Cuando nos mudamos de casa, las costureras del piso de arriba nos recibieron con mucha liturgia y mucha prosopopeya, como dijo mi madre. La liturgia consistió en una merienda con más vajilla y cubertería que sustancia, vajilla y cubertería que mi madre ponderó una barbaridad mientras mi padre procuraba tomarse el café a sorbos muy pequeños y muy espaciados, para no poner a las costureras en el apuro de ofrecerle más, cuando estaba claro que no había más. A Manolín y a mí nos dieron a cada uno un polvorón que estaba rancio y espachurrado y que seguro que era, aunque ya estábamos en septiembre, de la caja de mantecados que la fábrica de vidrio mandaba por Navidades a todos los empleados, y a las viudas y los huérfanos de empleados difuntos; las costureras eran huérfanas de un antiguo capataz de la fábrica. Las costureras le daban mucha importancia a la vajilla, a la cubertería y a los polvorones, como si fueran de la familia, y, según mi madre, en eso consistía la prosopopeya. Gracias a la liturgia y a la prosopopeya las costureras quedaron con nosotros estupendamente y mi madre decía que a las pobres había que agradecérselo, que sólo ellas en todo el bloque nos habían ofrecido un piscolabis de bienvenida.
—¿Las costureras han hecho con nosotros una buena obra, mamá? —preguntó Manolín, que por entonces estaba decidido a irse de misionero y se pasaba todo el santo día empeñado en que nos hiciéramos buenas obras los unos a los otros.
Mi madre nos explicó que, si lo habían hecho con intención cristiana, el detalle que habían tenido las costureras sí que podía considerarse una buena obra y que Dios Nuestro Señor acabaría premiándosela en este mundo o en el otro. Si era en el otro, el premio consistiría seguramente en la gloria eterna, pero, si era en éste, el premio podía ser también el gordo de la lotería o un buen pretendiente para cada una de ellas. Manolín dijo que entonces seguro que el premio iba a ser en el otro mundo, porque encontrar tres pretendientes dispuestos a cargar con las costureras no era sencillo ni para Dios Nuestro Señor.
Y no es que las costureras fueran lo que se dice feísimas. Eran más bien corrientes, y una de ellas, la de en medio, hasta tenía buen tipo. No eran ni guapas ni feas, ni altas ni bajas, ni rubias ni morenas, ni gordas ni flacas, ni viejas ni jóvenes; eran talluditas. Pero el problema mayor de las costureras para encontrar pretendiente es que eran tres y siempre estaban las tres juntas, no se separaban ni para ir al almacén de ultramarinos de la esquina a comprar un poco de canela en rama. Bueno, la verdad es que para ir al almacén de la esquina no se habrían separado por nada del mundo, ni aunque las martirizasen, porque nada más pasar el almacén empezaba El Costillar, el barrio al que, después de que se muriese de un síncope repentino Leonor dos Santos y cerrasen El Ancla, iban los hombres en busca de mujeres.
—Estos pisos son una monería —le dijeron a mi madre las costureras— y hay que ver lo preciosa que se ve desde aquí la Prioral. Lástima que estén tan cerca esas casas de mujeres, por Dios.
Mi madre miró a mi padre y luego nos miró a Manolín y a mí, para ver si habíamos entendido a las costureras. Pero Manolín y yo nos hicimos los longuis y seguimos como si tal cosa, dándoles coba a los polvorones, como si a fuerza de manosearlos pudieran ir desapareciendo poco a poco. Por supuesto, Manolín y yo habíamos entendido a las costureras estupendamente y enseguida nos entró una preocupación grandísima por las mujeres de El Costillar.
Manolín decía que al primer sitio al que iba a ir de misionero era precisamente a El Costillar. Yo le preguntaba que cómo pensaba distinguir a las que tendría que redimir y a las que no, y él lo tenía muy claro: redimiría a todas las mujeres que viera llenas de postillas y de granos con pus, que en eso se distinguían, según explicaba el hermano Leoncio en clase de religión, las mujeres que iban con hombres, uno detrás de otro. Conforme las fuera redimiendo, subiría a contárselo a las costureras, que se pondrían contentísimas y celebrarían por todo lo alto, con mucha liturgia y mucha prosopopeya, el que Manolín hiciese tantísimas buenas obras. Por mi parte, no estaba seguro de querer desperdiciar mis buenas obras en aquellas mujeres tan espantosas. A mí a lo mejor me tocaba redimir a los hombres que iban con mujeres en El Costillar.
