Capítulo 44

Stepney, sábado 11 de junio, 20:35

El Nellie’s era un nuevo restaurante de Bethnal Green, un barrio que estaba situado como a un kilómetro al norte de Mile End Road. Había recibido una crítica buenísima en el Time Out y en cuestión de días se había convertido en el local al que había que ir, sí o sí, a comer. Pendragon había tenido suerte de conseguir mesa para dos un sábado por la noche. Los dueños habían ideado su restaurante para el londinense del este, moderno y adinerado. A Pendragon le recordaba un vestíbulo de recepción de un edificio de oficinas: paredes blancas y grises, enormes cuadros posmodernistas, suelo de piedra y sillas tan enclenques que daban la impresión de ir a partirse en dos si se movía uno demasiado. Le parecía horroroso.

—¿A que es precioso? —comentó Sue al tiempo que un camarero escuchimizado y casi calvo vestido de negro les cogía los abrigos.

—Impresionante —repuso mirando a su alrededor.

Una vez en la mesa, les dieron unas cartas gigantes, unos trozos de cartulina negra con un pequeño rectángulo de letras grises perfectamente descentrado. Pendragon leyó la suya, un tanto confundido. El restaurante retumbaba con el alboroto de las numerosas conversaciones; el hilo musical de fondo apenas audible era música electrónica, Brian Eno, o Moby, en su defecto.

Pendragon estaba a punto de pedir la carta de vinos cuando oyó a su espalda una voz de hombre que le resultó familiar.

—Vaya, vaya, vaya —dijo el hombre.

Pendragon se volvió para encontrarse frente por frente con Fred Taylor, el periodista del Gazette. Como era habitual, llevaba un fotógrafo pisándole los talones. Pendragon se volvió, miró a Sue y suspiró.

—Inspector jefe Pendragon —lo saludó congraciador—. Vaya, qué agradable sorpresa, ¿no le parece? ¿Y quién es la dama que lo acompaña?

Pendragon iba a responderle cuando Sue intervino:

—Me parece de muy mala educación que no se dirija a mí directamente. Soy la doctora Sue Latimer. ¿Y usted es…?

Taylor se quedó desarmado por un momento, pero no tardó en reaccionar. Con una media sonrisa se adelantó y le tendió la mano.

—Fred Taylor, del Gazette.

—Hombre —dijo Sue con calma—, el que escribió la patraña aquella el otro día.

—Sue…, no pasa nada —intentó pararle los pies Pendragon.

Para sorpresa de ambos Taylor se estaba riendo como un tonto.

—Anda, Jack, picarón, le gustan las peleonas, ¿eh? —le dijo fulminando con la mirada a ambos por turnos—. ¿Gaz? —llamó a su amigo el fotógrafo—. ¿Le puedes hacer un par de fotos a la parejita feliz?

—¡Oye, quieto! —exclamó Pendragon.

Pero era demasiado tarde, el flash ya se había disparado. Respiró hondo y logró controlar la rabia creciente; sin embargo, Sue ya se había levantado de la silla y estaba alargando la mano para coger de la correa la cámara que colgaba del cuello del fotógrafo.

—No toque el aparato, señora —chilló Gaz, que al dar un paso hacia atrás tropezó con una mesa.

Taylor se reía con todas sus ganas.

—¡Estupendo! —dijo volviéndose ya para irse—. Tengo el titular, Jack. «Inspector jefe de cenita: el asesino campando a sus anchas». —Y dicho esto, salió todavía riendo para sí y con Gaz al trote tras él.

—Jack, ¿no irás a dejar que se salgan con la suya, no? —le desafió Sue.

Pendragon estaba apretando los dientes y contando mentalmente hasta diez. Cuando habló, hasta a él le sorprendió la calma que desprendía su voz.

—Tomar represalias acaba volviéndose en tu contra —le explicó—. Créeme, enfadándonos solo conseguiremos empeorarlo todo.

—¡Pero no es justo! Tienes derecho a disfrutar de tu tiempo libre, como todo el mundo.

—Sí, pero ese hombre la tiene tomada conmigo desde el instante en que me vio. Nada de lo que diga lo hará cambiar de actitud. Juega a su propia caza de brujas. Lo mejor que puedo hacer es solucionar el caso. El éxito es la venganza más dulce.

Sue respiró hondo.

—Tienes razón —concedió, y le dedicó una sonrisa—. Olvidémonos de ese enano estúpido.

—¿Qué enano estúpido? —le respondió Pendragon.

