Amanece el día.
Y despierta la ciudad; los martillos entonan su canto sonoro en los talleres, por las calles ruedan lentamente las carretas de los campesinos. En los mercados se congregan hombres y mercancías; se abren los comercios; el ruido ensordece, y una niña pequeña, con mirada de bestia, sube y baja escaleras con los periódicos y con el perro.
La historia de todos los días.
A eso de las doce se reúnen en la «esquina» unos cuantos hombres jóvenes y dichosos que tienen medios para hacer lo que les viene en gana; entre ellos están algunos de la «peña»: Milde, Norem y Ojén. Hace frío; se arropan en los abrigos. Están abismados en sus pensamientos y no hablan. Ni siquiera la aparición de Irgens, que viene del mejor humor, y elegante como el primero, anima la conversación. Es demasiado temprano y hace demasiado frío; dentro de un par de horas será otra cosa. Ojén había explicado su nuevo poema en prosa. La ciudad dormida. Iba por la mitad; había empezado a escribir en papel de color y le resultaba muy bien. «Figuraos —decía— el grave y profundo reposo que pesa sobre una ciudad dormida: se percibe su respiración como se percibiría un salto de agua a diez kilómetros. Pasan horas, pasa una eternidad, y de pronto despierta la bestia y empieza a desperezar sus miembros. ¿Verdad que puede salir algo de aquí?».
Milde respondió que, en efecto, con un poco de suerte podían salir muchas cosas, pues Milde vuelve a estar en excelentes relaciones con Ojén. Milde sigue trabajando en sus caricaturas para El Crepúsculo de Noruega. Había hecho algunas muy graciosas de las cuales la infortunada poesía salía muy malparada. El editor esperaba mucho de la empresa.
Norem no decía palabra.
De pronto apareció Paulsberg calle abajo, acompañado de Gregersen. El grupo se agranda y los transeúntes lo miran con respeto; no se reúnen a todas horas tantas notabilidades. La literatura reina en toda la acera. Hay algunos que buscan un pretexto y dan la vuelta para contemplar a los seis grandes hombres. Milde llama también la atención con el nuevo traje.
Gregersen recorre de arriba abajo el flamante temo, y dice:
—¿A que no lo has pagado todavía?
Pero Milde no oye; su atención está fija en otra parte: en un coche que viene al paso calle arriba. El coche en sí no tenía nada de chocante; lo único raro estaba en que fuese al paso. El coche iba ocupado por una señora, por una señora desconocida para Milde, que conocía toda la ciudad. Pregunta a los demás si la conocen, y Paulsberg y Ojén se calan a un tiempo el monóculo y los seis la miran; todo en vano: ninguno la conoce.
La señora era extraordinariamente gruesa y estaba majestuosamente arrellanada en el asiento, con la cabeza muy erguida. Una cinta roja, que traía en el sombrero, le colgaba hasta la espalda. Sólo algunas personas de edad parecían conocerla y la saludaban; ella respondía con gran indiferencia, desde el coche, a los saludos.
Precisamente en el momento en que pasaba por delante de la «esquina», Paulsberg se dio una palmada en la frente, y dijo sonriendo:
—¡Pero si es Liberia, la mujer de Grande!
Los demás la reconocieron también entonces. Sí; era Liberia, la antes tan alegre Liberia. Gregersen la había besado, incluso, un diecisiete de mayo. Hacía mucho, mucho tiempo.
—Sí; es Liberia —dijo—. ¡Qué gruesa se ha puesto! Ni siquiera la he reconocido; y, realmente, debía haberla saludado.
También los demás debían haberlo hecho; la conocían todos. Pero Milde se consoló a sí mismo y a los otros, diciendo:
—¿Quién la iba a reconocer de un año para otro? No sale nunca; no se la ve en ninguna parte; no se mezcla en nada; se pasa la vida en su casa, alimentándose. Yo también hubiera debido saludarla, pero… La cosa no me preocupa mucho.
