Stepney, sábado 11 de junio, 16:05
Pendragon contempló las fotografías que tenía repartidas por el escritorio y sintió que le invadía una sensación cada vez mayor de odio hacia toda la humanidad. Después de tantos años de ver cuerpos desmembrados, conservaba ya poca capacidad de asombro ante aquella visión. Lo único que le ponía mal el cuerpo, aparte de ver a un forense ensañarse con un cadáver, eran las fotografías de niños asesinados y perros apaleados. Una cosa era lo que los adultos se hiciesen entre sí, pero cuando mataban a inocentes comprendía que, por muy inteligente que fuese la raza humana, y por muchas grandes cosas que hubiese creado la civilización, en lo más profundo de su ser la humanidad estaba podrida.
El equipo había encontrado los tres perros desaparecidos y otro más, lo que, contando al del canal, hacía un total de cinco. Allí estaban las fotografías: cinco canes muertos en distintos estados de descomposición, todos ellos restos patéticos y retorcidos, una guinda estupenda a la depravación humana. Pendragon apartó la vista y cogió dos folios grapados, un análisis preliminar escrito por una becaria de la Científica, joven y entusiasta, llamada Janie Martindale, a quien la propia Colette Newman había mandado para ayudar al equipo de rastreo. Se concentró en el informe, que estaba muy bien presentado, y asimiló los datos esenciales.
Los perros murieron en lugares distintos a lo largo de la semana pasada.
El de muerte más reciente fue el perro encontrado cerca de la calle South (denominado Perro número 1, según el orden de hallazgo). El más antiguo (Perro número 2), un collie, se halló cerca de una urbanización dentro del perímetro de búsqueda.
La hora de la muerte ha sido determinada por el estado de desarrollo de las larvas de Lucilia sericata, más conocida como «moscarda».
Debido a las temperaturas altas y poco comunes, las larvas se han desarrollado más rápido que en temperaturas ambiente normales.
Dado que no se han encontrado larvas en el Perro número 1, la hora de la muerte no puede superar las 18 horas desde que fue encontrado.
Otros dos perros (número 3 y número 4) se encontraron en primer estadio larval (primera etapa de desarrollo), lo que sitúa la muerte entre 18 y 38 horas antes del hallazgo de los cuerpos.
El resto de los perros (número 2 y número 5) muestran presencia de larvas de segundo y tercer estadio, lo que sitúa la hora de la muerte entre 50 y 90 horas antes de su descubrimiento.
Los cinco perros fueron asesinados en circunstancias similares por medio de un veneno muy potente. Los análisis preliminares muestran unos niveles de arsénico extremadamente elevados.
La aguja hipodérmica hallada en el punto número 1 presenta restos del mismo veneno. También se encontró parte de una hebra de tejido negro sintético en el tubo de la jeringuilla; está siendo analizada en el laboratorio de Lambeth Road.
Dejó el informe en su sitio y se pasó los dedos por la frente. ¿Qué conexión podía haber entre los perros y los asesinatos de Karim, Middleton y Ketteridge? Tenía que existir una relación. ¿Tres hombres y cinco perros muertos en unos cuantos kilómetros cuadrados… y en una sola semana? Los perros no podían ser un simple ensayo, como había sugerido el inspector Grant. Si el asesino había hecho sus pruebas antes de emprenderla con su primera víctima humana, ¿por qué seguir matando perros? No, aquella teoría hacía aguas.
Llamaron a la puerta. Al alzar la mirada vio a Janie Martindale. Era bajita, apenas llegaba al metro y medio; tenía el pelo moreno muy corto y cara y aspecto aniñados.
—¿Señor? Perdone, parecía usted perdido en sus pensamientos —se disculpó la chica.
—No pasa nada. Sí que estaba perdido, pero no sabía muy bien por dónde salir. —Le sonrió.
—He pensado que le podría interesar esto. —Le enseñó una bolsa de plástico con autocierre; dentro había un pedacito de tela roja.
El policía la cogió y miró el contenido a través del plástico.
