Francia, febrero de 1589
Cuando rememoro el viaje desde el Venerable Colegio Inglés de Roma hasta la ciudad de París, el recuerdo que me sobreviene es el de mis huesos helados hasta el tuétano, pues fue el invierno más frío que recuerde el hombre. Sebastian Mountjoy, tres criados y yo nos embarcamos en Civitavecchia, a un corto trayecto a caballo desde el Vaticano; cuatro días más tarde llegamos a Génova, tras dejar atrás un oleaje furibundo y dos tormentas espantosas.
Al llegar a tierra firme nos pareció que Dios nos bendecía; el mareo se había apoderado de mí casi antes de zarpar. Con todo, a pesar de cambiar el agua por la tierra, el frío no nos dio tregua. Aunque el sur de Francia es conocido por sus inviernos suaves y sus agradables brisas del litoral, la crudeza de aquel clima inusitado llegó muy lejos —tanto fue así que vimos nieve en la ciudad de Niza.
El tiempo empeoró, claro está, conforme nos dirigimos al norte; hasta el punto de que a principios de febrero, cuando nuestra expedición llegó a Lyon, no pudimos proseguir la marcha. Por suerte Sebastian nos encontró unos aposentos cómodos en una pequeña hospedería cerca de la muralla de la ciudad. La ciudad se encontraba atestada de muchos otros viajeros varados; había quienes se mortificaban por el retraso forzoso, mientras que otros lo aceptaban sin más como la voluntad de Dios. Sebastian y yo estábamos sin duda entre los segundos, y esos tres días y noches en que nos vimos obligados a permanecer allí resultaron ser un contratiempo gratificante. A pesar de que nuestra misión era de una seriedad extrema y sabíamos el peligro que corríamos, tales circunstancias nos hicieron desear aún más sacar partido de nuestro respiro. Recuerdo con cariño jugar al dominó delante de un fuego crepitante, comer buena caza y probar la cerveza del país. Siento decirlo, pero, en realidad, todas esas cosas conforman los últimos buenos recuerdos que ahora logro traer a la memoria.
A la cuarta mañana de nuestra llegada a Lyon logramos reemprender la marcha rumbo al norte, aunque nuestro avance fue tortuoso y lento. Catorce días y noches heladores pasamos en aquel camino. El paisaje había cambiado y era poco más que una alfombra blanca, apenas horadada de tanto en tanto por el perfil de la espadaña de una iglesia o los muros de una ciudad. A veces una estela de humo púrpura que ascendía hasta los cielos helados rompía la monotonía.
El sol estaba a punto de ponerse cuando en el decimoctavo día de febrero llegamos por fin a Créteil. Un precoz e inesperado deshielo había derretido parte de la nieve. Durante un mes, París y los pueblos de la zona se habían visto sepultados por la nieve y los lugareños habían caído por cientos. La muerte había sobrevenido por congelación, en circunstancias muy distintas a la cosecha veraniega de la Parca, cuando los cuerpos asolados por la peste aparecían en el Sena. Con el deshielo llegó el agua y el barro y todas las calles se llenaron de fango hasta la altura de la rodilla.
Desde un alto del camino justo a las afueras de Créteil, sentándome bien recto en la montura, alcancé a distinguir el perfil de París, con su solemne sudario marrón. Tenía la espalda molida y los miembros doloridos. Estaba sucio, hambriento y agotado. Sentía asimismo una innegable sensación de decepción, pues aquella vista de la ciudad más grandiosa de Europa distaba mucho de lo que había esperado. París parecía algo amorfo, decrépito, del color del agua estancada.
—Ya no queda nada, amigo mío —me dijo Sebastian desde su propia montura a mi izquierda.
—Justo a tiempo —respondí mientras clavaba mis talones en los costados del caballo y tiraba de las riendas para urgir al animal, fatigado por el barro que le pesaba sobre las patas cansadas.
Le Lapin Noir era muy popular por su calor y su oscuridad. Los criados condujeron a los caballos a los establos para darles de comer; yo seguí a Sebastian a la sala principal de la posada. Era una estancia amplia, de techo bajo, con una única ventana que daba al camino en penumbra. La mayoría de los lugareños se congregaban en torno a una gran chimenea en la pared del fondo. El ambiente estaba cargado de humo de leña húmeda y apestaba a ascuas y sudor. Los parroquianos nos miraron con suspicacia cuando entramos. Un muchacho nos llevó hasta un cuarto en el que estábamos solos; en un hogar ardía un fuego que, aunque escaso, despedía bastante calor. Una tosca mesa de madera y un par de sillas ocupaban casi todo el espacio; no tardamos en dejarnos caer en los asientos.
Desde allí divisé al posadero en la sala principal, pero estaba ocupado con sus parroquianos. Hasta que un criado nos trajo la comida no conseguí captar la atención del mesonero. Se acercó hasta donde estábamos y me escrutó con recelo.
—Buen posadero —dije con toda la alegría que pude—, estamos buscando a un caballero llamado Gapair. ¿Sabéis si se encuentra aquí esta noche?
