CAPITULO XXXI

Unos días más tarde, estaba Ole Henriksen en el despacho, abajo, en el almacén. Serían las tres de la tarde; el día era claro y bonancible; en el puerto reinaba la vida habitual.

Ole se asomó a la ventana. Un enorme barco carbonero se deslizaba suavemente en el puerto; no se veían más que barcos, mástiles y velas. De pronto, Ole se estremeció; el balandro Ágata había desaparecido. Abrió bien los ojos. ¿Qué significa eso? Entre los cientos de mástiles que llenan el aire no hay ninguno que tenga un remate dorado. ¿Cómo es posible?

Cogió el sombrero, dispuesto a averiguar inmediatamente lo que ocurría, pero en la puerta se detuvo; volvió a su sitio, abismó la cabeza en las manos y se sumergió en prolijas cavilaciones. Propiamente, el balandro no era suyo, pertenecía a Ágata; lo había recibido legalmente y tenía en su poder los documentos que acreditaban la cesión. Estos papeles no los había devuelto con el anillo; sin duda los había olvidado… ¡Quién sabe! En todo caso, puesto que el balandro no era suyo, que estuviera donde fuese. ¿Y si lo hubieran robado? Tampoco le importaba.

Ole cogió la pluma y se puso a trabajar, pero a los dos minutos volvió a dejarla. ¡Allí, en el sofá, había estado sentada cosiendo los almohadones rojos para el camarote! Cosía con tal entusiasmo, que apenas alzaba la vista. ¡Y qué deliciosos eran los almohadones, tan chiquitines!

Allí, allí había estado, le parecía verla aún… Y volvió a escribir un rato.

Luego abrió violentamente la puerta y gritó hacia el almacén que el balandro Ágata había desaparecido. ¡Era una cosa inexplicable!

Pero un dependiente refirió que por la mañana 6e lo habían llevado dos hombres que veían de parte de un abogado. Ahora estaba hacia el lado de la Fortaleza.

Ole preguntó de parte de qué abogado.

No lo había preguntado el dependiente.

A Ole le entró una gran curiosidad; cierto que el balandro no era suyo; pero ¿qué iba a tener que ver Ágata con un abogado? Sin duda se trataba de una mala inteligencia. E inmediatamente Ole se encaminó al muelle de la Fortaleza, donde se estuvo unas horas haciendo averiguaciones.

Cuando al fin logró saber quién era el abogado, se dirigió a su despacho.

Se encontró con un hombre poco más o menos de su edad, sentado en una mesa y escribiendo.

Ole formuló un par de preguntas precavidas.

Era cierto, sí; el balandro iba a venderse. El comprador había incluso dado ya mil coronas de señal. Allí tenía los documentos. Los había traído Irgens, el poeta Irgens. ¿Tenía algo que alegar en contra el señor Henriksen?

No, no, de ningún modo. En absoluto, nada.

El abogado extremaba su cortesía; seguramente estaba al cabo de la calle, pero su rostro no dejaba transparentar nada. ¿Cuánto podría valer el barco?… Pues, sí, Irgens había venido a verle y le había rogado que se encargase de la venta del barco. Tenía dificultades monetarias; necesitaba el dinero aprisa…, y había que ayudar a los hombres de talento. ¡Desgraciadamente, en Noruega, los hombres de talento no vivían en la opulencia! Pero una vez más insistía en preguntarle al señor Henriksen si tenía el más leve reparo que oponer; en tal caso la venta quedaría anulada.

