Los parecidos

Para llegar a las dunas había que cruzar la plaza de la Prioral, bajar por toda la calle Pagador, pasar junto a la plaza de toros, y después había que andar un poco por la carretera vieja de Fuentebravía antes de doblar a la derecha, pasar entre el campo de fútbol del Portuense y la fábrica de ladrillos y meterse en el descampado que iba a dar a la playa de la Puntilla. A la derecha quedaban las dunas y, a la izquierda, la escollera del canal, el Club Náutico y la desembocadura del Guadalete. Muy poco antes de las dunas, entre unos cuantos pinos que parecían escapados del pinar que había al otro lado del muro, estaba El Ancla.

—Vamos a jugar a los parecidos —decía Medinilla en cuanto sonaba la sirena de la fábrica de ladrillos.

La sirena sonaba a las seis en punto. En septiembre, los días seguían siendo largos y perezosos, pero todo el mundo quitaba las casetas de la playa y, como aún no había empezado el colegio, nos llevaban a comer a las dunas y allí echábamos la tarde, hasta que se ponía el sol y refrescaba. A las seis, la sirena de la fábrica hacía que el aire se frunciera como el cuello de una salamanquesa cuando adivina peligro, y a Medinilla le faltaba tiempo para proponernos aquel juego que había que jugar sin perder de vista el ajetreo de coches que aparcaban frente a El Ancla a partir de esa hora. El Ancla se veía perfectamente desde un respingo que hacía el terreno cerca del muro, y allí encendíamos nosotros un fuego para asar piñas y comer piñones, después de dejarlos enfriar sobre una piedra lisa que Medinilla dijo una vez que parecía una lápida del cementerio. Medinilla le encontraba a todo parecidos raros y emocionantes, pero en lo que era un hacha y no tenía rival era en encontrarle los parecidos a la gente, por eso todos dejábamos de comer piñones cuando algún coche aparcaba frente al chalé, se bajaba un hombre y entraba en la casa para estar con mujeres. Medinilla enseguida descubría que cada uno de aquellos hombres se parecía a alguien.

—A don Estanislao —dijo la primera vez—; ése es clavado a don Estanislao.

Todos dijimos inmediatamente que sí.

Don Estanislao era el director del colegio de la Pescadería, que a saber por qué se llamaba así el colegio, y, aunque Medinilla y yo, que estábamos en preparatorio, lo veíamos poco y no teníamos ningún trato con él, bastó con que Medinilla dijera que don Estanislao y aquel hombre que entraba en El Ancla se parecían para que el parecido nos resultara a los demás indiscutible. La misma estatura, el mismo aspecto de haberse levantado repentinamente de la siesta y estar medio aturdido y con la ropa medio desencajada, el mismo pelo canoso, el mismo cuerpo gordinflón y como descolgado, los mismos andares cuajones y suspicaces, como si temiera siempre encontrarse con alguna sorpresa desagradable al doblar la esquina. A lo mejor la habilidad de Medinilla no era tanto la de descubrir enseguida los parecidos, como la de conseguir que mi hermano Manolín, mi primo Carlos y yo aceptásemos sin discusión los parecidos que a él enseguida se le ocurrían.

—¿Y por qué viene don Estanislao a estar con mujeres? —preguntó mi hermano Manolín, que no acababa de comprender que un hombre pudiera parecerse tanto a otro sin ser el otro.

Yo les explicaba a Manolín y a mi primo Carlos, que eran dos años más chicos que Medinilla y yo, que aquél no era don Estanislao, sino un hombre que se le parecía muchísimo, pero que don Estanislao, aunque fuese el director del colegio de la Pescadería, era un hombre como cualquier otro, un hombre de carne y hueso, un hombre de verdad, y a todos los hombres les da alguna vez por ir a El Ancla o a otro sitio como El Ancla para estar con mujeres. Claro que algunos hombres no iban a El Ancla de vez en cuando; iban hasta dos o tres veces por semana, como aquel que se parecía tantísimo a Alfonso Rendón, el notario que vivía junto al Laboral y que era muy amigo de mi padre.

—Pues ése —me dijo una tarde Medinilla, señalando a un hombre rubio y delgado, vestido con una guayabera cruda como las que usaba mi padre, y que se había presentado en El Ancla andando, como si no tuviera coche o no supiera conducir, como tampoco sabía conducir mi padre—, ése que acaba de entrar en el chalé, se parece un montón a tu padre.

