Stepney, sábado 4 de junio, 2:16
Seguía haciendo mucha humedad, casi tanto bochorno como en Bombay por la noche, pensó Amal Karim mientras atravesaba la obra. El suelo estaba duro, no había llovido desde hacía semanas. Gran parte de Inglaterra llevaba sudando la gota gorda durante trece días seguidos, y aquella tarde el termómetro había alcanzado los treinta y ocho grados; el sindicato había estado a punto de cerrar la obra.
Aunque había dejado la chaqueta en la caseta y se había quedado en camisa de manga corta, seguía sudando a mares. Sus ojos ya se habían hecho a la oscuridad y distinguía las formas de la maquinaria pesada y de los montículos de tierra que había por todo el solar. Respiró hondo aquel aire caliente y estático y miró a su alrededor: estaba al lado de una fosa de unos treinta metros de ancho por diez de hondo cuyas paredes de barro estaban apuntaladas con vigas de acero. El boquete estaba cruzado por tablones apoyados sobre andamios y cubierto por una buena capa de barro seco y cemento. A cada lado de las zapatas excavadas había maquinaria de construcción: una potente excavadora, un martinete y dos camiones enormes con ruedas de dos metros de alto embarradas. Distinguió desde su posición el logotipo negro y plateado de Bridgeport Construction en uno de los vehículos. Se encendió un cigarro y tiró la cerilla.
Oyó algo tras de sí. Se giró en redondo y apuntó con la linterna hacia la fosa negra. Estaba un tanto nervioso, se dijo, no pasaba nada. Avanzó unos cuantos pasos por un tablón a su derecha mientras le daba una buena calada al cigarro. Se detuvo por un momento para escrutar la oscuridad a sus pies con el haz de la linterna, que iluminó la danza del humo del pitillo con su luz. En una ligera depresión al fondo de la fosa habían extendido una lona gris; sabía que debajo yacía un esqueleto muy viejo.
Aunque esa misma tarde Karim se encontraba en la otra punta de la obra cuando sus compañeros sacaron a la luz los huesos, al igual que el resto de la cuadrilla, pronto estuvo al tanto del hallazgo. Había llegado con tiempo para ver al jefe de obra, Tony Ketteridge, y a uno de los arquitectos, Tim Middleton, contemplar los restos. Mientras el segundo hacía fotos con el móvil, el primero parecía realmente molesto por lo que acababan de descubrir; el hombre llevaba varias semanas bajo una gran presión porque el edificio iba con retraso. Lo último que necesitaban era una demora burocrática por el hallazgo de unos restos humanos.
Karim dejó atrás el tablón, tiró la colilla sobre el barro seco junto al hoyo y la aplastó con el pie. Luego, abriéndose camino por la penumbra con la linterna, bajó poco a poco la pendiente a un lado de la excavación, hacia donde se encontraba el esqueleto. Retiró la lona con mucho cuidado y apuntó con la linterna hacia el suelo. Los huesos seguían boca arriba, tal y como estaban antes. A simple vista se trataba de los restos de un hombre alto de constitución débil. Tenía el cráneo quebrado por encima de un ojo y una fisura se abría en una sien, por encima de donde estuvo la oreja. Los huesos se habían ennegrecido casi por completo y daban la impresión de ser tremendamente viejos. Poco había que ver alrededor del esqueleto, salvo unos cuantos fragmentos de arcilla quebrada y algún que otro trozo grande de granito.
Karim pensó en esa tarde. Se habían peleado sobre qué hacer con los huesos: Ketteridge opinaba que lo mejor era deshacerse de ellos y que los obreros hicieran como si no hubiesen descubierto nada; pero había encontrado cierta oposición. Después dos de los albañiles le habían dado la vuelta al esqueleto y todos habían visto el anillo, que era de oro, con una piedra verde, lisa y redonda, engarzada, una esmeralda, posiblemente.
Ahí se había acabado la discusión. Aunque la zona ya estaba vigilada por cámaras de seguridad, Ketteridge había pedido un voluntario para patrullar la obra durante la noche. Karim recordó haber saltado ante la oportunidad de hacer turno doble, sin muchos reparos por el trabajo a la luz del día.