Pese a haber empezado con mal pie, Jack no tardó en sentirse relajado. Por lo que se veía, Sue tenía ese efecto calmante en él; ya había reparado en ello cuando había ido a cenar a su piso hacía un par de días. También ayudaba el hecho de que había escogido un buen vino, un Saint Emilion de cinco años, y de que el pan de barra crujiente que les habían puesto en un cestillo de mimbre estaba riquísimo.

—Qué bien verte fuera de la comisaría, y del piso —le dijo Sue—. Y me gusta tu corbata.

—Ah —dijo mirando hacia abajo—. Gracias. Tiene ya sus años.

La psicóloga se colocó la servilleta sobre el regazo.

—Tienes que estar hecho polvo. Supongo que no sueles tener muchas semanas normales con este trabajo tuyo.

—No me da tregua, la verdad. Pero prométeme una cosa: nada de hablar de cosas de policías ni de psicología. ¿Estamos?

Sue sonrió y asintió:

—Estamos.

Pendragon echó un vistazo rápido por la sala. En realidad el sitio no estaba tan mal, se dijo; el ambiente, al menos, resultaba agradable. La mayoría de las mesas eran de dos, salvo por algún que otro grupito y un único comensal solitario. A ambos lados tenían parejas absortas en sus conversaciones. A lo mejor también estaban en sus primeras citas. Lo sorprendió aquella idea. Llevaba sin tener una cita…, ¿cuánto?, ¿veinte años? Su mirada dejó atrás las parejas y unas pocas mesas más allá vio a una mujer sentada sola, de espaldas a ellos, con el pelo negro largo por encima del respaldo de la silla. Cerca había un grupo de cuatro que estaban ya bastante achispados y que se reían sin parar.

—Perdona, Jack, tengo que ir a empolvarme la nariz —dijo Sue sacándole de su ensueño.

—Claro. —Se levantó y le retiró la silla. Ella le miró a los ojos y le sonrió al irse.

Sue estaba ante el lavabo cuando se abrió la puerta del servicio de señoras. Sin fijarse en la mujer de melena larga y vestido azul oscuro que entró, sacó un pintalabios del bolso de mano y se acercó al espejo para pintarse. En uno de los cubículos sonó una cisterna. Sue estaba buscando el perfilador de ojos en su bolso cuando la mujer morena salió y se dirigió lentamente hacia el espejo. La psicóloga alzó la vista y la miró con detenimiento por primera vez.

Tenía una corpulencia extraña, hombros anchos y unos brazos gruesos bajo las mangas del vestido. La mujer pilló a Sue mirándola y le sonrió brevemente antes de inclinarse para lavarse las manos en el lavabo de al lado. Sue guardó el pintalabios, se atusó el pelo y cerró el bolsito. La mujer miró de soslayo y se encontró en el espejo con los ojos de Sue, a quien le transmitió un escalofrío de ansiedad. Se volvió y dio un paso hacia ella. Iba a decir algo cuando la puerta se abrió de golpe y entraron a trompicones dos mujeres entre risas de borrachera.

—¿Has oído lo que ha dicho? —dijo una, a carcajada limpia.

—Pues claro, Sal. ¡Qué cerdo, el colega!

Sue se hizo a un lado para dejar paso a las recién llegadas y salió del servicio al pasillo que daba al comedor.

En la mesa, Jack hacía un nuevo intento por entender algo de la carta cuando Sue se dejó caer en su silla.

—Si no he traducido mal, creo que voy a decantarme por el carpaccio de ternera. —Levantó la vista de la carta y miró a Sue—. ¿Qué pasa? Parece que hubieras visto un fantasma.

Sue meneó la cabeza y le dio un sorbo al vino. Cuando devolvió la copa a la mesa dijo:

—Acabo de ver a una mujer extrañísima en el servicio.

Pendragon la miró inquisitivo.

—Creo que era transexual. Ella…, él…, era demasiado grande.

Pendragon la cogió de la muñeca sin querer.

—¿Cómo era exactamente?

—Bueno, pues… alto. Hum… con el pelo largo, moreno. Y con un vestido muy raro…

Pendragon se levantó de la silla y empezó a sortear mesas.

—¡Jack! —exclamó Sue poniéndose en pie.

El policía salió corriendo por el pasillo que iba a los servicios y se detuvo un segundo ante la puerta del de señoras, respiró hondo y la abrió. Bizqueó ante la luz brillante y vio luego delante de los lavabos a dos mujeres, que le miraron a su vez. Una de ellas amagó un grito y la otra estalló en una risotada.

