Capítulo 7

El reloj de pared marcaba las 11:30 cuando Pendragon se plantó ante una pizarra en el extremo abierto de unas mesas dispuestas en forma de herradura. La sala de reuniones era pequeña y calurosa; había un ventilador de pie un tanto inestable funcionando en la otra punta, pero no servía de mucho. Estaba reunido el equipo al completo. Los subinspectores Rosalind Mackleby, Jimmy Thatcher y Terry Vickers se habían sentado a un lado, y los inspectores Rob Grant y Ken Towers en el otro; justo enfrente de Pendragon, Jez Turner estaba encaramado a una mesa. Al fondo de la sala, al lado de la puerta, la comisaria Jill Hughes permanecía de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Bien, les hago un resumen breve —empezó Pendragon, sobrevolando la habitación con la mirada. Por fuera no dejaba entrever la ansiedad que sentía por dentro—. Todos saben ya lo del cuerpo que aterrizó en la discoteca. Ha sido identificado como Amal Karim, un operario indio empleado por Bridgeport Construction. —Indicó una fotografía del albañil, una imagen del pasaporte de hacía unos años, fotocopiada y aumentada. Al lado había instantáneas de la escena del crimen, del cuerpo desmadejado sobre el suelo de cemento con una parte de la cara hecha un amasijo negro y rojo—. A Karim le golpearon dos veces, primero en la garganta y luego en el cráneo. Ambos golpes fueron propinados por un objeto contundente y romo, probablemente un trozo de tubería de metal. —Señaló las heridas en la fotografía mientras hablaba—. Tiraron el cuerpo por un conducto de ventilación. Hora de la muerte, entre la una y media y las dos y media de la pasada madrugada.

»El subinspector Turner y yo acabamos de volver de la escena del crimen. Karim se vio envuelto en una pelea en una obra que está no muy lejos del local. Lo mataron en el tejado y luego tiraron el cuerpo por el respiradero. Estaba trabajando de vigilante en el turno de noche.

El inspector Grant levantó la mano.

—¿Alguna idea de un posible móvil, jefe? ¿Se han llevado algo de valor de la obra?

—Ahora iba a pasar a eso. El equipo de la doctora Newman ha encontrado un hueso humano cerca de donde creen que Karim fue atacado en primera instancia.

—¿Un hueso?

—Por lo visto es un hueso de un dedo. Muy antiguo.

—Pero podría ser solo casualidad, ¿no? —preguntó la subinspectora Mackleby. Era más alta que la mitad de los hombres presentes, delgada y con una larga melena castaña rojiza recogida en un moño bien apretado. La falda de tubo y la camisa almidonada acentuaban su figura esbelta, así como cierto aire de seriedad.

—La pregunta es pertinente —contestó Pendragon—. Allí hay un boquete enorme, de unos diez metros de profundidad, y nunca se sabe lo que puede uno sacar cuando se excava tanto, pero en este caso la cosa no es tan sencilla. Hemos tenido una charla con el jefe de obra, Tony Ketteridge. Al parecer, ayer por la tarde desenterraron un esqueleto, por eso Karim se quedó vigilando.

Se produjo un silencio de asombro. La comisaria Hughes rodeó las mesas hasta donde estaba Pendragon y preguntó:

—¿Y lo único que queda es ese hueso del dedo? —Miró al inspector con incredulidad.

—Eso parece —respondió Pendragon, que le tendió las fotografías que le había dado Ketteridge—. Cuando desenterraron el esqueleto estaba allí uno de los arquitectos del proyecto, un tal… —consultó la libreta que tenía en la mano— Tim Middleton, de Rainer y Asociado. Hizo estas fotos con el móvil.

Hughes las estudió sin decir nada, las fue pasando de una en una y luego le dio el montón a Jimmy Thatcher, que era el que tenía más cerca.

—¿Y no informaron al respecto?

—No.

—Entonces, ¿cree usted que al tal Karim lo mataron por lo del esqueleto? —Era Jimmy Thatcher quién hablaba. Acababa de pasarle las fotos a Mackleby. Terry Vickers se había acercado a su compañera para echarles un vistazo.

