Descubrimiento

Estuvimos la noche entera espiando a Mario. Mi primo Mario pasó con nosotros todo el verano, porque tía Carmela se había echado un pretendiente americano con el que pensaba casarse y, en mayo, él se la llevó a Laguna Beach, California, para que conociera a la familia. El viaje iba a ser sólo de quince días, un mes como máximo, según la carta que tía Carmela le escribió a mi padre desde Madrid, pero a principios de junio mi padre recibió un telegrama enviado por tía Carmela desde Hawai y en el que decía que todo se había complicado maravillosamente, que quizá no volviera hasta finales de agosto y que, por favor, nos ocupásemos de Mario. Mi padre, de un humor de perros, fue a recoger a Mario al colegio en el que estaba interno y, en Villa Horacia —que era donde algunos años veraneábamos—, mi madre le preparó la habitación de invitados del piso bajo, una habitación que daba al jardín de atrás y cuyo interior podía verse estupendamente desde el cuarto de la plancha, sobre todo de noche, si la luz de la habitación estaba encendida. Aquella noche, Mario tuvo la luz encendida hasta que amaneció, y mi hermano Manolín y yo aguantamos la noche entera en el cuarto de la plancha, espiando lo que, hasta entonces, todo el mundo —menos Manolín y yo— sabía del primo Mario, lo que hacía cuando se encerraba en su habitación.

—Porquerías —le escuché decir una vez a mi padre.

Mi padre le tenía al primo Mario una tirria espantosa y siempre lo trataba como si hubiera ido a llenarnos la casa de microbios. Mario hacía como que no se daba cuenta o como si no le importase, y eso que mi padre no tenía ningún miramiento y le decía a todo el mundo que Mario era un niño ye-yé; en aquel tiempo, el colmo de la mala suerte para una madre era que un hijo le saliera ye-yé, a menos que la madre fuese como la tía Carmela, porque la tía Carmela, según mi padre, seguro que ni se fijaba en lo ye-yé que le había salido Mario; en toda la provincia de Cádiz, a pesar de la mala fama, no había nadie tan ye-yé como él.

De todas las madres que nosotros conocíamos, sólo a una alumna de mi padre, Aurora Casado, la mujer del farmacéutico de la calle San Bernardino, le había salido un hijo un poco ye-yé, pero nada en comparación con Mario, y eso que el hijo de Aurora Casado aún tenía algún motivo para salir ye-yé, porque al fin y al cabo su madre era una artista y tenía mucha sensibilidad, y eso, quieras o no, un poco siempre se contagia. La tía Carmela, en cambio, por más que se diera de mundana y de chic, tenía menos sensibilidad que una plancha. Mi padre lo sabía bien porque la tía Carmela había querido hacer con él un cursillo rápido de pintura —porque mi padre, además de ser químico y trabajar en la fábrica de vidrio que había en El Puerto detrás de la estación, pintaba por lo artístico y daba clases particulares—, pero mi padre tuvo que decirle a la tía Carmela que la pintura es una cosa sagrada y que él sólo admitía alumnas con verdadero talento y un montón de sensibilidad, como Aurora Casado. Cuando Aurora Casado iba a las clases de pintura que mi padre daba en Villa Horacia, se descomponía si se cruzaba con Mario, sobre todo desde que se enteró de que su hijo y Mario eran amiguitos; en aquel tiempo, según la gente, los niños ye-yé no tenían amigos o amigotes, tenían amiguitos, y mi padre era el que lo decía con más retintín. Mi padre y sus alumnas, señoras bien que soñaban con presentar algún día en el Ateneo alguna exposición, se pasaban horas y horas pintando al óleo o a la acuarela paisajes preciosos, paisajes en los que siempre había una casita monísima con una chimenea de la que salía un humo que parecía humo de verdad, o bodegones con fruta que todo el mundo decía luego que estaba para comérsela, o marinas que tenían que estar tan bien pintadas —según mi padre— que dieran ganas de tocarlas para ver si se te mojaban los dedos, pero aquel verano, con Mario en casa, mi padre y sus alumnas, además de pintar, no paraban de hablar de Mario y de aquello tan horrible que hacía cuando echaba por dentro la llave de la puerta de su habitación.

