Inmediatamente comprendí que la mano del señor Mack había prendido el incendio. Mis pieles, mis alas de pájaro, mi águila disecada, mis muebles y efectos, todo fue consumido… ¿Qué hacer? Decidido a no solicitar hospitalidad en Sirilund, dormí dos noches al raso y alquilé por último a un pescador una cabaña, dedicándome largo rato a tapar las grietas con arbustos. Un haz de ramas me servía de yacija.
Eduarda, informada de mi desgracia, me mandó a ofrecer en nombre de su padre, habitación. ¡Ella generosa y bondadosa…! No caí en la red y ni siquiera le envié respuesta, sacando de este tardío desdén una fuente de orgullosa alegría. Pocos días después la encontré del brazo del barón, y al ver que proseguí indiferente mi camino, se detuvo para decirme:
—¿De modo que no quiere ser nuestro huésped señor teniente?
—Ya estoy instalado en mi nueva vivienda.
—No lo hubiera pasado tan mal.
El barón se había apartado algunos pasos, y el tono conmovido de las últimas palabras de Eduarda removió la ternura en mi pecho. En voz más baja me preguntó:
—¿Es que se ha propuesto no verme nunca más?
—De ningún modo. Precisamente pensaba ir a darle las gracias por su oferta de hospitalidad, doblemente agradecible, ya que al incendio no fue ajena la mala voluntad que su padre me tiene. Y una vez cumplido el deber de hacerle presente mi gratitud, me despido… Muy buenas tardes, señorita.
Con un gesto sincero y rabioso de otras veces, insistió:
—Pero ¿por qué no quiere volverme a ver?
El barón la llamó desde lejos, y yo, sin apartarme de la actitud fríamente correcta, concluí:
—Su caballero la llama… A sus pies.
Me alejé camino del acantilado. «Desde hoy —me prometí— nada podrá separarme de esta frialdad de que no debí salir nunca…». En uno de los senderos encontré a Eva.
—Ya ves —le dije— que el señor Mack no logrará echarme como aseguró: me quemó mi cabaña y ya tengo otra… ¿Dónde vas?
Llevaba un cubo de brea y un pincel para calafatear el nuevo bote del señor Mack, construido precisamente en la playa situada bajo el roquedo en donde yo preparaba la mina explosiva. El señor Mack no la dejaba un instante de tregua, y para apartarla de mí, enviábala a trabajar a aquella playa distante.
¡Así es siempre la tiranía, que junta lo que pretende separar!
Enternecido por su resignación, la atraje y la acaricié conmovido:
—¡Pobre queridísima Eva, te tratan como a una esclava y ni protestas ni se te ocurre siquiera quejarte…! Sonríes, y el torrente de vida que se escapa de sonrisa anega toda pena y toda impresión de servidumbre. Anda, ve a trabajar, que yo también voy. Al llegar junto a la mina vi con sorpresa que alguien estado allí, reconocí las huellas de los zapatos señor Mack. ¿Qué iba a buscar por aquellos sitios? Fui tan cándido que no tuve la menor sospecha… Me encogí de hombros y comencé a cavar, sin presentir que con cada golpe de pico contribuía; una desgracia inmensa.