—Yo no he dicho tal cosa —repuso Pendragon—. Es demasiado pronto para sacar conclusiones.

—Pero es mucha coincidencia —comentó Hughes mientras se acercaba para ver mejor la fotografía del cadáver del vigilante de seguridad—. ¿Ha esgrimido Tony Ketteridge alguna razón de peso para no haber dado parte del hallazgo? ¿Es consciente de que ha quebrantado la ley?

Pendragon se encogió de hombros.

—Dijo que intentó contactar con su jefe, pero no tuvo suerte. Pensó que lo mejor era consultarlo con la almohada, antes de nada.

—¡Magnífico!

—Insistió varias veces en que el esqueleto era muy, muy viejo, señora —intervino Turner.

—Ah, bueno, eso lo excusa, claro —dijo Hughes, más alto de lo que pretendía. Thatcher se puso firme sin poder evitarlo y Grant tosió y se cruzó de brazos—. Bueno, el caso es que, razones aparte, lo que hizo fue una tremenda estupidez, y lo pone en el punto de mira —añadió.

—Sí, pero no hay indicios. Podemos arrestarlo por un tecnicismo, pero creo que el hombre nos será de más utilidad si hacemos la vista gorda con su descuido; pasémosle la mano, al menos por ahora —opinó Pendragon.

—¿Y qué es esto? —Mackleby tenía otra vez las fotografías y señalaba el anillo de la mano del esqueleto.

—Es lo que parece: un anillo —respondió el inspector jefe.

—O sea, que… ¿tenemos un móvil? —sugirió Vickers.

—Puede ser.

Una vez que estuvieron fuera de la sala de reuniones , Pendragon le dijo a Turner que le echara un buen vistazo a los DVD de seguridad que había cogido de la obra. Acto seguido se volvió a Thatcher y a Vickers y les ordenó que formaran un equipo de rastreo y peinaran la zona doscientos metros a la redonda.

La comisaria Hughes le dio un toquecito en el hombro.

—¿Tiene un minuto? —Lo condujo hasta su despacho y cerró la puerta tras él—. No está mal para ser su primera mañana.

—No hay nada como tirarse de cabeza a la piscina —coincidió el policía, que fue a sentarse frente a su jefa, al otro lado de una mesa sorprendentemente ordenada. En un extremo había un Mac y un marco plateado con una fotografía de la comisaria Hughes de joven con vestido largo negro y birrete, emparedada entre una madre y un padre sonrientes.

—¿Alguna idea, así de primeras, que quiera compartir? —preguntó.

Pendragon permaneció un instante callado mientras recorría el despacho con la vista. El orden rozaba la obsesión, ni un papelajo o mota de polvo visible; hasta la papelera estaba vacía e inmaculada.

—Creo que Amal Karim estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, solo eso —dijo por fin.

—¿Y la historia del esqueleto?

—Es la clave, al menos hasta donde sé de momento.

—¿Y ahora qué?

—Tengo al subinspector Turner examinando la grabación de seguridad y voy a ver si el doctor Jones sabe algo del hueso del dedo. Luego interrogaré a la cuadrilla de construcción, y puede que a la familia de la víctima.

Hughes asintió con la cabeza.

—¿Va a traer a Ketteridge para interrogarlo?

—Todavía no. Dejaré que se cueza un tiempo en su propio jugo. Si está involucrado, cuantas más vueltas le dé al tema, peor se sentirá.

La comisaria Hughes se llevó los dedos a la barbilla en un gesto pensativo.

—Bien. Bueno, Jack, ya sabe que tiene siempre mi puerta abierta.

De vuelta a su despacho, Pendragon pasó un rato familiarizándose con su nuevo entorno, sobre todo con la red informática a la que estaba interconectado. De entrada parecía evidente que iba a ser un caso complicado: ya tenían entre manos un cadáver fresco y un esqueleto robado, y eso que no llevaban ni un día…

Se le pasó la hora volando mientras escribía un informe sobre lo que había hecho hasta el momento y que guardó en una carpeta nueva llamada «Karim». A continuación se fue a ver a Turner.

—Las grabaciones no acaban de verse todo lo bien que sería de desear —comentó desanimado Turner, que tenía en la mano una taza de un líquido gris y turbio.