—Perdón —dijo Pendragon, que volvió al pasillo.

—¿Qué coño está pasando, Jack? —le preguntó Sue cuando regresó a la mesa.

—Creo que acabas de conocer a nuestro asesino —dijo Pendragon como si tal cosa—. Lo siento, Sue. Tenemos que irnos.

Fue a pagar la cuenta al mostrador principal mientras hablaba con el móvil apoyado entre la barbilla y el hombro.

—Turner… Estoy en el restaurante Nellie’s. Sí, el nuevo de la avenida Bethnal Green. Te quiero aquí con refuerzos ya. Creo que tenemos un avistamiento positivo de nuestro principal sospechoso… No, no te lo puedo explicar ahora. ¿Dónde estás…? ¿Saliendo de la comisaría? Bien. No tardes.

La chica del mostrador estaba haciendo un mundo ante la salida precipitada de la pareja. Pendragon intentaba explicárselo cuando pasó por allí el encargado. El policía perdió la paciencia, sacó la placa, tiró un par de billetes de los grandes en el mostrador y le dijo a Sue:

—Venga. Tengo que llevarte a casa…

—Pero los abrigos…

Salieron al aparcamiento que había detrás del edificio. Apenas estaba iluminado y la noche era bien cerrada. La luna creciente despedía una pálida luz lechosa sobre el asfalto. Pendragon accionó el mando a distancia del coche, las puertas se abrieron con un chasquido y las luces parpadearon. Fue hacia la puerta del copiloto, ayudó a entrar a Sue y luego rodeó el coche. Cuando llegaba a su puerta una figura surgió de entre las sombras por el lado del copiloto y se precipitó hacia la portezuela. Al instante la había abierto y se disponía a entrar. Sue retrocedió espantada, se golpeó la cabeza con el espejo retrovisor y fue a dar contra la consola central.

Pendragon rodeó de nuevo el coche a toda prisa. Un par de faros cegadores los iluminaron desde un lado y se oyó el derrape de las ruedas de un coche que frenaba en seco. La silueta negra en el lado de Sue alzó la cara y los faros le dieron de plano. La peluca estaba caída y dejaba entrever un pelo engominado bajo una redecilla. Incluso con la capa de maquillaje y la sombra de ojos no fue difícil reconocer al hombre, a Max Rainer.

Turner y el inspector Grant se bajaron del coche patrulla mientras Pendragon arremetía contra el arquitecto, quien cerró de golpe la puerta del coche y agitó la mano, que se quedó a un par de centímetros de la cara del inspector jefe. Pendragon vislumbró el destello de una piedra preciosa y un pincho de metal de aspecto letal sobresaliendo del meñique de Rainer. Se cayó hacia atrás y su atacante se revolvió con una agilidad increíble, se alejó y se agachó una vez a la altura del capó. Pendragon se agazapó y miró hacia la oscuridad cerrada por delante del coche. Rainer había desaparecido.

—¡Se ha ido por allí! —les gritó Pendragon a Turner y Grant—. Lo he perdido en la oscuridad. Tengan cuidado, está armado. —Abrió la puerta del coche y vio a Sue pálida y medio mareada—. Estás herida —dijo al tiempo que se agachaba para entrar y giraba la cara de la mujer hacia él. Sue arrugó la cara en un gesto de dolor y se llevó la mano al costado. Un hilo de sangre le corría por una sien.

—Me he dado en la cabeza con el chisme ese —le dijo señalando el espejo—. Y creo que me he fracturado una costilla.

—Vale, recuéstate. Respira lento y corto.

Pendragon oyó un sonido y se volvió en redondo para ver a Turner y Grant salir de entre los arbustos que había a pocos pasos de allí. Iban cada uno con una linterna, con los haces rebotando en la oscuridad.

—No hay ni rastro de él —gritó Turner.

—Vale. Grant, quiero que se lleve a la doctora Latimer al Hospital de Londres en mi coche. Turner, vente conmigo en el coche patrulla. —Le tiró las llaves a Grant, que corrió al lado del conductor.

Pendragon volvió a agachar la cabeza por la puerta y preguntó:

—¿Estás bien?

Sue asintió y dijo:

—No da tregua, Jack. —Le sonrió y su cara se contrajo por el dolor—. Recuérdame que no me ría —añadió. Luego le cogió del brazo y le dijo—: Ten cuidado.

Pendragon se inclinó y la besó en los labios antes de salir corriendo hacia el coche patrulla, donde ya lo esperaba el subinspector, con el motor en marcha.