Para Marcel

La vida de Carolina Ferguson, hermanastra de mi abuela materna, estuvo sin duda llena de historias exquisitas que ella nunca contó a nadie. Carolina Ferguson era, según las malas lenguas, demasiado elegante para compartir sus experiencias con una manada de pueblerinos. Por ello, durante un cónclave familiar perfectamente grosero, y en el instante mismo en que el administrador de los Ferguson le comunicaba solemnemente que estaba arruinada, Carolina decidió guardar de ahí en adelante el más absoluto mutismo sobre su vida, sus viajes, sus amores y todos aquellos excéntricos caprichos y negocios que la habían conducido a semejante estado de insolvencia. Tenía entonces cincuenta y siete años, y aún conservaba casi intactas la extraña pero fascinante belleza y la maravillosa distinción que le dieron fama en los mejores salones de Europa.

Naturalmente, yo sólo recuerdo a tía Carolina como una anciana de veras espléndida, de porte magnífico y expresión desdeñosa, que vivía en un piso modesto en cuyo interior reinó siempre la más depurada austeridad. En cuestiones de mobiliario y decoración, tía Carolina jamás se permitió, desde su obligada reclusión en aquella ciudad y en aquel piso, el menor exceso, consciente de que aquello habría supuesto, aun en caso de haber podido permitírselo, una concesión al mal gusto de nuestra época. Prefería vivir rodeada de los objetos precisos e inevitables, y de media docena de detalles refinados —un dibujo, una porcelana, un espejo antiguo, la edición príncipe de un libro de poemas de Verlaine— que hablaban claramente de un gusto tan estricto como certero.

También guardaba celosamente todos sus recuerdos, algunos de ellos atrapados en centenares de deliciosas fotografías, en manojos de cartas atados con cintas de terciopelo, en perfumados diarios en cuyas cubiertas de piel figuraban grabados los años correspondientes. Pero tía Carolina jamás le enseñó eso a nadie, excepto a mí y sin que nadie lo supiera. A su muerte, dejó en testamento que todo aquello se quemara, como se hizo, salvo un sobre a mi nombre, que apareció en uno de los cajoncitos de su tocador.

—Esto es para ti —dijo mi madre, dando vueltas al sobre, muy sorprendida e intrigada, sin acabar de dármelo—. Pero no te hagas ilusiones, hijo. Seguro que dinero no es.

—Seguro que no, mamá —dije yo, arisco.

La sola insinuación de que tía Carolina podía haber puesto algún dinero en aquel sobre a mi nombre me resultaba ofensiva. Por descontado, todo el mundo estaba muerto de curiosidad, y tío Luis llegó a decir que podía tratarse de alguna inconveniencia, dado lo estrafalaria que siempre fue Carolina Ferguson y lo peculiar de su «escala de valores»; lo dijo exactamente así, con esa expresión tan petulante y tan insoportable por su tufo moralista, expresión que tía Carolina habría acogido con una ostentosa muestra de repugnancia.

Yo, por supuesto, me negué en redondo a abrir el sobre delante de ellos, y nunca lograron que les revelara su contenido. Si ahora cuento todo esto por escrito, es sólo porque me consta que tía Carolina deseaba que alguna vez lo hiciera.

