Capítulo 4

A las 9:15 las calles resplandecían con una luz anaranjada. Saltaba a la vista que iba a ser otro día de bochorno. El termómetro no había bajado de los veinticinco grados en toda la noche y en esos momentos aquello parecía una mañana estival del sur de Francia. Hasta las inmediaciones, por lo general grises, de Mile End Road estaban relucientes ese día. Era asombroso lo que podía hacer un poco de sol, iba pensando Pendragon mientras dejaban atrás la comisaría y doblaban por la avenida principal.

Conducía Turner y ninguno hablaba. Pendragon iba contemplando las fachadas de las tiendas bañadas por el sol y las paredes sucias llenas de grafitti, las cocheras metálicas y los canalones medio rotos. Le resultaba todo muy extraño: se diría que habían trasladado Londres mil kilómetros más al sur. En su cabeza sonaban los acordes de Summertime. No había mucho tráfico. Al cabo de unos minutos atravesaron un estrecho carril de entrada hasta un aparcamiento. En un letrero rectangular sobre el muro de un edificio achaparrado de ladrillo se leía: «Instituto Anatómico Forense de Milward Street», bajo el emblema azul sobre blanco de la Policía Metropolitana.

En la entrada se encontraron con el doctor Jones, que fumaba con voracidad un cigarrillo cuya ceniza iba a parar a su barba superpoblada. Apenas le llegaba al hombro a Pendragon.

—Vetado en mi propio edificio —comentó mientras los dos policías se dirigían a la puerta principal.

—Y bien que hacen —respondió Pendragon—. Es curioso, pero siempre he pensado que pasarse el día abriendo cadáveres tenía que quitarle a uno las ganas de fumar.

Jones sonrió con desgana y tosió.

—¡Joder, Pendragon! Precisamente porque me paso el día abriendo muertos me importa un carajo. Tarde o temprano todos acabamos aquí. Anda, vamos, que llevo aquí desde la madrugada con éste. —Aplastó la colilla en el suelo y empujó la puerta con el hombro.

El laboratorio forense era idéntico a cualquier otro, en cualquier otra parte. Tenía dos salas: la pequeña, que era la morgue y estaba recubierta de compartimentos de acero del suelo hasta la altura del hombro; y una segunda, que tenía persianas en las ventanas, bancos de trabajo dispuestos en forma de L por dos paredes y estantes con tubos de ensayo y artilugios varios de química. Pegadas a la pared del fondo había dos mesas de autopsia de acero inoxidable con canales de desagüe y manguera de presión. Estaban separadas por dos carritos con varias bandejas de acero relucientes; por encima de todo, un tubo fluorescente cegador. El suelo de cemento era gris metalizado y estaba impoluto. El ambiente apestaba a limpiador y vísceras.

El doctor Neil Jones se fue poniendo unos guantes de látex mientras se dirigía a una de las mesas de autopsia. El muerto yacía allí con el pecho abierto. Tenía la cabeza ligeramente levantada por una cuña que lo mantenía estable. Pendragon reparó en la tarjeta atada al pulgar del pie izquierdo de la víctima; estaba rellena con una escritura negra y alargada. En una de las bandejas de acero junto a la mesa había un hígado; en la otra, el contenido del estómago del hombre. Turner, libreta en mano, parecía fascinado ante aquella visión.

—Bueno, ¿tiene algo para nosotros? —preguntó Pendragon al subinspector.

—Sin identificar. Varón, treinta largos. Indio, o tal vez bangladesí. Uno sesenta y cinco con sobrepeso. Por la pinta de sus pulmones, fumador empedernido. —Pinchó una masa de tejido gris con un escalpelo. Pendragon apartó la vista; nunca se acostumbraría a la displicencia médica de gente como Jones.

—Vamos, por favor. ¿No me dirá que es usted un escrupuloso, inspector jefe? —se mofó complacido el forense.

Pendragon lo ignoró y miró de reojo a Turner, que había dejado de garabatear.

—Prosiga.

—Observarán los hematomas múltiples…, aquí y aquí…, por los brazos. También tiene la mandíbula fracturada y la tráquea hecha añicos. —Señaló el carrillo del muerto y debajo del mentón. La carne estaba negra y rajada, cuarteada como cuero viejo—. Sufrió dos golpes bastante brutales en la cabeza. Cualquiera de ellos pudo haberlo matado. —Jones giró la cabeza de la víctima a un lado y los tres vieron una gran oclusión en la base del cráneo—. Herida no penetrante por objeto contundente, aquí y debajo de la barbilla, el golpe que rompió la tráquea. He medido la apertura del cráneo y yo diría que el arma era cilíndrica, una tubería o un tubo de metal, o tal vez una linterna pesada. No hay ni sangre, ni pelo ni restos de piel bajo las uñas, pero, por las fracturas y las contusiones, imagino que tuvo que producirse cierto forcejeo.

Jones fue a otra mesa cercana y cogió una bota.

—De trabajo, un cuarenta, embarradas. Camisa con el nombre de la empresa: Bridgeport Construction. Parece evidente que nuestro hombre era albañil, o al menos trabajaba en una obra. Eso debería ayudarnos.

Pendragon estaba a punto de responder cuando sonó el teléfono de Turner, que contestó alegremente:

—¿Buenas? Sí, chachi… Chao.

Pendragon dejó escapar un suspiro profundo y enarcó las cejas.