En ese momento se agachó para ver más de cerca el esqueleto y su mirada se vio atraída por el anillo. Estaba en el meñique de la mano derecha del esqueleto. Parecía de gran valor, rumió en su interior, y por una fracción de segundo se le pasó por la cabeza robarlo y desaparecer para siempre; dejaría a su familia y empezaría una nueva vida donde no pudiesen encontrarlo.
Volvió a oírse aquel ruido.
Esa vez estaba más cerca, algo que rozaba, gravilla que resbalaba. Se disponía a levantarse cuando un brazo le rodeó el cuello y le echó la cabeza hacia atrás. Su reacción fue muy rápida: apretó el puño y golpeó con el codo hacia atrás, lo que le cortó la respiración al hombre que lo atacaba por detrás. Cuando su asaltante le soltó, Karim cayó hacia delante. Sintió un dolor agudo en la rodilla derecha al aterrizar en una mala postura sobre la arcilla dura. El atacante le propinó una patada en el abdomen que Karim esquivó, pero luego, al recular, se tropezó con el borde de la lona y cayó sobre un montón de barro seco. Al volver la cabeza vio que había dos hombres con él en el hoyo. El que lo había atacado era el más bajo. Ambos llevaban pasamontañas, camisetas oscuras y pantalones y guantes negros. El alto se mantenía a cierta distancia, contemplando nervioso la escena. El otro, el que había atacado a Karim, se encontraba ahora a solo unos cuantos pasos. Karim alcanzó a ver por los agujeros del pasamontañas los ojos oscuros del hombre, cercados por el sudor.
Retrocedió e intentó subir por el barro seco. Al otro lado del montículo, una hilera de tablones remontaban la cuesta hasta ras de suelo. El hombre que lo había agarrado rodeó rápidamente el túmulo por donde el piso estaba más duro y le cortó la vía de escape. El albañil arremetió contra él y le asestó un golpe de refilón en el hombro. El encapuchado ahogó un grito y alargó la mano hacia Karim, al que logró agarrar por el cuello de la camisa y pegarle un puñetazo que le dio de lleno en la nariz; un chorro de sangre le rodó hasta la boca. Karim le dio una patada, un movimiento que solo sirvió para cabrear aún más a su asaltante. A pesar de ser bastante más bajo, el indio no era ningún pelele. Amagó con una mano y, cuando el otro se paró en seco, apuntó a los ojos, pero solo consiguió agarrarlo por el pasamontañas. Al retroceder al hombre se le subió el gorro hasta la frente.
Pese a la oscuridad Karim pudo ver la cara de su asaltante. La sorpresa a punto estuvo de hacerle perder pie en el terreno irregular. Pero cuando el otro hombre se revolvió para bajarse el pasamontañas, Karim reaccionó al instante, se giró en redondo y salió corriendo cuesta arriba todo lo rápido que pudo.
Para cuando llegó arriba estaba sin aliento. El dolor que sentía en la cara era desgarrador. Mientras corría se tocó la nariz y notó la humedad de la sangre. Tenía la pechera de la camisa salpicada de rojo. Miró hacia atrás y vio a los dos enmascarados remontar la pendiente a su zaga. Siguió corriendo, ignorando el dolor punzante del costado. En esa parte había algo más de luz, aunque las farolas arrojaban sombra allá donde se topaban con montones de tierra y maquinaria gigante. A su derecha estaba la caseta; más allá, la valla del recinto estaba rematada por alambre de espino.
Llegó hasta el punto de la alambrada que se cruzaba con un recodo de tierra justo enfrente de una calle que daba a Mile End Road, con tiendas en los bajos y pisos en las plantas superiores. En la malla metálica había una puerta cerrada con una gran cadena y un candado. Se hurgó en los bolsillos para sacar la llave mientras corría. Karim se quedó clavado ante el candado, no conseguía dar con la cerradura. Cayó sangre desde la nariz al candado. La cara le dolía horrores. Los dos hombres se acercaban a pasos agigantados. Rodearon un montón de tierra a no más de diez metros de él. Vio que uno de ellos se agachaba y volvía a incorporarse con un trozo de tubería de metal en la mano derecha.
