Capítulo 17

Planeaba un vago olor a humedad en la sala de reuniones . Pendragon lo notó en cuanto entró acompañado de Turner. Aparte de una gran mancha de humedad de contorno parduzco en el techo, no quedaban más estragos visibles de la cañería que había reventado por la presión del agua de la tormenta y había provocado una pequeña inundación en esa ala de la comisaría. Mackleby y Grant ya habían llegado: la subinspectora estaba colgando con chinchetas varias fotografías de Tim Middleton en el corcho mientras que Grant escribía en un portátil sin apartar la vista de la pantalla.

—Bueno, ¿qué tenemos? —preguntó Pendragon cuando Mackleby terminó y fue a sentarse a la mesa más cercana, donde había dejado una libreta y un bolígrafo.

—El dueño del restaurante se ha mostrado muy colaborador.

—Le preocupa que le echemos encima a Sanidad.

—Sí, pero siendo justos, jefe, el hombre se ha portado: ha evitado que los clientes se fuesen y nos ha avisado enseguida.

Pendragon asintió y preguntó:

—¿Les ha contado algo interesante?

—Contadino estaba en la cocina cuando Middleton empezó su discurso. En cuanto escuchó a una mujer gritar salió corriendo. Llegó cuando la víctima ya estaba en el suelo.

—¿Y qué hay del resto de la gente de la empresa?

—La subinspectora Mackleby ha hablado con las mujeres. Yo he recogido las declaraciones de los hombres —contestó el inspector Grant, sin dejar de mirar la pantalla. Le dio a un botón, se levantó y rodeó la mesa—. Las versiones concuerdan; todos coinciden en que Middleton se había excedido con la bebida. Estaba dando una especie de discurso que, por lo que se ve, era una suerte de tradición en la empresa. Y luego empezó a trabársele la lengua y a parecer desorientado. Al principio creían que estaba como una cuba, pero entonces se puso a echar sangre por la boca y se desplomó. Rainer fue el primero en acercarse al cuerpo.

—¿Cuentan algo distinto las mujeres, subinspectora? —preguntó Pendragon.

—Hay una cosa que puede ser importante. Un par de mujeres vieron entrar a Middleton; llegaba tarde y dicen que tuvo una conversación acalorada con una pareja que apareció en el restaurante a la misma hora. Middleton estaba de un humor de perros cuando se reunió con sus compañeros de mesa.

—¿Tienes los nombres de la pareja? —preguntó Turner.

—Mejor que eso. Seguramente los hayáis visto, estaban allí antes. He hablado con Contadino, que también presenció el incidente, y me ha contado que poco más y llegan a las manos. Al ver a Middleton sobre la mesa, la mujer…, em… —Mackleby hizo una pausa para consultar su libreta—, Sophie Templer, se quedó muy afectada. Su novio, Marcus Campbell, quiso llevársela del restaurante, pero Contadino se negó en redondo. Él…

—Nos los llevamos aparte y conversamos con ellos por separado —la interrumpió Grant—. Campbell no negó que hubieran protagonizado una escenita en la entrada, pero insistió en que no había sido nada serio. Al parecer hasta hace poco la señorita Templer y Middleton eran pareja.

Pendragon levantó una ceja y le preguntó a Mackleby:

—¿Concuerdan sus historias?

—Sí, jefe. Estaban en un reservado del restaurante, no donde el grupo de Rainer. Ninguno de los dos volvió a ver a Middleton entre el altercado y su muerte. Oyeron alboroto en el comedor principal y vieron a Contadino pasar corriendo. Campbell fue a curiosear qué jaleo era aquel, y Sophie Templer hizo otro tanto un par de minutos más tarde. Al ver a Middleton en el suelo perdió los papeles. A nuestra llegada ya se había calmado un poco, pero seguía conmocionada cuando hablé con ella.

Pendragon asintió y frunció el ceño al tiempo que rumiaba la información.

—¿Qué saben del muerto? ¿Qué dicen sus compañeros?

—La verdad es que estaban todos conmocionados —intervino Grant—. Pero me da a mí, jefe, que a ninguno le caía muy bien el colega.

Pendragon miró a Mackleby y le preguntó:

—¿Subinspectora? ¿Comparte usted esa impresión?

Mackleby asintió:

—No creo que causase mucho furor en Rainer y Asociado.

—Bueno, no hay mal que por bien no venga. El doctor Jones no para de quejarse, está «sobrepasado por los muertos», dice, pero también está convencido de que no ha muerto por intoxicación alimentaria; a no ser que fuese algo que hubiese comido antes. Lo único, aparte de un veneno administrado adrede, que podría actuar con tanta rapidez serían toxinas de mariscos, y nadie de la mesa pidió.

—¿Cuánto tiempo tardará el doctor Jones en demostrar una cosa u otra?

—Ha dicho que llamaría dentro de… —empezó a decir Turner cuando sonó el móvil de Pendragon.

—Doctor —dijo Pendragon, que había reconocido el número—. Sí, ya veo. Sí… entiendo. ¿Cuánto…? No, me hago cargo. —Se apartó el teléfono de la oreja un segundo e hizo una mueca. El resto sonrió—. No, está… Es estupendo. Gracias. —Colgó y suspiró—. Los análisis preliminares muestran que la sangre de Middleton rebosaba arsénico, el suficiente para cargarse a un equipo entero de rugby, en palabras de Jones. Ha pedido un informe toxicológico completo a Scotland Yard, pero va a tardar un día.

