Había entrado ya septiembre; hacía fresco, el cielo estaba alto y limpio. La ciudad brillaba muy linda, sin polvo y sin suciedad. Las montañas en derredor aún no tenían nieve.
En la ciudad iban sucediéndose los acontecimientos; el interés despertado por la muerte de Ole Henriksen no duró mucho; el tiro que sonó en el despacho del comerciante no tuvo gran eco; pronto pasaron días y semanas sobre el suceso, y ya nadie se ocupaba de él. El único que no lo olvidaba era Tidemand.
Tidemand tenía mucho quehacer; la primera temporada tuvo que ayudar al padre de Ole: el viejo no quería retirarse; asoció al primer dependiente y persistió, sin dejarse abatir, al frente del negocio.
Tidemand desplegaba una incesante actividad. Su centeno comenzaba desaparecer; iba vendiéndolo cada vez a mejor precio. A medida que se acercaba el invierno subía el centeno, aminorando su pérdida. En los últimos tiempos había tenido que volver a admitir sus antiguos dependientes.
Había terminado el trabajo de aquel día. Antes de ponerse a otra cosa encendió un cigarro, y se puso a cavilar. Sería a eso de las cuatro de la tarde. Se estuvo un momento inmóvil en un sillón, y luego se asomó a la ventana y se quedó mirando a la calle.
De pronto llamaron a la puerta y entró su mujer. Hanka saludó y preguntó si estorbaba; era sólo un momento…
Traía un velo por la cara.
Tidemand tiró el cigarro. Hacía mucho tiempo que no veía a su mujer, mucho tiempo; una noche en la calle, había creído reconocerla en una señora con el mismo paso majestuoso. La siguió apresuradamente, pero no era ella. No había manera de verla. No se hubiera opuesto nunca, nunca, a que viniese, y ella lo sabía pero no quería venir. Al parecer, les había olvidado definitivamente a él y a sus hijas. Y cuando algunas noches salía de casa, porque se sentía abandonado y solitario, al pasar por delante de la casa de Hanka, veía a veces luz en la ventana, pero a ella nunca. Ni siquiera había tenido la fortuna de ver su sombra en la cortina. ¿Dónde se metía? Le había enviado dos veces dinero para saber de ella.
Y de pronto la tenía delante de sí, a dos pasos. Inconscientemente inició el ademán habitual de abrocharse el botón de la americana.
—¿Eres tú, Hanka? —dijo él.
—Sí, yo soy —respondió ella en voz baja—. Tenía… quería…
Y de pronto empezó a revolver en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y los puso encima de la mesa. Sus manos estaban trémulas, confundió los billetes, se le cayeron algunos, se bajó a cogerlos, y dijo muy confusa:
—¡Querido amigo, tómalos! Es dinero que yo he gastado…, que yo he gastado indignamente; permíteme que no te diga en qué: es demasiado indigno. Era mayor cantidad, pero no he podido aguardar más; era más dinero, otro tanto, pero no he tenido paciencia y he venido… Tómalo; sé bueno. El resto te lo iré dando con el tiempo; pero hoy era preciso que viniera…
Él la interrumpió perplejo y desesperado:
—¡Pero es posible, Hanka…! ¡Siempre has de volver al dinero! ¿Para qué ahorras dinero para mí? No comprendo cómo puede alegrarte eso; tengo dinero bastante, el negocio marcha de nuevo, voy muy bien, no necesito nada.
—Pero este dinero es otra cosa —exclamó ella angustiada—. Te lo devuelvo por mí misma. Además, a ti te lo debo; lo he ido ahorrando de lo que tú me enviabas. Si no hubiera tenido este pequeño consuelo, no hubiera podido soportarlo. Y lo que falta no llega a la mitad; he echado la cuenta: es una cuarta parte. Más adelante te lo daré. ¡Dame la alegría de aceptarlo! ¡No sabes hasta qué punto me avergüenza!
De pronto comprendió Tidemand por qué Hanka tenía tal empeño en darle el dinero. Lo tomó y le dio las gracias. No se le ocurrió sino decir que era mucho dinero. ¿No le haría falta? Él lo tomaba como préstamo o como depósito. Pero, de todos modos, no podía ser más oportuno; podía ocurrir que, en efecto, necesitase dinero, si había de decir la verdad…
La cara de Tidemand no le hizo traición, y, observando a su mujer, vio que se estremecía de gozo; sus ojos brillaban a través del velo, y dijo:
—¿De veras que sí? ¡Dios mío! Me haces completamente… Gracias por aceptármelo.
