aranguren cuando llegamos mi madre y yo, iba igual que siempre, vestido como para un funeral. Mi tía Julia, para no desentonar con su marido, siempre se vestía como de alivio, aunque se notaba a la legua que se moría de ganas de vestirse más juvenil y más de verano, con más escote y más tirantes y más color, por eso siempre le decía lo mismo a mi madre, cuando se veían:

—Hija, tú tan juvenil y con tan buen gusto como siempre para la ropa.

Aquel quince de agosto, además, añadió:

—El estampado es precioso, y tiene que ser tan fresquito…

Mi tío Andrés le dijo enseguida a mi madre que sí, que muy juvenil y muy fresquita, pero que cómo estaba su marido. Mi madre, un poco acharada, explicó que mi padre estaba ingresado en el hospital de San Bruno porque era mejor para él, que el día anterior había ido a verle y que él se daba cuenta de todo lo que le pasaba, que el médico había dicho que no convenía exagerar el tratamiento, que todo aquello tenía su tiempo y su evolución, y también explicó que si ella estaba allí, conmigo, era porque las tías Aranguren tenían mucho empeño y habían puesto mucho interés. Yo le cogí la mano a mi madre y noté que ella me la apretaba y sabía lo que yo quería decirle: que no era nada malo, aunque mi padre estuviera ingresado en San Bruno, ir juvenil y veraniega, y no de medio luto como la pobre tía Julia, y que le dieran morcilla a tío Andrés.

Enseguida llegaron tía Pilar y mi prima Piluca, las dos quejándose muchísimo del calor y las dos vestidas con una ropa que parecía antiquísima. Las tías Aranguren dijeron que podíamos pasar al antecomedor a tomar una cervecita mientras llegaba el resto de los invitados. Además de las cervecitas, en la mesa del antecomedor había una tapita de queso y de jamón serrano y aceitunas sevillanas y picos de aceite, y tía Pilar y mi prima Piluca empezaron enseguida a ponerse moradas. Para mi prima Piluca y para mí había gaseosa. Mi tía Pilar se había quedado viuda hacía ya casi cinco años, cuando tío Rafael se cansó de luchar contra el cáncer que se le había metido en la garganta y dejó que se le extendiera por todo el cuerpo, y desde entonces tía Pilar, mi prima Piluca y los otros dos hijos de tío Rafael y tía Pilar, Falín y Nachito, se hicieron famosos porque en todos los convites y todas las fiestas se ponían como el Quico en cuanto sacaban las tapitas o los entremeses. Tía Pilar, con la boca llena, me dijo:

—Con esa guayabera, es como si estuviera viendo a tu padre.

A mí, sin saber por qué, me asustaba un poco el que a todo el mundo le diese por decir que yo me parecía tanto a mi padre, cuando el que de veras se parecía a mi padre muchísimo, y se había dicho siempre, era mi hermano Manolín. Yo a quien de verdad me parecía era a mi madre, había sacado no sólo la nariz y la boca y la barbilla, sino también el gesto y el colorido de ella. Una guayabera, por parecida que fuera a las de mi padre, no podía cambiar todo eso.

Después, tía Pilar quiso saber si me había quedado alguna asignatura pendiente, si ya había empezado a ir a fiestas a bailar toda esa música ye-yé, como mi prima Piluca, y que si me lo pasaba bien en Villa Horacia. Yo le dije a lo primero que no, a lo segundo que tampoco, y a lo tercero que sí, pero no se me ocurrió hablarle del experimento con los alacranes, y eso que no pensaba en otra cosa.

Los alacranes eran uno grande y uno chico. Los habíamos encontrado junto a una de las piedras de la valla que separaba Villa Horacia del callejón de Monte Oliveti y mis hermanos y yo discutimos si eran macho y hembra o si uno era un alacrán adulto y el otro una cría de alacrán. Los metimos, con mucho cuidado, en una caja de cartón, y luego decidimos hacer el experimento si el levante duraba más de una semana. Al principio, a mí se me había ocurrido no hacer el experimento hasta que mi padre no volviese del hospital de San Bruno, pero luego pensé que, si mi padre tardaba en volver, a lo mejor a los alacranes les pasaba algo, se escapaban o se morían, y además estaba el problema de saber qué comían los alacranes, porque algo tendrían que comer. A mí, lo que les pasaba a los alacranes cuando estaban dentro de un vaso de cristal bocabajo o en medio de un círculo de fuego me lo había contado mucha gente, pero hasta que no me lo contó mi padre no me lo acabé de creer, por eso yo quería esperar a que él volviese de San Bruno; quería que, cuando a los alacranes les pasara lo que mi padre me había dicho, él se llevase una alegría al demostrarse que lo que me había dicho era verdad. Pero pasaron los siete días de levante —al principio, fue levante en calma, que es como si alguien fuese estrangulando el mundo entero y el mundo entero se quedase sin poder respirar, y luego se levantó el viento y entonces es cuando todo se pone con los nervios de punta—, y si no se hacía enseguida el experimento a lo mejor a los alacranes ya no les pasaba nada. Así que, aquel quince de agosto por la mañana, puse al alacrán chico dentro de un vaso de cristal bocabajo, en la terraza de atrás, y dejé al grande en la caja de cartón, para ponerlo dentro de un círculo de fuego a mediodía, cuando hiciera más calor, que era cuando había que hacerlo. Entonces fue cuando mi madre me dijo que tenía que ir con ella a casa de las tías Aranguren y yo cogí un berrenchín.