—De la comisaría, señor. La víctima se llama Amal Karim, de la India. Trabajaba para Bridgeport Construction, que resulta que tiene una obra pasada la joyería Jangles, por Frimley Way.

—Estupendo.

—Hay algo más. Los de la Científica tienen algo que enseñarle. No han querido decirme más.

El lugar del crimen, el Love Shack, estaba atestado de figuras con monos de plástico verde, agentes de la unidad local de la Policía Científica. Habían acordonado con cinta amarilla la puerta que daba al recinto desde el pasaje junto a la tienda, y en cuanto Pendragon pasó por debajo dos agentes se volvieron para ver quién había invadido su espacio. Ninguno lo conocía, pero uno de ellos saludó con la cabeza a Turner, que seguía a su inspector jefe bajo la cinta.

Se les acercó una mujer que vestía un mono reglamentario de plástico por encima de una camisa y unos vaqueros.

—Inspector jefe Pendragon, supongo. Doctora Colette Newman, jefa de Criminalística. —Vocalizaba claramente, recordaba a los programas de la BBC de los sesenta, una forma de hablar que ya no se oía.

Pendragon hizo ademán de extender la mano para saludarla, pero luego la retiró. La doctora Newman sonrió. Rondaba los treinta y cinco, dedujo el policía: rasgos bonitos, pómulos altos, unos ojos azules enormes. No paraba de pasarse por detrás de la oreja los rizos rubios que se le soltaban.

—¿Tiene algo para mí? —le preguntó el inspector.

—Sí. Si hace el favor de seguirme.

La doctora los condujo hasta el patio de cemento de la parte trasera. A un lado, unas escaleras llevaban al tejado del local. Era plano y estaba vacío, salvo por dos respiraderos de metal que sobresalían como un metro del suelo. La tapa de uno de los conductos estaba quitada; un policía de la Científica estaba espolvoreándola con una brocha alargada. Pendragon alcanzó a ver la sangre reseca sobre el metal brillante.

—Hemos encontrado bastante tarea aquí arriba. —Señaló un charco grande de sangre coagulada; se había secado por los bordes y parte había chorreado por el cemento. Un rastro de barro y sangre acababa en el conducto y a su alrededor estaba todo rociado de rojo—. A primera vista, por la forma de las salpicaduras de sangre, yo diría que a nuestra víctima la golpearon al menos dos veces.

—El forense ha dicho lo mismo —corroboró Pendragon.

—Creo que el atacante subió al tejado por las escaleras.

La doctora se dirigió hacia el borde del tejado y los tres miraron hacia abajo, hacia el patio que acababan de atravesar. Desde allí se veían las propiedades vecinas: a la derecha, tres tiendas que daban a la avenida principal y tenían pisos por encima y jardincitos en la parte de atrás; a la izquierda había un muro alto detrás del cual apenas se veía un único bloque abandonado que hacía esquina con Globe Road. Justo detrás de Jangles, en el cruce con Frimley Way, estaba la obra.

—Entonces, ¿el asesinato se produjo aquí? —preguntó Turner.

—No cabe duda. Síganme.

Deshizo el camino andado por las escaleras, el patio y la puerta. Habían precintado el callejón, donde vieron unos cuantos contenedores verdes, un rastro de barro seco, zarzas y hierbajos. Una línea inconexa de banderitas rojas serpenteaba hasta una salida que había delante. Estaban numeradas y bien clavadas en la tierra reseca y bajo algunas de ellas pudieron ver restos de sangre, negra sobre el barro. El hueco daba a un caminillo estrecho, al final del cual se levantaba una valla alta rematada por alambre de espino. Por una verja se accedía a la obra; estaba abierta, con la cadena y el candado colgando al aire.

—Como ven, hemos encontrado indicios por todo el camino. Mucha sangre, pelo y escamas de piel. Pero, como es una obra, es normal que abunden las dos últimas cosas. Eso sí, ni una huella, el suelo está demasiado duro. Seguimos buscando huellas dactilares, pero de momento no ha habido suerte.

La mujer avanzó por un camino que atravesaba el barro endurecido, evitando pisar las banderitas y el suelo de alrededor. Al poco llegaron al borde de una fosa excavada toscamente y cruzada por unos sucios tablones de madera sobre unos andamios. Se veían más banderitas rojas por donde el terreno descendía. Los policías siguieron a la doctora cuesta abajo hasta la base de la fosa y por encima de tres tablones, esquivando más banderitas durante todo el camino hasta llegar al borde de un hoyo excavado en el fondo. Había montones de tierra recién removida por todo alrededor. La zona estaba plagada de banderitas.

Dos policías de la Científica se afanaban en el hoyo: uno de ellos fotografiaba el fondo, mientras que el otro, de rodillas, removía la tierra con una pala pequeña. El de la cámara paró cuando se acercaron, y la doctora Newman le hizo hacerse a un lado al tiempo que les indicaba a Pendragon y Turner que se fijasen en algo.

La figura en cuclillas se incorporó y se apartó cuando su jefa se agachó a su lado.

—Éste es el principio del rastro, inspector jefe Pendragon. Hay varios indicios de forcejeo: la tierra desmenuzada y las rozaduras. —Señaló un lado del hoyo—. Y aparte tenemos esto.

La doctora se giró e indicó un punto del suelo donde había un objeto blanco pequeño. Pendragon se agachó para verlo mejor.

—Es un metatarso, un hueso del dedo. Del cuarto o el quinto de la mano derecha, si no me equivoco.