De ella, como digo, se sabían muy pocas cosas. Para la familia, había sido una mujer frívola e insolente, muy mundana y aventurera, de cuya honestidad, como es lógico, nadie estaba dispuesto a responder. Se decía que tuvo una legión de amantes calaveras y hasta siniestros que la llevaron a la ruina. Se le reconocía, eso sí, un gusto exquisito, una belleza rara pero indiscutible —y, en alguna etapa de su vida, incluso despampanante— y una distinción que la edad había conseguido depurar y proteger. La gente contaba sobre Carolina Ferguson infinidad de anécdotas pintorescas que, desde luego, y sobre todo si eran ingeniosas, ella nunca desmintió. Se aseguraba que, durante muchos años, hizo continuas travesías, en transatlánticos de lujo, entre Marsella y Nueva York, pero a la ciudad de los rascacielos no descendió más que la primera vez, y la encontró tan monstruosa que se juró no volver a hacerlo en toda su vida; siguió realizando aquellos viajes que le entusiasmaban —pasajeros elegantísimos, sobremesas soleadas en cubierta, partidas de bridge, excelentes conciertos nocturnos y aventuras galantes que le emocionaban muchísimo por su fugacidad— pero, cuando atracaban en el puerto de Nueva York, ella permanecía en el barco, resignada y melancólica, ansiando el viaje de regreso. Para tía Carolina, el único hogar imaginable era Europa, cualquiera de las capitales dignas del Viejo Continente, y todo lo demás —incluyendo, evidentemente, España—, el extranjero, un mundo no civilizado que siempre le resultó insufrible.

Por eso sus visitas a la familia eran muy escasas y breves y acababan resultando irritantes para todo el mundo. Protestaba de un ambiente provinciano que la abrumaba nada más atravesar los Pirineos y se quejaba de que aquí le acechaban los mayores sobresaltos que había tenido en su vida. Una vez contó que, durante un breve viaje en ferrocarril, momentos después de ponerse en marcha el tren, entró en su departamento de primera clase un caballero que a primera vista parecía muy distinguido y se sentó frente a ella, tras el más irreprochable y ceremonioso de los saludos. Pero, al cabo de unos minutos, y de manera completamente imprevista, aquel hombre extrajo de uno de los bolsillos de su chaleco una hermosa petaca y, sin preámbulos, le preguntó: «¿Le molesta si fumo?». Una pregunta así la sorprendió hasta aturdiría, de manera que no acertó a responder más que la verdad pura y descarnada. «Si he de decirle la verdad», contestó, con la más adecuada arrogancia, «no sé si me molesta o no. Hasta ahora nadie se había permitido fumar delante de mí». Por fortuna, se trataba de un caballero despierto, que logró ruborizarse con la suficiente presteza y convicción. Pero algo así sólo podía ocurrirle a Carolina Ferguson en un país como éste, y de ahí que lo evitara todo lo posible.

Obviamente, aborrecía mantener conversaciones financieras con el administrador de los Ferguson, un tipejo repelente y astuto que no tardó en comprender que, en el caso de Carolina, él podía hacer con el dinero lo que quisiera sin que ella jamás se lo reprochara. Cuando, en aquella bochornosa reunión a la que asistió miserablemente engañada, el administrador le demostró que se encontraba en la ruina más absoluta, tía Carolina no dijo una sola palabra de desconfianza hacia el administrador o en su propia defensa y aceptó la realidad con una entereza desconcertante. Malvendió sus últimas acciones, buscó una vivienda sencilla pero digna, se desprendió de todas sus joyas y pertenencias de valor, para las que encontró compradores discretos y, en algún caso, generosos, invirtió el dinero con inesperada habilidad y aprendió a administrarse con severidad y eficacia. Así pudo sobrevivir más de treinta años.

No hablaba con nadie. No recibía visitas. No quería saber nada de parientes o lejanísimas amistades de la infancia.

Sin embargo, los recuerdos siempre juegan en contra de nosotros. Una mañana, a los cinco o seis años de su reclusión, tía Carolina envió a la mujer que entonces acudía a hacerle las tareas domésticas con un recado para mi abuela. Pedía hablar con alguien de la familia, alguna persona sensata y no demasiado intrigante. Fue un verdadero acontecimiento. Por unanimidad, la familia designó para solventar el embolado a mi tío Ernesto, el hermano mayor de mi madre, un chico muy formal y cariñoso, según todo el mundo, y al que luego mataron en la guerra. Y tío Ernesto volvió de la visita a tía Carolina muy sorprendido.

—Sólo parece interesada en saber —explicó— si alguno de nosotros quiere ser escritor, si ha demostrado alguna aptitud y vocación para la literatura. De pronto está obsesionada con eso. Es muy extraño.