A Irgens se le ocurrió de pronto una idea terrible. No la había saludado y la señora de Grande era capaz de tomárselo a mal. Podía cambiar la opinión de su marido con respecto a la pensión. Todos sabían que tenía gran influencia sobre el marido.
—¡Adiós! —dijo Irgens de pronto, y se fue calle arriba. Anduvo apresuradamente; dio un rodeo. Afortunadamente el coche iba muy despacio; así, que le dio tiempo para meterse por una transversal y salirle al encuentro. Cuando llegó el coche, la saludó con un saludo profundo, quitándose, reverente, el sombrero. La señora le respondió majestuosa.
Liberia atravesó al mismo paso la ciudad. La gente no se cansaba de preguntarse quién era. ¡Qué curiosidad! Sí; era Liberia Grande, casada con Grande, de la ilustre familia de los Grande; entretanto, Liberia seguía majestuosa en el coche, y daba su raro, rarísimo paseo matinal. No es que el coche tuviese nada de singular; lo único raro era que fuese al paso. Pero su velo rojo no era muy moderno: resultaba un poco chillón; y las gentes jóvenes que estaban al tanto de la moda, se sonreían del velo rojo. Pero algunos sospechaban que la pobre señora iba en el coche con una idea orgullosa: suponían que había salido de casa con el propósito de hacerse notar, como si en lo íntimo repitiese: ¡Aquí estoy yo!
Y no puede negarse que algo en su aspecto confirmaba la sospecha.
Pero la extrañeza llegó a su colmo cuando se vio que daba orden al cochero de que parase delante del «Storthing». ¿Qué tenía que hacer? ¿Qué tenía que hacer en el «Storthing»? La Cámara estaba cerrada. ¿Estaba loca la buena señora? Sin embargo, las personas de edad que conocían a Liberia sabían que su marido formaba parte de una comisión liberal del «Storthing», en un salón al que había que entrar por la parte de atrás. ¿Tenía algo de particular que visitase a su marido? Sin duda tendría algo que decirle, y, además, para las pocas veces que se la veía en la calle…
Liberia se bajó del carruaje y dio orden al cochero de que esperase; subió la escalera lenta y trabajosamente; su velo rojo caía apagado sobre su espalda y la brisa lo hacía ondular levemente. Luego desapareció en el interior del edificio…
A las dos de la tarde la animación de la ciudad había alcanzado el grado máximo. Por todas partes reinaba un gran movimiento; las gentes paseaban, charlaban, compraban y vendían. Las máquinas trabajaban incesantes. En el muelle sonaban las sirenas de los vapores, ondulaban las banderas, subían y bajaban las velas. Aquí y allá echaba el ancla un barco y rechinaban con estrépito las cadenas. Cada vez había más vida.
El barco de Tidemand, cargado de brea, estaba dispuesto para partir y había ido a verlo, junto con Hanka. Allí estaban ambos cogidos del brazo. A cada momento se miraban a los ojos, que respiraban alegría y juventud. Frente a ellos se alzaba el esplendor del puerto. Cuando el barco comenzó a deslizarse, Tidemand agitó el sombrero y Hanka el pañuelo. A poco se perdió en la lejanía.
—¿Nos vamos? —preguntó Tidemand, inclinándose sobre ella.
Y ella replicó asida fuertemente a él:
—Cuando quieras.
Pero en el mismo momento entraba en el puerto un enorme vapor, echando un humo espeso por la chimenea. También este vapor traía a bordo mercancías para Tidemand; lo había esperado durante los dos últimos días. Su goce aumentó al verlo llegar en este momento, y dijo:
—Hanka: ahí, a bordo, tenemos mercancías.
—¿Tenemos? —dijo ella solamente. Y al levantar los ojos hacia él, sintió Tidemand que un temblor cariñoso estremecía el brazo de su mujer.
Luego se fueron a casa.
F I N