¡Esta voz! Era la voz de los primeros días felices, cuando ella estaba henchida de agradecimiento por algo. Tidemand se había acercado a su mujer, pero volvió a retroceder, dominado por la proximidad, por la figura, por la mirada intensa bajo el velo. Bajó la mirada al suelo.
—¿Estás bien? —dijo ella—. ¿Y las niñas?
—Bien; todos estamos muy bien. ¿Y tú?
—No he vuelto a oír nada de vosotros. Hubiera esperado hasta juntar todo el dinero. Mientras vivió Ole, pude soportarlo; Ole me hablaba de todos vosotros. Pero luego me faltó y entonces perdí por completo la paciencia. Ayer estuve a la puerta; pero no me atreví a entrar…
Tidemand pensó que debía invitarla a ver a las niñas.
—¿No quieres subir un momento, Hanka? —preguntó—. Nos darías un alegrón a todos. No sé cómo andará aquello, pero…
—¡Oh, sí; muchas gracias! ¿Me dejas? Pensaba pedírtelo. ¿Me reconocerán? Las oigo correr… ¡Oh, gracias; mil gracias! —Y le tendió la mano.
Él la cogió, y dijo:
—Subo en seguida; precisamente ahora no tengo nada que hacer. Supongo que te quedarás un rato. Ahora que no sé qué aspecto tendrá la casa… Bueno; aquí tienes la llave, para que no necesites llamar. Pero ten cuidado con los zapatos de las niñas, si los coges. No te rías, no…
Salió Hanka. Tidemand le abrió la puerta y la acompañó hasta la escalera, regresando luego al despacho. ¡Y se había pasado meses y meses atormentada con el dinero! Lo había contado todos los días, ansiosa de reunir la suma total. ¡Si él lo hubiera adivinado! ¡Qué estúpido era por no haberlo adivinado! Por eso traía un vestido viejo; por eso había vendido la sortija.
Tidemand se sentó, pero no se puso a trabajar. En aquel sitio había estado ella; hoy traía puesto un vestido negro de terciopelo; pero su cara no la había visto, sólo un poco de cuello. ¿Subiría ya? No se oía correr a las niñas. ¿Se habrían sentado en sus rodillas? ¡Si al menos tuvieran puestos los vestiditos rojos!
Extrañamente conmovido subió la escalera, y al llegar a la habitación donde estaba su mujer hasta llamó a la puerta.
Hanka se puso en pie al verle.
Se había quitado el velo y se ruborizó vivamente. Ahora comprendió Tidemand por qué su mujer tenía velo; su rostro mostraba duras huellas de los dolores y angustias soportados en la soledad. ¡Y eso sólo en las pocas semanas que hablan transcurrido desde la muerte de Ole! Juana e Ida estaban junto a su madre y la tenían asida del vestido; de pronto no la habían reconocido, la miraban asombradas y se estaban muy calladitas.
—No me reconocen —dijo Hanka, sentándose—. Se lo he preguntado y no me conocen.
—Sí, sí; yo sí te conozco —palmoteo Juana.
Y al mismo tiempo trepó al regazo de su madre; Ida siguió su ejemplo.
Tidemand las miraba conmovido.
—Vamos, niñas —dijo—; dejad en paz a mamá.
Pero eso era lo que justamente no querían las niñas. Mamá traía unas sortijas tan bonitas, y, además, en el vestido unos botones muy curiosos, de los que se podía tirar. Y comenzaron a charlar sobre el tema de los botones. Luego echaron de ver el alfiler de mamá, que también les sugirió algunas consideraciones.
—Ponías en el suelo, si te cansan —dijo Tidemand.
—No, no; déjalas estar —respondió ella.
Comenzaron a hablar de Ole, mencionando a Ágata. Tidemand se proponía tomar cuenta de ella; Ole se lo había encargado, y no se olvidaba de ella. En aquel momento entró la niñera para llevarse las niñas a comer y acostarlas después.
Pero las chiquillas se resistían y la madre tuvo que ir con ellas y entrar en el dormitorio para calmarlas. Miró en derredor; todo estaba como antes: las dos camitas, las almohaditas blancas, los libros de estampas, los juguetes. Luego que se acostaron tuvo que cantarles una canción; no querían dormirse, cada una había cogido una de sus manos y no se cansaban de charlar con ella.
Tidemand estuvo un rato contemplando conmovido aquel espectáculo; luego se volvió rápidamente y salió.
Al cabo de media hora volvió Hanka a la sala.
—Ya se han dormido —dijo.