—Es terciopelo, señor. Lo encontré en un poste del punto número dos, un descampado que hay cerca del puente del tren, al final de la calle Sycamore Road…, donde el spaniel. Es difícil saber con seguridad cuánto tiempo lleva allí el tejido, pero el perro murió hace unas setenta y dos horas. El trozo ha conservado la integridad del pigmento…, perdón, el color. Los tejidos de colores tan vivos como éste suelen desteñirse bajo la luz intensa del sol, y hemos tenido unos días de sol realmente fuera de lo normal. La degradación no se nota a simple vista con tan poco tiempo, aunque en un microscopio sí puede verse. Yo diría que el terciopelo no ha pasado ni una semana en el poste, y es posible que lleve el mismo tiempo que el perro muerto número 2: tres días. Por lo general, no suelo jugármela afirmando cosas así. Pero si lo sumamos al hilo de oro y a la huella de zapatilla que se encontró en la escena del crimen de Tony Ketteridge…
Pendragon asintió:
—Alguien que se disfraza.
Martindale se encogió de hombros y comentó:
—Es una teoría.
—Lo es, doctora Martindale, lo es.
La joven rió.
—No soy doctora…, todavía, inspector jefe. Aunque con suerte solo me quedan seis meses.
—Bien…, bueno, pues buen trabajo, señorita Martindale.
Apenas hacía unos minutos que había salido la doctora en ciernes cuando volvieron a llamar a la puerta y la comisaria Hughes asomó la cabeza.
—¿Está ocupado?
—Ahora justamente iba yo a llamar a su puerta, señora. —Consultó su reloj—. Se me está acabando el tiempo.
La comisaria se apoyó en el borde de la mesa.
—Por eso quería verlo.
Pendragon puso las manos en alto.
—Vale, he hecho lo que he podido. Usted verá.
—Jack, tengo la impresión de que he sido un tanto injusta con usted. Parece agotado. Ha sido una semana de cuidado.
Se quedó mirándola, sorprendido.
—Acaban de llamarme del laboratorio. Han encontrado una muestra diminuta de ADN en la fibra sintética que hallaron en la jeringuilla. Puede que sea de alguien que no tenga nada que ver con el caso, pero harán todo lo posible por averiguarlo. Me han dicho que le ordenó a la subinspectora Mackleby que reuniese frotis de ADN de todos los que estuviesen relacionados, en mayor o menor medida, con el caso.
—Así es.
—Buena jugada. Si la doctora Newman tiene suerte con la muestra de fibra, solo nos servirá si tenemos algo con lo que contrastarla.
Pendragon esbozó una media sonrisa.
—Me alegra saber que he hecho algo bien.
Hughes miró las fotos de los perros y luego una vez más a Pendragon.
—También me ha llamado el comandante Ferguson.
—Vaya…
—Por una vez estaba contento. Aunque sigue muy disgustado porque todavía no hayamos pillado al «Asesino de Mile End».
—¡Madre mía, hasta el dichoso comandante tiene que usar ese nombre ridículo…!
—El comandante Ferguson se ve a sí mismo como el «poli amigo del pueblo» —terció Hughes con una vaga sonrisa—. Y esto se lo cuento en total confianza.
Pendragon suspiró y añadió:
—Entonces está disgustado por lo de los asesinatos, pero…
—Pero está encantado con que hayamos pillado a los cabrones que estaban saturando el mercado de M barato.
Pendragon enarcó las cejas.
—Turnbull ha hecho una declaración muy completita, con muchos nombres. Él y el propio doctor Adrian Frampton eran quienes fabricaban la mercancía, pero también tenemos una media docena de nombres de camellos. Creo que podemos decir sin miedo a equivocarnos que hemos cortado el suministro por… un mes como mínimo. Eso sí, hasta que otro espabilado se meta en el negocio.
—O sea, que ¿al coger a Turnbull me he ganado un indulto? ¿Es eso?
—Uno breve, Jack, uno breve. Pero ¿sabe lo que le digo? Intuyo que nos estamos acercando al Asesino de Mile End.
—Ojalá pudiese compartir su intuición —repuso Pendragon.
Pendragon acababa de apagar la luz y cerraba ya la puerta de su despacho cuando sonó el teléfono. Se le pasó por la cabeza la posibilidad de ignorarlo, pero luego se lo pensó mejor, encendió la luz y volvió adonde estaba.
—Pendragon.
