Westminster, Londres, marzo de 1589
Era el mejor día de su vida. Nada más salir con una reverencia de la sala del consejo de la reina, se llevó las manos a la cadena de eses que Su Majestad le había concedido. Era el mayor honor que podía recibir un hombre de manos de la reina: un regalo personal, así como un reconocimiento oficial. La cadena era de oro macizo y llevaba la insignia de la rosa de los Tudor, que suponía la vinculación perpetua del portador con la familia real. En otros tiempos la había llevado ni más ni menos que sir Tomás Moro.
Pero ahí no acabó todo. Una vez que la reina hubo puesto la cadena alrededor del cuello y sobre los hombros de William, le regaló también, con una sonrisa, una cajita:
—Queremos que tengáis esto, Anthony —le había dicho—. Como una muestra más de nuestra gratitud eterna. No lo abráis hasta que salgáis.
Una vez fuera los criados lo habían escoltado por una serie de pasillos vacíos. Incapaz de contener la impaciencia, William abrió la caja que le había dado la reina y vio con asombro el anillo de Lucrecia Borgia. Cuando salió a la luz de la mañana, a la altura de las caballerizas reales, lo sacó de la caja y se lo puso en el dedo.
Dos amigos, Thomas Marchmaine y Nicholas Makepeace, lo estaban esperando subidos ya en sus monturas. La yegua blanca de William, Ishbel, estaba ensillada y lista para partir. Tiró de las riendas y guió al resto por el camino de barro que bajaba por una leve pendiente. Desde allí tomaron la senda hacia el este que les llevaba a la City y más allá.
Para cuando la cuadrilla llegó al puente de Londres, un sol neblinoso había coronado el cielo. William vio detenerse en la entrada del puente a Nicholas y Thomas, que iban en cabeza, al trote. William los alcanzó y vio tres picas que sobresalían por un contrafuerte. En cada una había una cabeza. Apenas habría dicho que eran humanas, y menos aún que fuesen los restos de tres personas a las que había conocido. En la primera pica colgaba la cabeza de Edward Perch, a quien solo se le reconocía por la cicatriz desde la nariz hasta el labio superior. En el centro estaba la cabeza del padre John William Allen, a quien le faltaba la parte izquierda de la cara, de la que colgaban tendones ennegrecidos entre los huesos. A la derecha de Allen estaba empalada la cabeza de Ann Doherty, con lo que le quedaba de melena negra pegada a la cara por la sangre reseca; le habían vaciado las cuencas de los ojos y por boca tenía una cavidad roja.
—Bonito trío —se mofó Nicholas Makepeace—. ¿Eh, William? —Se volvió para intercambiar una mirada con su amigo.
William, sin embargo, lo ignoró y se quedó mirando las tres cabezas. Y por primera vez sintió sobre sus hombros todo el peso de lo que había hecho. Edward Perch era un criminal, desde luego, y encima católico, una combinación que tal vez no tuviese perdón. Pero ¿el padre Allen? Como mucho había recibido mal consejo, lo habían controlado unas fuerzas que ni comprendía ni cuestionaba. Quizá, caviló, él y John Allen no fuesen tan distintos. Ambos habían matado para defender sus creencias. Eran soldados que luchaban en una guerra; de haber intercambiado los papeles, habrían actuado de la misma manera.
Apenas tuvo fuerzas para contemplar a Ann, pero se obligó a mirarla, a observar con detenimiento sus rasgos lacerados. Era parte de su penitencia, pues, aunque era un soldado de Dios, debía responder por tomar parte en esa muerte. Ann, la dulce Ann… La chica lo había cuidado y él la había traicionado. Era de corazón noble; su único crimen había sido adorar al dios equivocado, rezar ante el altar falso. Quizás en un mundo mejor, pensó William, habría tratado de cambiarla, en lugar de conducirla a la peor de las muertes. Se obligó a apartar la vista. Sin mediar palabra se quitó la cadena de eses y la metió con cuidado en las alforjas. Tiró de las riendas e hincó las espuelas en los ijares de Ishbel, que echó a correr a medio galope por un camino que salía de Londres por el este.
