A mí me encargaron avisar cuando no hubiese moros en la costa. Era sencillo: tú lo único que tienes que hacer, me dijo Eusebio, es asomarte y hacer algo, cualquier cosa, qué sé yo, rascarte la cabeza o escupir o agacharte como si te tuvieras que amarrar los cordones de los zapatos. Eusebio dijo que eso era suficiente, que a él no se le escapaba, que tantos años en el Penal de El Puerto sin saber del mundo más que por lo que veía desde la ventana de los lavaderos, los domingos por la tarde, ponen como un telescopio la vista del más cegato, y Eusebio podía ser cualquier cosa menos cegato, se lo veía todo a la Charo cuando la Charo se lo enseñaba, deprisa y corriendo y por lo menos a diez metros del muro del Penal.
—Tú hazle caso —me dijo la Charo—, y no te pongas nervioso, que van a darse cuenta.
Pero la Charo estaba más nerviosa que yo.
La Charo, desde que mi madre la ajustó por quinientas pesetas al mes para hacer el cuerpo de casa, lo que quería era hacer de niñera, y no paró hasta que, cuando nació mi hermana Rocío, mi madre dijo que de acuerdo, que fuera con nosotros los domingos por la tarde al parque de la Victoria, porque así Antonia podía cuidar mejor a Rocío sin tener que estar todo el tiempo pendiente de los mayores. La Charo se arreglaba una barbaridad para ir con nosotros al parque, y Antonia se quejaba de que para ella no era más que otro motivo de preocupación, que era más fácil que le pasara algo a la Charo que a nosotros. Antonia le preguntó un día a la Charo, de sopetón, cuando íbamos camino de la Victoria, si ella era mocita, y la Charo se puso como un tomate y le dijo que sí, pero que eso a Antonia no tenía que importarle ni poco ni mucho. Antonia le contestó que no es que a ella le importase como para perder el sentido, pero que en la casa ya había bastante con una niña de pelargón, que daba muchísima lata, y que tuviese cuidado con los feriantes, con el arropiero y con todos aquellos pelapavos con calentura en la portañuela que aparecían de pronto por la Victoria y se liaban a dar barzones sin ton ni son. Pero en invierno, los domingos por la tarde, en el parque de la Victoria no había feriantes, y el arropiero aparecía sólo de vez en cuando, y los pelapavos que querían entrarle a la Charo no le gustaban a la Charo. A la Charo lo que de verdad le gustaba era irse conmigo a ver a los presos del Penal.
—Si tu madre se entera de que hay un preso del Penal esperando a que le avises —me dijo la Charo aquella noche, atacada de los nervios— me mata a mí, te mata a ti y es capaz hasta de matarlo a él. Conque espabila.
Y yo quería espabilar y asegurarme de que no había moros en la costa, pero parecía que todo el mundo se había puesto de acuerdo para no estarse quieto ni un minuto, y así no había forma de avisar a Eusebio. Ni siquiera la Charo era capaz de estarse quietecita en su cuarto, que era lo mejor que podía hacer para no llamar la atención. El cuarto de la Charo estaba junto al mirador grande y tenía una cosa buena y una cosa mala; la buena, que estaba lejos, separado de los demás dormitorios, de modo que si allí dentro pasaba algo nadie se enteraba; la mala, que para llegar hasta el cuarto había que andarse todo el pasillo, pasar por delante del cuarto de estar y del comedor, cruzar la cocina y el cuarto de costura y de la plancha, subir una escalenta y atravesar después el mirador grande. Nadie podía hacer todo aquello sin que le vieran, excepto si no había moros en la costa. Los moros eran sobre todo mi madre y Antonia, porque mi padre, después de cenar, se sentaba en su butaca a escuchar el parte y en cinco minutos se quedaba transpuesto, pero mi madre y Antonia podían estarse de palique hasta las tantas, después de acostarnos a nosotros. Cenábamos muy temprano y nos acostaban enseguida, pero aquella noche yo le pedí a Antonia que dejase abierta la puerta del pasillo porque me ahogaba. Antonia le dijo a mi madre que yo, o iba para tísico, o me estaba volviendo cada vez más maniático, pero dejó abierta la puerta del pasillo. Desde mi cama, con la puerta del pasillo abierta, podía ver el cuarto de estar y escuchar el palique que se traían Antonia y mi madre, y de vez en cuando veía también a la Charo, descalza, vestida sólo con el viso, que se asomaba como un fantasma a la puerta de la cocina, y yo, muy nervioso, le hacía señas para que se fuese, que se estuviese tranquilita en su cuarto, como le había dicho Eusebio. De avisar a Eusebio, cuando no hubiese moros en la costa, ya me encargaría yo.
—¿Pero tú crees —le había preguntado la Charo a Eusebio, muy agoniosa— que con la noche tan oscura que seguro que hace vas a ver la señal que te haga el niño?
Entonces fue cuando Eusebio dijo que, en el Penal, cuando todo lo que ves del mundo lo ves desde una ventana, hasta al más cegato se le pone la vista como un telescopio.