—Entonces también se parece un montón a mí —dijo Manolín muy contento, porque todo el mundo decía que mi padre y Manolín eran como dos gotas de agua, iguales hasta más no poder, tan iguales que a nadie podía caberle duda de que mi padre era el padre de Manolín. En cambio, mi padre podía ser el trapero que pasaba todos los sábados por delante de mi casa, con su carro medio descuajaringado y gritando «¡El trapeeeeero!», o un arropiero ambulante, como decía Antonia, nuestra niñera, cuando quería chincharme y hacerme llorar.

Antonia, nuestra niñera, y Jesusa, la niñera de mi primo Carlos y de mi prima Rosa, que todavía no andaba, hacían muy buenas migas y se pasaban la tarde entera, en las dunas, de palique y sin echar mucha cuenta de lo que hacíamos los mayores. Medinilla no tenía niñera y se pegaba todos los días a nosotros para ir a las dunas a pasar la tarde, mientras no empezaba el colegio; de esa manera, según mi madre, la madre de Medinilla se ahorraba el sueldo de una muchacha. A Medinilla, cuando venía con nosotros y nuestras niñeras, siempre se le estaban ocurriendo cosas, siempre inventaba juegos o concursos que procuraba no ganar él, como si pensara que tenía que entretenernos y dejarse ganar a cambio del sueldo de una muchacha que se ahorraba su madre. En el único juego en que no se dejaba ganar por nosotros, a lo mejor porque las niñeras no estaban delante, era en el de los parecidos.

—Fíjate cómo se parece ese hombre que se acaba de bajar del Citroën al cura de la Prioral —dijo Medinilla una tarde, cuando ya estaba a punto de oscurecer y un momento antes de que se oyera, a lo lejos, la sirena pastosa y solemne del vapor de Cádiz, que entraba por el canal en el último de sus viajes diarios. A mí me pareció una herejía. Pero Medinilla tenía la habilidad de convencerme de que siempre acertaba cuando descubría un parecido, aunque fuese una herejía; yo no sabía llevarle a Medinilla la contraria.

El hombre que acababa de bajar del Citroën era exacto al padre Agustín, que tenía un Citroën como aquél, no podía parecerse más al cura de la Prioral, aunque no llevara puesta la sotana, pero a lo mejor iba de incógnito a confesar a las mujeres de El Ancla o a darle la extremaunción a Leonor dos Santos, la dueña, una portuguesa viejísima y con la leche que mamó atravesada, según yo le había escuchado una vez a Antonia, por lo que no tenía nada de raro que de pronto le diera un cólico miserere. A Leonor dos Santos la había visto yo una tarde en el parque de la Victoria, acompañada de una cincuentona destartalada y áspera que le obedecía en todo sin rechistar, y, cuando se cruzaron con nosotros, Antonia le dio un codazo a Jesusa y le dijo con la boca achicada: «Ésa es la dueña de El Ancla y la otra su querida». Yo no sabía desde cuándo Leonor dos Santos era la dueña del chalé al que iban, para estar con mujeres, los hombres que se parecían tanto a los hombres que yo conocía, pero Medinilla me explicó que aquella casa había sido antes de una familia bien que se había arruinado; y lo dijo —según mi madre, que se lo oyó decir— con delectación, como si tuviera algo contra las familias bien. La casa, la verdad es que no era muy grande ni muy vistosa, pero, si bien durante el día parecía adormilada y tristona, a partir de las seis de la tarde, después de que sonara la sirena de la fábrica de ladrillos, se llenaba de luces y de ajetreo y seguro que no había en El Puerto un sitio más entretenido. No tenía nada de extraño que hasta el padre Agustín, aunque fuera por medio de otro hombre calcado a él o para confesar a las mujeres de Leonor dos Santos, quisiera estar allí dentro.

Como quería estar también mi primo Carlos, con lo renacuajo que era, que empezó a dar la murga todo el tiempo para ver si alguno de aquellos hombres se le parecía.

—Claro que sí —dijo por fin Medinilla con muchos aspavientos, como echándose la culpa por no haber caído antes en la cuenta, aunque se notaba a la legua que lo hacía para que mi primo Carlos dejase de dar la tabarra—. El otro día vi a uno que se te parecía como un hermano mellizo, pero mucho mayor, claro. Quiero decir que cuando tú seas mayor serás como un hermano mellizo suyo. Seguro que hoy vuelve.