—Qué buena pinta —dijo Pendragon sin mudar el rostro y señalando la taza.

Turner sonrió.

—Siento lo de antes, jefe.

Pendragon meneó la mano como quitándole importancia.

—Bueno, entonces, ¿qué es lo que pasa con esas cintas?

—Se está encargando uno de los técnicos. Cree que lo mismo es una pérdida de datos o algo así, por el calor quizá. Dice que podría pasar las imágenes a un DVD, pero que le llevará varias horas.

—Vale. Voy a ver a Jones. Localice a algún historiador local mientras tanto. Tiene que haber alguno en el Queen Mary; o si no, en el King’s College, en el campus de Strand, que tiene un Departamento de Historia muy bueno, si no recuerdo mal. Ah, y busque también por su cuenta en Google. He hecho copias de las fotografías de Ketteridge, las he dejado en la mesa de mi despacho. Quiero saber todo lo que haya que saber sobre el anillo.

Cogió un automóvil de la flota. Estaba aparcado al sol y quemaba como él solo. Los coches patrulla no venían con aire acondicionado de serie, así que tuvo que bajar las ventanillas. Lo de la ola de calor había dejado de tener gracia. Buena parte de él deseaba que el cielo turquesa se cubriese de nubes.

Mientras se incorporaba al tráfico de una tarde de sábado por la avenida Whitechapel Road, miró las imágenes del esqueleto que tenía en el asiento del copiloto. En un semáforo en rojo tuvo un momento para repasarlas. Algo olía a podrido, pensó. Ketteridge estaba entre la espada y la pared, por lo que se veía. Era probable que todos estuviesen bajo presión: la constructora, los arquitectos, los inversores. Todo el mundo estaba así siempre, y más aún en juegos de altos vuelos como el desarrollo urbanístico. Tan solo el solar valía millones, y cada día perdido suponía gastar más dinero en alquiler de maquinaria, en mano de obra, en intereses. No costaba mucho entender por qué el jefe de obra no había informado de nada. Pero ¿quién decía que no lo había planeado así, con el visto bueno de sus superiores?

Había dos coches aparcados a las puertas del laboratorio: dos trastos viejos, un Nissan oxidado y un Ford Capri antiguo tapizado con piel de leopardo y unos dados de peluche colgando del retrovisor.

—Qué estilo —murmuró Pendragon para sí mientras se dirigía a la entrada.

Dentro hacía un fresco muy agradable, pese al hedor que lo impregnaba todo. Se disponía a entrar en las habitaciones que estaban bajo la jurisdicción de Jones cuando la puerta se abrió hacia él. El forense la sostuvo para que no se cerrase. Media docena de personas venían por el pasillo: la familia de Amal Karim, que había ido a identificar el cuerpo, se barruntó Pendragon. Una mujer mayor y un chico joven encabezaban la marcha seguidos por visitantes más jóvenes, posiblemente hijos o parientes cercanos del muerto. La anciana llevaba un sari de seda oscuro y tenía la cara empañada en lágrimas. Un joven con un traje barato de color marrón le rodeaba los hombros con el brazo; también él estaba al borde de las lágrimas. Pendragon se quedó contemplando cómo salía el grupo del edificio.

Jones le dio una palmadita en el hombro y le señaló el laboratorio con la cabeza.

—Es lo que llevo peor de este trabajo. Los muertos están muertos, pero sus parientes… En fin, supongo que viene usted por lo del hueso.

—Sí, ya sé que es muy optimista por mi parte.

—Desde luego que sí… ¿Qué esperaba?

—Nada. ¿Alguna corazonada?

—Inspector jefe Pendragon, he tenido que bregar con un cadáver y con la familia del cadáver…, y todavía no son ni las… —consultó su reloj de pulsera—, la una menos veinte, jolín, y estoy que me muero de hambre. —Miró al suelo un tanto avergonzado y luego de nuevo a Pendragon—. Es viejo…, muy, muy viejo. La encantadora doctora Newman tiene razón, es un metatarso, del quinto dedo de la mano derecha, del meñique. Se sabe por el tamaño y la curvatura del hueso. Lo han separado del resto de huesos del mismo dedo hace nada. Se ve por las manchas descoloridas en ambos extremos.