Sobre todo, porque la ventana tenía rejas, como todas las ventanas de un penal. Detrás de esas rejas, me había dicho la Charo la primera vez que vimos a Eusebio en la ventana, los pobres tienen que volverse locos, y entonces se puso a sonreírle a Eusebio como le sonreían a los miembros del jurado, en el Club Náutico, las muchachas que se presentaban cada año al concurso de «Miss Puerto» y «Miss Veraneante». Nosotros aún no sabíamos que Eusebio se llamaba Eusebio, y en realidad no lo supimos hasta muchísimo después, aquel domingo, cuando decidimos que yo le avisaría, desde la ventana de mi cuarto, en cuanto dejase de haber moros en la costa. Y el caso es que la Charo había empezado enseguida a imaginar cómo podía llamarse aquel preso del Penal y sólo se le ocurrían nombres estrambóticos, nombres como Leopoldo, Balduino, Estanislao y cosas así, aunque yo decía que seguro que se llamaba José o Manuel o a lo mejor Jesús, que es como se llaman la mayoría de los hombres, presos o no presos. Pero la Charo estaba empeñada en que seguro que aquel preso era un preso especial. Lo decidió el primer día en que lo vimos. Habíamos ido, como todos los domingos desde que la Charo empezó a ir con nosotros a la Victoria para estar con los mayores, hasta el final del parque y habíamos llegado hasta la vía del tren, rodeando el muro del Penal. Mi hermano Manolín se quedaba con mi primo Carlos y con otros niños jugando al fútbol o a los indios o a policías y ladrones. La vía del tren era el mejor sitio para ver el Penal, porque estaba en alto y, desde allí, el muro no tapaba las ventanas del último piso. El Penal era oscuro y enorme y parecía que estaba lleno de muertos en lugar de estar lleno de presos, porque al menos a las ventanas del último piso nunca se asomaba nadie, aunque la Charo a veces decía que sí, que había visto a un preso asomarse un momento a una de las ventanas, pero yo estaba seguro de que eran imaginaciones de la Charo. Cuando la Charo tenía esas imaginaciones, siempre a última hora, ya casi oscurecido, después se pasaba toda la noche soñando con el preso, inventándole al preso un nombre, una vida, un crimen, una cara y un cuerpazo; por la noche se hacía novia del preso y al día siguiente me lo contaba, enamoradísima, y ya tenía novio para toda la semana. Pero al domingo siguiente el preso no se asomaba a ninguna ventana y la Charo se ponía mustia y un poco jartible y yo le decía que no sufriera tanto, que si tanta falta le hacía un novio que se buscase un feriante, un arropiero o un pelapavos con calentura en la portañuela, sin importarle lo que dijese Antonia. Pero la Charo sólo quería tener un novio preso. Por eso aquel domingo, cuando de verdad apareció un preso en una de las ventanas, a la Charo le entraron unos escalofríos y unos jadeos que yo creí que se estaba poniendo mala, pero ella me dijo que era la emoción. El preso se quedó un rato quieto en la ventana, agarrado a la reja, y cuando nosotros, que estábamos sentados en la vía del tren, nos pusimos de pie para que nos viera mejor y él se dio cuenta de que estábamos pendientes de él, nos saludó y, como vio que no nos íbamos, volvió a saludarnos, y la Charo lo saludaba a él y le sonreía como si él fuera a ponerle la banda y la diadema de «Miss Puerto», y él empezó a mandarle besos con los dedos de la mano, y ella se puso a hacer lo mismo, y así estuvieron un rato, hasta que oímos a Antonia que gritaba el nombre de Charo y mi nombre, porque ya era muy tarde y había que irse. A la Charo le costó mucho trabajo despedirse de aquel preso que era un preso de verdad, pero le dijo por señas que volvería, que volveríamos, que estaríamos allí al domingo siguiente sin falta. Según la Charo, seguro que el preso se había quedado muy triste, y seguro que no había entendido que no podíamos volver hasta el domingo siguiente por la tarde, y seguro que estaba el lunes y el martes y toda la semana esperando vernos allí, en la vía del tren, y ojalá, me dijo la Charo, todavía tuviese ganas de vernos cuando llegase, de nuevo, el domingo.
—Mañana es lunes —me dijo Antonia, tan marimandona como de costumbre— y hay que madrugar para ir al colegio. Así que déjate de pamplinear y duérmete de una vez, que mañana no habrá quien te levante.
Pero yo me senté en la cama de golpe y le dije que, si cerraba la puerta del pasillo, ella tendría la culpa de que yo me muriese asfixiado, pero ella hizo como que no me oía o como si no le importase ser la culpable de mi muerte y cerró la puerta del pasillo, aunque la cerró con cuidado para no despertar a Manolín y a Jesús, porque los tres dormíamos en la misma habitación, así que en cuanto se cerró la puerta yo empecé a toser y a quejarme, muy peliculero, como si ya estuviera de verdad asfixiándome. Entonces volvió Antonia y detrás de ella entró en la habitación mi madre, y enseguida me di cuenta de que las dos estaban frenéticas, y mi madre dijo qué niño más estúpido, haz el favor de callarte, por Dios, que vas a despertar a tus hermanos, y como despiertes a tus hermanos te juro que esta noche la pasas durmiendo en la azotea; como la azotea estaba junto al mirador grande y junto al cuarto de la Charo, aquella noche no me habría importado nada dormir allí, aunque me muriese de miedo o de una pulmonía. Pero si dormía en la azotea no podría avisar a Eusebio en cuanto dejase de haber moros en la costa. Por eso dejé de toser y de quejarme y, en voz muy bajita y con los ojos llenos de lágrimas, tan llenos de lágrimas que estoy seguro de que parecía que estaba a punto de morir de verdad, le pedí a mi madre que por favor dejase abierta la puerta del pasillo, le juré que, si no, me asfixiaba. Mi madre se dio por vencida y Antonia se fue por el pasillo con mucha corajina, moviendo mucho la cabeza y seguro que soltando por lo bajo cosas contra mí. Antonia se fue derecha a la cocina y luego mi madre apagó la luz del cuarto de estar, y eso significaba que mi padre ya se había ido a dormir aunque yo no lo hubiese visto, seguro que se fue mientras mi madre y Antonia me estaban riñendo por toser y quejarme y estar a punto de despertar a mis hermanos. Mi madre le dijo a Antonia buenas noches, pero Antonia no contestó, o por lo menos yo no oí que le contestase. Lo que sí que hizo fue apagar enseguida la luz de la cocina y eso significaba que también ella se iba a dormir; el cuarto de Antonia estaba junto a la cocina y, aunque era muy grande y tenía dos camas, ella no había querido que aquél fuera también el cuarto de la Charo. Menos mal que a la Charo no le dio en aquel momento por salir otra vez de su cuarto para ver si seguía habiendo moros en la costa. Y, si salió después de que Antonia apagase la luz de la cocina, yo no la vi, porque ya no había encendida ni una sola luz en toda la casa y desde mi cama no se veía ni el pasillo, era como si la puerta del pasillo estuviese cerrada. Ya no había nadie levantado. Ya todo estaba en silencio y a oscuras, sin moros en la costa. Ya era hora de avisar a Eusebio.
