Stepney, sábado 4 de junio, 9:05
La figura encapuchada llevaba un maletín metálico negro del tamaño aproximado de una funda de cámara grande. Avanzó ágilmente por el pasillo vacío y silencioso hasta llegar al cuadro de control del circuito cerrado de seguridad de la universidad. Una vez cortados los cables, cerró la tapa. En el mostrador de la entrada y en la sala de vigilancia del sótano del edificio administrativo principal, los monitores se fundieron en azul.
Una vez que estuvo en la escalera, el intruso subió los peldaños de tres en tres. Para cuando llegó a la cuarta planta se había quedado sin aliento y tuvo que detenerse un instante, doblarse en dos y apoyar las manos en las rodillas. Ya recuperado, abrió una puerta que daba a otro pasillo estrecho. Un letrero en la pared anunciaba que se encontraba en el Departamento de Biotecnología Vegetal del Queen Mary College.
Una puerta con alambre sobre unos paneles de cristal le impedía el paso; al lado había una cerradura digital. Con unos dedos enfundados en látex introdujo el código por el que había pagado un buen puñado de dinero ese mismo día. Se produjo un chasquido satisfactorio y la abrió con cuidado hacia dentro. Un resplandor amarillento brotaba de los pilotos de seguridad por encima de su cabeza. Solo distinguía filas de bancos de trabajo metálicos, llaves de paso, fregaderos y estantes con productos químicos. A un lado del alargado laboratorio había varios armarios que ocupaban una pared del suelo al techo y, muy cerca, una caja de registro de gas con su gruesa puerta de cristal cerrada con llave. En el otro extremo de la estancia había una ventana que daba a la habitación de al lado, en cuyo interior apenas alcanzó a ver el perfil de muchas plantas comprimidas en un espacio mínimo; el follaje presionaba por dentro el cristal.
Se disponía a avanzar en esa dirección cuando oyó unas voces por el pasillo que había al otro lado del laboratorio. Un cuadrado color masicote se dibujó en la puerta cuando alguien encendió las luces fuera. Se agachó al fondo de la fila de bancos para no ser visto. Alguien giró el pomo de la puerta.
—Está cerrado —dijo la voz.
—Bien —le respondieron—. Miremos abajo.
Esperó unos instantes antes de incorporarse, los oídos bien atentos. Después caminó lentamente hacia su objetivo. La puerta que daba al invernadero se abrió con el mismo código que la del laboratorio. La cerró con cuidado tras de sí.
El ambiente del interior era sofocante, el olor a humedad y a tierra descompuesta era abrumador. Avanzó con cautela entre las filas de plantas, todas bien dispuestas en macetas, separadas por la misma distancia unas de otras. Evitó rozarse con las hojas y solamente tocó una planta con los dedos enguantados, cuando no tuvo más remedio para poder pasar.
Si no hubiese sido por su desinterés por las plantas, habría apreciado los magníficos colores del invernadero: los ricos rojos rubíes, los tonos anaranjados del ocaso, los amarillos alegres y los verdes selváticos oscuros. Su mente, sin embargo, estaba centrada en una única cosa: el objetivo. Tras dejar atrás la segunda fila y escrutar la tercera, por fin las vio: un par de plantas pequeñas poco llamativas a cada extremo de la hilera. Una de ellas tenía hojitas verdosas y florecillas rojas. La otra tenía hojas anchas con nervios verde claro que se esparcían al azar por el dorso. La planta achaparrada brotaba de un bulbo grande a medio enterrar.
Abrió el maletín; estaba vacío. Sacó entonces unas tenazas del bolsillo, seccionó la primera planta por la base y la guardó, plegando las hojas para que cupiese bien. Fue hasta la segunda planta y la cortó por los tallos para doblarla del mismo modo en el maletín. Cerró la tapa y le echó el cierre.
Se detuvo en la puerta para pegar el oído, por si había voces fuera. A continuación abrió con cuidado, se coló por el pasillo y bajó las escaleras. Tras pasar tranquilamente por delante del mostrador de la entrada, salió a la noche calurosa y al resplandor de las farolas de Mile End Road.