El vapor llegó al fin, y en él mi uniforme. Ese mismo buque debía llevarse por la noche al barón con sus famosas colecciones de caracolillos y de algas; mientras esperaba carga tan preciosa, sus escotillas se abrían para recibir los barriles de arenques y de aceite de hígado de bacalao.
Dispuesto a realizar mi propósito, cargué con todo cuidado la escopeta, escalé la montaña y preparé el barreno. Al terminar no pude contener una sonrisa satisfacción; sólo me faltaba aguardar el momento oportuno.
Cuando el jadear del buque llegó hasta mí declinaba ya el día, y al oír el silbato que anunciaba el desamarre, mi corazón latió cual si aquel barco fuese un ser vivo que acudiese a una cita largo tiempo esperada. Aún tardaría en pasar algunos minutos, y como la luna no alumbraba aún, mis miradas dardearon las tinieblas para ver el instante en que el vaporcito dejaba el puerto. Cuando lo distinguí encendí la mecha y me alejé a la carrera. Un instante pasó, y a la luz de una llama inmensa y cárdena vi una roca enorme rodar hacia el abismo; casi en seguida oí una detonación formidable, que las montañas repitieron y agrandaron durante largo rato. Al extinguirse, ya el buque estaba frente a mí y disparé con corto intervalo los dos cañones de la escopeta. Las detonaciones fueron repetidas de pico en pico, cual si también las montañas formaran coro para despedir al noble coleccionista. Al cabo el aire dejó de vibrar, murieron los ecos y el vapor se perdió en la noche.
Recogí mis herramientas y emprendí el descenso con las piernas entumecidas, siguiendo la huella humeante que dejase la enorme roca arrancada por la explosión; detrás de mí marchaba Esopo, sacudiendo de cuando en cuando la cabeza: el olor de la pólvora lo hacía estornudar.
Al llegar a la playa me aguardaba un espectáculo horrendo: junto a la barca, rota por el choque de la enorme piedra desprendida, yacía Eva casi inconocible, con el cuerpo despedazado. La muerte debió ser instantánea.