—Pero si le aviso agachándome para amarrarme los cordones de los zapatos, antes tendré que ponerme los zapatos —le había dicho yo a la Charo—, porque no me voy a acostar con los zapatos puestos.
La Charo puso cara de desesperación y me dijo que no fuese carajote, que no me complicase la vida, que lo más fácil era que escupiese, que ya había dicho Eusebio que él vería todo lo que yo hiciese en la ventana, como lo veía todo desde la ventana del Penal.
Lo veía todo, según él, aunque en invierno oscureciese temprano y todo se volviese borroso y descolorido, como si empezara a despintarse. Las bombillas que había en lo alto de los postes de la vía del tren daban una luz muy floja y muy pálida, y no las encendían hasta que ya era casi de noche. Antes, desde que empezaba a oscurecer, había un tiempo en que parecía que a uno se le iban llenando los ojos de dioptrías muy deprisa, como le pasaba a don Ignacio, mi profesor de Formación del Espíritu Nacional, que tenía unas gafas con cristales como culos de botella y, cuando se las quitaba, decía que era como si estuviese volando altísimo en un aeroplano, que entonces sólo se ven nubes. En invierno, los domingos, a partir de las seis de la tarde, desde las vías del tren casi sólo se veían nubes que iban emborronándolo todo, pero Eusebio nos dijo, cuando por fin pudo hablar con nosotros, que ni siquiera entonces se le escapaba nada. Y la verdad es que a la Charo y a mí nos entraba mucha preocupación al pensar que a lo mejor el preso no nos veía en cuanto empezaba a oscurecer, pero más preocupación nos entraba cuando nos dábamos cuenta de que el invierno iba pasando y que pronto mi madre diría que volviésemos a pasar las tardes de los jueves y de los domingos en las dunas. Porque al parque de la Victoria sólo íbamos en invierno, que entonces en las dunas hacía demasiada humedad, y eso que a mi madre no le hacía el parque ni pizca de gracia, por lo cerca que estaba el Penal y porque aquello se llenaba de feriantes y de pelapavos con calentura en la portañuela; el arropiero, en cambio, hacía como nosotros: en verano iba a la playa, en primavera y en otoño aparecía por las dunas, y en invierno estaba todos los domingos por la tarde en el parque de la Victoria, vendiendo arropía. El parque de la Victoria no se llamaba así por una señora que se llamase Victoria, como yo creía al principio, sino por la victoria de Franco sobre los comunistas y los masones, como explicaba don Ignacio en sus clases de Formación del Espíritu Nacional. La Charo me contó que, cuando Franco ganó la guerra contra los comunistas y los masones, metieron en el Penal a un vecino suyo, por comunista, y no lo soltaron hasta muchísimos años después, lo menos quince, que cuando lo encerraron en el Penal tenía una niña chica como Rocío y, cuando lo soltaron, la niña, que era amiga de la Charo, tenía ya quince o dieciséis años, la misma edad que entonces tenía la Charo, más o menos. Ese vecino, que cuando salió del Penal tuvo un niño que ahora tenía cuatro o cinco años y se llevaba más de quince con su hermana, le había contado a la Charo cómo era por dentro el Penal, cómo era la vida en el Penal, cómo eran los presos, y la Charo, después de ir juntos cinco o seis domingos a la vía del tren para ver al preso que se asomaba a una ventana del último piso del Penal, me prometió que iba a llevarme para que su vecino me contara también a mí cómo era el Penal por dentro, pero nunca me llevó, lo único que hizo fue contarme que, según su vecino, en el Penal había presos de todas las edades, había presos viejos y presos jóvenes, y que algunos presos jóvenes eran muy guapos y se morían de desesperación. Por eso quería ella tener un novio preso, para que un preso joven y guapo no se muriese de desesperación, y yo le dije que no se lo contase a nadie pero que a lo mejor yo también podía tener un novio preso, porque en el Penal de El Puerto no había presas, y así conseguíamos que la desesperación no matase a dos presos jóvenes y guapos, y la Charo, aunque se hizo la remolona, al final hasta aceptó que, si a las ventanas del último piso del Penal no se asomaba otro preso, ella y yo tuviésemos el mismo novio. Y no se lo dijo a nadie. Ni yo le dije a nadie, y menos que a nadie a Antonia, que teníamos un novio preso que se asomaba todos los domingos a una ventana del último piso del Penal y allí se quedaba agarrado a los barrotes, mirándonos, queriendo a veces decirnos cosas con las manos, mandándonos besos con los dedos, sin moverse de la ventana hasta que nosotros teníamos que marcharnos, sin importarle que, conforme iba pasando el invierno, oscureciese cada vez más temprano, sin importarle que tardaran en encenderse las bombillas tuberculosas, como decía la Charo, que había encima de los postes de la vía del tren, sin importarle que todo fuera emborronándose como un dibujo a tinta china cuando se le derramaba encima un vaso de agua. Era como si a él no se le fueran llenando los ojos de dioptrías, como si hasta el final lo viese todo. Y por eso, hasta el final, hasta que Antonia, hecha una fiera, nos llamaba para que volviésemos, la Charo se levantaba la falda. Porque un domingo, después de que el preso nos hiciera unas señales raras con los brazos, la Charo me dijo voy a subirme la falda, porque seguro que lo que quiere es verme los muslos.
