CAPITULO XXX

Y pasaron los días; la ciudad estaba tranquila, todo respiraba sosiego.

Irgens seguía siendo el hombre a propósito para despertar el asombro y convertirse en foco de la general atención. Durante una temporada tuvo un aspecto bastante decaído; se veía abrumado de deudas, no ganaba dinero y nadie le daba nada. El otoño no encontraba a Irgens en situación muy floreciente; hasta se vio obligado a usar dos trajes del año anterior.

Pero de pronto sorprendió a sus conocidos apareciendo en el paseo, renovado de pies a cabeza, con un magnífico traje de invierno y los bolsillos repletos de dinero; volvía a ser el antiguo Irgens, el único. Las gentes le miraban encantadas; aquel diablo de chico eclipsaba a todo el mundo. ¿Qué mina de diamantes había encontrado? ¡Oh, no era lerdo, no; sabía lo que se hacía! Su patrona, la de Lágrimas, 5, lo había despedido, al fin lo había despedido; pero ¿qué importaba aquello? Inmediatamente había alquilado una magnífica habitación en un barrio elegante. No podía ya soportar más aquella habitación destartalada, con aquella entrada infecta; le quitaba toda la respiración; para trabajar había que vivir en un ambiente confortable; ahora estaba decorosamente instalado, La semana anterior había vuelto Ágata, que iba a pasar una temporada en la ciudad; su presencia hizo que Irgens se transformase en un hombre nuevo.

¡Cómo lucía la vieja ciudad al llegar Ágata!

Habían ya decidido casarse la primavera próxima, pensando en la pensión de este año. Era de suponer que, al fin, le dieran aquella miserable pensión, particularmente cuando constituía una familia y publicaba un nuevo tomo de poesías. Nadie necesitaba el dinero tanto como él, y no iban a dejarle morirse de hambre. Para que no se le escapase, Irgens se puso de acuerdo con Grande, el abogado, que lo había recomendado personalmente en el Ministerio. Irgens no quiso ir él mismo a ver al ministro; esto le repugnaba y le parecía humillante. Ahora que Grande podía hacerlo si lo creía conveniente. «Ya conoces mi situación —le había dicho Irgens—; no dispongo de grandes medios, y si hablas con el ministro te lo agradeceré. Pero yo, por mi parte, no me muevo». Cierto que Irgens despreciaba interiormente a Grande; pero el abogado comenzaba a figurar; era miembro de una comisión regia, y hasta le habían publicado una interviú en Las Noticias. No dejaba de tener influencia, lo que se notaba ya en su comportamiento y maneras; no se dejaba abordar en la calle por cualquiera.

Cuando Tidemand le refirió a Ole Henriksen que había visto a Ágata en la calle, Ole se estremeció violentamente. Pero se repuso rápidamente y dijo sonriendo:

—A mí eso no me importa, querido amigo. Que se esté aquí cuanto quiera; no tengo nada en contra suya. Tengo muchas cosas en que pensar.

Y se esforzó en volver al tema de conversación anterior, a la nueva partida de brea que embarcaba Tidemand, y repitió un par de veces:

—Asegúrate bien, que eso no daña.

Estaba un poco nervioso, pero se fue tranquilizando poco a poco.

Bebieron un vaso de vino como en otros tiempos y se encontraron animados y contentos; sin darse cuenta, se les pasaron las horas agradablemente entretenidos, y, al marcharse Tidemand, Ole dijo lleno de gratitud:

—Te agradezco que vengas por aquí, y más teniendo tanto quehacer como tienes. Oye —prosiguió—, esta noche es la función de despedida; vamos a ir, te lo ruego.

Y parecía como si realmente aquel hombre serio de los ojos claros tuviese los mayores deseos de ir a la Ópera. Hasta llegó a decir que llevaba varios días pensando en ello.

Convinieron en ir, y Ole quedó encargado de sacar las localidades.

Apenas hubo salido Tidemand, Ole telefoneó pidiéndolas; deseaba tres butacas seguidas: 9, 11 y 13. El número 11 se lo llevaría a Hanka, que se alegraría mucho de ir a la ópera; antes no perdía función. Por el camino se frotaba las manos; Hanka tendría el número 11 y se sentaría en medio. Él se quedaba con el 13, el número de la mala suerte, un número muy apropiado para él…

Sentía tal impaciencia, que cada vez apresuraba más el paso; pensando en los otros olvidaba sus propios cuidados. De él no había que hablar; había liquidado ya su pena, se había sobrepuesto a ella. ¿Le había conmovido acaso extraordinariamente la noticia de que Ágata estaba en la ciudad? De ningún modo; nadie había notado lo más mínimo.

Y seguía caminando. Conocía perfectamente las señas de Hanka, pues este otoño la había acompañado varias veces hasta la puerta de su casa cuando venía a verle secretamente para informarse de los niños. Además, el día que llegó de Inglaterra había encontrado a Tidemand debajo de sus ventanas. ¡Cómo pensaban uno en otro! En cambio, él estaba del otro lado, y ya no pensaba gran cosa…

Pero cuando preguntó le dijeron que Hanka estaba fuera; se había ido a la casa de campo y no regresaría hasta el día siguiente.

