Capítulo 47

Sue Latimer abrió la puerta de su piso y esbozó una sonrisa.

—Jack —dijo, y le besó en la mejilla—. ¡Aich! —exclamó apartándose y cogiéndose del costado con cara de dolor.

—Vaya, todavía te duele —se preocupó Pendragon, que le examinó la cara. Tenía un esparadrapo grande en una sien y una mejilla amoratada.

—¿Qué tienes ahí?

El policía miró los objetos que llevaba en ambas manos y dijo, tendiéndole un recipiente de plástico:

—Esto es sopa de pollo de mi tienda favorita. Me han dicho que es lo mejor para cuando se te rompe una costilla. Y esto…, bueno, ¿puedo entrar?

—Ay, perdona, Jack.

Sue abrió la puerta y Pendragon dejó una gran caja sobre la encimera de la cocina.

—Esto lo tienes que abrir tú.

—¿Qué es? —A Sue le brillaban los ojos.

—A ver, déjame que ayude a una inválida —le dijo, y le dio unas tijeras de cocina que sacó de un cajón.

Sue cortó el papel y lo rasgó hasta descubrir un tocadiscos con pinta de ser caro. Aplaudió con las manos, encantada.

—Ay, Jack, qué detallista eres. —Fue a darle un beso, pero se contuvo y le lanzó uno—. Gracias.

—Un placer —contestó Pendragon—. Yo te lo instalo todo. Cuando vine a cenar vi que tenías un reproductor de CD. No se tarda nada en conectarlo, y luego ya puedes oír la música como se supone que hay que oírla: en vinilo.

Sue lo miró incrédula y fue hacia el sofá.

—Entonces —dijo sentándose con cuidado—, ¿el anillo se ha perdido… otra vez?

—Eso parece. Encontraron el cuerpo de Pam, pero de Rainer ni rastro.

—Pero, vamos a ver, para empezar, ¿cómo se las apañó para conseguir el anillo?

—Insistió en que le había guiado hasta él Lucrecia, la Divina.

—Sí, claro. Seguro.

—El caso es que actuó como un auténtico arqueólogo profesional. Encontramos muchas anotaciones en su laboratorio. Al parecer hace un año se topó en los archivos de la Biblioteca Británica con un diario antiguo donde un hombre llamado Thomas Marchmaine contaba cómo habían matado a un íntimo amigo suyo, William Anthony, en una fonda llamada The Grey Traveller. Murió el día que recibió un misterioso anillo de la propia reina Isabel I en recompensa por salvarle la vida. Por lo que dicen, el anillo perteneció en su época nada menos que a Lucrecia Borgia. Rainer encontró entonces el emplazamiento de The Grey Traveller en los archivos municipales. Se enteró de que había una casa victoriana en el mismo sitio y convenció al propietario para que la vendiese. Como era amigo íntimo del director de Bridgeport Construction, sabía que a la empresa le atraía la idea de hacer algún proyecto por los alrededores de Mile End Road. Actuó como el que emprende su propia excavación profesional. El profesor Stokes está que no se le cree. Se ha quedado maravillado con el material que tenía Rainer en su minilaboratorio.

Sue meneaba la cabeza.

—La típica conducta obsesiva. Qué pena que haya muerto, habría sido un estudio de caso alucinante.

Pendragon arqueó una ceja y repuso:

—Bueno, es una forma de verlo. —Luego, animándose, comentó—: Como tú misma dijiste anoche en el restaurante, no ha sido una semana muy normal que digamos. He quedado con el equipo para celebrarlo. ¿Te apetece tomarte una copa en el pub?

—¿Me tomas el pelo? Pues claro. No soporto estar metida en casa, con costilla rota o sin ella.