—Pero a lo mejor a mí no me sale —le había dicho yo a la Charo—, Antonia nunca me deja que escupa.
La Charo, que estaba descompuesta y por eso mi madre le había dado permiso para irse tan pronto a su cuarto, lo último que me dijo fue no seas mariquita y escupe como un hombre.
Y ahora tenía que escupir como un hombre. Estaba en pijama y descalzo y no iba a ponerme los zapatos sólo para agacharme y hacer como que me amarraba los cordones, cuando me asomase a la ventana; además, con los zapatos puestos podía despertar a Manolín o a Jesús y echarlo todo a perder, porque iba a llenarse otra vez la costa de moros. Y lo otro que había dicho Eusebio que podía hacer, rascarme la cabeza, no me parecía muy de fiar, no me parecía sencillo que Eusebio, dijese él lo que dijese, pudiese distinguir bien desde lejos si me rascaba o no me rascaba. Así que no había más remedio que escupir. Si era capaz de tener saliva, claro. Porque de pronto me di cuenta de que me había quedado sin saliva, tenía la boca seca como el esparto de un serón y, por más esfuerzos que hacía con la garganta, que hasta me la apretaba por fuera porque a lo mejor la garganta era como una naranja que la estrujabas y soltaba saliva, la boca la seguía teniendo sin una sola gota y así no iba a poder escupir cuando abriese luego la ventana. Si es que era capaz de llegar hasta la ventana. Porque, además de quedarme sin saliva, también me había quedado sin fuerzas, que de pronto descubrí que no podía moverme, que era como si las piernas se me hubiesen vuelto de pronto de plexiglás, que me las pellizcaba y no las sentía, y quería moverlas y no era capaz ni de saber si lo conseguía o no. Entonces sí que pensé que de verdad iba a morir asfixiado. Me di cuenta de que se me paraba la respiración y de que tenía el corazón encogido. Empecé a sudar como si de repente estuviese entrándome muchísima calentura. Me destapé, y eso que Antonia siempre arremetía mucho las sábanas y los cobertores bajo el colchón, porque decía que era muy malo que nos destapásemos sin querer por la noche, que si nos enfriábamos hasta podíamos quedarnos paralíticos. A lo mejor me estaba quedando paralítico; ya era mala suerte quedarse paralítico cuando tenía que avisar a Eusebio. Tenía las piernas chorreando de sudor y el pantalón del pijama subido hasta por encima de las rodillas. La tela del pantalón del pijama estaba empapada y se me pegaba a los muslos. Me entraron ganas de echarme a llorar. Tenía que moverme como fuera. Tenía que cambiarme de pijama. O quitarme el pijama y que se me secaran las piernas. Porque a lo mejor a Eusebio le daban asco los muslos así, tan mojados, tan pringosos. Y entonces me acordé del grito que me pegó la Charo:
—¡Niño, ¿qué estás haciendo con el pantalón?!
Y es que yo me estaba subiendo los perniles del pantalón, para que también a mí el preso, desde la ventana, me viese los muslos.
Porque si el preso era novio de los dos, querría vernos los muslos a los dos, y la Charo tuvo que decir que sí, que eso era verdad, aunque lo dijo a regañadientes. Desde entonces, todos los domingos restantes de aquel invierno, la Charo y yo hacíamos lo mismo: dejábamos a Antonia en uno de los bancos que había alrededor de la gruta construida en honor de la Virgen de Lourdes en el centro del parque de la Victoria, cuidando de Rocío y desesperándose, los días de viento, porque salía volando la ropa del capacho y, a veces, el capacho entero; nos íbamos con Manolín y Jesús y otros niños que conocíamos del parque a jugar al fútbol en un sitio donde no había árboles ni arriates ni parejitas achuchándose como si en vez de estar en el parque estuvieran en el cine o, de noche, en una casapuerta, y la Charo, con el cuento de que era la niñera, hacía los equipos a voleo y no dejaba que nadie rechistase, y a mí siempre me dejaba de suplente, aunque en cada uno de los equipos sólo hubiera cuatro o cinco jugadores, o aunque en un equipo hubiera un jugador más que en el otro; luego, al rato de empezar el partido, la Charo y yo desaparecíamos y nos íbamos andando junto al muro del Penal y nos parábamos siempre en el mismo sitio, en la vía del tren, a esperar a que el preso se asomase a la ventana. El tren nunca pasaba mientras nosotros estábamos allí. Algunos días, sobre todo si había llovido o estaba a punto de llover, olía como si el tren acabara de pasar, un olor a carbón apagado antes de quemarse del todo y a humo pegado al aire para no desaparecer, y a mí me gustaba aquel olor porque cuando olía así yo sentía que la tierra empezaba a moverse y que el Penal y nosotros íbamos alejándonos del parque de la Victoria hasta perderlo de vista. Esos días, era una buena forma de ocupar el tiempo, porque unos domingos el preso aparecía enseguida en la ventana, pero otros domingos tardaba mucho en aparecer. Cuando aparecía, la Charo se ponía enseguida loca de contento y luego me ponía loco de contento yo, aunque es verdad que los últimos domingos los dos nos poníamos locos de contento al mismo tiempo. Empezábamos a saltar y saludábamos con la mano, y el preso nos saludaba a nosotros, pero sin armar bulla, aunque, eso sí, sonriendo mucho para que viésemos que se ponía contento de verdad, o por lo menos eso decía la Charo, aunque yo no creo que la Charo pudiese ver, desde tan lejos, la sonrisa