Aquella noche, después de encerrarse en su habitación, Mario abrió la ventana de par en par y se estuvo un rato mirando el jardín, con una cara rara, como si supiera que le espiábamos.

—A ver qué hace ahora —murmuró Manolín, muy nervioso, después de que Mario se quitase la camisa y se quedara solamente con aquellos pantalones cortos que habían causado sensación, porque, en aquel tiempo, los pantalones cortos sólo se los ponían los muy ye-yé. Luego, Mario se puso a trajinar por el cuarto y a prepararlo todo y yo me atreví a preguntarle a Manolín:

—¿Cómo se llama lo que hace?

—Ni idea —admitió Manolín—. A lo mejor lo adivinamos.

Hacía levante en calma y nos asfixiábamos en el cuarto de la plancha, a pesar de que estaban todas las ventanas abiertas. Manolín y yo habíamos jurado que nos pellizcaríamos el uno al otro si hacía falta para no dormirnos. Mario se puso cerca de la ventana, a lo mejor porque sabía que le estábamos espiando, y tenía todas las luces encendidas. Mario era cinco años mayor que yo y seis años y medio mayor que Manolín, pero había repetido curso un montón de veces y aún le quedaban asignaturas para terminar el bachillerato, aunque por lo visto a la tía Carmela no le importaba lo más mínimo, y si le importaba, como decía mi padre, lo disimulaba divinamente. Además, era muy alto y ya se le estaba poniendo cuerpo de hombre, hasta mi padre admitía que iba a tener una facha fenomenal, que en eso había salido a la tía Carmela, porque el tío Alfonso, el padre de Mario y hermano mayor de mi padre, era un señor y un pedazo de pan, pero abultaba menos que la picha del David de Miguel Ángel, como decía la propia tía Carmela con mucha guasa y mucha desenvoltura. Al año justo de la muerte de tío Alfonso, en un accidente de coche, la tía Carmela decidió volver a vivir y en seguida se echó aquel novio americano con el que se pasaba el año entero viajando en pecado mortal. Mi padre estaba tan furioso que hasta quería que tía Carmela le devolviese su regalo de bodas, una de sus obras maestras, una marina al atardecer, con un oleaje que parecía a punto de salirse del cuadro e inundar el cuarto de estar del piso de tía Carmela. Mi padre se enteró de que Mario le había dicho a su madre que le devolviese de una vez a mi padre aquella cursi y patética antigualla que tiraba bocados de mala que era, y eso mi padre no lo perdonó jamás, pero consintió que Mario pasara con nosotros aquel verano en Villa Horacia sólo por respeto y cariño a la memoria de tío Alfonso, pero con estrictas condiciones: sobre todo, nada de encerrarse en su habitación con sus amiguitos ye-yé —ni siquiera con el hijo de Aurora Casado—, a hacer porquerías.

A hacer lo que nosotros vimos aquella noche que hacía Mario. Aquella pintura rara, nueva, hasta furiosa. Mario pintaba como si estuviera peleándose con el mundo entero. Había puesto el caballete de forma que nosotros podíamos ver el lienzo, aquellos colores con los que nadie podría pintar una casita con chimenea, una cesta con plátanos, un oleaje a punto de salirse del cuadro. De Mario sólo veíamos el pelo largo, estilo ye-yé, y la espalda desnuda y brillante de sudor. Yo me puse muy nervioso, de pronto me dio por pensar que alguien había entrado en la casa a quemarlo todo. Ni siquiera sé el tiempo que pasó hasta que supe que seguía vivo. A mi lado, Manolín respiraba con mucha fuerza, como si hubiera estado a punto de ahogarse.

—Manolín —murmuré, sin saber por qué estaba asustado—, ¿eso cómo se llama?

—Eso se llama —dijo él, jadeando— arte moderno.

Me pasó el brazo sobre los hombros, como si tuviera que defenderme, y nos quedamos allí, en el cuarto de la plancha, despiertos de verdad, espiando a Mario toda la noche.