Y volvió. Por supuesto que volvió. Medinilla nunca se equivocaba. Era como si Dios Nuestro Señor lo hubiera hecho un poco adivino, en compensación por no haber hecho a sus padres un poco más ricos para poder pagarle una niñera. Así que mi primo Carlos se quedó tan contento cuando, ya a punto de anochecer, Medinilla señaló a un hombre que llegó en un haiga que a Carlos le gustó una barbaridad, y era cierto que aquel hombre y Carlos se parecían. Medinilla se puso a contar, a pesar de que ya estaba casi oscuro, cómo tenía el hombre los ojos, la nariz, la boca, la barbilla, y todo lo tenía exactamente como Carlos. Yo no me atreví a pensar que a lo mejor el parecido no era tan grande y que Medinilla, para darse pisto por lo bueno que era jugando a los parecidos, se aprovechaba de la oscuridad.

En cambio, no habría podido pensar ni eso, aunque me hubiera atrevido, cuando Medinilla, muy orgulloso, me dijo, mirándome a la cara:

—Hay que ver cómo nos parecemos ese hombre y yo.

Eso fue uno de los últimos días de septiembre, poco antes de que tuviéramos que volver al colegio. Ya refrescaba muy pronto y teníamos que llevarnos un yersi a las dunas, porque si no a las cinco de la tarde se nos ponía a todos carne de gallina. El aire estaba como empañado por la humedad, y era como si la luz saliera mojada del canal por donde iba y venía, en ocho viajes diarios, el vapor de Cádiz. Medinilla volvió la cara hacia El Ancla, para que yo mirase, y vi al hombre que, según Medinilla, tanto se parecía a él. Estaba de pie al lado de un cochazo negro y parecía esperar a alguien. Era joven y tenía aspecto de deportista, recordaba a Joaquín Blume cuando salió en el Nodo dándole la mano a Franco: vestido de oscuro, con chaqueta y corbata, muy repeinado y, seguramente, oliendo a colonia buena y con pasadores de oro en los puños de la camisa. No era necesario que Medinilla dijese nada para que yo comprendiese lo mucho que se parecían. El mismo corte de cara, el mismo color del pelo, la misma forma de estirar el brazo y recogerlo después un poco y girar la muñeca para consultar la hora en el reloj de acero inoxidable, que era la última moda. Comprendía que Medinilla estuviera orgulloso de parecerse tanto a un hombre como aquél; Medinilla, además de jugar como nadie a los parecidos, tenía mucha suerte.

Aún era temprano para que llegasen los hombres, excepto el que se parecía a Medinilla, y de pronto se abrió la puerta de El Ancla y apareció, feliz, una de las niñas de Leonor dos Santos, muy bronceada, preciosa, con un vestido estampado de mucho vuelo y con demasiado escote para el frío que hacía. El hombre y la niña de El Ancla se besaron, y después el hombre le abrió a ella la puerta del cochazo y le hizo una reverencia que me recordó muchísimo a una que hacía Medinilla, medio en broma y medio en serio, cuando me dejaba entrar primero en los sitios. Bien pensado, no es que las reverencias del hombre y de Medinilla se pareciesen muchísimo, es que eran idénticas. Medinilla me miró como diciéndome: «¿Lo ves?». Y entonces Antonia y Jesusa empezaron a llamarnos a gritos porque ya era hora de volver a casa.

Volvimos como siempre por el descampado, y cogimos entre el campo del Portuense y la fábrica de ladrillos, y después giramos a la izquierda para meternos en la carretera vieja de Fuentebravía, y pasamos junto a la plaza de toros, y subimos por la calle Pagador y cruzamos la plaza de la Prioral, pero yo no podía olvidarme de El Ancla, lleno de mujeres escotadas y de hombres que se parecían a don Estanislao, al padre Agustín, al notario amigo de mi padre, a mi padre y a Manolín, a Carlos, a Medinilla. Hacía tanto frío que a lo mejor no volvíamos a las dunas hasta la primavera, y hasta entonces no volveríamos a ver a los hombres que entraban en El Ancla y se parecían a todo el mundo, y cuando entré en casa estaba triste y asustado y me daba coraje que tuviera ganas de echarme a llorar. Y no sabía si era por culpa de Medinilla, que lo hacía aposta. O si era por culpa del arropiero ambulante que era mi padre en lugar de mi padre. O si la culpa era de mi mala suerte. O si era yo el que tenía la culpa de ser diferente a todos, de no parecerme a nadie. Porque ninguno de aquellos hombres que iban a El Ancla para estar con mujeres se parecía a mí.