del preso. Yo, desde luego, no la veía, pero también me la imaginaba. Y cuando el preso ya llevaba mucho rato sonriendo la Charo decía que no había que hacerle sufrir más, y entonces empezaba a levantarse muy despacio la falda, y no se la levantaba de golpe hasta arriba, porque decía que era mejor, más emocionante, que el preso nos viera los muslos poco a poco. Así que yo también me recogía poco a poco los pemiles del pantalón. Yo llevaba todavía pantalón corto, unos pantalones que me llegaban hasta un poco más abajo de las rodillas, igual que le llegaba la falda a la Charo. Claro que la Charo podía subirse la falda más de lo que yo podía subirme los pantalones, y a lo mejor por eso pasó lo que pasó. Yo notaba el frío en las piernas conforme me iba recogiendo los pemiles, pero no me importaba porque lo hacía por el preso. Lo único que me importaba y me daba coraje era que la Charo, como podía levantarse mucho la falda, pasaba más frío que yo por el preso, y seguro que el preso se daba cuenta y le estaba más agradecido a la Charo que a mí, porque ella le ofrecía más que yo. En eso, el preso sería lo mismo que la Virgen María, que apreciaba más al que más sacrificio hacía por ella. La Charo se subía la falda hasta las costillas y, algunas veces, los guardias de las garitas del Penal se ponían a silbar como descosidos, pero entonces la Charo soltaba la falda, sin importarle que se le bajara y después tuviera que volvérsela a subir, y les hacía a los guardias de las garitas unos cuantos cortes de manga. Yo también les hacía cortes de manga a los guardias cuando se ponían a silbarnos. La Charo decía que el preso seguro que se ponía furioso con los guardias, pero que, cuando hacíamos los cortes de manga, seguro que se ponía contento. A todo esto, la Charo seguía inventándole nombres al preso, y también seguía inventándole una vida y un crimen; la cara ya no se la tenía que inventar, porque, según la Charo, se veía a la legua que tenía una cara preciosa, y se veía también, o por lo menos se adivinaba, que tenía un cuerpo mejor que el de un artista de cine. Eso sí, tenía que haber cometido un crimen muy grave, pero ya estaba arrepentido y tenía una ganas locas de salir, antes de morirse de desesperación. Y a saber cuánto tiempo le quedaba todavía al preso en el Penal. La Charo estaba segura de que, cuando terminase el invierno y mi madre dijese que ya podíamos volver a las dunas los jueves y los domingos por la tarde, el preso se quedaría esperándonos y nos echaría de menos, porque no habría nadie como nosotros que fuera a la vía del tren a hacerle compañía, hablarle por señas y enseñarle los muslos, y, cuando llegase el verano y nos pasáramos los días enteros en la playa de la Puntilla, todos los días nos acordaríamos del preso, que seguiría acordándose de nosotros cada día en el Penal. Y cuando otra vez llegase el invierno y empezáramos de nuevo a ir los domingos por la tarde al parque de la Victoria, el preso estaría allí, asomado a la ventana, agarrado a la reja, esperándonos, deseando que le habláramos por señas y le enseñáramos los muslos. Para la Charo, tener un novio preso en el Penal era tener un novio para toda la vida. Por eso se quedó como atontada, como si acabaran de darle un golpe fuerte en la cabeza, aquel domingo que ya no era de invierno sino de primavera, poco antes de Semana Santa, cuando nos pasamos la tarde entera esperando a que el preso se asomase a la ventana como todos los domingos, pero se hizo tan tarde y tan oscuro sin que el preso se asomase que la Charo y yo acabamos por comprender que ya no iba a asomarse. La Charo se quedó tan quieta y tan encogida que era como si se hubiera perdido. Me di cuenta de que no podía moverse, no podía hablar, no podía ni siquiera llorar aunque tuviese muchas ganas de llorar como una huérfana. Yo no me atrevía a decirle nada, aunque quería decirle que no se preocupase, que a lo mejor el preso se había puesto malo, o que le habían encargado alguna cosa, o que se le había ido el santo al cielo. Quería decirle lo que fuera, aunque fuese una tontería, menos lo que de verdad estaba pensando: que al preso lo habían soltado y que no volveríamos a verle más. Yo no se lo quería decir porque sabía que también era eso lo que pensaba la Charo. Y que por eso se había quedado como sin sentido, como sin saber qué hacer, como perdida. Se hizo tan oscuro que hasta tuve miedo de que Antonia se hubiese olvidado de nosotros. Se habían encendido los focos del Penal y otra vez parecía que el Penal sólo estaba lleno de muertos, y no de presos. Empezó a oler a carbón mal apagado y a humo pegado al aire como una enorme salamanquesa gris.
—Hola —dijo de pronto alguien detrás de nosotros—. Aquí estoy.
La Charo y yo nos dimos la vuelta como si nos hubieran dado un empujón. Y, cuando vio al hombre que estaba ahora frente a nosotros, la Charo se tapó la boca con las manos y así se quedó, sin poder hablar ni poder chillar ni poder moverse, como las muchachas en las películas cuando se llevan un susto de muerte. Y a mí me pasaba casi lo mismo, aunque la verdad es que yo no habría chillado ni habría salido corriendo por nada del mundo, así que no me importaba si podía o no podía chillar o correr y no estaba asustado; sólo estaba pasmado, no sabía qué era lo que había que hacer.
