Capítulo 28

Lo primero en lo que se fijó fue en los crucifijos; aunque lo cierto era que habría sido difícil pasarlos por alto, estaban por doquier. Una hilera recorría el estrecho pasillo del piso de los Ketteridge y, en una pequeña mesa auxiliar, había otros tres agrupados en una Santa Trinidad. Pasó por delante de un saloncito recargado donde una mujer de mediana edad con un camisón de franela rosa estaba siendo consolada por la subinspectora Mackleby. En la repisa de la chimenea se alineaban otras cuantas cruces más y la pared de encima estaba presidida por un crucifijo enorme, sangre incluida.

Unos pocos pasos más lo llevaron hasta la cocina. Junto al fregadero habían colocado un reflector con pie que arrojaba una intensa luz blanca por toda la estancia. La puerta trasera que daba al jardín estaba abierta y Pendragon vislumbró a un agente de la Científica por el caminillo que había entre la cocina y una pared de ladrillo cubierta por una celosía con rosas amarillas. En el alféizar de la ventana de encima de la pila y del escurreplatos había otra fila de cruces. Pendragon contó hasta nueve, con la más grande en el centro, una versión en miniatura de la que colgaba de la pared del salón.

—Acabo de llegar, Pendragon. Así que no, no le puedo dar ni horas, ni fechas, ni móviles ni ninguna otra historia —le dijo Jones al inspector jefe nada más verle entrar en la habitación.

El forense estaba de pie junto al cuerpo de Tony Ketteridge, que yacía en el suelo al lado de una pequeña mesa de cocina, con la espalda contra un lavavajillas que seguía completando su ciclo de lavado. Ketteridge tenía la cabeza retorcida hacia un lado, el pecho empapado de sangre y vómito y la boca abierta de par en par. Los dos ojos eran círculos rojos.

Pendragon inspeccionaba la escena cuando Turner apareció por la puerta trasera.

—¿Has sido el primero en llegar, subinspector?

—Sí, jefe. Justo estaba saliendo de la comisaría cuando entró la llamada. Mackleby y yo llegamos hace veinte minutos.

—Por lo que sé, ha sido la señora Ketteridge la que ha avisado del asesinato, ¿no?

—Sí. Estaba histérica, al parecer. No me extraña, la verdad.

—¿Han tocado el cuerpo?

—Lo dudo mucho. La señora Ketteridge ha abierto la puerta a duras penas. Roz…, la subinspectora Mackleby está con ella en la habitación de al lado.

—Sí, las he visto al entrar.

—Cuando llegamos la puerta de atrás estaba abierta. No se ve que haya habido mucho forcejeo. La mesa estaba volcada, pero poco más. —Luego añadió en un susurro—: ¿A qué viene tanto crucifijo?

Pendragon se encogió de hombros.

—Ni idea. ¿Quién hay fuera?

Fue hasta la puerta trasera con Turner a la zaga. Un agente de la Científica con un mono de plástico les daba la espalda. Se volvió.

—Doctora Newman —saludó Pendragon.

—Inspector jefe.

—¿Una primera impresión?

Contempló el espacio, bastante estrecho. Una fila de baldosas iba desde la puerta de la cocina en un lado de la casa hasta el jardín, apenas una mancha verde oscura en la noche. Un muro de ladrillo que llegaba a la altura de la cabeza separaba la casa de la propiedad vecina y flanqueaba el caminillo para acabar en una alambrada que dividía los jardines. Un gato se rozó contra las pantorrillas de Pendragon, que se agachó para acariciar el animal. Al incorporarse el inspector comentó:

—Ojalá los animales hablasen.

Colette Newman sonrió y dijo:

—A primera vista no hay mucha tela que cortar. Hay algunas huellas de barro aquí en el camino, parecen bastante recientes. Las hemos seguido hasta este lado de la verja del jardín. Da la impresión de que nuestro asesino llegó por aquí y entró en la cocina por la puerta de atrás.

Pendragon notó movimiento por el jardín y vio a otro agente con mono de plástico agazapado junto a la alambrada y pasando un cepillo con su mano enguantada en látex.

—¿No debería el suelo estar demasiado duro como para levantar barro? —preguntó Turner.

Pendragon y Newman se volvieron al mismo tiempo.

—Fue lo primero que pensé yo también —reconoció la jefa de la Científica, reparando en el subinspector por primera vez—. Da la impresión de que uno de los Ketteridge ha regado las plantas esta misma noche. Saltándose a la torera el veto local de riego, ni que decir tiene…

—Vamos a tener que presentar cargos contra ellos —bromeó Pendragon, mordaz.

