Capítulo 46

Corrieron hacia las escaleras y las fueron bajando de tres en tres. Alcanzaron la puerta principal justo a tiempo para ver cómo un viejo Volvo les pasaba a toda velocidad por delante de las narices. No se subió al bordillo por unos centímetros y se alejó derrapando. A la luz de las farolas y los neones vieron a Pam Ketteridge al volante. Rainer iba de copiloto, inconsciente, con la cabeza caída hacia delante. Llovía con fuerza.

En cuanto se montaron en el coche patrulla, Pendragon cogió la radio:

—A todos los puestos —llamó casi sin respiración. Iba dirigiendo a Turner por señas mientras hablaba—. Un Volvo 340 plateado, con matrícula ge de Golf, hache de Hotel, erre de Romeo, nueve, cero, seis, i griega de Yankee. Repito: ge de Golf, hache de Hotel, erre de Romeo, nueve, cero, seis, i griega de Yankee. Ha sido visto por última vez por la calle Aldersgate en dirección sur. Dos ocupantes, Max Rainer y Pam Ketteridge. La mujer porta un arma de fuego. Rainer lleva un anillo que puede ser letal. Abórdenlos con la máxima precaución. Repito: abórdenlos con la máxima precaución.

Turner dobló por la avenida principal con la sirena atronando. Sobrevoló la calle Aldersgate, con el limpiaparabrisas al máximo, y vislumbraron el Volvo por delante de ellos. Iba sorteando el resto de los coches y desencadenaban a su paso una fanfarria de bocinas y frenazos. A un par de cientos de metros carretera arriba, Pam Ketteridge torció a la izquierda, en paralelo a la muralla de Londres. Una vez en la avenida Bishopsgate, describió otro giro cerrado hacia la izquierda y después, casi de inmediato, uno más a la derecha. Treinta segundos después llegaba a Whitechapel Road.

Aunque Turner seguía de cerca al Volvo, Pam conducía tan rápido bajo la lluvia torrencial que no lograba darle caza.

—Jefe, ¿adónde cree que se dirigen?

Pendragon sacudió la cabeza.

—No se me ocurre nada, pero yo diría que algo tiene en la cabeza, que no está huyendo por huir.

—Pero está como una cabra. —Turner no quitaba los ojos de la carretera.

—Sí —concedió Pendragon—. Es probable que esté loca, pero tiene un objetivo claro. Tiene un plan.

—Sí, los designios de Dios. ¡Aleluya!

Pendragon se revolvió en el asiento.

—Otra vez has acertado, Turner. ¡Eso es! Va a su iglesia. ¿Qué es lo que dijo en casa de Rainer? Que tenía que llevarlo a «Nuestro Señor» antes de matarlo. La iglesia que hay al final de su calle es la iglesia de Nuestro Señor de Belén. ¡Ahí es adónde van! —Cogió la radio al vuelo—. La sospechosa se dirige a la iglesia de Nuestro Señor de Belén, en la calle Manning. Repito: Manning. Nosotros estamos a dos minutos. Informen de su posición.

Tras unos instantes fueron llamando uno tras otro cinco coches patrullas y un helicóptero. Todos informaron de su localización y del tiempo estimado de llegada.

—Rojo Alfa 3 llegará el primero —dijo Turner—. El helicóptero nos sobrevolará de un momento a otro. —Y justo entonces oyeron sobre sus cabezas el aparato, que volaba en dirección este, hacia el templo de la calle Manning.

El Volvo redujo la marcha al llegar a Mile End Road para al fin eludir el tráfico metiéndose por el carril contrario. Los faros de otro coche se precipitaron hacia él. El conductor vio el Volvo, dio un volantazo y frenó en seco justo a tiempo para que Pam pasase y adelantara a dos coches por su lado de la carretera, antes de acelerar ante un semáforo en rojo y librarse por los pelos de una colisión lateral con una furgoneta. Sin aminorar apenas la marcha, Pam Ketteridge giró a la izquierda por una bocacalle de Mile End Road.

Pocos segundos después, Turner había conseguido llegar a la bocacalle justo a tiempo para ver las luces rojas traseras del Volvo desaparecer por la derecha. Dobló la esquina, giró el volante y dejó hacer a la dirección asistida. Delante tenían otro coche patrulla, pero ni rastro del Volvo.

—Ha cambiado de opinión —dijo Pendragon, que salió disparado hacia delante cuando Turner frenó y tuvo que cogerse del salpicadero—. ¡Allí! Girando a la derecha. ¿Lo ves? Vamos.

Turner apretó el acelerador y el coche se embaló. Pendragon volvió a la radio y actualizó las instrucciones:

—Rojo Alfa 3. Intente desviarla cortando el paso por la calle Lemmington. Azul Beta 2, vuelva a Mile End, en dirección este.

El helicóptero bramó de nuevo sobre sus cabezas mientras barría con su enorme foco las calles nocturnas. Turner giró el volante a la derecha y luego describió una curva cerrada a la izquierda. Durante unos instantes angustiosos, los perdieron de vista, pero Turner se incorporó entonces a una avenida hacia el norte y el Volvo reapareció de nuevo atravesando un gran charco y despidiendo una cortina de agua sucia al aire.