—Yo soy el de allí —dijo el hombre, y señaló con la cabeza la ventana del último piso del Penal—. Ayer me soltaron.
El hombre tenía una voz normal y corriente, ni chillona ni ronca, y hablaba fino, no como nosotros, así que era forastero. Fue a dar un paso, para acercarse a la Charo, pero la Charo dio un respingo, conque el hombre se estuvo quieto y le sonrió a la Charo y luego me sonrió a mí. Después, sin dejar de sonreír, se arremangó un poco el pantalón, que yo creí que iba a enseñarnos los muslos, pero no, lo que hizo fue sentarse tranquilamente en la vía del tren. También yo le sonreí al hombre y también me senté, pero en la yerba y con las piernas cruzadas a lo moro, y, como la Charo seguía sin moverse, le tiré de la falda para que también ella se sentase. La Charo se quitó las manos de la boca y entonces me di cuenta de que sonreía como los santos en las estampas cuando están delante de una aparición, así que estaba contenta, no estaba muerta de miedo. En las películas, las muchachas, cuando se llevan una alegría enorme de sopetón, también se quedan sin poder hablar ni poder chillar ni poder moverse. La Charo, al menos, pudo sentarse.
—Me llamo Eusebio —dijo el hombre.
Aquel nombre nunca se le había ocurrido a la Charo.
Como la Charo, aunque movió un poco la cabeza, seguía sin decir nada, yo le dije a Eusebio mi nombre y que la Charo se llamaba Charo.
—Encantado —dijo Eusebio, con mucha educación.
Eusebio sacó un bisonte de un paquete casi vacío de Bisontes y un mechero al que le quedaba muy poca mecha, pero encendió el bisonte con mucha habilidad y mucha rapidez. Ya estaban encendidas las bombillas de los postes de la vía del tren, aunque yo no me había dado cuenta de cuándo las habían encendido. Era tan tarde que, o Antonia se ponía a llamarnos a gritos en cualquier momento, o se había olvidado de nosotros. Eusebio miró a nuestras espaldas, hacia lo alto, cambió un poco la sonrisa, que se le puso un poco tristona, y dijo que qué pequeña se veía la ventana del lavadero del Penal desde allí, y que esperaba no tener que pasar en el lavadero ningún domingo más ni asomarse a la ventana. Luego dijo que al día siguiente tenía que marcharse; a León, porque él era de un pueblo de León, a arreglar un asunto. Que volvería, claro que volvería; pero dijo que volvería mirando a la Charo de una forma que estaba claro que no sabía cuándo iba a volver. La Charo dejó de pronto de sonreír, que había estado sonriendo todo el tiempo, como si estuviera embobada, y puso cara como de estar a punto de morir de desesperación, como si, ahora que Eusebio ya no estaba preso, fuera ella la que estaba presa. Entonces empezó Antonia a llamarnos a gritos.
—Tenemos que irnos —dije yo, y la verdad es que ni se me ocurrió que también podíamos quedarnos allí y marcharnos al día siguiente a León con Eusebio.
—¿Podemos vernos esta noche? —preguntó Eusebio, y lo preguntó con tanto apuro que me di cuenta de que hasta entonces había estado disimulando y no era un hombre tan tranquilo como a mí me había parecido que era.
Y entonces hubo un milagro, porque la Charo, que se levantó como si acabaran de darle un latigazo y me cogió del brazo y tiró con tanta fuerza para levantarme que casi me arranca el brazo de cuajo, empezó de pronto a hablar como una cotorra, dijo que nosotros vivíamos en la calle Muñoz Seca, que si Eusebio sabía dónde estaba esa calle, que si no lo sabía que se viniera detrás de nosotros, que nosotros no volveríamos la cabeza ni una sola vez, para que Antonia no se diera cuenta de nada, y, cuando llegásemos a la calle Muñoz Seca y nosotros entrásemos donde vivíamos, en el número doce, que Eusebio esperase fuera, en uno de los bancos que había en la plazoleta que la calle formaba allí, justo enfrente de nuestra casa, y que tuviese paciencia y se fiase de nosotros, porque ella o yo le avisaríamos.
—Muy bien —dijo Eusebio, y lo dijo de un modo que estaba claro que esperaría en la plazoleta, sentado en un banco, el tiempo que hiciera falta.
Antonia seguía llamándonos y se notaba, por la forma de gritar, que ya estaba encorajinada. Entonces la Charo echó a correr y, como me tenía cogido del brazo, casi me arrastra, pero de repente, cuando apenas había dado tres zancadas, se paró en seco. Se volvió a mirar a Eusebio, me miró a mí, y me dijo:
—Le avisas tú, porque tu cuarto da a la calle.
Y entonces fue cuando Eusebio dijo que me asomase a la ventana e hiciese cualquier cosa: rascarme la cabeza, escupir o agacharme como si me tuviera que amarrar los cordones de los zapatos, y que no me preocupase, porque él lo veía todo, aunque fuera de noche, porque los ojos en el Penal se le habían vuelto como telescopios.