—Tiene sentido.

—¿Y eso?

—Unas horas antes de encontrar el hueso había un esqueleto humano enterito en el mismo sitio, en el fondo de una gran fosa excavada en una obra. El esqueleto se ha ido de paseo en algún momento de la noche. Pero se ve que quienquiera que lo haya hecho desaparecer no ha sido muy cuidadoso.

Regresó a la comisaría. Para la tarde habían previsto realizar una serie de interrogatorios. El primero de la lista era Terry Disher, el hombre que había desenterrado el esqueleto la tarde de antes.

—¿Soy sospechoso? —preguntó en cuanto Pendragon se sentó frente a él.

Estaban ante una mesa de acero en la sala de interrogatorios número 2. Disher había rechazado un té; el policía, en cambio, tenía una taza delante a la que dio un sorbo antes de responder.

—Es pura rutina, señor Disher. Estamos investigando un asesinato.

—¿Voy a necesitar un abogado?

—No. Pero si usted…

El albañil sacudió la cabeza. Era un hombre grande, uno noventa y cinco y ciento diez kilos como mínimo; y pocos eran de grasa. Tenía el pelo de un rubio casi blanco y unos ojos de un azul penetrante. Pendragon había leído el informe sobre él: Disher tenía veintiséis y había ido al colegio en Bromley. Trabajó en Alemania unos años como operario y luego regresó a Londres. Casado hacía un año, con un hijo. Vivía por la zona.

—Bien. Dispare. No sé si podré ayudarle, pero quiero que el cabrón que haya hecho esto se pudra en la cárcel.

—¿El señor Karim era amigo suyo?

Disher reflexionó un instante.

—Sí y no. Tanto como podía serlo cualquiera, supongo. Era muy reservado. Esa peña es así.

—¿Con «esa peña» se refiere a los obreros indios?

—A todos los de fuera. Los del este, los negros. En el negocio de la construcción no hay mucho…, ¿cómo lo llaman ahora?, multiculturalismo de ese.

Pendragon esbozo una media sonrisa y dijo:

—Ya, me hago cargo. —Le dio otro sorbo al té—. ¿Sabe si el señor Karim tenía algún enemigo? ¿Había alguien en la empresa a quien no le cayera bien?

Disher se encogió de hombros y contestó:

—Como le he dicho, era muy reservado. No creo que tuviese ni amigos ni enemigos.

—Vale. Cuénteme ahora lo del esqueleto.

No pareció sorprendido.

—¿Qué es lo que quiere saber?

—Lo encontró usted, ¿no es así?

—Yo y otros dos, Ricky Southall y el Coñazo…, Norman…, Norman West.

—¿Estaba allí Tony Ketteridge?

—Lo llamé enseguida. Aunque no sé para qué me molesté…

Pendragon lo interrogó con la mirada:

—Y eso quiere decir…

—Nada, nada.

Pendragon bebió té. Cuando dejó la taza sobre el platillo puso las manos a ambos lados con las palmas hacia abajo. El silencio pronto se volvió asfixiante.

—Estoy convencido de que lo puede hacer un poco mejor —dijo por fin.

—Sí, claro, y que me den el certificado de empresa. ¿Qué es lo que quiere de mí?

—Se trata de una investigación criminal, señor Disher. No tendré que recordárselo otra vez, ¿verdad?

—Pensé que no era sospechoso. Ha dicho que solo eran preguntas rutinarias.

Pendragon suspiró y se recostó en su silla.

—Vale, es libre de irse, pero como me entere de que está usted reteniendo información vital, lo arresto más rápido de lo que canta un gallo. —El policía hizo ademán de levantarse.

—Vale, vale. —Disher sacudió la cabeza—. No puede uno salirse con la suya, ¿verdad?

Pendragon se le quedó mirando sin decir nada.

—Discutimos.

—¿Quiénes?

—Ketteridge y yo.

—¿Sobre el hallazgo?

—Nunca hemos sido muy colegas que digamos, pero…, bueno…, el caso es que no me gustó su actitud cuando sacamos los huesos.

—¿Qué opinaba él?