—¿Inspector jefe? Soy Geoffrey Stokes. No estaba seguro de si lo pillaría todavía en la comisaría.
—¿En qué puedo ayudarle, profesor?
—Pues creo que puede que sea yo el que le ayude a usted, inspector jefe. Siento decirle que me he obsesionado un poco con su caso. ¡Voy retrasado con todo y mis alumnos no me ven el pelo! —Produjo una extraña risilla lastimera—. Pero algo me dice que le va a merecer la pena. ¿Puedo causarle más molestias y pedirle que se pase por mi laboratorio?
Pendragon miró la hora: eran las 18:32.
—Bueno, es que…
—He hecho unos hallazgos muy emocionantes.
Pendragon no pudo evitar pensar, por experiencia, que lo que los estudiosos solían considerar «emocionante» distaba mucho de ser tan estimulante o útil como ellos pensaban. Sin embargo, recordó lo mucho que el profesor había descubierto, con tan poco, y se vio aceptando pasar por el Queen Mary de inmediato.
Al pasar por el mostrador de la entrada, un agente joven que hacía el turno de noche lo vio y le hizo una seña. De repente recordó algo.
—Eh, señor. Ahora iba a ir a su despacho. Acaba de llamar un tal… —miró la libreta—… señor Jameson. Vive en Sycamore Road y afirma haber visto algo raro la otra noche.
—¿Raro?
—Dice que vio a una mujer salir del descampado donde encontraron a uno de los perros.
Pendragon arrugó el entrecejo e inquirió:
—¿Cuándo?
—El martes, dice, a eso de medianoche. Según cuenta, la mujer tenía una pinta rara.
—Otra vez esa palabrita, agente. ¿Qué quiere decir con «rara»?
—Por lo que parece solo la vio de refilón, pero llevaba un vestido largo vaporoso y tenía el pelo negro y largo. Suena un poco mal, ¿no le parece, señor? A lo mejor nuestro amigo se había tomado una copilla más de la cuenta.
Pendragon asintió con la cabeza.
—Gracias, agente —le dijo, y se dirigió hacia la puerta de la calle.
Del martes por la noche hacía unas setenta y dos horas, pensó. El perro número 2 hallado en el descampado de cerca de Sycamore Road presentaba restos de larvas de segundo estadio. Las palabras de Sue Latimer resonaron en su cabeza: «Y probablemente se disfrace…».
—Inspector jefe, me alegro de volver a verlo —le recibió con afabilidad Stokes mientras conducía a Pendragon por las puertas del laboratorio en el que habían hablado el día anterior.
—Bueno, ¿cuáles son esos hallazgos emocionantes de los que me ha hablado?
—Hay tantos que no sé ni por dónde empezar.
Pendragon miró al profesor y se dio cuenta, con una repentina punzada de compasión, de que aquel hombre estaba incluso más casado con su trabajo que él, y que probablemente también estuviese más solo aún. Por lo menos, recordó Jack, él tenía una cita esa noche. Dudaba mucho de que el profesor Stokes hubiese salido con una mujer desde el baile de graduación.
—Bueno —comenzó Stokes—, vayamos en orden. El hueso. Dele las gracias a la doctora Newman de mi parte, por favor. Ha sido muy revelador.
—¿Y eso?
—Pues porque encontré un resto pequeñísimo de tejido blando en él. —Fue hasta una de sus máquinas de aspecto futurista y le dio una palmadita—. Y nuestro analizador de ADN no tiene rival. De hecho, Thomas, nuestro gurú tecnológico, lo ha modificado y es más sofisticado que cualquiera de Quantico.
—¿Y qué ha descubierto?
—Nuestro esqueleto es de un joven caucásico de quince a veinticinco años. Murió entre 1580 y 1595. ¿Causa de la muerte? —Stokes hizo una pausa dramática sin dejar de sostenerle la mirada a Pendragon—. Envenenamiento por arsénico.
Pendragon arqueó las cejas.
—Bueno, eso es…
—Emocionante, ¿verdad? Pero aún hay más, inspector jefe. El anillo. He vuelto a analizar la imagen principal. La he pasado por varios filtros y magnificadores, pero hizo falta verlo con otros ojos para fijarse en algo que a mí se me había pasado. Thomas…
—¿El gurú tecnológico?