Las comidas en casa de las tías Aranguren eran siempre muy ceremoniosas, pero el quince de agosto lo eran más que nunca. Aquel día, ya a punto de que fueran las dos de la tarde, los que faltaban por llegar lo hicieron todos juntos. Mi prima Fátima y su marido, José Luis, venían en representación de todos los primos Palazón desde que los Palazón se habían quedado huérfanos de padre y madre; mi tío Alberto venía con tía Isabel, a pesar de que todo el mundo sabía que tío Alberto tenía una querida en Jerez desde hacía un montón de años y la llevaba al Rocío, la traía a la feria y le montaba un palco para ella sola en las carreras de caballos. Mi tío Alberto preguntó que si le daba tiempo a tomarse una cervecita y las tías Aranguren le dijeron que lo sentían muchísimo pero que ya era la hora de comer.

—Qué guapa estás, tía Mercedes —le dijo mi prima Fátima a mi madre—. ¿Has venido sola?

Por el modo de preguntarlo, me di cuenta de que mi prima Fátima sabía perfectamente por qué mi madre no había ido con mi padre, así que miré a mi madre con ganas de decirle que no echase cuenta, que no tuviese remordimientos, que no tenía que avergonzarse por estar tan guapa. Pero mi madre no me miró, como si por mirarme yo fuese a darme cuenta de algo de lo que no me había dado cuenta, aunque le dijo a mi prima Fátima, con una sonrisa un poco tristona, que había venido conmigo.

—Pues yo, para venir, he dejado nada menos que el primer día del tiro de pichón —dijo José Luis, el marido de mi prima Fátima, y se notaba que aquello le fastidiaba tanto como a mí haber dejado a medias el experimento con los alacranes.

—No te quejes —dijo tía Isabel—, no eres el único que para venir ha tenido que dejar algo importante.

Lo dijo con guasa, pero con tan mala idea que hasta mi madre me miró para ver si yo me había dado cuenta de todo.

—¿Os habéis fijado —preguntó entonces tía Pilar a todo el mundo— en lo muchísimo que se parece ahora este niño a su padre?

Todo el mundo dijo que sí, y las tías Aranguren, muy orgullosas, dijeron que aún me iba a parecer más en cuanto ocupase en la mesa el sitio de mi padre.

En la mesa, el sitio de mi padre estaba entre el sitio de tía Isabel y el sitio de tía Amparo Aranguren. Había tantos platos, tantos cubiertos y tantas copas que lo único que yo podía hacer era mirarlo todo para ver si adivinaba por dónde tenía que empezar, menos mal que tía Isabel se dio cuenta y se inclinó para decirme, con mucha paciencia y para mí solo, cuál era mi pan, cuál era el cuchillo para untar la mantequilla, cuál era la cuchara para el gazpacho —porque seguro que habría gazpacho, con aquel calor— y cuáles eran los cubiertos para el pescado del primer plato, los cubiertos para la carne del segundo plato, y los cubiertos para el postre. Paquita, la muchacha de las tías Aranguren, entró con el uniforme de las solemnidades, como decía tía Pilar, y con una jarra de cristal con agua fresca sobre una bandeja de plata y empezó a servir el agua en las copas más grandes que había delante de cada plato. Yo me limpié los labios con la servilleta, porque sabía que antes de beber agua eso era lo que había que hacer.