Ole lo oyó perfectamente, pero de pronto no entendió. ¿A la casa de campo? ¿A qué casa de campo? A la casa de campo de la señora, a la de Tidemand.

¡Ah, claro! A casa de Tidemand. Naturalmente. Ole miró el reloj. Ya no tenía tiempo de avisarla para que volviese; era demasiado tarde. Además, ¿qué iba a aducir para que volviese inmediatamente a la ciudad? Quería sorprenderla, lo mismo que a su marido. Bueno; su plan se había malogrado, se había convertido en humo. ¡Hasta cuando trabajaba por el bien ajeno le salían mal las cosas!

Dio la vuelta hacia su casa.

¡A la casa de campo! ¡Cómo recorría los lugares que recordaban el pasado! No había podido resistir más el deseo de ver la casa de campo, a pesar de que las hojas habían caído hacía mucho tiempo y el jardín presentaba un aspecto desolado. Le pediría la llave al guarda para encerrarse en la casa. Allí hubiera debido pasar el verano Ágata si las cosas no se hubieran torcido. Pero eso no tenía nada que ver con la cuestión… La cosa era que Hanka no estaba en la ciudad, y, por consiguiente, no podía ir con ella a la ópera.

Ole estaba cansado y desilusionado. En su abatimiento, le refirió a Tidemand su propósito; su intención era buena; le daba lástima de ambos. Se fue en busca de Tidemand.

—Tenemos que ir solos al teatro —le dijo—. Había sacado una tercera butaca para tu mujer.

Tidemand mudó de color.

—¿De veras? —se limitó a decir.

—Quería que estuviera entre nosotros dos… Acaso hubiera debido advertírselo antes, pero… Y resulta que está fuera y no vuelve hasta mañana.

—¿De veras? —repitió Tidemand.

—No te habrá parecido mal… ¡Si supieras, Andrés! Tu mujer ha estado a verme muchas veces en estos últimos meses y a preguntarme por ti y por las niñas…

—Está bien.

—¿Cómo?

—Te digo que está bien. ¿Por qué me cuentas todo eso?

Entonces estalló la cólera de Ole, que acercó su cara a la de Tidemand y le dijo con furia y voz sorda:

—¿Sabes una cosa? Que no conoces tu propio bien. No. Acabarás por llevarla a la tumba. Y haces todo lo posible por seguir el mismo camino. ¿Crees que no lo veo? Está bien, está bien… ¿Está bien que anochecido llegue hasta mi casa para preguntarme anhelante por ti y por las niñas? ¿Crees que me informaba por curiosidad mía de cómo os iba a ti y a los tuyos? ¿Por quién lo hubiera hecho sino por ella? Por mí puedes irte al diablo, ¿sabes? No ves nada, no ves cómo palidece y se apena por ti. La he visto algunas noches parada ante la puerta de tu despacho. Lloraba amargamente y les tiraba besos con las manos a las niñas, y luego ha subido la escalera hasta la puerta del piso para tocar la manilla de la puerta que tú habrías tocado al salir; eran las buenas noches que te daba. Lo he visto varias veces desde la esquina. Claro que dirás también a esto «está bien», pues tienes seco el corazón. Bueno, no quiero decir precisamente que tengas seco el corazón —corrigió arrepentido al ver la cara de disgusto de Tidemand—. No tomes a pechos lo que te he dicho; no quería hacerte daño. No era mi intención molestarte. Pero ya debías conocerme…

—Yo no quiero llevarla a la tumba —dijo Tidemand con voz trémula—. La he dejado en libertad, como pedía…

—Pero de eso ya hace mucho tiempo; ahora está arrepentida y quiere volver.

—¡Ojalá fuera así! Pero yo también he pensado en ello, y se me hace difícil olvidarlo todo; es más de lo que tú sabes. He luchado todo lo posible para recobrar el sosiego; que no les falte nada a las niñas, pensaba; lo demás es igual. Pero no he olvidado a Hanka ni un solo día. He pensado también, como tú, que quería pedirle de rodillas que volviese. Pero ¿cómo volvería? ¿Cómo volvería? Ella misma me lo ha dicho… No es nada malo; pero, sin embargo, no creas que es algo muy malo; no creerás eso de Hanka. Pero al pensar en lo pasado me resultaba difícil. Y tampoco es seguro que Hanka desee volver; no comprendo cómo puedes saberlo. Pero, en todo caso, ha pasado entre nosotros más de lo que tú sabes.

—Ahora veo que no debía haberme mezclado en este asunto —dijo Ole—. Pero, en todo caso, piensa en ello, acuérdate. Y perdóname lo que te he dicho, lo retiro todo. De algún tiempo a esta parte me he vuelto muy violento, no comprendo por qué… Pero, repito, acuérdate de lo dicho. Lo que digo es; os conozco a los dos… Bueno, adiós… ¡Ah, es verdad, la ópera! ¿Estarás preparado dentro de una hora?

—Una cosa —dijo Tidemand—. ¿Ha preguntado por las niñas? Ahí tienes, ahí tienes… ¿Dentro de una hora dices? Desde luego.