—Quería decirte una cosa… Estaremos aquí muy bien —dijo Tidemand—. Si quisieras cenar… No sé lo que habrá preparado, pero se me ha ocurrido que…
Ella le miró, ruborizada como una niña.
Dijo:
—Me quedo, sí.
Después de cenar volvieron a la sala, y Hanka dijo de pronto:
—Andrés: no creas que he venido para hacer las paces. Es que no podía aguantar más sin veros a alguno.
—Eso he pensado yo también, y por ello me he alegrado de que vinieras. Las niñas no quieren separarse de ti.
—Ni por un momento he pensado en volver a pedirte lo que en otra ocasión te pedí; ya sé que todo ha pasado. Y no podría volver tampoco; cada vez que me mirases, sentiría… ya lo sé; no podríamos soportarlo ninguno de los dos. Pero acaso podría venir alguna vez, de vez en cuando…
Tidemand bajó la cabeza; su secreta esperanza se aparró. Hanka no quería volver; aquello se había acabado. Estos meses habían hecho que cambiase su corazón. No hacía mucho tiempo que le quería, ella misma lo había dicho…; la noche antes de su marcha.
—Ven, Hanka; ven todos los días —dijo él—. No vienes a verme a mí. Vienes…
Ella bajó los ojos.
—Sí, vengo a verte a ti. ¡Desgraciadamente! Hasta ahora no había sabido lo que era estar completamente poseída por un hombre. Pienso en ti constantemente. Te veo en todas partes. Desde aquella excursión en el balandro quedé como deslumbrada por ti. No debía decirlo; pero muchas veces, sola en mi cuarto…, he pasado noches en vela pensando en ti. Hasta que perdiste el dinero iban mal las cosas, pero entonces te elevaste por encima de todos los demás hombres; no olvidaré nunca aquel día que ibas al timón. Antes de eso te había olvidado, me había olvidado de mí misma; hace mucho tiempo, me parece como si hiciera muchos años, y entonces no eras lo que eres: ahora no puedo olvidarte, Andrés. Era dichosa con sólo verte en la calle, y te he visto muchas más veces de lo que tú te fisuras. Un día nos encontramos en una tienda: tú acaso lo hayas olvidado, pero yo lo recuerdo perfectamente. Me recogiste un paquete, y estaba tan confusa que no sé ni cómo llegué a casa, y eso que ni siquiera me hablaste. He sido severamente castigada; pero…
—¡Pero entonces no ha acabado todo, Hanka! —exclamó Tidemand.
Se había puesto en pie y la miraba trémulo. ¡Cómo resplandecía aquella mujer! Sus ojos, verdes, eran dorados a la luz de la lámpara; su pecho se movía agitado. También ella se puso en pie.
—Sí; pero… Tú no puedes quererme ya. No; no quiero, Andrés; no quiero. Si te quisiera menos, acaso… No puedes olvidar lo pasado, es imposible.
Y cogió su abrigo y su sombrero.
—¡No te vayas, no te vayas! —dijo él, suplicante—. No recuerdo nada de lo pasado, nada: la culpa de que te fueras ha sido mía. ¡Escúchame! Ni un sólo día he logrado borrarte de mi pensamiento. ¿Te acuerdas de nuestra dicha en los primeros tiempos, hace ya muchos años? Pasábamos el día juntos; salíamos solos en coche; hacíamos muchas visitas; recibíamos muchos huéspedes, y en nuestra casa había siempre luz y alegría. ¿No te acuerdas? Pero a la noche, cansados de todo, nos íbamos a tu cuarto para estar solos. Y tú decías que querías beber un vaso conmigo y reías y bebíamos, a pesar de que estabas tan cansada que apenas podías desnudarte. ¡Qué tiempos, Hanka! Hace ya tres años; cuatro acaso… Tu cuarto está exactamente como estaba. ¿Quieres verlo? No se ha tocado nada, y si quieres quedarte… Yo tengo esta noche mucho quehacer; en el despacho me esperan un montón de cartas que contestar. Pero tu cuarto está tal como lo dejaste; convéncete.
Él había abierto la puerta. Hanka le siguió y miró: había luz encendida; luego entró. ¡Cómo era posible que su marido, después de lo pasado…! Pero había dicho que sí, que podía quedarse. Hanka se había quedado inmóvil, helada de dicha, sin hablar. Sus ojos se encontraron: él la estrechó en sus brazos y la besó como la primera vez, hacía tres años. Hanka cerró los ojos y él sintió en su cuello la presión del brazo de su mujer.