París, febrero de 1589
Al principio la conciencia volvió solo a intervalos. Recuerdo ver un dibujo tornadizo de luz sobre el techo, sentir calor y luego frío; una sensación de dolor intenso y, al cabo, un relajo soporífero. Lo primero que pude distinguir fue la cara de una bonita muchacha; no tengo ni idea de cuánto tiempo pasé inconsciente o qué causó aquel estado, pero volver a la realidad para percibir los rasgos de lo que creí un ángel suavizó la transición. Tenía grandes ojos castaños, una nariz delgada y labios rojísimos. Aunque llevaba un pañuelo azul pude ver varios rizos color azabache cayéndole sobre una piel perfecta en su palidez. Cuando sonrió la asocié al instante con una madonna de Cima da Conegliano que vi una vez en Roma.
Después, sin embargo, se fue y tuve la impresión de que pasaron largas horas antes de volver a ver algo de enjundia. Una mano me giró la cara de un lado a otro. Entre los párpados entornados vi aparecer la cara de un anciano. Sentí un escalofrío, pero apenas me moví. Se llevó un dedo a los labios y luego rodeó mi lecho para sentarse en el borde, cerca de mí.
—Siento haberos hecho daño, muchacho, pero por desgracia era necesario.
Entonces lo vi con mayor claridad. Era muy mayor, viejísimo, la piel apergaminada. Los ojos, en cambio, eran los de un hombre mucho más joven, de un azul intenso y con la lucidez de la juventud. Los labios los tenía pálidos y finos, y la nariz, algo curvada. Su pelo carecía de todo color, parecían jirones de nubes.
Si bien aún no era capaz de moverme, logré articular alguna palabra, aunque fue más un graznido.
—¿Dónde…?
—Estáis en mi casa. Aquí no hay peligro.
—Sebastian…
—Vuestro amigo está bien.
—¿Qué está ocurriendo?
—Pronto se os revelará todo. Ahora debéis descansar.
Me tocó la frente y de repente me sentí cansado hasta la extenuación, como si lo único que quisiera fuese dormir.
Cuando volví a despertar, la hermosa muchacha había regresado. Noté que me podía mover un poco, de modo que, nada más acercarse, la agarré por la muñeca y el miedo se apoderó de sus ojos. Cierta intuición me decía que la chica no había tomado partido en lo que me había acontecido, que estaba tan sometida como yo, así que resolví soltarla. Se levantó y ladeó la cabeza.
—Tenéis mucho mejor aspecto —dijo con cierta burla en la voz, pero en un tono delicado y amable. Hablaba inglés, aunque con un marcado acento francés—. Tomad, bebed.
Me puso una taza en los labios y dejé que el agua fría me corriera por la garganta. Fue como si se me despertasen los sentidos: de pronto fui consciente de mi ser físico. De buenas a primeras sentí hambre y sed a partes iguales. Mis miembros parecieron volver a la vida, se me despejó la vista y pude ver bien la estancia. Sentí la sábana que me cubría y mi propia desnudez bajo la tela.
La chica se fue. Me incorporé en la cama y apoyé la cabeza contra la pared. La habitación estaba despojada de todo adorno. Una luz fría y gris entraba por un ventanuco con postigos. De fuera no llegaba ruido alguno, ningún sonido de hombre o bestia. Las paredes estaban encaladas y vacías; a un lado había una mesa de madera sobre la que humeaba una jofaina y, justo detrás, apoyado en la pared, un espejito con un sencillo marco de plata.
Retiré las sábanas y me miré el cuerpo. Estaba más delgado de lo habitual, pero podía moverme sin problema y no tenía heridas a la vista. Doblé los dedos y agité brazos y piernas. Bien erguido en la cama, me pasé la mano por la cabeza y me sorprendió notar pelo, algo que no había experimentado desde que empezara mis estudios en Roma; no era más que pelusilla, pero ahí estaba. Me levanté como pude y la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor. Me apresuré a sentarme de nuevo y puse la cabeza entre las rodillas para ahuyentar las náuseas.
