Capítulo 22

Stepney, martes 7 de junio, 23:45

Era un descampado que por el día, e incluso ya al anochecer, solía poblarse de niños; en esos momentos, iluminado tan solo por puntadas de estrellas, no había un alma.

El hombre llevaba puesto un vestido largo y vaporoso de un terciopelo carmesí muy vivo. La falda hasta los pies se desplegaba bajo un corpiño apretado que se ataba por delante y estaba abultado con papel higiénico y algodón. Las hebras sintéticas de una peluca negra cardada cubrían la parte de arriba del corpiño y caían en cascada sobre los hombros. El pelo falso había sido trenzado por detrás con mucho esmero; estaba entreverado de hilo de seda dorado. Para rematar el disfraz se había colocado sobre la cabeza una diadema dorada adornada con rosas pequeñas y blancas de tallos delgados. Por calzado llevaba unas bailarinas de seda dorada un tanto rozadas y sucias del barro reseco del solar. Todo ello producía un horrible contraste con los guantes de látex blancos que se entreveían bajo unas mangas voleadas de encaje. En la mano derecha, el hombre llevaba un trasportín para animales en cuyo interior habían metido con calzador un spaniel con bozal que gemía desconsolado.

A lo lejos se extendía una fila de bloques de pisos, todos muy iluminados a esas horas. En el lado oriental del descampado se veía, recortada contra el fondo de estrellas, la silueta de un puente por donde pasaba el tren. El hombre había entrado por una alambrada oxidada que había bajo el puente. La noche era calurosa y el pesado vestido de terciopelo le hacía sudar a mares. Para colmo de males el trasportín parecía volverse más pesado a cada paso.

Pero ya no quedaba mucho para llegar al punto más oscuro.

A unos treinta metros campo a través, bajo la luz desvaída del firmamento, apenas se veía al hombre, salvo por la cara blanca y sudorosa entre las trenzas negras.

El hombre del vestido rojo dejó la jaula en el suelo. El perro no había parado de gimotear por el bozal desde que lo había sacado del maletero del coche. El trasportín era demasiado pequeño y no tenía sitio para moverse. El pobre animal no podía por más que mirar aterrado con los ojos como platos de un lado para otro, y rozarse la cabeza contra la rejilla metálica de la jaula cuando intentaba girarse.

El individuo abrió una bolsa bandolera de cuero y sacó una caja de metal que contenía dos jeringuillas. Cogió la más pequeña, presionó el émbolo un instante y alzó a contraluz la aguja goteante. El perro gruñó cuando la aguja penetró en la carne de sus patas traseras, aunque el bozal amortiguó el sonido. El animal se asustó y se puso a arañar la rejilla, apretándose contra ella e intentando morder a través de la red. Al instante se quedó petrificado y se desplomó.

El hombre abrió la parte de arriba del trasportín y cogió con mucho cuidado al spaniel, al que dejó recostado sobre la hierba. El perro lo miraba; su instinto le decía que había algo que no marchaba bien, pero no podía hacer nada al respecto. Tenía las pupilas negras y dilatadas, la mirada del ternero que huele el matadero.

Extrajo la segunda jeringuilla, que era más grande y contenía un líquido marrón anaranjado. Sin vacilar, se agachó junto al perro y sujetó un trozo de pelo y carne bajo el collar. El animal dejó escapar un gemido casi inaudible conforme la jeringa se vaciaba. El hombre apartó la vista, incapaz de mirar a los ojos al perro, que empezó a temblar. Las manitas surcaron agónicas el aire mientras retorcía las patitas. Los ojos se le abrían cada vez más, desorbitados, al tiempo que una espuma verde le asomaba por las encías.

El hombre sacudió al perro con la punta de su escarpín dorado. Había muerto, estaba rígido y tenía la mirada perdida en las estrellas. De la caja metálica sacó un estuchito de plástico con un platillo de cristal, una pipeta y un tubo de ensayo con tapón. El perro tenía la cabeza retorcida de modo que la mandíbula, floja, miraba al suelo. Con mucho tiento el hombre pasó el borde del platillo por las encías carnosas del animal y, con la ayuda de la pipeta, transfirió el contenido al tubo de ensayo. Una vez completada la tarea, el hombre envolvió el tubo con plástico de burbujas antes de devolverlo a la caja metálica junto con el resto del instrumental; acto seguido lo dispuso todo con mucho cuidado en la bolsa bandolera.

El hombre miró una última vez el perro a sus pies, le cerró los párpados y desanduvo lo andado hasta la alambrada. Regresaba por el camino por el que había llegado por el descampado cuando se produjo un sonido al otro lado de la calle. Se agachó como pudo. Un coche pasó por el callejón de al lado del solar barriendo la oscuridad con sus faros.

Cuando se incorporó, el hombre del vestido recorrió a toda prisa los últimos metros de hierba mojada y barro. No se dio cuenta de que el dobladillo del vestido se le enganchó en la parte baja de la alambrada que lindaba con la calle y dejó tras de sí un trozo de tela de cinco centímetros. Al llegar al asfalto mojado se precipitó por el callejón y se metió a toda prisa en el coche con los pliegues de la falda roja del vestido recogidos.