Dejaron atrás la puerta oriental sin incidentes y tomaron el camino que iba a Essex. Entre la nieve y la lluvia, la calzada se había convertido en un lodazal, y al poco empezó a caer aguanieve acompañada de una brisa cortante proveniente del norte. Tras una hora de bregar por aquel camino, los caballos estaban agotados; cuando ya oscurecía vieron a lo lejos una luz acogedora.
—Esta noche pagaría hasta el doble por beberme una cerveza en The Grey Traveller —proclamó Nicholas acercándose a los otros dos.
—Pues yo pagaría el triple, amigo mío —repuso William—. Y cambiaría a mi primogénito por un lecho cómodo.
Era una posada muy antigua. Tenía una parte construida con paja y adobe, y había quienes aseguraban que había hospedado a viajeros que recorrían el largo camino entre la capital y Colchester, en tiempos de Enrique II, hacía siglos. El posadero conocía al pariente de Walsingham y a sus amigos y los recibió de buen grado, les sirvió sopa y cerveza y les dio las mejores habitaciones.
William tenía ganas de celebrar la hazaña e invitó a beber a todos los parroquianos. Pero luego, tras unos cuantos picheles de cerveza, empezó a ponerse pesado y su compañía dejó de ser agradable. Thomas y Nicholas se dieron cuenta y trataron de animar a su amigo con chistes picantes. Cuando eso no funcionó invitaron a la mesa a unas prostitutas que por allí rondaban. Sin embargo, incluso ese esfuerzo fue en vano.
—Pero, venga, William. ¿Qué es lo que te preocupa? —le preguntó Thomas—. Esta noche deberías de ser el hombre más feliz de toda Inglaterra.
William esbozó una sonrisa forzada.
—Tienes razón, Thomas. Pero siento melancolía y no sabría decir por qué. Si me perdonáis, creo que voy a salir a tomar el aire. A lo mejor así me cambia el humor.
La posada estaba a orillas de un arroyo, hasta el punto de que una amplia terraza sobrevolaba el agua por la parte de atrás del edificio. Se contaba que el viejo rey Enrique, el padre de la reina, había ido de caza por aquellos pagos, cerca del riachuelo, y que había pernoctado en The Grey Traveller con su favorita.
William se apoyó en la barandilla y se quedó mirando al otro lado del arroyo. Justo enfrente vio el desaguadero que daba a un pozo ciego bajo la posada. Más allá solo se veían campos negros. Sabía por qué se sentía tan miserable: por Ann. No podía sacarse de la cabeza esa última visión de su cara destrozada y profanada. Las cuencas negras donde una vez estuvieran sus preciosos ojos verdes parecían absorberle y arrastrarle a los mismísimos abismos del infierno.
Durante toda la cabalgada desde Londres había prestado poca atención al camino tortuoso, al barro molesto o al frío. Su mente se había visto asaltada por recuerdos de caras muertas. Había intentado distraerse con alegría fingida y alcohol, pero no había funcionado. Una y otra vez se había estado haciendo la misma pregunta: ¿lo perdonaría Dios? ¿Excusaría Dios los horrores que él había permitido que padeciese alguien que había confiado en él y lo había querido? Sabía que los tres traidores también eran herejes y que por ello merecían castigo doble. Y sabía que Dios perdonaba el asesinato de herejes…, pero Ann, su querida Ann…
Se volvió para ver a dos hombres que se dirigían hacia él. Amparados como estaban por las sombras, pensó por un momento que eran Thomas y Nicholas, que venían a intentar consolarle una vez más. Pero no era así. Cuando los hombres alcanzaron la tenue luz proveniente de la posada, las caras que vio le eran desconocidas. El instinto le hizo llevarse la mano a la daga.
Los hombres llegaron hasta la barandilla cercana.
—Un frío que pela —comentó uno de ellos con un marcado acento local.
—Así es —contestó William.
—¿Venís de lejos? —preguntó el otro.
William sintió un pellizco de angustia en las tripas. Aunque había nacido en un mundo privilegiado, había aprendido mucho de teatro y engaño. ¿Acaso no había vivido de su ingenio participando en ese juego de dobleces en Southwark durante un año interminable? Empezó a responderle al segundo hombre, para que no sospechasen de sus intenciones, y al cabo salió disparado hacia la puerta de la posada.