Volví a ponerme en pie, aunque esta vez más despacio, y me quedé quieto para hacerme al cambio. Reparé entonces en que habían dejado ropa sobre la cama: un blusón, unas calzas y botas. Me vestí y fui muy despacio hasta la ventana. Me aupé a un lado y miré por el borde: se veía que era muy temprano, una luz muy pobre luchaba con la oscuridad de una calleja. Justo enfrente había un muro de piedra gris de un edificio. Al mirar hacia abajo vi que me encontraba en la segunda planta de otro edificio y, más allá, había losas, irregulares y sucias justo por debajo de la ventana. En la planta baja del edificio de enfrente había una ventana con postigos. Miré a izquierda y derecha, pero no logré ver mucho. Los muros de los edificios estaban envueltos por una neblina difusa que se fue despejando poco a poco con el escaso calor de la mañana. Solo pude distinguir en la distancia el sonido de unos cascos contra la piedra y de una voz que azuzaba un caballo; más allá reconocí el grito de un verdulero que pregonaba su género.
Me aparté de la ventana y vi las sábanas de la cama rayadas por franjas de luz; estaban limpias, recién cambiadas. Fui hasta la mesita con la jofaina y el espejo. Toqué el agua con la yema de un dedo y su calor me reconfortó. Metí las manos y me lavé la cara con el líquido elemento, que me intensificó el picor de la piel. Acto seguido alargué la mano para coger el espejo.
El impacto que me produjo aquella visión a punto estuvo de hacerme desmayar. Sentí que se me aflojaban las rodillas y me apoyé en la mesa, que se me cayó encima junto con la jofaina de agua caliente cuando fui a dar contra el suelo de piedra. La jofaina me rebotó en el hombro y sentí una punzada de dolor, antes de que el agua me regara el pecho y la vasija chocase contra el suelo, formando un gran estrépito.
Seguía sujetando el espejo en la mano izquierda. No podía resistirme: tenía que volver a mirar.
La cara que me devolvía la mirada no era la mía, o al menos no era la cara que siempre había tenido. Mis pómulos habían cambiado de forma por completo. Mi cara estaba mucho más ancha, mientras que la nariz me pareció algo más larga y muy cambiada de forma. Tenía las cejas más pobladas, así como barba y bigote. Otrora era de pelo claro; ahora lo tenía negro. Como remate, mis labios se habían vuelto más gruesos y pálidos.
Me giré al oír un ruido en la puerta. La muchacha de antes estaba apostada en el umbral con las manos juntas en el regazo. Parecía recelosa.
—Señor, ¿haríais el favor de acompañarme?
Me corroía la rabia, pero sabía que nada podía hacer. Me daba la sensación de que la joven tenía las manos tan atadas como yo, y no habría hecho nada por mucho que la presionase o incluso la amenazara con un acero contra la garganta, en el caso de que hubiese tenido uno. Resultaba evidente que Sebastian y yo nos encontrábamos en manos de un nigromante de gran poder.
Mientras la chica me guiaba, cogí mi rosario y recé. Recité el padrenuestro en voz baja y le rogué a Dios por mi salvación, por la de su humilde siervo en aquella mi hora más funesta. «Si me necesitas, Señor —imploraba para mis adentros—, si quieres que complete la misión que me has impuesto, no dejes que tropiece en el primer revés». Iba tan enfrascado en mis plegarias que apenas me di cuenta de que habíamos llegado a otra estancia.
Todo estaba a oscuras, salvo por la luz que despedían las ascuas de un brasero en medio del suelo. En la penumbra lo único que logré distinguir fueron los estantes que cubrían toda una pared, cargados de frascos de cristal y extraños tubos de cristal retorcidos. No muy lejos, a la izquierda, había más anaqueles. Bajo la luz parpadeante del fuego reparé en un tarro que contenía un objeto sólido que flotaba en un líquido amarillento: me estremecí al darme cuenta de que se trataba de un feto humano.
Había tres sillas dispuestas a igual distancia del fuego. La muchacha me llevó hasta una de ellas e insistió en que me sentase. Solo en ese momento me percaté de que había otro hombre sentado en una silla idéntica a la mía. Lo miré con perplejidad.