Recorrieron a pie la corta distancia que había hasta el pub. La terraza estaba llena de mesas con familias, niños que rebañaban bolsas de patatas mientras sus padres disfrutaban del aperitivo de un domingo ocioso bajo el sol del verano. El interior estaba de bote en bote, como siempre, e igual de ruidoso. Los parroquianos se alineaban en la barra. Un grupito se había reunido en torno a la diana de dardos al fondo del local, mientras que en un televisor de plasma reponían un partido de la Premier League. Al entrar, Pendragon apenas pudo creer que no hubiese pasado ni una semana desde que se habían enterado de la muerte de Tim Middleton estando allí mismo. Los últimos siete días habían pasado como una exhalación.

Vio al equipo de la comisaría. Jez les hizo una seña para que se acercasen y les indicó dos sillas. Una ovación recorrió la mesa cuando el resto vio al inspector jefe, quien, al sentarse en su sitio, recibió una palmadita de Rob Grant en la espalda.

—Gracias —dijo Pendragon repasando las caras sonrientes que lo rodeaban—. Creo que hemos conseguido lo que llaman un «resultado».

—Así que… le toca pagar una ronda, jefe —anunció Ken Towers.

Pendragon se puso serio y miró a Sue sacudiendo la cabeza.

Unos minutos después volvía a la mesa con una gran bandeja llena de vasos. Roz Mackleby estaba haciendo lo que podía por despejar un poco la mesa y le decía a Turner que le echara una mano. Sue fue la primera en recibir su bebida. Cuando todo el mundo tuvo un vaso, Pendragon levantó el suyo para un brindis:

—Enhorabuena por el trabajo bien hecho. ¡Salud! —Se sentó y le dio un buen trago a la cerveza.

—Ha vuelto justo a tiempo, señor —le informó Turner.

—¿Y eso?

—Ken afirma tener el acertijo que desbancará todos los acertijos.

Pendragon giró la cabeza hacia el inspector Towers mientras le daba otro sorbo a la cerveza.

—Oigámoslo pues.

—Y no es solo que sea el mejor, es que además está de actualidad.

—¡Ooohh! —corearon al mismo tiempo tres miembros del equipo.

—Vale. Un hombre va a una fiesta y bebe un poco de ponche. Se va temprano. El resto de la gente que está en la fiesta bebe de la misma ponchera y después mueren todos envenenados. ¿Por qué no la palmó el primer hombre?

—¿Cómo? ¡Pero si está tirado! —se jactó Jimmy Thatcher—. El primero envenenó el ponche después de beber y luego se largó.

—Vamos, Jimmy, por Dios. No me subestimes, haz el favor.

—Ah, vale, pues ya me callo —dijo Thatcher, cortado, y le dio un buen trago a la cerveza.

La mesa se sumió en un silencio momentáneo.

—Entonces, ¿el primero no es el asesino? Recuerda que no puedes mentir, Ken —intervino Mackleby.

—Ya lo sé. No, no lo es.

—¿Alguien echó el veneno después de que él bebiese?

—Frío, frío.

—¿Jefe? Está usted muy callado —terció Turner—. ¿Éste también se lo sabe de la universidad?

Sue puso cara de extrañeza y miró a Jack, que bebió un poco más antes de responder:

—La verdad es que no. Nunca lo había oído. Pero creo que podría aventurar una respuesta.

Todo el mundo se giró en redondo para mirarlo.

—Creo que el veneno que había en la ponchera estaba en los cubitos de hielo. Cuando el primer hombre bebió, el veneno todavía no podía hacer efecto. Pero luego, una vez que se derritió el hielo, se mezcló con el ponche y mató al resto de los invitados.

Pendragon dejó el vaso en la mesa y todas las cabezas se volvieron hacia Ken Towers, que escondía la cara tras su propia cerveza. Acto seguido emitió un gemido lastimero y bajó el vaso.

—Me inclino ante usted…, oh, maestro —dijo, y alzó la vista al ver a una figura que se acercaba a la mesa por detrás de Pendragon.

El inspector jefe sintió una palmadita en el hombro, se volvió y vio a la comisaria Hughes justo detrás de su silla.

—Es una pena que no resuelva usted los casos reales igual de rápido —dijo con una sonrisa socarrona—. Que sea un gin-tonic, gracias, Jack.