—Que teníamos que deshacernos de ellos lo antes posible.

Pendragon arqueó una ceja.

—Yo sabía que el esqueleto era viejo, pero, no sé…, no me parecía que estuviese bien.

—¿Y se lo dijo usted?

—Sí, pero como el que oye llover, así que me largué.

—El arquitecto estaba allí también, ¿me equivoco?

Disher asintió y añadió:

—Sí. Qué falso es el cabrón. Por supuesto, estaba de acuerdo con Ketteridge. Toda una sorpresa…

—¿Y qué pasó entonces?

—Por lo que me han contado Ricky y el Coñazo, Ketteridge se lo pensó.

—¿Y Karim se ofreció para vigilar? —le preguntó Pendragon en voz baja—. ¿También usted vio el anillo?

—Como para no verlo, compadre. Una esmeralda, me parece, enorme… Para mí que ahí está el tema.

—¿A qué se refiere? —Pendragon vació la taza mientras miraba al albañil por encima del borde.

—Bueno, pues eso, que allí estábamos cinco. Ketteridge no iba a llegar y enterrar el esqueleto sin más, con el anillo y todo. Pero tampoco podía quitarle el anillo sin quedar mal, ¿no es verdad?

—Entonces, ¿por qué Ketteridge no dio parte a la Policía?

Disher volvió a encogerse de hombros.

—Supongo que quería ganar tiempo. Así podría hablar con los de arriba y pasarles la patata caliente. ¿No habría hecho usted lo mismo?

Tim Middleton hizo honor a los calificativos de cabrón y falso. Pagado de sí mismo, pareció bastante incómodo cuando también él rechazó el té e intentó acomodarse en la silla de plástico al otro lado de la mesa del inspector jefe.

Pendragon había investigado un poco. Rainer y Asociado era un estudio local de arquitectos, pequeño tirando a mediano. El de Frimley Way era uno de sus proyectos más importantes: un bloque de seis apartamentos, madrigueras del siglo veintiuno para yuppies. Middleton tenía treinta y seis años, había pasado a ser socio el año anterior, estaba soltero y era de Leicestershire. Se había licenciado por la Oxford Brookes y luego había trabajado tres años para una empresa grande de Harrow antes de asociarse con Max Rainer, un viejo amigo de su padre ya fallecido.

—¿Conocía usted al hombre que han asesinado, señor Middleton?

—En persona no —respondió Middleton al tiempo que cruzaba las piernas y quitaba de la mesa una mota de polvo que solo él veía—. Estamos muy conmocionados y compungidos.

—¿El plural es mayestático? —preguntó Pendragon sin mudar el gesto.

Middleton sonrió por sonreír.

—Nosotros, Rainer y Asociado, queremos presentar nuestros respetos a la familia.

—Qué amables.

—Disculpe, inspector jefe, pero ¿quiere hablar de algo en concreto durante el interrogatorio?

Pendragon se tomó su tiempo para estudiar unos papeles que tenía en la mesa. Extrajo del montón una fotografía del esqueleto y se la puso por delante a Middleton.

—Tengo entendido que son obra suya.

—Sí. Era todo bastante insólito.

—Más teniendo en cuenta que el esqueleto ha desaparecido.

Middleton pareció bastante asombrado, y antes de que pudiera recobrarse de la sorpresa, Pendragon le dijo:

—Tengo entendido que todos querían deshacerse de él…, con el trabajo como está, retrasado y eso.

—Un momento, un momento. —Middleton descruzó las piernas y acercó más la silla a la mesa. Parecía realmente alarmado—. No tengo ni idea de…

—Pero ¿apoyó usted la iniciativa del señor Ketteridge de sacar el esqueleto de allí?, ¿de encubrirlo todo?

—No, eso no es así.

—Ah, ¿no?

Middleton miró hacia el techo y luego a los ojos de Pendragon.

—De hecho, fue idea mía dejar a alguien vigilando por la noche. Era viernes, y demasiado tarde para hacer nada.

—¿No se le pasó por la cabeza llamar a la Policía?

—El esqueleto es…, era… antiguo. Saltaba a la vista.