Dos horas más tarde, el panorama en el restaurante era muy distinto. Los comensales traumatizados habían desaparecido, así como el cuerpo de Middleton. Los únicos que quedaban eran la doctora Newman y dos agentes de su equipo. La jefa de la Policía Científica estaba introduciendo una fibra de la alfombra en un botecito con la ayuda de unas finas pinzas de acero.

Pendragon se agachó a su lado y le dijo:

—Jones cree que hay bastantes probabilidades de que haya sido envenenado.

—Eso tienen que determinarlo los de Toxicología —comentó Newman sin mirarlo—. Aquí no hay mucho que averiguar.

—¿Y eso?

—No es más que un almuerzo normal y corriente que acabó mal, por lo que se puede ver. Hemos metido en bolsas todo lo que había en la mesa, y uno de mis ayudantes está haciendo lo propio con los utensilios de cocina. Si a Middleton lo envenenaron y lo hicieron a la manera tradicional, tenga por seguro que encontraremos pruebas.

—No lo dudo —contestó Pendragon, que se levantó y recorrió el restaurante.

En la cocina, un hombre con el uniforme de la Policía Científica colaba con cuidado el líquido de una sartén. La entrada estaba en la otra punta del restaurante con respecto a la mesa donde había muerto Middleton. Costaba imaginar que alguien del grupo de Rainer se hubiese colado en la cocina para echar arsénico a la comida sin que nadie se percatase. Y, aunque hubiese sido así, ¿cómo podía saber que quien lo recibiría sería Middleton y no cualquier otra persona? Con todo, quedaba la posibilidad de que hubiese sido alguien de la cocina. Pero eso era casi igual de improbable. «Además —se dijo Pendragon para sus adentros—, ¿dónde queda el móvil en todo esto?».

Pendragon pasó por debajo de la cinta de escena del crimen que acordonaba la acera y se despidió del agente apostado a la puerta del restaurante. Decidió que de momento no podía hacer nada más. Contempló la idea de volver a la comisaría y ayudar a Turner, pero de repente sintió que el cansancio se apoderaba de él. Cruzó la avenida principal y emprendió la caminata de kilómetro y medio que lo separaba de su piso. No le vendría mal un poco de aire, se dijo, aunque fuese aire de Mile End Road en una noche de verano pegajosa y voluble. Había poco tráfico: un puñado de familias que regresaban a Essex después de pasar el día en el centro. Los tenderos que solían alinearse en sus puestos frente al Hospital de Londres habían recogido antes de lo habitual por culpa del diluvio. Sabían que a pocos les apetecería darse una vuelta entre tenderetes empapados; la gente preferiría quedarse en casa viendo la Fox Sport.

La calzada y las aceras seguían relucientes por la lluvia, pero las alcantarillas, secas durante tanto tiempo, habían absorbido bien el chaparrón. El cemento y el asfalto despedían vapor, y Pendragon sintió que la humedad le calaba los huesos. No tardó en perderse en sus pensamientos, intentando acoplar las piezas de un rompecabezas que no encajaba. Ahora eran dos las muertes misteriosas vinculadas con la obra. Si bien las víctimas se conocían tangencialmente, ¿qué otros posibles vínculos podía haber entre ambas? Ninguno, hasta donde sabía…, ninguno, salvo que los dos trabajaban en el mismo proyecto; pero uno era un obrero indio y el otro un arquitecto. A uno le habían dado una paliza de muerte y al otro…, en fin, ¿qué le había pasado a Tim Middleton? Era posible que hubiese muerto por algo que había comido, que no hubiese homicidio alguno, que solo fuese una coincidencia bastante curiosa. Sin embargo, ésa no parecía la respuesta correcta.

Luego, aparte, estaba el esqueleto, relacionado también con la obra que se llevaba a cabo en Frimley Way, por muchos cientos de años que tuviera. Y tampoco podía pasar por alto el hecho de que las muertes hubiesen comenzado nada más desenterrar aquella cosa.

Iba tan ensimismado en sus pensamientos que apenas se dio cuenta de que había llegado a su bloque. Vio entonces que la puerta de la calle estaba encajada. En cuanto atravesó el umbral oyó un grito ahogado proveniente del pasillo donde estaba el piso de Sue Latimer. Echó a correr y llegó a la puerta justo cuando un hombre salía a toda prisa por el otro lado. Llevaba una sudadera con capucha y una máscara de Obama; era alto y fuerte, y pilló desprevenido a Pendragon. El hombro del encapuchado fue a dar contra el pecho del inspector jefe, que se vio empujado contra el marco de la puerta. Antes de poder recuperarse, el tipo ya había recorrido casi todo el pasillo. Llegó a la puerta de la calle y desapareció en la noche.

Pendragon se disponía a salir corriendo tras él cuando escuchó un gemido proveniente del suelo. Sue estaba intentando incorporarse, cogiéndose una mejilla con una mano. El policía se apresuró a socorrerla y levantarla. Vio que le estaba saliendo un gran cardenal cerca de un ojo y que tenía un corte bajo el párpado derecho.

—Me ha quitado el bolso —dijo, y se echó a llorar.

Pendragon la atrajo hacia sí y la dejó sollozar sobre su pecho.