—En cualquier caso hemos cogido muestras y dos de mi equipo están cubriendo la cocina y el resto de la casa. En cuanto sepamos algo…

—Gracias —contestó el inspector jefe, que regresó a la cocina—. De modo que, o bien Tony Ketteridge conocía a la persona que lo asesinó y le dejó pasar, o bien el asesino estaba vigilando la casa y sabía cómo entrar.

—O lo ha atacado alguien que pasaba por aquí —comentó Turner.

Se acercaron de nuevo al cadáver. Pendragon se agachó junto a Jones, que estaba examinándolo.

—¿No tiene usted una sensación de déjà vu, Pendragon? —le preguntó el médico.

—Calcado, por lo que se ve.

—Pues sí. Todavía no puedo decirle dónde está el pinchazo, pero me juego algo a que lo encontraremos. ¿Le parece bien que me lleve a la morgue a este infeliz?

Pendragon asintió y se puso en pie.

—¿Le importa si me paso por el laboratorio cuando termine aquí?

—Claro que no. Mientras su estómago lo aguante… —le contestó Jones con una de sus sonrisitas.

Pendragon volvió por el pasillo, donde se detuvo un momento para observar los crucifijos de la mesa y de la pared. Eran de tamaños y formas variados, algunos antiguos, otros con pinta de ser bastante nuevos. Si bien la mayoría carecían de todo adorno, los había con la imagen del cuerpo de Cristo. Cuando entró en el salón le indicó por señas a Mackleby que quería tener una charla con la viuda de la víctima y se acomodó en el sofá.

Pam Ketteridge era una mujer corpulenta, alta y ancha de hombros, con cara de pan y unos brazos redondos que la franela acentuaba aún más. Tenía los ojos inyectados en sangre de tanto llorar y un rastro oscuro le bajaba por las mejillas, por donde las lágrimas habían arrastrado el rímel.

—Me llamo Jack Pendragon, soy inspector jefe. Siento mucho su pérdida.

La viuda resopló y le espetó:

—Ha visto usted demasiadas series cutres norteamericanas de polis, creo yo —le contestó sin tan siquiera mirar al inspector jefe. Tenía un vago acento del norte—. Discúlpeme —añadió enseguida, mientras lo estudiaba con la mirada. Se frotó el ojo derecho.

Pendragon no dijo nada, a la espera de que se animase a hablar, pero la mujer apartó la mirada y no añadió más.

—¿Fue usted quién encontró el cuerpo de su marido?

La mujer asintió y se quedó mirando al otro lado de la estancia.

—Y no, no toqué nada, inspector Pendragon. Me quedé tan impresionada que creí que me iba a dar un ataque al corazón. Y luego…, actué como un robot o algo así. No recuerdo haber ido al recibidor ni haber llamado a la Policía. Lo siguiente de lo que me acuerdo es que había dos agentes en la puerta. Yo no he…, no he vuelto allí dentro.

—¿Ha pasado usted aquí toda la noche?

La viuda lo miró con los ojos hinchados y sacudió la cabeza:

—No, eso es lo peor de todo. Ojalá hubiera estado… Estaba en la cama.

—¿Y no oyó nada?

Metió la mano en el bolsillo del camisón y la sacó con un iPod.

—El puto Tom Jones —dijo, y se echó a llorar.

Pendragon dejó que se desahogara y se dedicó a contemplar la habitación mientras la mujer se sonaba la nariz e intentaba recuperar la calma. El piso le recordaba a su infancia, era el tipo de decoración del gusto de sus padres: sutilezas cero, recargamiento total.

—Ojalá le hubiese hecho más caso a Tony —suspiró Pam Ketteridge—. Decidimos irnos a la cama temprano. Estaba muy cansado… —De repente se quedó paralizada—. ¿No creerá usted que pueda tener algo que ver con los otros…? —Era incapaz de pronunciar la palabra «asesinatos».

—Aún es pronto para saberlo.

—Es todo por mi culpa —estalló de pronto, con la voz temblorosa por la emoción—. Con los problemas que tenía en el trabajo…, y ese pobre hombre, el albañil al que mataron. Mi marido lo llevaba fatal. Tendría que haber hablado con Tony, tendría que haberle hecho caso.

—¿Le contó algo sobre lo que pasó antes de la muerte de Amal Karim?

Dejó de sollozar y volvió a apartar la mirada.