—El mismo. Le echó una ojeada a la fotografía del anillo y señaló la anomalía en un lado de la joya.
—¿Una anomalía?
—Sí, eche un vistazo. —Stokes fue al escritorio y sacó una ampliación enorme del anillo—. Aquí. ¿Ve el bulto? Tenga, coja esto. —Le tendió una lupa.
El inspector jefe escrutó la imagen con la lupa ante el ojo. Al cabo se enderezó y preguntó:
—¿De qué se trata?
—Buena pregunta. Le he estado dando bastantes vueltas al tema y solo he llegado a una conclusión plausible. El anillo no es un anillo episcopal corriente. Sí, es casi seguro que perteneció a los Borgia, lo que ya de por sí significa que no tiene nada de corriente. Pero la cosa va más allá incluso. Creo que éste es el famoso anillo envenenador que una vez perteneció a Lucrecia Borgia.
—¿El anillo envenenador?
—Sí. ¿Sabe algo de Lucrecia Borgia?
—Bueno, sé que era la hija del papa Alejandro. Era una conocida ninfómana y probablemente una asesina, según a qué relato histórico queramos acogernos.
—Bah, no se ande con remilgos, inspector jefe. Lucrecia Borgia era el diablo en persona. Se sabe que mató, por lo menos, a tres personas. Y este anillo…, este anillo que ve aquí… es casi sin lugar a dudas lo que utilizó para matar a toda esa gente sin levantar sospechas. Hay documentos escritos tras su muerte en los que se cuenta que Lucrecia poseía un anillo cuya descripción encaja a la perfección con éste. —Señaló la fotografía—. La gema se retraía y desde el interior surgía un pincho que ella cubría con un veneno especialmente potente al que llamaba «cantarella». El principal componente de la cantarella es el arsénico, aunque nadie conoce su composición exacta. Hay quien dice que la receta del veneno estaba grabada en el anillo.
Pendragon miró la instantánea.
—El bultito que se ve en el lado, lo que usted llama anomalía, ¿es el mecanismo para abrir el anillo?
—Exacto. Cuando Lucrecia estaba a punto de matar presionaba la palanquita. La parte de arriba se abría como un resorte, salía el pincho y… ya se lo puede imaginar.
—¿Y qué pasó con el anillo? —quiso saber Pendragon.
—Eso es lo más fascinante de todo: desapareció.
—¿Desapareció?
—Es más, desapareció dos veces. Lucrecia murió en Ferrara en junio de 1519, y el anillo no aparecía entre sus bienes patrimoniales. Se sabe que había varias personas que querían echarle el guante, entre ellas, su tercer marido, Alfonso d’Este, quien la sobrevivió unos quince años. Pero es casi seguro que nunca lo encontró.
—¿Y la segunda vez?
—Hay una historia según la cual el anillo se utilizó en un intento de asesinar a Isabel I a finales del siglo XVI.
Pendragon parecía no dar crédito.
—¿Le cuesta creerlo, inspector? Pues no debería. Hubo muchos atentados contra la vida de la monarca. Recordará usted que el caos religioso en el que su padre, Enrique VIII, había sumido al país marcó todo el reinado de Isabel, y que la ira de los católicos se exacerbó aún más con la humillación de la Armada Invencible española en 1588. Se enviaron misioneros jesuitas a Inglaterra con la esperanza de adoctrinar al pueblo en contra de Isabel, y algunos eran avezados asesinos.
—No tenía ni idea. Entonces, ¿cree que el esqueleto es el de un fanático católico que intentó matar a la reina de Inglaterra?
—La verdad es que no puedo asegurárselo. No se sabe prácticamente nada del intento de asesinato con el anillo de Lucrecia Borgia. La joya estuvo perdida durante mucho tiempo y parece que quiso encubrirse todo el asunto. Pero hay una teoría, muy fundamentada por parte de algunos historiadores, según la cual el asesino estuvo a punto de salirse con la suya.
—¿Y por eso se encubrió el asunto?
—Precisamente.
—Pero no tiene sentido. Si el esqueleto es el del misterioso asesino, ¿cómo murió envenenado por arsénico?
—Es una verdadera lástima, inspector jefe, pero eso nunca lo sabremos.