A su vez, Ole repitió que no tenía ningún reparo que oponer. Había venido a informarse por pura curiosidad. El balandro estaba amarrado delante de su almacén y había desaparecido de pronto; le inspiraba curiosidad saber qué había sido de él. Pura curiosidad, repitió. Por lo demás, mil perdones… ¡No faltaba más! De ningún modo. Tenía el mayor gusto…

Ole salió…

Ahora comprendía cómo se las había arreglado Irgens para transformarse completamente y para tomar aquella habitación en un barrio elegante. Toda la ciudad se maravillaba de tal cambio, sin saber de dónde le había venido tan inesperada ayuda. Pero ¿cómo había hecho, Ágata semejante cosa? ¿Había perdido ya toda noción de delicadeza? Pero, después de todo, la cosa era natural; lo que era de ella le pertenecía también a él; compartían amorosamente su haber; nada podía objetarse contra esto. ¡Allá ella! Que siguiese los dictados de su corazón. Quería matricularse en la Escuela de Artes y Oficios, y era natural que necesitase dinero y que quisiese hacer dinero del balandro. No se la podía censurar porque quisiese reponer el ajuar deteriorado de su prometido. Por el contrario, la honraba grandemente… Ahora, a lo mejor, ni siquiera sabía que se había vendido el balandro: es posible que hubiera olvidado balandro y papeles. ¿Quién podía saberlo? Lo que es seguro es que Ágata no hubiera vendido el balandro con ánimo de sacar dinero para ella sola; no, la conocía. Era para ayudar a otro. Y esto era lo importante.

Vio a Ágata claramente en su imaginación: el cabello claro, la nariz, los hoyuelos; el 7 de diciembre cumpliría diecinueve años. Diecinueve, sí… Bien: que se vaya el balandro: ¿para qué sirve ya? Le hubiera gustado salvar los almohadoncitos rojos, pero era ya demasiado tarde.

Volvió al despacho, pero no le fue posible trabajar; se paraba a cada momento, con la mirada perdida en el vacío; sus pensamientos estaban en otra parte. ¿Y si comprase el balandro? ¿Le parecería mal a Ágata? Acaso lo tomase como venganza o censura; era preferible, sí; él y Ágata habían terminado para siempre, y no quería que le tomasen por un insensato que recogía reliquias suyas. ¿Qué tenía que ver con su balandro?

Cerró el despacho a la hora habitual y salió a la calle. Los faroles lucían, el tiempo seguía en bonanza. Al pasar por delante de la casa de Tidemand vio luz y quiso entrar, pero al llegar a la puerta cambió de pensamiento. Acaso su amigo tendría un trabajo urgente. Siguió su camino.

Transcurrió una hora y otra; Ole seguía andando en un estado de sorda indiferencia, de cansancio, casi con los ojos cerrados. Pasó por delante del parque, le dio la vuelta y subió al cerro. Había una oscuridad completa; pero no obstante, se sentó un momento en un peldaño de la escalera. Luego miró al reloj. Eran las doce. Volvió a bajar lentamente camino de la ciudad. Su cabeza estaba completamente vacía; apenas había en ella ni sombra dé una idea.

Bajó por el lado del Tívoli. ¡Lo que había andado!

¡Cansado como estaba, por la noche dormiría al menos! De pronto, al llegar frente a un restaurante, se paró, y luego retrocedió unos pasos: cuatro o seis pasos. Sus ojos se clavaron fascinados en la puerta del restaurante. Ante ella había un coche.

Lo que le había hecho pararse en seco era haber percibido dentro del local la voz de Ágata; al cabo de un instante salieron a la calle ella e Irgens. Ágata venía detrás, andando con trabajo, y se detuvo en la escalera.

—¡Vamos, acaba pronto! —dijo Irgens.

—Espere usted un momento, señor Irgens —dijo el cochero—. La señorita no está arreglada todavía.

—¿Me conoce usted? —preguntó Irgens, sorprendido.

—¡Cómo no le iba a conocer!

—¡Te conoce, te conoce! —gritó Ágata, y bajó corriendo la escalera.

No se había puesto aún el abrigo, que se le cayó al suelo. Sus ojos estaban apagados. De pronto se echó a reír ruidosamente.

—Ese antipático de Gregersen me ha dado un puntapié en la pantorrilla —dijo—. Estoy segura de que sangra; estoy segura… ¿Cuándo publicas otro libro, Irgens?… ¿Has visto? El cochero te conoce.

