Capítulo 2

Stepney, sábado 4 de junio, 2:21

—¡Esa peña, a reventar la pista…! Digo que…, ¡¡venga esa peña, a reventar la pista!!

Mc Jumbo, una mole sudorosa de ciento cincuenta kilos embutidos en un mono naranja, gritaba al micrófono mientras le daba vueltas en la mano a un doce pulgadas turquesa y lo introducía con maestría y precisión en uno de los platos. Con la otra mano manoseó un segundo vinilo sobre la mesa. En realidad se llamaba Nigel Turnbull y era alumno de segundo curso del Queen Mary College, la universidad que estaba al final de la calle.

Mc Jumbo se sumió en una diatriba indescifrable sobre la grandeza de la siguiente canción, pero Kath y Deb Wilson, gemelas y compañeras suyas en el Queen Mary, no le hicieron caso; se limitaban a disfrutar bailando, como en trance, y a dejar que la bombita de M que se habían metido un cuarto de hora antes les subiera.

La sala era un hervidero de cuerpos sofocados que latían al compás de los bajos de la música estridente que salía de la descomunal megafonía. El Love Shack, poco más que un cubículo de cemento acondicionado con unas cuantas luces caras y un potente sistema de sonido, era un local al que había que hacerse. Con paredes de ladrillos de hormigón visto y un suelo de cemento puro y duro, se trataba de un semisótano sin una sola ventana, ventilado únicamente por los conductos del aire acondicionado. Por eso, pese a lo demencial del volumen de la música, no dejaba escapar mucho ruido. Su aspecto desarropado no impedía que para muchos estudiantes del Queen Mary, a unos cuantos cientos de metros por Mile End Road, el Love Shack fuese el mejor garito del mundo los viernes por la noche. Sin licencia de discoteca, la concurrencia acudía con el resquemor del peligro, y además, para aquellos que estaban en la onda, era «el» sitio para pillar cualquier fármaco conocido en la faz de la Tierra.

Kath y Deb llevaban yendo casi todo el curso académico. Esa tarde habían tenido el último examen; tocaba relajarse, y para ello solo había que abandonarse y dejar que el sonido fluyera por ellas. Cuando la canción se fundió con la siguiente, Kath le indicó por señas a su hermana que iba a por otro botellín de agua. La gemela asintió con un gesto de «yo otro, porfa». Imposible intentar hablar con Jumbo cuando estaba de subidón, todo había que comunicarlo por medio de lenguaje de signos y gestos faciales.

Al cabo de unos minutos, Kath estaba de vuelta. Le tendió a su hermana la botella helada de Evian y se abrieron paso juntas hasta el centro de la pista. Ninguna de las dos oyó el sonido sordo que se produjo en el techo a pocos centímetros de ellas, la música lo ahogó por completo. Aunque pasó desapercibido para todos, fue cada vez a más; sonaron una ráfaga de crujidos y traqueteos y un rechinar de metal contra piedra.

Kath apenas notó el líquido que le salpicó en la cara, pero Deb, que estaba enfrente de ella, vio aparecer un círculo rojo en la frente de su gemela. Al caerle rodando por un lado de la nariz, Kath se tocó con un dedo, creyendo que era sudor. Deb paró de bailar súbitamente y vio con horror que otras tres manchas rojas surgían en la mejilla de su hermana. Kath se quedó helada y se llevó la mano a la cara.

Ambas miraron hacia arriba a la vez.

A tres metros por encima de la pista, una gran rejilla de ventilación empezaba a salirse de la fijación. Primero un tornillo se movió un milímetro y la reja metálica se reajustó en el sitio, pero solo por una fracción de segundo, hasta que otro tornillo empezó a desenroscarse. La rejilla se abrió de golpe, se soltó de la sujeción y cayó en espiral sobre la pista.

Uno de los picos golpeó a un bailarín, que cayó al suelo con un hombro fracturado. En la caída chocó con una pareja vecina, que también acabó por los suelos. Acto seguido un objeto blando se coló por el agujero del techo y se precipitó en el aire viciado de la discoteca. Aterrizó con un sonido sordo que nadie oyó.

Un puñado de personas empezaron a chillar todas a una, pero, entre el ritmo retumbante y la melodía eléctrica, nadie oyó nada. Todo el mundo dejó de moverse. Manos a las caras, rasgos congelados…, un puñado de Edvard Munch.

Kath y Deb estaban a solo unos pasos del objeto caído. Habían visto una forma borrosa atravesar el aire y dar contra el suelo. Les salpicó más líquido en las caras. Deb se tocó la mejilla y se quedó mirando sus yemas rojas sin entender nada. A continuación, como si se hubiese fundido un fusible, la música dejó de sonar. Mc Jumbo salió dando bandazos de la cabina y atravesó a trompicones la pista de baile, que estaba sumida en un silencio escalofriante.

Deb se había echado a temblar, con los dedos alzados a la altura de su cara espantada.

Con una calma increíble, Jumbo se agachó y le dio la vuelta al objeto aovillado. Todos pudieron ver entonces la cara machacada, el pelo lleno de sangre reseca y un solo ojo abierto. En ese momento, justo cuando el pinchadiscos se incorporaba, otro objeto cayó por el conducto de ventilación y aterrizó junto al cuerpo. El instinto de Jumbo le hizo pegar un salto hacia atrás, como si le hubieran pinchado con una aguijada. Kath dio un grito. Junto al hombre muerto había caído una bota de albañil llena de barro.