Después, mientras Paquita servía el gazpacho, que estaba fuertecito como les gustaba a las personas mayores, José Luis, el marido de mi prima Fátima, tuvo tiempo de contar tres veces la broma que le gastaron sus amigotes la última vez que estuvieron en el tiro de pichón. Le habían servido una tapa de gusanas de mar, de las que se enganchan en los anzuelos para pescar con caña, haciéndole creer que eran gambas rebozadas, y él las había encontrado riquísimas. A José Luis le hacía una gracia enorme la broma de sus amigotes, pero su mujer no hacía más que decirle que no fuera asqueroso, que estábamos comiendo, y las tías Aranguren tuvieron que pedirle de una forma muy seria que cambiara de conversación. Todo el mundo decía que José Luis tenía mucha malage, aunque seguramente nunca se lo decían a la cara. También decía todo el mundo que no podía comprenderse que mi prima Fátima, con lo que valía, se hubiera casado con el botarate de José Luis, que era el hombre más jarón y más litri de este mundo, que sólo sabía arreglarse como un figurín, sentarse en La Rondeña a leer el periódico y hacer el ganso con los amigotes en el tiro de pichón, mientras mi prima Fátima se mataba a trabajar, que tenía un puesto muy importante y de muchísima responsabilidad en el Ayuntamiento de Rota. Claro que mi prima Fátima valía mucho pero no valía nada; quiero decir que era muy lista y muy trabajadora, pero la pobre tenía una cara de caballo que no había melena suelta con flequillo ni coloretes que la pudiese mejorar, y un tipo horroroso. José Luis, en cambio, era guapísimo de cara y tenía un fachón. Lo tenía de nacimiento y porque se cuidaba mucho. Aquel día les dijo a las tías Aranguren que no se lo tomasen en cuenta, pero que le parecía que la carne la iba a perdonar, que con el pescado tenía más que de sobra.

El pescado del primer plato eran acedías o pijotas, Paquita te ponía la bandeja para que tú te sirvieras la que quisieses, y todo el mundo dijo que las dos cosas estaban fresquísimas y buenísimas.

—¡Ay! —se quejó de pronto, con un chillido, mi prima Piluca.

Yo creí que se había clavado una espina, pero ella se dio un manotazo en el brazo, que lo tenía como hinchado porque la manga corta del vestido le apretaba una barbaridad, y entonces todos vimos cómo caía encima del mantel, medio despachurrada, una hormiga grande y rojiza, de aquéllas que aparecían también cuando hacía levante y de las que todo el mundo decía que no picaban, que pegaban bocados.

—Ponte algo, hija —le dijo tía Pilar, muy apurada—. Cuando muerden estas hormigas salen ronchas y se infectan.

—En el cuarto de baño hay agua oxigenada —dijeron las tías Aranguren.

—Este levante es horroroso —dijo tía Julia—, salen bichos de donde una menos se lo espera.

—Este levante —dijo entonces tío Andrés, con aquella manera de hablar que tenía, que parecía que sólo hablaba para fastidiar— pudre las plantas, provoca a los bichos y le desbarata el cerebro a la gente. Ten cuidado con tu marido, Mercedes. En esta familia ya sabemos de eso, siempre me acuerdo de lo de la pobre tía Rosa Aranguren.

Todo el mundo dejó de comer de pronto, que hasta se oyó el ruido de algunos cubiertos al caer en los platos, y todo el mundo se quedó como aguantando la respiración. Luego oí a las tías Aranguren que decían, muy bajito, Dios Santo, Dios Santo. Yo no había comprendido todo lo que tío Andrés había querido decir, pero sí comprendí que no era verdad lo que hasta entonces me habían dicho de la cuarta de las tías Aranguren, que había muerto de un derrame cerebral. Miré a mi madre y vi que se había tapado la cara con las manos, y no sabía si ya estaba llorando o si estaba a punto de empezar a llorar. Se levantó de pronto y salió del comedor, y tía Isabel y tía Julia se levantaron y se fueron con ella. Yo no sabía qué hacer, sentado allí, en el sitio de mi padre, y sin haber terminado aún el primer plato.

—Tú sigue comiendo, hijo —dijeron las tías Aranguren, pero estaban tan nerviosas que comprendí que yo tenía que hacer cualquier cosa menos ponerme de nuevo a comer. Tampoco quería ponerme a llorar, allí, en el sitio de mi padre, con lo que ahora me parecía a él.

Tío Andrés dijo que lo sentía, aunque no se notaba nada que lo sintiera, y siguió comiendo tan campante. José Luis cruzó los cubiertos en el plato como hay que hacer cuando uno termina, aunque él no había terminado, pero le venía de perlas para mantener el fachón. Mi prima Piluca siguió dándose manotazos en el brazo sin moverse de su sitio, seguro que se le infectaba la mordedura de la hormiga. Paquita fue retirando todos los platos y les preguntó a las tías Aranguren si ya podía traer la carne, y las tías Aranguren, aunque estaban descompuestas, le dijeron que sí, que ofreciera carne a todos, que la comida aún no había terminado. Cuando Paquita le puso la bandeja para que se sirviera, mi prima Fátima se sirvió un trozo de carne tan pequeño que su marido, José Luis, le dijo con muy poca gracia que tuviese cuidado no se fuera a empachar. Antes de que fuera mi turno, tía Isabel volvió y dijo que mi madre ya estaba bien pero que quería irse, que habían llamado por teléfono a la parada de los Cañete y ya venía un taxi a recogernos.