—Eso es lo que dice todo el mundo. Pero tanto da…

Middleton suspiró y levantó las manos, alzando los hombros a la vez.

—No era yo quien tenía que llamar, inspector jefe, y usted lo sabe.

—Bueno, pues cuénteme algo sobre el proyecto. ¿Es verdad que van retrasados?

Middleton le sostuvo la mirada a Pendragon durante un instante.

—Siempre hay retrasos. Al cliente nunca le parece lo suficientemente rápido. Siempre es igual, inspector jefe.

—Y el cliente tiene la razón.

—Exacto.

—Muy bien, señor Middleton, gracias por su tiempo. —Pendragon ya se estaba levantando. A Middleton pareció sorprenderle que acabase todo tan repentinamente. Pero entonces, mientras acercaba la silla a la mesa, el inspector añadió—: Por cierto, señor Middleton, ¿puede decirnos dónde estuvo ayer entre la una y las tres de la madrugada?

Middleton se recostó en la silla y con una sonrisa de suficiencia dijo:

—Pues… durmiendo.

—¿Solo, en su casa?

—Sí, por desgracia.

—Gracias —dijo Pendragon sin perder la calma. Acto seguido frunció los labios y asintió como si la información encajase perfectamente con algún plan secreto que tuviese en la cabeza.

El subinspector Turner estaba a punto de llamar a la puerta de la sala de interrogatorios cuando ésta se abrió de golpe y vio a Pendragon acompañado de Tim Middleton.

—¿Tiene un minuto, señor?

Su superior asintió, acompañó a Middleton hasta el mostrador de la entrada y regresó a la sala de interrogatorios.

—¿Algo interesante? —preguntó nada más cerrar la puerta tras de sí.

—En realidad, no —contestó Turner, que acto seguido introdujo un DVD en un aparato, pulsó el botón de play y después retrocedió hasta la mesa.

Pendragon volvió a su asiento.

La pantalla estaba en negro salvo por un reloj digital que empezaba en el punto 02:14:24. Los segundos empezaron a avanzar y las imágenes tomaron forma. En el punto 02:14:47 captaron un destello de una silueta informe moviéndose por detrás de los montones de tierra. Desapareció en un visto y no visto.

—He intentado aumentarlo —le comentó Turner mientras la cinta seguía reproduciéndose—, pero no es más que un borrón gris. Allí había alguien, eso es seguro, pero la cámara es de muy mala calidad y la imagen se pixela un montón cuando intento agrandarla. —En ese momento, mientras hablaba, apareció una imagen borrosa, una figura encorvada con ropa negra y pasamontañas. Una mano enguantada tapó la lente y la pantalla se llenó de interferencias.

—Lo mismo con las cuatro cámaras —dijo Turner atribulado.

Pendragon estaba sentado con las piernas cruzadas, mirándose los dedos entrelazados que tenía apoyados sobre la rodilla levantada.

—Era de esperar, en realidad —dijo con hastío, y ahogó un bostezo—. Bueno, abramos el campo. Acérquese al centro de vigilancia, tiene que haber al menos media docena de cámaras a unos cientos de metros a la redonda de la obra. No pueden haberlas chafado todas. Y si es así, alguien tuvo que ver cómo lo hicieron, aunque fuese a esas horas de la madrugada. Por cierto, ¿se sabe algo del equipo de rastreo?

—Vickers acaba de llamarme. Nada de nada. Van a dejarlo por hoy y mañana a primera hora volverán a la carga.

La tercera cita de la tarde supuso cierto alivio para Pendragon; un ejercicio de recabar hechos, mucho mejor que otro intercambio verbal con un sospechoso.

—Profesor Stokes, muchas gracias por prestarnos su tiempo en fin de semana.

—No es nada. Encantado de poder ayudar —replicó Stokes, un hombre alto y delgado, calvo salvo por unas matas de pelo gris a ambos lados de la cabeza. Tenía la nariz alargada y ojos menudos y oscuros.

Pendragon había averiguado por Google que el profesor Geoffrey Stokes tenía cincuenta y seis años, había dado clases en Grenoble antes de trasladarse al Queen Mary y estaba considerado como una de las autoridades más destacadas en historia de Londres.

