La buena vida

La verdad es que el mundo está mal hecho y mal repartido. Sólo hay que pensarlo un poco y se comprende.

Porque los Megelina y nosotros éramos vecinos y medio parientes, pero ellos estaban podridos de dinero y mi madre se pasaba la vida refunfuñando, siempre a vueltas con viejos pleitos familiares de los que salió, según ella, el fortunón de Alfonso Megelina, a quien yo siempre recuerdo hecho un carcamal y escrupulosamente vestido a la antigua, sin faltarle un detalle, entrando y saliendo del Hispano, un coche como no había otro en la ciudad y en el que yo daba algún paseo medio furtivo, porque Jacinto, el chófer de los Megelina, me quería mucho y siempre que tenía que hacer algún recado sin el señorito me avisaba, tocaba la bocina tres veces. Aquel coche era una maravilla, olía bien y Jacinto se pasaba todo el rato manoseándome, conduciendo con una sola mano como si tal cosa, y a veces decía ahora vamos a mi casa para que Juana te dé la merienda, y ella, que era gorda y risueña, me daba pan con chocolate, que eran como los de mi casa, pero que en casa de Jacinto sabían mejor, no sé por qué.

De pronto, dejé de ver al viejo, y Jacinto parecía muy atareado y ya no me llamaba nunca, y cuando yo lo pensaba me entraban ganas de cortarme las venas, que era lo que yo creía que hacía todo el mundo cuando se llevaba un disgusto grandísimo.

Hasta que una tarde oí de nuevo por tres veces la bocina y bajé loco de contento, pero Jacinto estaba muy solemne y me dijo a don Alfonso le ha dado una embolia.

Yo no sabía lo que era una embolia, claro, y Jacinto me lo explicó a su manera, y al final sólo comprendí que el viejo se había quedado paralítico, retorcido, con un color horrible y medio mudo. Que no decía una palabra, pero que gritaba como un poseso. Y que él, Jacinto, era el único capaz de comprenderle. De verdad. Ni doña Luz —que, según mi madre, era un funeral—, ni las dos hijas pánfilas que tenía —solteronas sin remedio—, eran capaces de entender al viejo cuando chillaba, pero Jacinto sí, que eso lo da la costumbre y la confianza.

Y por eso aquella tarde, muy formal, les juró a doña Luz y a las pánfilas don Alfonso quiere ir a Sanlúcar, que torea El Litri, y después a cenar a Bajoguía, y ellas estaban horrorizadas e incrédulas, naturalmente, y Jacinto lo tuvo que jurar por sus muertos.

Así que dentro de un rato voy a bajarlo en brazos, me dijo, lo meto en el coche y tú espérame en la esquina y no vayas a asustarte.

Y al cabo del rato vi cómo lo bajaba, que el viejo parecía un monstruo, y cómo gritaba, y doña Luz venga a hacerse cruces y las pánfilas descompuestas y más feas que nunca. Cuando me recogieron, sin las mujeres, el viejo empezó a gritar más fuerte, y Jacinto, un poco nervioso me dijo nada, no te preocupes, es su manera de decir lo contento que está. Y lo mismo le explicó a Juana cuando la recogimos, que ella no consintió en subir al asiento de atrás con don Alfonso, que el viejo daba miedo, desgañitándose y congestionado, pero Jacinto venga a decir que era la alegría y que viva la madre que lo parió.

Lo raro fue que al llegar a Sanlúcar, ya cerca de la plaza de toros, Jacinto paró frente a un garaje, abrió el portón con una llave que él llevaba, metió el Hispano muy mal por culpa de los nervios y dijo vamos deprisa que llegamos tarde. Por lo visto, el viejo prefería quedarse allí, eso decía Jacinto, pero don Alfonso gritaba como un condenado y yo pregunté ahora qué dice, y Jacinto me contestó de mala manera niño no seas tonto, yo qué coño sé lo que dice, se estará cagando en mi padre. Así que nos fuimos a la plaza, la primera vez en mi vida que yo iba a los toros, y El Litri aquella tarde estuvo fatal y menudo cirio le armaron, y lo pasamos de cine, sobre todo Jacinto, decía, la buena vida que se pegaba el cabrón, con sus queridas y sus queridos —que de todo tenía don Alfonso, según las malas lenguas—, y Jacinto como un pachá le agarraba las tetas a Juana y a mí me cogía el culo, y mordisqueaba un purazo y daba gloria oírle mascullar coño, qué rico es el vicio. Después volvimos a por el coche y el viejo estaba muy quietecito y lleno de babas y Jacinto dijo está descansando, de forma que nos fuimos a ponernos morados de langostinos en Bajoguía después de dejar el coche, con el viejo dentro, en otro garaje, y esta vez el viejo apenas gruñó, y Jacinto en casa de El Llera pagó un dineral con los billetes que le había dado doña Luz, y así hasta las tantas.

Lo malo fue que, al volver al garaje, al señorito lo encontramos tieso, frito, fiambre, y Juana empezó a chillar, y Jacinto tuvo que pegarle una leche para que no se pusiera histérica, y entonces Jacinto me cogió suavemente por el cogote y murmuró picha, qué cabronada, se nos jodió el invento.

Luego soltó una retahíla de maldiciones, y con razón. Que a ver si no es injusto: el viejo se había pegado la gran vidorra desde que nació —o desde que nos robó, según mi madre— y hay que ver lo poquísimo que a nosotros nos duró la buena vida.