—Pero el niño no ha terminado de comer —protestaron las tías Aranguren.

Y yo supe de pronto lo que tenía que hacer. Puse la servilleta bien doblada junto al plato, me levanté y, sin levantar la vista y sin darle un beso a nadie, sin decir nada, me fui despacio hacia la puerta que comunicaba el comedor grande con la galería y salí. En la mesa del comedor grande de la casa de las tías Aranguren se quedaron vacíos el sitio de mi madre y el sitio de mi padre. Mi padre estaba en el hospital de San Bruno y mi madre estaba ya dentro del taxi, esperándome.

En cuanto yo entré y me senté junto a mi madre y tía Isabel cerró la puerta, el taxi arrancó, y cuando ya íbamos por El Pradillo mi madre sonrió y me dijo que algo sin duda le había sentado mal.

—El gazpacho estaba fuertecito —dije yo.

El resto del tiempo fuimos callados, pero mi madre me miraba a veces de reojo y yo hacía como que no me daba cuenta. Luego, cuando llegamos a Villa Horacia, mi madre le dijo a Loli, la muchacha, que a lo mejor me había quedado con hambre y que me preparase un bocadillo, que ella tenía jaqueca y se iba a descansar un poco. Pero yo no tenía hambre y me fui corriendo a la terraza chica, a ver qué había pasado con el alacrán que dejé dentro de un vaso de cristal bocabajo. Mis hermanos estaban allí, contentísimos, porque lo que nos habían dicho era verdad, las hormigas habían empezado a entrar dentro del vaso y se iban pegando al alacrán, que aún estaba vivo pero apenas se movía, como si no se diera cuenta de lo que le estaba pasando, pero mis hermanos dijeron que ellos estaban seguros de que las hormigas iban a comérselo entero, y que al día siguiente no iba a quedar del alacrán ni la raspa. También dijeron que había que encender un fuego alrededor del otro alacrán, a ver si también pasaba lo que nos habían dicho que pasaba cuando se hacía eso.

Fui a por la caja de cartón y vi que el alacrán tenía la cola en alto, seguro que con ganas de hincarle el aguijón a alguien. Cuando lo puse sobre el cemento de la terraza, se revolvió con mucho coraje, estaba claro que el levante lo ponía furioso. Mis hermanos ya habían traído yerba seca y formaron un círculo con ella alrededor del alacrán. También habían traído de la cocina una caja de cerillas y le metimos fuego a la yerba. El alacrán, de pronto, cuando se vio acorralado por el fuego, se quedó muy quieto, como si toda la rabia se le hubiera ido de golpe, como si ya supiese lo que le esperaba. Y todo pasó tan rápido que casi ni lo vi: la cola del alacrán se estiró de repente, se arqueó, y el aguijón se lo clavó él mismo y de repente se volvió muy pequeño, la mitad de lo que era, en el momento de morir. Entonces me acordé otra vez de mi padre y de que estaba ingresado en el hospital de San Bruno.

Ni siquiera lo pensé. Fui al dormitorio de mi madre, que estaba sentada en la butaca junto al cierro y tenía cara de haber estado llorando, aunque ella dijo que seguro que tenía los ojos hinchadísimos como siempre que se quedaba dormida a la hora de la siesta. Luego me preguntó:

—¿Has comido algo?

Le dije que no.

—¿Quieres echarte un poco la siesta?

Le dije que tampoco. Ella entonces debió de creer que estaba enfermo o triste porque la voz se le achicó un poco y se le puso medio turbia al preguntarme:

—¿Qué te pasa, hijo?

Yo tragué saliva y le dije:

—Quiero ir contigo a ver a papá.

Ella me abrazó y me tuvo tanto tiempo abrazado que creo que lo hizo para que yo no me diese cuenta de que se le saltaban las lágrimas.

Y al día siguiente fui con mi madre a ver a mi padre al hospital de San Bruno. Fuimos en taxi. El hospital estaba en medio de un pinar enorme y tapiado, y entre los pinos había hombres que parecían muy cansados o perdidos. El cielo estaba amarillo, por la calima que traía el levante, y los pinos, tan quietos, parecían a punto de arder. Por eso me dio un escalofrío, a pesar del calor que hacía, y por eso salí corriendo a su encuentro, como si quisiera salvarlo del fuego, cuando vi a mi padre.