Así que cerré los ojos y apreté los puños y me concentré como en el colegio, en clase de gimnasia, cuando hacíamos carreras de velocidad, y respiré hondo tres veces, y luego intenté de nuevo mover las piernas, y casi me desmayo de alegría al ver que podía moverlas. Escuché perfectamente, otra vez, la voz de Eusebio diciéndome lo que tenía que hacer, como si estuviese junto a mi cama. Me toqué los muslos y ya no estaban mojados los pantalones del pijama, aunque es verdad que uno de los pemiles se me había pegado al muslo, por el sudor, y, al despegarlo, me dio una tiritona. Después, cuando puse los pies en el suelo, otra tiritona me subió desde los talones, como si hubiese pisado un aguaviva. Todo estaba tan oscuro que tuve que concentrarme para recordar bien dónde había muebles y por dónde podía pasar sin tropezar con nada. Y menos mal que Antonia nos obligaba todas las noches a dejar bien ordenada la ropa y los zapatos debajo de las camas, que así no había peligro de tropezar con nada de eso. El pecho empezó a quemarme un poco, hasta que me di cuenta de que era porque me estaba aguantando la respiración. Entonces respiré bien tres veces, aunque lo hice despacio, para no armar ruido. Manolín y Jesús hacían un ruido suave pero un poco áspero al respirar mientras dormían, como si el aire que les salía por los labios arañase despacito la ropa de cama. La cama de Jesús estaba pegada a la pared y los pies de la cama quedaban debajo de la ventana, así que me puse a tocar con mucho cuidado los pies de la cama de Jesús para poder subirme sin tropezar con él, porque Jesús durmiendo se movía tanto que algunos días amanecía con la cabeza en los pies de la cama y los pies en la cabecera. Aquella noche, Jesús dormía como hay que dormir, y yo apoyé el pie en su cama para subirme, abrir la ventana y avisar a Eusebio. Luego, tragué saliva, y entonces me di cuenta de que ya tenía otra vez saliva y podía escupir.
En lo que nunca me había parado a pensar era en el ruido que hay que hacer para abrir una ventana. El primer pestillo, el de los tapaluces, estaba muy duro, y cuando por fin tiré con todas mis fuerzas y conseguí sacar el mango de la pestaña, toda la ventana tembló como si hasta entonces hubiera estado amarrada y se quisiera soltar. Casi me muero del susto. Menos mal que Manolín y Jesús seguían durmiendo como si no estuviera pasando nada, y toda la casa volvió a quedarse enseguida en silencio, como si la oscuridad se tragara todos los ruidos.
El otro pestillo de la ventana, el de las puertas con cristales, no estaba tan duro, pero al girar hizo una de esos ruidos afilados que arañan las tripas y que mi madre no podía soportar; cuando nosotros, queriendo o sin querer, hacíamos un ruido de ésos, mi madre se descomponía y casi seguro que el que estaba más cerca se llevaba una torta, aunque no tuviese culpa de nada. Pero mi madre, aquella noche, estaba en el primer sueño, y Antonia decía que cuando estás en el primer sueño ya se puede caer la casa, o ya puede entrar a robar una panda de gamberros, que ni te enteras. Eso me tranquilizó mucho, porque todo el mundo, menos la Charo y yo, estaba en el primer sueño y no iba a enterarse de que entraba en la casa un preso del Penal.
Abrí de par en par la ventana y, aunque las bisagras también hicieron ruido, que fue como si alguien las hubiera aplastado de un pisotón, ya no me importó. Hacía frío, pero el aire estaba muy quieto, y por el borde de los tejados de las casas el cielo parecía morado, como si el frío lo destiñese un poco. Me asomé y enseguida vi a Eusebio, que estaba sentado en el banco, sin moverse, ni siquiera cuando vio que yo me asomaba a la ventana. Esperó a que escupiese, que lo hice fatal aunque esperé un poco hasta tener bastante saliva, y entonces se levantó.
Cualquiera que hubiese visto a Eusebio en aquel momento habría pensado lo que yo pensé, que no había hecho otra cosa en su vida que entrar en mi casa de noche, por la ventana de mi cuarto. Se sabía de memoria por dónde tenía que trepar, dónde tenía que poner los pies, a qué tenía que agarrarse. Todas las luces de todas las casas de la calle estaban apagadas y Eusebio era un bulto oscuro que subía pegado a la pared como si flotase, como si no le costara ningún trabajo. Cuando vi que su cabeza estaba a punto de llegar hasta la ventana, me metí en la habitación y me eché a un lado, al lado contrario de donde estaba la cama de Jesús, para que Eusebio pudiese entrar sin estorbo. Y la verdad es que no sé cómo lo hizo, porque cuando quise darme cuenta él ya estaba a mi lado, acurrucado, sonriendo tranquilamente, estaría contento por haberlo hecho tan bien. Tonto de mí, me llevé un dedo a los labios, como si hiciera alguna falta advertirle que no armara ruido, y él entonces se llevó también un dedo a los labios y puso cara de malo de tebeo y yo me di cuenta de que se estaba chufleando de mí. Antes de que yo me pusiera triste por eso, él dijo:
—Vamos —y lo dijo de una forma que comprendí que, aunque se hubiese chufleado un poco de mí, no lo había hecho con mala intención.
Eusebio se puso de pie sin ningún apuro y me indicó por señas que yo también me pusiese de pie, que no me preocupase, que no iba a pasar nada. Miró un poco a su alrededor, sin arrugar la cara ni nada, como si estuviéramos a plena luz del día, y señaló enseguida la puerta del pasillo, sabía que teníamos que ir por allí. Eso me convenció de que, en el Penal, a Eusebio se le habían puesto los ojos como telescopios.