—¿Se refiere a lo del esqueleto? Lo han dicho esta noche en las noticias, justo antes de que nos…

—¿Sí? —la urgió Pendragon, intentando descifrar la cara de la mujer—. Cualquier dato nuevo podría sernos de gran ayuda.

En el estado en el que se encontraba, pensó, era imposible saber a ciencia cierta cuánto se estaba guardando la mujer para sí. ¿Qué era lo que ocultaba? ¿Y qué creía que sabía la Policía? ¿Le habría contado su marido que lo habían interrogado en la comisaría? Lo veía bastante improbable, pues Pam le habría avasallado con toda clase de preguntas incómodas sobre qué había estado haciendo en la madrugada del sábado.

—No, yo no… —Volvió a desmoronarse. En esa ocasión no pudo hacer nada por contener la angustia. Se llevó las manos a la cara, se quedó mirando a media distancia y dejó que las lágrimas le resbalasen hasta la barbilla—. Oh, Señor, alíviame de este dolor —gritó. Y para el asombro de Pendragon, se tiró al suelo, donde, de rodillas, empezó a balancearse adelante y atrás—. Alabado seas, oh, Señor todopoderoso. Apiádate de nuestras almas miserables. ¡Hemos pecado, hemos pecado! —Y se lanzó sobre la alfombra, con los brazos extendidos hacia la fila de crucifijos de la repisa de la chimenea. Cristo, con sus propios tormentos, la miró ceñudo desde arriba.

El subinspector Turner entró en la habitación justo cuando Pam Ketteridge se postró en el suelo. Corrió a auxiliar a la mujer y, ayudado por su jefe, la pusieron en pie y la llevaron de vuelta al sofá. Aunque no opuso resistencia, no paró de repetir las mismas cuatro palabras: «No debería haberlo hecho. No debería haberlo hecho».

A Pam Ketteridge le llevó varios minutos serenarse lo suficiente para ver con claridad la cara de Pendragon y comprender que le estaba haciendo una pregunta.

—¿A qué se refiere, señora Ketteridge? ¿Qué es lo que no debería haber hecho?

Se quedó mirando al inspector en silencio hasta que, poco a poco, pareció recuperar la calma:

—El esqueleto. Tony escondió el esqueleto. —Miró de reojo al subinspector Turner, que estaba sentado en el borde de un sillón justo enfrente, tomando notas.

Decir aquellas palabras pareció serenarla: era como si hubiese confesado sus pecados a un cura.

—No sabía qué hacer con aquella cosa. Iban retrasados, ¿entiende? Y pensó…, bueno, pensó que tal vez podría hacer como si no hubiese pasado nada.

—¿Eso le contó? —le preguntó Turner.

La mujer volvió los ojos hacia el subinspector para luego regresar con Pendragon.

—Sí. El domingo. Yo sabía que le pasaba algo. Estaba muy callado, apenas me dirigió la palabra en toda la noche. Al final acabé sacándoselo.

—¿Y qué es lo que le dijo exactamente? Intente recordar las palabras de su marido, señora Ketteridge.

Frunció el ceño y se pasó la yema de los dedos por el entrecejo.

—Dijo que habían encontrado un esqueleto…, un esqueleto entero. Se quedó de piedra. Fue a última hora de un viernes. No supo qué hacer. Un par de sus chicos se asustaron. Cuando dijo que lo volvieran a enterrar no quisieron colaborar. Así que cerró el tajo y les dijo que podían esperar hasta el lunes.

—¿Y cuándo se deshizo del esqueleto?

—Me contó que regresó al cabo de unas horas, sobre las nueve y media, nada más hacerse de noche.

—¿Qué hizo con él?

—No quiso decírmelo. Lo único que me dijo fue: «Asunto resuelto».

—Entiendo.

—A mí el tema no me hacía ni pizca de gracia, y él lo sabía. Le dije que se había equivocado, que había cometido un pecado terrible.

—¿Y qué me dice de esta noche, después de que en las noticias informaran de que el esqueleto había aparecido?

Apretó los labios como si estuviera luchando por mantener las palabras en la boca.

—Nos peleamos. Una pelea gorda… Pero es que me había mentido… Al principio creía que había hecho algo terrible, haciéndome pensar que nunca encontrarían el esqueleto, y luego me entero de que no ha hecho nada de eso.

—¿Le contó esta noche lo que había hecho con él?

—Lo escondió debajo de la caseta de la obra y después lo metió en el maletero del coche.

—¿Y luego decidió devolverlo?

—Sí.

—¿Dijo por qué?

—No. Se cerró en banda. Lo último que nos dijimos fueron cosas feas.