El hombre tenía el rostro curtido y no más de dos dientes en la boca.
—Ni idea, señor —ceceó—. Nunca he oído hablar de él. —Y sin más palabras se fue, de vuelta al trajín del salón principal. Intercambié una mirada con Sebastian, que parecía tan perdido como yo.
Nos concentramos en la comida durante un rato, estábamos desfallecidos. Sebastian, el primero en terminar, se levantó de la mesa para ir a aliviarse. Al quedarme solo me dediqué a contemplar las figuras de la otra sala. Sebastian seguía en el patio de atrás cuando se produjo un alboroto en la puerta del local. El posadero estaba echando a alguien vestido con una capa negra y con la cara oculta a la vista. Dos amigos del posadero, grandes y fornidos granjeros, por el aspecto que tenían, se levantaron dispuestos a ayudarlo. En cuestión de segundos el hombre tapado se había ido y la estancia recobró la calma. Volví a mi mesa y vi un papel doblado junto a mi cuenco vacío.
Lo estaba abriendo cuando regresó Sebastian; lo leí mientras se sentaba:
Chapelle Ste-Jeanne-d’Arc, Rue Montmartre. Medianoche.
Como no podíamos coger los caballos después de un viaje tan largo, le alquilamos un par de yeguas un tanto veteranas al posadero. El barro y la oscuridad cerrada de la noche hicieron que nos llevara casi tres horas recorrer las diez millas que nos separaban de la capilla de Santa Juana de Arco. Todo fue más fácil una vez que llegamos al centro de París, donde las calles estaban despejadas de nieve y desaguadas. Además, nuestra principal ventaja era que Sebastian estaba familiarizado con la ciudad desde joven, cuando había vivido y estudiado un año en la abadía de Montmartre.
Me contó que, aunque seguía siendo hermosa, la capilla solo era una sombra de su gloria pasada. Medio siglo atrás, en los tiempos de Francisco I, había sido una de las capillas más bellas de la ciudad, una de las favoritas de la familia real. De lo que quedaba, lo más destacado era su gran cementerio, todavía popular como lugar de reposo final entre la flor y nata de París. Sebastian lo había recorrido en más de una ocasión en sus años mozos, de modo que no tardó en encontrar el sendero principal que llevaba hasta el camposanto por una ruta entre enormes lápidas de mármol negro, ángeles de piedra y cruces más altas que un hombre. Solo habíamos llevado con nosotros un farol y lo utilizábamos con mesura. Llegaba algo de luz desde los edificios de la Rue Montmartre, pero mi suerte estaba por completo en manos de Sebastian.
El perfil solemne y gris de la capilla me cogió por sorpresa al aparecer de repente entre la penumbra. Desmontamos y amarramos los caballos cerca de la puerta. Sebastian volvió a encender el farol y fue abriendo camino. El suelo estaba mullido a nuestros pies, y el barro nos llenaba las botas y nos salpicaba las pantorrillas.
Llegamos a la gran puerta de madera de la capilla. Aunque no estaba cerrada con llave, tenía los goznes oxidados y pasados y tuvimos que empujarla entre los dos, con el consiguiente quejido de los pernos al ceder.
Una vez dentro sentimos un frío sobrenatural, mucho mayor que en el cementerio azotado por el viento. Había sombras parpadeando por las paredes y se producían breves fogonazos de color cuando la luz de la luna se colaba sigilosa por las vidrieras del triforio. Todo estaba sumido en un silencio absoluto, salvo por el sonido de nuestras botas, que resonaban sobre el piso de losa. En ese momento oímos un chasquido apagado seguido de un golpe. Nos quedamos quietos en la semipenumbra, con los oídos bien atentos. El sonido paró. Avanzamos lentamente por la nave; estaba tan oscuro que solo veíamos a unos pasos por delante de nuestras narices. Las sombras cubrían también las naves laterales. Al cabo de unos metros se perfiló en la penumbra el púlpito, un feo bloque de piedra. Detrás había una gran cruz esculpida de la que colgaba un pálido Cristo ensangrentado.
Volvió a oírse el sonido. Un golpe, y otro. Iba a más, se acercaba. Sebastian se giró con el farol y ambos vislumbramos una figura en la sombra a pocos metros de nosotros, un destello de una cabellera larga y blanca y unos ojos negros y penetrantes en una cara cetrina.
—Bienvenidos —dijo la figura con voz carrasposa.
Sebastian estaba un paso por delante de mí. Lo vi desplomarse cuando un objeto pesado que surcó la oscuridad le golpeó. Aturdido, me agaché para socorrer a mi amigo en la caída, pero al inclinarme sentí una corriente de aire, el sonido de algo pesado silbando junto a mi oído y, acto seguido, un terrible dolor en un lado de la cabeza. La cara de un anciano, con su pelo casi traslúcido pasándole por delante de los ojos, se me apareció en un destello. Acto seguido el suelo retrocedió, girando y difuminándose ante mí, y entonces mis piernas cedieron y me envolvió la oscuridad.