Karim dio por fin con la cerradura y giró la llave. Logró vencer el candado, tiró de la cadena, se coló por la puerta y la cerró con un golpe tras de sí. Intentó a la desesperada echar la llave, pero ya estaban allí. Uno de ellos agarró la cadena y Karim prefirió soltarla y salir corriendo.
Se precipitó por un pasaje estrecho a las espaldas de la línea de tiendas. Ante él se cernía una pared toda de ladrillo. Vio una puerta de madera abierta a un lado y corrió hasta ella, pero se tropezó con un escalón y aterrizó de bruces en un patio pequeño. Maldijo en voz alta y se incorporó como pudo. A un par de pasos había una escalerilla que llevaba a un tejado plano. Vaciló un instante; lo último que quería era que lo acorralasen. Sin embargo, era demasiado tarde: los hombres ya estaban en el pasaje, oyó sus pisadas. En cuestión de segundos se le echarían encima.
Subió corriendo las escaleras. Era un tejado grande con dos conductos metálicos de ventilación que le llegaban por la cintura y apuntaban al cielo. Al instante se confirmaron sus peores temores. De aquel tejado solo se salía por un sitio: por donde había subido. Se volvió y vio a los dos hombres irrumpir en el patio como en estampida. El que iba delante golpeaba la tubería de metal contra la palma abierta de la mano.
Karim retrocedió hasta el conducto más cercano. Miró por el agujero: negro. Acto seguido, antes de poder hacer otro movimiento, los dos hombres se abalanzaron sobre él. Logró zafarse de la primera embestida y la tubería fue a dar contra el conducto, que retumbó en el vacío. Lo rodeó, pero, al otro lado, lo estaba esperando el otro hombre, que lo agarró por los brazos y se los retorció en la espalda. Revolviéndose como pudo, consiguió pegarle una patada al alto en la entrepierna y zafarse, aunque solo para encontrarse cara a cara con el bajo, el de la tubería, que alzó el trozo de metal hasta la barbilla de Karim y asestó un golpe. El albañil cayó de bruces contra el tejado con un sonoro crujido de huesos rotos y cartílago desgarrado. El hombre más bajo estampó la tubería con toda su fuerza contra el cráneo de Karim. El impacto sonó igual que cuando se abre un coco con un martillo. Karim exhaló un último suspiro y murió.
La sangre empezó a resbalar por un lado de la cara de la víctima y formó un charco sobre el cemento. El alto resollaba, incapaz de detener el temblor de sus manos. Miraba con los ojos como platos el cuerpo del suelo y, presionándose la cabeza entre las manos, no paraba de repetir las mismas palabras: «¡Hostia puta!».
El otro hombre le dio un puntapié al cuerpo de Karim para asegurarse de haber zanjado por completo el asunto.
—Cógele de los pies —aprestó a su compañero.
—¿Que qué?
—¿Estás sordo? ¡Los pies!
Con maneras de autómata, el compinche hizo lo que le había ordenado el otro. Entre ambos le dieron la vuelta al cadáver, que los miró con unos ojos inertes e inyectados en sangre; el pelo, un matojo rojo salpicado de gris. El más alto dejó escapar un gemido.
—¡Ni se te ocurra potar! —gruñó el otro, dejando el trozo de tubería sobre el pecho de Karim.
Medio a rastras, medio a pulso trasladaron el cuerpo unos cuantos metros hasta el conducto. El asesino volvió a remover la tubería. Levantaron el cuerpo de Karim casi del todo y lo apoyaron contra el conducto. Al muerto se le cayó la cabeza hacia delante y unas gotas de sangre salpicaron la camisa del alto.
—Vale…, a la de tres —musitó el asesino—. Una… dos… ¡y tres!
Alzaron a Karim del suelo, apoyándole contra el conducto y lo subieron a la altura del borde. Con un último esfuerzo metieron por la boca estrecha el cuerpo, que se precipitó en la oscuridad.