—¿Querrá que le escriban sus memorias? —preguntó mi abuela, horrorizada.

Todos consideraron aquella posibilidad muy peligrosa, y no pusieron el menor interés en hacerle caso a tía Carolina. Yo esto lo sé porque mi madre me lo contó muchos años después y, llegado el momento, me advirtió muy severamente que no me tomase demasiado en serio lo que tía Carolina me pudiese contar.

—Y espero que no sean indecencias —añadió, pero no dirigiéndose a mí, sino como hablando consigo misma.

En realidad, sé que mi madre nunca se arrepintió suficientemente de haberle confesado a tía Carolina, en una tarde tonta en la que practicaba con ella la obra de caridad de visitar a los ancianos, y en la cual su orgullo materno pudo más que todas sus prevenciones, que, por fin, en la familia había alguien de quien los profesores de la Pescadería aseguraban que podía ser, con el tiempo, un escritor.

La verdad es que Carolina Ferguson hubo de esperar muchos años hasta encontrar a alguien como yo. Me consta que la noticia de que el futuro escritor no era más que un niño no le hizo demasiado feliz. Pero más valía eso que nada. Ya no le quedaba demasiado tiempo. Pidió leer algunas de mis cosas —redacciones escolares, un cuaderno de versos a las principales fiestas del año, una historia resumida de mi familia hasta que nació mi hermana Rocío— y supongo que las encontró detestables, pero a aquellas alturas de su vida, con ochenta y siete años cumplidos, no tenía más remedio que correr el riesgo de confiar en mí.

Me recibió muy emocionada e impaciente. No permitió que ninguna otra persona estuviese presente en nuestra conversación. Estaba tan excitada que casi no podía hablar. Yo también estaba muy nervioso. Había oído hablar mucho de tía Carolina, me moría de curiosidad, me parecía estar viviendo un momento extraordinario. Ella estaba sentada frente a mí, arregladísima, oliendo a colonia de baño, tan impaciente que costaba trabajo creer lo vieja que era, porque me miraba como si nos quedasen muchas cosas por hacer juntos, y tenía en la mano derecha unas hojas de papel cuidadosamente arrancadas de uno de aquellos viejos cuadernos de piel en los que escribía sus diarios.

—Voy a confiar en ti —susurró, con una ansiedad emocionante—. Quiero que leas esto. Sólo tú debes leerlo. De momento, es sólo para ti. Quizás algún día…

La vi tan angustiada de pronto que me asusté y llamé a mi madre y a la criada para que hicieran algo. Pero yo me guardé aquellas páginas, manuscritas con una letra amplia y hermosa, y las he leído despacio muchas veces, y nunca hasta ahora dije nada sobre ello.

Eran cuatro páginas sueltas de un diario.

París, ocho de abril. Lunes

Es maravilloso encontrarse de nuevo en casa. Cierto que he sorprendido en el hotel algún descuido impropio de un lugar como éste. Lo de esta tarde ha sido muy desagradable. Creo que tengo derecho a considerar inadmisible la presencia en el salón de ese caballero que no ha dudado en permanecer observándome durante mucho tiempo, con una codicia absolutamente vulgar. Claro que yo descubrí enseguida lo que pasaba, pero una dama no puede darse por enterada de ciertas cosas. Lo mejor es aparentar una total indiferencia; el admirador, tarde o temprano, y suponiendo que realmente sea un caballero, acaba por aceptar su insignificancia. Pero aquel individuo, cuyo aspecto resultaba dolorosamente impropio del más exclusivo de los salones del Crillon, consiguió resultar de veras desagradable. ¿Cómo se puede ser tan indecoroso en un lugar que exige la discreción más exquisita? Me atrevería a preguntar aún más: ¿cómo puede permitirse aquí semejante intemperancia? Comprendo que quejarse a la dirección del hotel por permitir la lejana insistencia de un galanteador puede resultar muy provinciano, y me cuidaré mucho de hacerlo, máxime después de lo que ha ocurrido. Podría parecer despecho, y eso sí que sería bochornoso.

