—Hombre, Pendragon. Justo a tiempo —lo saludó Jones cuando el inspector jefe entró en la morgue. El forense encendió la sierra de autopsias, el cilindro deforme de metal que tenía alojado en la palma de la mano—. Un aparato increíble, esta… SF-4000. Pesa poquísimo, pero la hoja gira a doscientas revoluciones ¡por segundo! Corta en hueso que es una maravilla… Es estupenda.
Pendragon sabía que Jones estaba intentando intimidarlo, de modo que no le hizo caso y se dirigió tranquilamente hacia el cuerpo que yacía sobre la mesa de acero inoxidable. Como por enésima vez esa noche se preguntó a sí mismo por qué se obligaba a pasar por aquel calvario. La respuesta, bien lo sabía él, tenía dos caras. Aunque confiaba en la experiencia del doctor Jones, quería asegurarse de que no se le escapaba nada. La segunda razón, en cambio, era personal. Los comentarios sobre sus escrúpulos que había hecho el médico pocos días antes le habían tocado la fibra sensible. Era cierto, siempre le había costado lidiar con el rebanado de cadáveres. Ya era hora de enfrentarse a su fobia; era algo que formaba parte de su trabajo y que nunca iba a dejar de existir, o al menos no hasta que la gente dejara de matarse entre sí.
Como si le hubiese leído la mente, Jones bajó la sierra circular y le preguntó:
—Venga, inspector jefe, ¿por qué está aquí en realidad?
Pendragon se encogió de hombros al decir:
—Era esto o ponerme a redactar un informe.
El forense le sostuvo la mirada.
—No habrá venido usted a supervisar cómo hago mi trabajo, ¿verdad?
—No —contestó con rotundidad Pendragon.
—Pues entonces no puede haber otra razón: me está utilizando como terapeuta y voy a tener que cobrarle un recargo por eso.
Pendragon echó el aire por la nariz y sacudió la cabeza.
—Cóbreselo a la Policía Metropolitana. Siempre están dispuestos a pagar por cursos de formación.
—Supongo que debería sentirme halagado —contestó Jones—. Tenga, póngase esto. —Le tendió una bata y una mascarilla al policía.
Desde luego, el de Tony Ketteridge no era un bonito cadáver. Bajo las luces castigadoras del laboratorio la piel se le veía azulada y el abundante vello negro azabache no hacía más que acentuar su palidez. La expresión «más pálido que un muerto» adquiría con él un nuevo significado, pensó Pendragon para sus adentros. Y, aparte, estaban aquellos ojos rojos…
—No es un ejemplar muy conseguido de Homo sapiens, la verdad sea dicha —comentó Jones, al tiempo que sacaba una grabadora digital del bolsillo de la bata de laboratorio. En cuanto la encendió procedió con las formalidades—: Sujeto: varón. Anthony Frederick Ketteridge. Edad: cincuenta y cuatro. Peso: ciento quince kilos. Altura: un metro sesenta y cinco. Hora de la muerte: en torno a las ocho de la tarde del miércoles 8 de junio. Examen externo: el sujeto es obeso, rozando la obesidad mórbida. Una pequeña laceración reciente en la garganta y cardenales superficiales igual de recientes en la zona torácica. Sin contusiones graves. Sin fracturas ni roturas. Ambas córneas están cubiertas de sangre; es de suponer que por una ruptura de los vasos de la retina. —Se inclinó sobre el cuerpo y giró a Ketteridge unos centímetros hacia la derecha; acto seguido le levantó uno de los brazos—. Hay una marca pequeña de un pinchazo en la axila izquierda, con hematoma circundante. Parece reciente.
Jones dejó la grabadora en la mesa auxiliar.
—Mire esto —le dijo a Pendragon.
El inspector jefe rodeó la mesa para ponerse al lado de Jones y el forense le pasó una lupa. Pendragon miró de cerca el puntito rojo que había en la carne bajo el sobaco de Ketteridge.
—Igualito que el de Tim Middleton —observó Jones a sus espaldas—. Cada vez parece más calcado del primer envenenamiento. —Cogió un escalpelo y se inclinó sobre el cadáver mientras Pendragon regresaba al otro lado de la mesa—. Veamos qué tenemos por dentro.
Jones hundió el escalpelo en la carne del muerto. Aunque había que traspasar una espesa capa de grasa, la hoja estaba muy afilada y atravesó sin problema el tejido, la grasa y las venas. El metal producía un chirrido al abrir el tejido. Resbaló sangre por el costado del cuerpo y fue a caer en los desagües que había a ambos lados de la mesa. Estaba densa y coagulada, y si se movía era solo por el efecto de la gravedad. Jones recorrió el pecho con la hoja hasta detenerse justo debajo del esternón. Repitió luego la misma acción, pero empezando desde el otro lado para acabar en el punto final de la primera incisión. Para completar el proceso hundió bien profundo el escalpelo y practicó un corte vertical recto hasta el ombligo de Ketteridge.
Con mucha destreza separó la carne con los dedos, replegando hacia atrás la piel y el tejido para exponer las costillas. Cogió entonces la sierra eléctrica y se puso manos a la obra, seccionando los huesos a doscientas revoluciones por segundo. Una vez que hubo hecho los cortes, hundió las manos bien dentro del pecho del hombre y separó las costillas. Colocó un clamp y giró el tornillo grande del instrumento hasta que poco a poco el cuerpo de Ketteridge se fue abriendo como una almeja para dejar a la vista un amasijo gris rojizo de órganos internos.
Al cabo de menos de un minuto Jones había extraído el hígado de Ketteridge y lo había colocado en una bandeja junto al cuerpo. Estaba negro y descompuesto, muy parecido al de Middleton.
—Como me lo imaginaba —dijo Jones, que lo pinchó con el escalpelo—. Necrosis severa. —Volvió al cadáver y hurgó en la cavidad abdominal con un tubito de acero inoxidable—. El páncreas, destrozado del todo. Y el bazo, ídem —afirmó—. Voy a hacer todos los análisis, desde luego, aunque está bastante claro qué lo mató. Parece que tiene usted entre manos a un asesino en serie, Pendragon.