—Es su amigo Sebastian Mountjoy —me informó la chica.
Lo miré sin dar crédito. Hacía solo unas horas antes, mi amigo era tan calvo como yo, de piel clara y con largas pestañas sobre unos ojos aceitunados, noble nariz romana y boca grande: un hombre apuesto. Ahora, en cambio, su tez era rojiza y tenía la nariz contrahecha y los labios pálidos y delgados. Una cicatriz le atravesaba una mejilla.
No pude reprimir un gemido al contemplarlo, pero traté de recomponerme, aunque solo fuera por Sebastian. Me disponía a hablar cuando apareció ante nosotros el anciano, se instaló en la tercera silla y se quedó mirando el fuego. Noté cómo me embargaba la acritud, la furia, porque mis palabras con Dios parecían haber sido ignoradas.
—¡Qué clase de magia es ésta! —exclamé—. En el nombre del Señor, ¿qué nos habéis hecho?
El anciano siguió con la vista clavada en las llamas, si bien alzó una mano para dar a entender que había oído mi pregunta. A continuación miró hacia arriba y nos taladró con esos ojos suyos negros e insondables.
—No se trata de magia —dijo con una voz que resultaba sorprendentemente joven para alguien tan anciano en apariencia—. No os negaré que domino muchas prácticas mágicas, pero el cambio de vuestro aspecto es una nimiedad, y sus efectos se desvanecen pronto. Conozco plantas que tiñen la tez y el vello; conozco sustancias que, al hacerlas penetrar bajo la piel, son capaces de transformar una cara.
El silencio en el que estaba sumido Sebastian me hizo deducir que se había despertado hacía menos tiempo que yo y que seguía adormilado por los conjuros o las extrañas sustancias de las que hablaba aquel hombre. Por mi parte, apenas conseguía dominar la rabia.
—Vuestra furia y la sensación de impotencia son comprensibles —dijo el anciano, como si me leyera la mente—. Y, de nuevo, si esto sé, no es por la magia. Vuestra reacción no es de extrañar. Además, sé leer las líneas de vuestra cara, la postura de vuestro cuerpo, cosas que me hablan de vuestro estado de ánimo. Es un arte que cualquiera puede aprender, con paciencia y tiempo.
—¿Por qué nos habéis hecho esto? —le pregunté, obligándome a mantener la mayor calma posible. Sebastian se removió en su asiento y se pasó una mano por la frente.
—Obedezco la voluntad del Santo Padre.
Me enderecé en la silla y fulminé al anciano con la mirada.
—No me creéis, y eso también es comprensible. Pero el único motivo es la forma en que me he visto obligado a trataros. Sin embargo, ¿qué más podía haber hecho? ¿Preguntaros amablemente si podía transformar vuestro aspecto?
—Sois un embustero —intervino Sebastian—. ¿Por qué habríamos de creer nada de lo que nos dijeseis? —Su voz era apenas un graznido. Se quedó mirándome unos segundos, intentando asimilar mi nueva apariencia.
—Porque os digo la verdad, muchacho. Lo sé todo sobre vos: sois Sebastian Mountjoy, el padre Sebastian Mountjoy. Y vos —añadió el anciano dirigiéndose a mí—, vos sois el padre John William Allen. Habéis venido a París desde el colegio jesuita de Roma por orden del mismísimo Roberto Belarmino, quien, a su vez, actúa por mandato directo del Santo Padre. Vais de camino a Londres para completar una misión urgentísima que ya se había pospuesto durante demasiado tiempo.
Me sentí turbado, mas hice todo lo posible por disimularlo.
—Sabed que todo eso no me convence ni por un instante de que alberguéis intenciones honestas.
El anciano asintió y esbozó una sonrisa leve.
—Bien, es una buena respuesta. Tal vez esto os convenza.