Toda la casa estaba como si la hubiesen enterrado viva. No se veía nada en el pasillo, o por lo menos yo no veía ni las baldosas del suelo, pero Eusebio me puso una mano en el hombro y yo supe que no me iba a pasar nada. Estiré el brazo y apoyé la mano en la pared y, a cada paso que daba, adelantaba un poco más la mano para saber cuándo tenía que doblar para la cocina. Yo iba descalzo y delante de Eusebio, y Eusebio no se había quitado los zapatos ni nada, pero iba tan en silencio que de pronto pensé que ya no iba detrás de mí, porque no escuchaba sus pasos, ni su respiración, de pronto ni siquiera notaba su mano apoyada en mi hombro, y me paré en seco, de repente pensé que si daba otro paso me iba a caer en un precipicio. Entonces Eusebio me apretó el hombro con la mano y de golpe se me fue todo el miedo que me había entrado de golpe. Casi al mismo tiempo, Eusebio me dijo al oído:
—Sigue, y no te preocupes por la pared. Yo ya sé dónde hay que doblar.
Pensé que los ojos de Eusebio eran unos telescopios de reglamento. Porque, en cuanto dimos unos cuantos pasos más, Eusebio me empujó un poco por el hombro para que doblase, y a partir de entonces todo fue mucho más sencillo. Al fondo, por la puerta de la cocina, entraba ya un poco de claridad. No había ninguna luz encendida, pero una vez Antonia me había dicho que la noche nunca es tan oscura como parece, que oscuras de verdad sólo son las sepulturas, y que hasta la noche más negra tiene siempre un resplandor que sólo se nota si estás en una habitación con la luz apagada, de noche, y abres una ventana. Las ventanas de la cocina siempre se quedaban abiertas de par en par, para que la casa al día siguiente no oliera a comida, que mi madre había heredado de mi abuelo la manía de la ventilación, y seguramente por eso se notaba en la puerta de la cocina aquella claridad, o a lo mejor ya era tan tarde que pronto iba a amanecer. En cuanto amaneciera, sonaría el despertador en el cuarto de Antonia, de modo que, si pronto iba a amanecer, teníamos que darnos prisa.
Le hice señas a Eusebio para que nos apurásemos. Y me apuré tanto que Eusebio dejó de poner la mano en mi hombro y lo único que hizo fue seguirme. Pasamos por delante del cuarto de estar y del comedor, subimos los cuatro escalones de la escalera de la cocina, atravesamos la cocina para llegar al cuarto de la plancha y yo ni siquiera miré para la habitación de Antonia, porque a lo mejor Antonia se despertaba sólo con que yo mirase la puerta de su habitación, y cuando llegamos al cuarto de la plancha ya me di cuenta de que la luz del cuarto de la Charo estaba encendida y la Charo tenía la puerta abierta, porque hasta la escalera por la que se subía al mirador grande llegaba la claridad. Eusebio también se dio cuenta porque me adelantó de dos zancadas y subió la escalera delante de mí.
La Charo estaba en la puerta de su cuarto, en combinación, esperando a Eusebio. Y Eusebio se había quedado quieto en medio del mirador grande, mirando a la Charo. Yo, detrás de Eusebio, no sabía qué hacer.
Eusebio movió un poco la cabeza y le hizo a la Charo unas señales con los brazos, y la Charo sonrió. Luego, ella empezó a subirse muy despacio la combinación, para que Eusebio le viera los muslos.
Eusebio empezó a acercarse a la Charo. Se fue acercando muy despacio, tan despacio como la Charo se levantaba la combinación. Yo me puse entonces al lado de Eusebio, pero Eusebio sólo tenía ojos para la Charo. No quería pensarlo, pero pensé que Eusebio ya se había olvidado de mí. La Charo no se había olvidado de mí porque seguro que ni se había dado cuenta de que yo estaba allí; desde que Eusebio y yo entramos en el mirador grande ella sólo tuvo ojos para Eusebio. Así que dejé que Eusebio siguiera acercándose a la Charo, y luego yo me adelanté un poco y me quedé a un lado, para ver lo que hacían.
Cuando Eusebio llegó junto a la Charo ni le dio un beso ni nada. Sólo le puso las manos en los muslos, con mucho cuidado, y le dijo algo que no pude oír. Yo entonces tosí, para que Eusebio me mirase, y Eusebio me miró.
De golpe, y con tanto coraje que hasta se me saltaron las lágrimas, me subí los pemiles del pantalón del pijama, para que Eusebio me viera los muslos. Eusebio se rió un poco, muy poco, con muy pocas ganas de reírse, y se agachó y me dio un pellizco en el cachete y me dijo:
—Estás muy flaco. Tienes que engordar.
—¿Y si engordo me pondrás las manos en los muslos, como a la Charo?
Yo creo que no se esperaba esa pregunta, por la cara que puso, pero enseguida dijo:
—Claro que sí.
Yo no lo veía tan claro.
—Es que mañana te vas —le dije.
—Es verdad. Mañana me voy. Pero volveré.
—¿Seguro que vas a volver?
—Volveré —dijo él, y lo dijo como si fuera una desgracia—. Yo soy carne de penal.
Luego me dijo que me fuera a la cama, que él tenía que hablar de una cosa con la Charo.
Y sólo entonces me fijé y me di cuenta de que Eusebio no era tan joven como nosotros pensábamos, ni era tan guapo de cara como la Charo me había dicho que era cuando lo veíamos desde la vía del tren, ni tenía facha de artista de cine.
La verdad es que no pude fijarme bien en cómo era, porque enseguida se metió con la Charo en el cuarto de la Charo y cerraron la puerta por dentro.
Yo volví a mi cama casi sin darme cuenta, casi sin pensarlo, porque sólo pensaba en comer bien y engordar para cuando Eusebio volviese, y, si no volvía, para que, cuando de nuevo llegase el invierno y fuera otra vez con la Charo los domingos por la tarde a la vía del tren, mis muslos estuvieran gorditos como los de la Charo y le gustasen al preso que se asomara a la ventana del lavadero del Penal.