Nunca imaginé que llegara a sucederme algo semejante en esta maravillosa ciudad. Reconozco que me encuentro aún indignada, y es muy enojoso, porque al caballero en cuestión —y, por tanto, a su ofensa— no lo considero merecedor ni siquiera de un gesto de desdén. No obstante, qué experiencia tan ingrata… Aquel hombre no tuvo reparo alguno en sobornar al maître una y otra vez para que me hiciera llegar el recado de que tenía el máximo interés en hablar conmigo. Fue inútil que yo rechazara la petición, una y otra vez, con pudorosa, pero supongo que perceptible, repugnancia. Ese hombre debió de gastarse una fortuna para que el maître faltara a las más elementales reglas del tacto y la profesionalidad. Desde luego, de nada le sirvió.

Pero la tenacidad, cuando se reconoce frustrada, sólo puede desembocar en el atrevimiento, de manera que el individuo en cuestión acabó por cometer la increíble osadía de acercarse a mí y dirigirme la palabra sin que yo lo consintiera.

«Sé que no podrá perdonarme nunca, Mademoiselle», susurró, y yo me di cuenta de que se hallaba literalmente aterrorizado. «Yo tampoco me concederé jamás a mí mismo el perdón por lo que estoy haciendo. Sin embargo», añadió, «necesito hablar con usted. Es imprescindible. Es superior a todas mis fuerzas y convicciones, a todos los principios de la buena cuna y la buena crianza. Por favor, no me lo niegue. ¿Tendría la generosa bondad de decirme de dónde procede esa pluma maravillosa que adorna su sombrero?».

¿Puede una dama recibir ofensa mayor? Me levanté inmediatamente, con toda la altivez de que soy capaz, y sólo me consuela un poco el saber que dejé a ese hombre absolutamente desolado.

Hasta aquí llega el texto manuscrito. Al principio me hizo mucha gracia, pero cuando tía Carolina acabó por revelarme toda la verdad, sentí auténtica piedad y admiración por ella.

Al día siguiente de nuestra entrevista, mi madre me despertó muy temprano.

—Vístete, anda, tía Carolina quiere hablar contigo —me dijo—. Esto es una locura, pero la pobre se ha puesto muy mal y no tengo valor para negárselo.

Tía Carolina me recibió en su cama, y exigió de nuevo que nos dejaran solos. Hablaba despacio y muy suavemente, sin duda con la completa certeza de que aquélla era su última oportunidad. Me preguntó:

—Hijo, ¿lo has leído?

Le dije que sí con la cabeza, sin poder hablar de lo impresionado que estaba.

—Ahora quiero que veas esto.

Metió la mano temblorosa bajo los almohadones y sacó de allí la página oscurecida y muy frágil de una antiquísima revista ilustrada.

—Mira la fotografía de ese hombre.

Era un señor de aspecto placentero, atildado y algo agónico, cuya fotografía ocupaba más de la mitad de la página.

Bajo la foto decía escuetamente: MARCEL PROUST.

Tía Carolina comenzó a decir:

—Era él, Dios mío, el gran Proust…

Pero no pudo seguir, ahogada por los sollozos.

Por entonces, yo no sabía quién era aquel señor, pero comprendí inmediatamente que tía Carolina había dejado perder, aquella tarde parisiense en el hotel Crillon, algo maravilloso. Y aquello había estado atormentándola el resto de su vida.

Murió tres días después, y dejó para mí, además de las páginas sueltas de su diario, aquel sobre con el recorte de la revista y una fotografía suya de la época: espléndida y elegantísima muchacha, de belleza escasamente convencional, pero radiante, tocada con un sombrero deslumbrante en el que reinaba la pluma más espectacular que imaginarse pueda.

En la fotografía, con la letra imprecisa de sus últimas horas, tía Carolina escribió una dedicatoria conmovedora e inútil:

«Para Marcel, esta humilde flor de un tiempo perdido».

Fue, seguramente, la única declaración de humildad que Carolina Ferguson hizo en toda su vida.