Me tendió un pergamino, que desenrollé y leí:
Por orden de Su Santidad Sixto V, se os ordena ayudar, en todo lo posible y de cualquier modo que esté a vuestro alcance, el paso de dos de mis siervos enviados a vos desde el Venerable Colegio Inglés, el décimo día de enero del año de Nuestro Señor de 1589. Su propósito es de la mayor importancia para todos nosotros y os concedemos permiso para utilizar cualquier medio que estiméis oportuno con el fin de agilizar el éxito de su misión santa.
Debajo estaba estampada la sagrada bula papal.
Le pasé el pergamino a Sebastian y me dirigí al anciano:
—¿Quién sois vos?
—A veces ni yo mismo me reconozco ya —respondió fijándome con la mirada. La luz cambiante de las ascuas encendía sus pupilas azules. Se quedó escrutando el fuego por un momento antes de añadir—: Una vez fui Cornelio Agripa.
Sebastian produjo un sonido extraño y se volvió hacia mí antes de decir:
—Miente. Agripa murió hace muchos años.
—Sí, en cierto modo murió —le secundó el anciano—. Apenas queda ya nada en mí de la persona que fui: Cornelio Agripa, alquimista, amigo de nobles y reyes, filósofo, perseguidor de la verdad, católico fiel… y hombre de ciento tres años.
Se me escapó un bufido, a lo que él sonrió levemente, siempre con esos ojos diáfanos y juveniles suyos clavados en mí. Me recorrió un escalofrío y busqué con la mirada a Sebastian, que observaba a su vez al anciano.
—Poco importa que decidáis creerme o no —dijo con ese extraño tono juvenil de su voz—. No tenéis por qué creer que estoy aquí para ayudaros, ni siquiera que ha sido el Santo Padre quien me ha ordenado que haga lo que esté en mi mano para agilizar vuestro éxito. No defraudaré a mi señor.
—Pero ¿qué clase de ayuda es ésta? —exclamé perdiendo ya del todo la compostura. Me levanté y penetré con la mirada al anciano que decía ser el famoso alquimista y mago Cornelio Agripa—. Nos habéis desfigurado. ¿Por qué?
—Pensé que resultaba evidente —respondió, ignorando mi furia y sin tan siquiera dignarse a alzar la vista hacia mí—. Está todo lleno de espías. De hecho, nos hallamos en plena guerra de espías, por así decirlo. Sir Francis Walsingham, el secretario principal de la reina Isabel, y maestro de espías, tiene docenas de siervos en esta ciudad, muchos hombres y mujeres a sueldo que no dudarían en denunciaros en un abrir y cerrar de ojos a cambio de unas cuantas monedas de plata.
—¿Y cómo sabemos que no sois vos uno de ellos? —preguntó Sebastian, que estaba sentado muy tieso en su silla.
—No podéis. Tal vez no debáis confiar en mí, pero en alguien tenéis que hacerlo. Y de momento habéis metido la pata hasta el fondo.
Lo miré sorprendido y pregunté:
—¿Y cómo es eso?
—El posadero. Es uno de los hombres de Walsingham.
—Pero se nos ordenó ir a su posada, nos dijeron que podíamos confiar en él.
—Ha cambiado de bando. Logré poneros a salvo antes de que interviniesen otros. Aunque, en cierto modo, llegué tarde. Ya conocían vuestras caras y la única forma de ayudaros era utilizar mis poderes para cambiaros de aspecto.
Exhalé un suspiro profundo, incapaz aún de creerle.
—¿En quién más os dijo el padre Belarmino que podíais confiar?
—En un hombre llamado Gapair.
—¿Gapair? —se echó a reír.
Sebastian me miró mientras yo volvía a hundirme en mi asiento.
—¿Gapair? —repitió—. ¡Ja! Un anagrama, muchacho…, de Agripa.
Noté cómo Sebastian suspiraba aliviado al tiempo que, por mi parte, sentía que me quitaban un peso enorme de los hombros.
El anciano se puso en pie y se nos acercó para decirnos:
—Creo que ya va siendo hora de dejar de desperdiciar un tiempo precioso. He de enseñaros lo que tenéis que hacer con esto —nos dijo tendiéndonos el anillo que Roberto Belarmino había puesto a nuestro recaudo.