Claro que antes de redimirlos, a las mujeres y a los hombres, tendríamos que verlos y comprobar si de verdad eran como decía el hermano Leoncio. De manera que una tarde, después de salir del colegio, Manolín y yo decidimos que, antes de llegar al almacén, daríamos un rodeo por aquellas calles que tanto asustaban a las costureras y por las que mi madre nos había prohibido meternos salvo en caso de peligro de muerte. Acabábamos de empezar el curso y Manolín ya no tenía en clase al hermano Leoncio. Con la luz ya un poco perezosa de las seis de la tarde, la torre de la Prioral parecía recién lavada después de una buena siesta. Había chiquillos jugando a la pelota en la rotonda central de la plaza. En el quiosco de chucherías y tebeos, la hija del dueño andaba de palique con el novio y despachaba el chicle o el regaliz sin fijarse mucho en lo que hacía. Ni Manolín ni yo queríamos reconocer lo nerviosos que estábamos, pero la verdad es que aquellas calles de El Costillar eran como cualquier otra. Casi todas estaban recién regadas y por muchos de los cierros bajos se veía el interior de las casas, cuartos en penumbra en los que no parecía que ocurriese nada de particular. En una casapuerta, una vieja con mucho garbo, sentada en una mecedora, ponía cara de sorpresa o de satisfacción de vez en cuando, como si estuviera contándose sus cosas a sí misma. Aquello era lo que se dice llevarse un chasco. Allí no había nadie a quien redimir. Hasta que de pronto doblamos una esquina y casi chocamos con un grupo de mujeres que les decían verdulerías y les arrimaban las hechuras a dos muchachos de muy buen ver a los que, por lo que les decían, les costaba trabajo decidirse. Manolín y yo nos quedamos de piedra.
Aquellas mujeres no tenían en la cara postillas ni granos de pus. Todas parecían guapas, aunque unas eran más guapas que otras. Todas estaban muy arregladas, muy limpias, muy repeinadas. Algunas eran rubias y otras morenas, algunas eran bajas y otras altas, la mitad eran jóvenes y la otra mitad eran, como las costureras, talluditas. Todas parecían contentas, todas hablaban por los codos, todas se reían como si estuvieran viendo una de Charlot. Los muchachos también. Todos estaban en la gloria. ¡Como para que Manolín y yo fuésemos a redimirlos!
—¡Niños! ¿Qué estáis mirando? —gritó de pronto una de las mujeres, que era rubia, baja y talludita—. ¡Largo de aquí, que esto no es para vosotros!
Salimos corriendo. No paramos hasta doblar la esquina del almacén. Luego empezamos a andar despacito, como si tal cosa, para que no se nos notara la sofocación. Pasó Mati Fernández de los Ríos, una amiga de mamá, y a mí me pareció que nos saludaba con retintín. Manolín parecía muy desconcertado. Le pregunté que qué pensaba y no me dijo ni mu, pero yo sabía que estaba dándole vueltas a algo. Cerca del portal de casa, tres hombres miraban para todas partes, plantados en medio de la acera, y no encontraban lo que andaban buscando. Se notaba a la legua que eran americanos de la Base de Rota. Cuando pasamos por su lado, uno de ellos, que a pesar de ser de la Base de Rota se parecía a Jorge Negrete, le puso a Manolín una mano en el hombro, se acuclilló y le dijo:
—Niño, ¿tú sabes dónde hay una casa de mujeres?
Y entonces Manolín no se lo pensó.
—Allí —dijo. Y señaló con el dedo la terraza del piso de las costureras.
Los tres americanos de la Base de Rota subieron la escalera delante de nosotros, y después Manolín, muy contento, me dijo que ya había hecho su buena obra del día. Y era verdad. Porque, a partir de aquella tarde, hubo en la escalera mucho trajín de hombres que iban y venían de casa de las costureras, y las costureras organizaban piscolabis de bienvenida hasta las tantas, con muchas risas, mucha música, mucha liturgia y mucha prosopopeya, y la costurera de en medio, la de mejor tipo, le dijo un día a mi madre que hasta que no se prueba una no sabe lo que se pierde, y entonces yo comprendí que mi hermano Manolín había sido el instrumento del que se había servido Dios Nuestro Señor para premiar a las costureras en este mundo, y no en el otro, por la buena obra que hicieron con nosotros, al darnos un piscolabis de bienvenida, cuando nos mudamos de casa.