A cien metros calle arriba, el Volvo giró ciento ochenta grados para meterse derrapando por un callejón. El coche que iba detrás frenó como pudo, pero el que le seguía no tuvo los mismos reflejos e impactó, aquaplaning incluido, contra el vehículo parado. El crujido metálico y el chirrido de los neumáticos reverberaron en la noche y los dos coches bailaron por el asfalto y fueron a dar contra el muro que estaba al otro lado de la carretera.

Turner se detuvo a duras penas y logró esquivarlos antes de torcer por el callejón. Aparecieron justo detrás de los faros traseros del Volvo, que empezó a botar conforme el coche pasaba por una calzada llena de baches. Turner y Pendragon atravesaron el mismo trecho y se vieron dando tumbos en el coche patrulla. Las ventanillas se cubrieron de barro.

Luego, de buenas a primeras, la persecución terminó. A poca distancia se encendieron unas luces de freno de un rojo que los deslumbró. Mientras Turner trataba de parar el coche, con las ruedas perdiendo agarre y resbalando en el barro, la puerta del conductor del Volvo se abrió. Pam Ketteridge salió ataviada con una gabardina larga que le bailaba, rodeó el coche, abrió la puerta del copiloto y sacó a rastras a Rainer. Ni siquiera se molestó en mirar el coche patrulla que frenaba a su espalda. Rainer, maniatado, forcejeó para salir del coche y se cayó en el barro soltando un chillido patético. Con una fuerza increíble, Pam Ketteridge lo agarró y lo puso en pie. A la luz de los faros, Pendragon y Turner vieron al arquitecto cubierto de barro y con la larga peluca toda enfangada.

El coche patrulla se detuvo un metro por detrás del Volvo, pero Pam Ketteridge ya había desaparecido en la penumbra con Max Rainer.

—¿Adónde han ido? —preguntó Turner, desesperado.

Los dos policías echaron a correr a oscuras cuando de repente el helicóptero apareció en los cielos. Con su potente haz de luz iluminó todo el camino embarrado y enfocó a dos figuras a menos de treinta metros.

Pendragon y Turner corrieron con todas sus fuerzas. La lluvia torrencial los caló hasta los huesos en cuestión de segundos. A cien metros por delante distinguieron a Pam Ketteridge, que se desvió hacia la derecha con Rainer a remolque; solo entonces Pendragon y Turner se dieron cuenta de que estaban en la ribera de un río. La luz del helicóptero se atenuó por unos instantes mientras describía un círculo y luego el paisaje recuperó el resplandor cuando volvió hacia ellos barriendo la oscuridad con los reflectores.

Pam y Rainer estaban en un puente sobre el río. La mujer tenía de rodillas al prisionero y lo apuntaba con la pistola. El agua corría con fuerza por debajo de ellos y las luces del helicóptero iluminaban las salpicaduras.

Pendragon miró hacia abajo y vio que estaban cerca de una represa. La lluvia azotaba las aguas marrones y crecidas. Se precipitaron hacia el puente al tiempo que el helicóptero ascendía y la luz y el ruido de las hélices se difuminaban.

—¡Señora Ketteridge…!¡Pam! —gritó Pendragon.

La mujer levantó la vista, pero no pareció verlo. Rainer estaba temblando, con la cara contraída en su lloriqueo.

—Pam —volvió a llamarla Pendragon—, baje el arma. Podemos resolverlo. Rainer pasará el resto de sus días entre rejas, créame.

Pam Ketteridge se volvió hacia Pendragon de nuevo y se echó a reír con una carcajada loca.

—¿Entre rejas, inspector jefe? Sí. La cárcel. —Miró entonces hacia abajo, a Rainer, que le devolvió la mirada.

El agua los salpicaba. El arquitecto tenía la peluca lacia y pegada a la cara con el maquillaje corrido.

Apartó la pistola de la cabeza de Rainer y éste cambió la expresión del rostro por un segundo. La desesperación y el terror dejaron paso a un alivio prudente. Acto seguido la mujer se cambió el arma de mano, se metió en el bolsillo la que le quedó libre y sacó un crucifijo. Era de metal y de treinta centímetros de largo como mínimo. La cruz acababa en punta. Pam lo alzó a la velocidad del rayo.

—Oh, Señor, hágase tu voluntad.

Y lo hundió en el cuello de Rainer, clavándolo con tanta fuerza que le atravesó la tráquea y salió por el otro lado. Rainer cayó hacia atrás, despatarrado y con la espalda arqueada. Se balanceó hacia un lado y se precipitó a las aguas turbulentas desde el puente.

Pendragon y Turner se quedaron paralizados de la impresión. Tres agentes uniformados se habían reunido con ellos. Se oían las respiraciones entrecortadas de los hombres.

Pam Ketteridge sonreía con la vista clavada en el cielo; el agua le caía por los ojos y le corría por el cuello. Estaba llena de sangre descolorida en rosa por la lluvia. Miró a Pendragon y a Turner con la cara encendida. Por un momento fugaz pareció veinte años más joven.

Después, como a cámara lenta, se cambió la pistola de mano y se pegó un tiro en la boca.