—Estás borracha —le dijo Irgens, ayudándola a subir al coche.

Ágata llevaba torcido el sombrero, forcejeaba en vano para ponerse el abrigo y hablaba sin cesar.

—No, no estoy borracha; un poquitín alegre nada más… ¿Quieres mirar a ver si mi pierna sangra? Siento correr la sangre, y me duele un poco, pero eso no importa. ¿Borracha, dices? Tuya es la culpa: hago todo lo que tú quieres… con el mayor gusto, claro está… ¡Ja, ja! Me río cada vez que pienso en ese repugnante Gregersen. Me dijo que escribiría su mejor artículo sobre mí si pudiera verme sangrar con sus propios ojos. Pero a ti sí puedo enseñártela… Era un vino atroz; se me ha subido a la cabeza. Y luego los pitillos, tantos pitillos…

—¡En marcha, cochero! —gritó Irgens.

El cochero arrancó.

Ole se quedó viendo partir al coche; le temblaban las rodillas; sin darse cuenta se llevó al pecho la mano convulsa.

¡Ágata! ¡Qué habían hecho de ella! ¡Ágata, Ágata querida!

Ole se sentó allí como petrificado. Pasó bastante tiempo; comenzaron a apagar los faroles; se hizo oscuro; un guardia le dio en el hombro y le dijo que no podía dormirse allí. Levantó la cabeza. Sí, sí, se iba: buenas noches; gracias.

Y se fue calle abajo dando tumbos.

Llegó a casa a eso de las dos y se encerró en el despacho, encendió luz, y maquinalmente colgó el sombrero en la percha; estaba pálido como un muerto. Pasó como una hora; dio unos paseos por el despacho y luego se sentó a escribir cartas, documentos, breves líneas de trazo firme en varios papeles, que metió en sobres y cerró. Miró el reloj: eran las tres y media. Mecánicamente le dio cuerda. Después salió a la calle con una carta para Tidemand en la mano y la echó en el buzón; al volver sacó las cartas de Ágata y desató el paquete.

No leyó ninguna, sino que las fue echando, una tras otra, en la chimenea, viéndolas arder; sólo la última, la que tenía dentro la sortija, la sacó del sobre y la consideró un momento; luego la echó también al fuego.

El reloj de pared dio las cuatro; sonó la sirena de un barco. Ole se levantó y se apartó de la chimenea. Su cara expresaba un dolor espantoso, las facciones contraídas, y las venas de las sienes hinchadas. Luego abrió lentamente uno de los cajones del pupitre.

Por la mañana encontraron muerto a Ole Henriksen. Se había pegado un tiro. La lámpara ardía sobre la mesa; había sobre ella algunas cartas selladas. Tenía en la boca el mango de un cuchillo, que costó gran trabajo arrancarle.

En la carta de Tidemand le pedía perdón por no despedirse de él, dándole las gracias por todo. Se había acabado todo; no volvería a verle; estaba enfermo. Le rogaba que se quedase con la casa de campo, como recuerdo suyo. «Espero que la podrás utilizar mejor que yo, querido amigo —escribía—. Es tuya, querido amigo; recíbela de mi mano. Hanka se alegrará al saberlo; salúdala. ¡Adiós! Y si Ágata se viese apurada, ayúdala. La vi esta noche; ella a mí, no; pero me consta que su corazón es puro. No tengo sosiego para escribirte una carta como debiera ser. Sólo veo una cosa ante mí, y eso lo haré dentro de media hora. Adiós, pues, Andrés. Has sido leal conmigo desde la escuela; lo recuerdo ahora todo y por eso te dirijo estas líneas y te digo adiós. No puedo explicarme bien; pero tú me comprendes».

El retrato que tenía de Ágata fue hallado intacto en su cartera; acaso no se había acordado de quemarlo. También se había olvidado de enviar los dos telegramas que había escrito por la tarde antes de salir: se encontraron en uno de los bolsillos. Era verdad: sólo veía una cosa ante sí.