Pero los hombres eran rápidos de reflejos. Uno de ellos sacó el pie y William salió volando. Antes de poder incorporarse ya tenía al hombre encima. Se retorció y rodó por el suelo logrando desestabilizar a su atacante, al que lanzó contra los tablones. Impulsado por un miedo terrible, William se puso en pie de un salto y esquivó un golpe que le había lanzado el segundo hombre. Sacó rápidamente la daga, cuya hoja centelleó bajo la luz, y la blandió amenazante, cortando el aire ante él.
El hombre al que William había tirado al suelo se levantó y sacó su propio cuchillo mientras se acercaba poco a poco a su presa. El otro atacante se adelantó. William arremetió contra él y le encajó el codo en el abdomen, cosa que le hizo bramar y tambalearse hacia atrás hasta aterrizar contra la pared de la fonda. William vio la oportunidad y corrió hacia el fondo de la terraza, donde, a pocos pasos del final de la barandilla, distinguió una puerta pequeña.
Agarró el pomo, pero al instante comprendió que la puerta estaba cerrada. Aquella intentona le costaría cara. El hombre de la daga era muy ágil. Se había anticipado al movimiento de William y había corrido hasta el fondo de la terraza. Con el rabillo del ojo, William vio que el otro hombre se había incorporado y se precipitaba hacia él. Había sacado algo grande y de aspecto pesado de debajo del blusón, una porra.
William pegó la espalda a la puerta, con la daga en la mano derecha y la mano izquierda cerca de la hoja, tal y como había aprendido en las calles de Southwark. El hombre armado se adelantó y embistió con una velocidad asombrosa; la punta del cuchillo alcanzó en la mano a William, quien dejó escapar un grito. Antes de poder reponerse el hombre de la porra se le echó encima. William sintió un dolor penetrante en un lado de la cabeza cuando la madera recubierta de cuero impactó de lleno contra él. Intentó contestar con la daga, pero el hombre de la cachiporra esquivó el golpe y volvió a descargar su arma, que hizo que a William se le cayese la daga de la mano y se le partieran tres dedos.
Solo entonces, entre el dolor y el pavor, William recordó el anillo. Se apoyó contra la puerta, el sudor cayéndole por los ojos. Con la mano destrozada logró abrir la tapa del anillo y blandirlo ante él.
Por unos instantes los atacantes se sintieron confundidos, pero luego uno de ellos sonrió y dijo:
—Uh, qué miedo, ¿qué nuevo espanto es éste? —se burló.
William lanzó el brazo hacia la cara del hombre con la daga. Una extraña intuición o superstición hizo retroceder al asaltante, aunque no tardó en reunir más valor. Miró de reojo a su amigo y ambos se abalanzaron hacia William, que cargó contra ellos y de algún modo logró pasar entre ambos sin mayor daño. Sin embargo, tropezó con un tablón suelto y perdió el equilibrio. En una mala caída aterrizó con el brazo bajo él y sintió una punzada cuando el pincho del anillo le atravesó la tela de las calzas y se le clavó en la carne del muslo.
Se levantó y retrocedió hacia la baranda de la terraza. Los dos hombres le vieron recular y, de pronto, quedarse petrificado.
William se había dejado caer contra la barandilla. Sus asaltantes le vieron alzar poco a poco la mano herida hacia la cara y detener el movimiento, paralizado. Empezó a temblar violentamente. Un sonido horrible surgió de lo más hondo de su cuerpo y la mandíbula se le cayó, floja. Tras una convulsión lanzó un chorro de sangre y vómito. La fuerza de la erupción le propulsó la cabeza hacia atrás, su cuerpo entero pivotó sobre la barandilla como una efigie de cera y cayó de espaldas al arroyo.
Ambos hombres corrieron a la barandilla justo cuando Thomas Marchmaine y Nicholas Makepeace aparecían por la puerta de la posada. En un silencio de perplejidad vieron que William Anthony caía en picado a la orilla del arroyo y aterrizaba entre los carrizos medio sumergidos, boquiabierto y con los ojos desencajados; su cara estaba blanca e inexpresiva, petrificada. Acto seguido desapareció, succionado por el desaguadero que pasaba por debajo del edificio, donde el arroyo desalojaba el pozo ciego de The Grey Traveller.