Le enseñó las fotografías del esqueleto, que dispuso en fila sobre la mesa. Stokes tiró de los anteojos que le colgaban de una delgada cadena en el cuello y se los colocó sobre el puente de la nariz. Se inclinó para ver mejor las fotografías.

—¡Extraordinario! El subinspector me contó por teléfono que ha aparecido en la obra que hay en Frimley Way.

—Así es.

—Me tomé la libertad de pasarme por allí cuando venía de camino. Los de la Policía Científica estaban en la zona. Una mujer muy amable me ha enseñado dónde había aparecido el esqueleto.

—¿Colette Newman?

—Esa misma. —Stokes alzó la vista y se ajustó las lentes—. ¿Cómo puedo ayudarlo exactamente, inspector jefe?

—Este esqueleto fue desenterrado ayer por la tarde. Se puede observar que es muy viejo. Demasiado para identificarlo. Pero tenemos razones para creer que está relacionado con un asesinato reciente. No estoy en condiciones de entrar en detalles en estos momentos, pero si hay algo que pudiese decirnos por las fotografías, le estaríamos muy agradecidos.

—¿No puedo ver el esqueleto en sí?

—Por desgracia, de momento no es posible.

Stokes se encogió de hombros y dijo:

—Bueno, pero las posibilidades son tantas… Habrá que hacer algunas suposiciones generales.

—¿Como cuáles?

—Bueno, la más importante es dar por sentado que el esqueleto no se ha movido desde que lo pusieron allí, donde lo han encontrado. Si asumimos que ése es el caso, entonces podría aventurar una fecha. La tierra es arcilla azul; lo que antes se llamaba bungam. Es muy común en el este de Londres. Debajo hay una capa de turba que debía de estar expuesta durante la Edad de Bronce. Si el esqueleto hubiera aparecido en la turba, lo dataría en el año 2000 antes de Cristo, pero en el estrato de bungam, bueno…, sin duda menos de un milenio.

—¿Puede precisar algo más?

—Me he fijado en varias cosas en la obra. El esqueleto se encontró hacia la mitad de la capa de bungam, lo que lo sitúa entre hace cuatrocientos y seiscientos años. También he visto algunos fragmentos de muro a la misma profundidad. Las piedras son de las que solían utilizarse para las canalizaciones antiguas. Lo cual reduce la datación al siglo XV o XVI.

—Increíble. Y… ¿tiene usted alguna idea de qué es lo que había construido en ese punto? ¿Una vivienda o algo?

—No. —Stokes sonrió y sacudió la cabeza; le brillaban los ojos—. Se conservan muy buenos archivos de todos los edificios de esa parte de Londres. Conozco bien la zona. Es como el patio de mi casa…, casi literalmente. —Esbozó una sonrisa traviesa—. El edificio que demolieron hace poco era victoriano, se trataba de una casa bastante especial porque se había librado de todos los bombardeos de la Blitzkrieg, aunque por alguna extraña razón no estaba protegida. Antes de eso había una casa georgiana mucho más pequeña. Fue la primera residencia particular. Y con anterioridad había una posada, The Grey Traveller. Bajo una forma u otra, existió desde finales del siglo XV. Hasta ahí llegan los archivos de la zona.

—Así pues, ¿podríamos suponer que la posada estaba allí cuando nuestro hombre murió?

—Es más que probable. De hecho, yo diría que el desagüe daba al mesón. Por aquella época no había muchas casas particulares conectadas con desagües. Era más habitual que lo estuviese un mesón, que solían tener una canalización desde el edificio hasta una fosa séptica.

Pendragon volvió a coger las fotos, se quedó mirando la de arriba y se la tendió a Stokes:

—El anillo. ¿Qué puede decirme de él?

Stokes se acercó la imagen a la cara.

—No se ve muy bien…

—Tenga. —Pendragon rodeó la mesa para darle una lupa al profesor.

—Es antiguo. De oro, desde luego, con una gran piedra preciosa, posiblemente una esmeralda. Tendría que hacer un análisis más detenido. En la facultad tenemos buenos programas para ampliar imágenes.

—Quédeselas —le dijo Pendragon al tiempo que se levantaba—. Y muchas gracias, profesor.