Una semana después, regresó Ole. Venía inquieto; no había recibido contestación de Ágata, a pesar de haberle telegrafiado repetidamente, y no sabía nada de ella. Por eso había apresurado la vuelta todo lo posible. Pero estaba tan lejos de adivinar lo que le aguardaba, que la última tarde que pasó en Londres le compró un regalo: un coche para el caballito que en Torahus tenía Ágata.
Al llegar a casa, se encontró con la carta de Ágata: la sortija estaba envuelta en un papel de seda.
Ole leyó la carta sin comprenderla apenas. Sólo sus manos comenzaron a temblar y se desorbitaron sus ojos. Cerró la puerta del despacho y volvió a leer la carta: era sencilla y clara, y no se podía sacar más que lo que en ella se decía: «Te devuelvo tu libertad». Además, allí estaba la sortija cuidadosamente envuelta en papel de seda. No había manera de sentir incertidumbre sobre la significación de una carta tan clara.
Ole se pasó horas enteras paseando por el despacho; puso la carta sobre el pupitre; paseó arriba y abajo con la3 manos cruzadas a la espalda; volvió a coger la carta y la releyó. Estaba «libre».
No debía creer que había dejado de quererle —decía Ágata—: Pensaba en él tanto como antes, y hasta más aún, pues le pedía perdón mil veces al día. Pero ya no podía ser suya tal como debiera serlo. No se había entregado la primera vez, y sin resistencia, no; bien lo sabía Dios; no le quería más que a él, ni quería ser de otro más que de él. Pero había ido demasiado lejos y sólo le rogaba que la juzgase con benevolencia, aunque no lo merecía. Le suplicaba que olvidase el mal que podía haberle hecho y que no se apenara, pues no era digna de su dolor. Luego le decía adiós, dándole gracias por todo; también le devolvía la sortija, pero no por ofenderle, sino porque aquella era la costumbre.
La carta estaba fechada dos veces: arriba y abajo; sin duda no se había fijado en el detalle. Estaba escrita con la letra grande y pueril de Ágata, y redactada con una torpeza conmovedora: había dos tachaduras.
Había entendido bien, pues. Y, además, ¡allí estaba la sortija! ¡Claro! ¿Quién era él? No era ningún hombre eminente, conocido en todo el país, ni un genio a quien se pudiese amar ardientemente; no era más que un hombre sencillo y trabajador: un comerciante. No debía haberse hecho la ilusión de que podía conservar el corazón de Ágata. Ya veía cómo se había equivocado. Es cierto: trabajaba día y noche en sus negocios; pero eso no era bastante para cautivar ningún corazón de muchacha. Ahora comprendía por qué no recibía contestación a los telegramas… Había ido demasiado lejos y le decía adiós, y amaba a otro. ¿Qué hacer? Sí; amaba a otro. Sin duda, era Irgens el que había tenido mejor fortuna que él. ¡Era natural! Parecía más seductor, más ricamente dotado y tenía en su favor la popularidad del nombre. Tidemand tenía razón: las excursiones a las islas eran peligrosas y los paseos eran también peligrosos. Tidemand tenía experiencia. Pero era ya demasiado tarde para pensar en ello, y, además, un amor que podía extinguirse en una excursión, no era muy fuerte.
De pronto, el pobre hombre se siente poseído de cólera; empieza a dar zancadas cada vez con mayor violencia y se le congestiona la cara. ¡Había ido demasiado lejos! Aquel era el premio a la pureza de su amor por ella. Dos años a sus plantas, prestándole dinero a su miserable amante. Sus libros podían probar cómo el rendido amante de Ágata se había visto constantemente en apuros de diez coronas, unas veces; de cincuenta otras. Y él había tenido la delicadeza de apartar el libro para que Ágata no pudiese ver la cuenta del señor poeta, por respeto al gran hombre. ¡Buena pareja! Él digno de ella. ¡Gran tema para una de sus poesías!
No; no tendría demasiada pena por Ágata. Ella no podría soportarlo; le robaría el sueño. ¡Qué sensibilidad más delicada! Pero ¿quién había dicho que le dolería?
Se equivocaba Ágata: había estado a sus plantas, pero no había lamido sus zapatos. No; que no llorase pensando que podía caer enfermo. ¡Rompía el compromiso y le devolvía la sortija! ¿Y qué? ¿Era eso, acaso, su sentencia de muerte? Pero era extraño que se hubiese llevado la sortija a Torahus. Podía haberla dejado en su despacho y se ahorraba los gastos del franqueo. No, señorita Ágata: no se muere del corazón por haber llevado unas calabazas. Además de que le había hecho un favor, no quería tener nada que ver con gente como ella; él quería ser toda su vida un hombre honrado. «¡Adiós, adiós! Vete con tu elegante seductor, y que no vuelva a oír hablar de vosotros».
Excitado, se retorció las manos y comenzó a recorrer el despacho con largos pasos convulsos. Pero se vengaría: a la señorita le tiraría la sortija a la cara para poner término a la comedia. Se paró, se arrancó la sortija del dedo y la metió en un sobre. Escribió la dirección con grandes letras brutales.
En aquel momento llamaron a la puerta y guardó la carta en un cajón.
Era un dependiente, que venía a recordarle que ya era la hora. ¿Podían cerrar el comercio?
Sí. ¡No faltaba más! Y salió del despacho.
No; nadie podría decir que un engaño tan villano le habría abatido. Mostraría a la gente que se había quedado perfectamente tranquilo. Se le ocurrió ir a «Grand» y festejar su llegada invitando a cerveza. ¡Eso estará bien! No; no pensaba rehuir el trato de gentes. Tenía un revólver en el despacho: ¿es que se le había ocurrido utilizarlo? En absoluto, no; sólo un instante recordó que lo tenía allí. A Dios gracias, aún no estaba cansado de la vida…
Se dirigió a «Grand».
Se sentó al lado de la puerta y pidió un bock. Al poco rato sintió un golpe en el hombro; alzó la cabeza; era Milde.
—Viejo amigo —exclamó Milde—. ¿Aquí te estás sentado sin decir palabra? ¡Bien venido! Vente a la ventana; allí estamos varios.
Ole le acompañó, en efecto, a la ventana. Allí estaban Ojén, Norem y Gregersen, cada cual con un vaso de vino a medio vaciar delante de sí. Ojén dio un salto, y dijo alegremente:
—Bien venido, querido Ole. Cuánto me alegro de verte; te he echado mucho de menos. Mañana iré a verte para saludarte; tengo que hablar contigo de un asunto.
Gregersen le tendió indiferente un dedo. Ole lo cogió, se sentó y llamó al cantarero para que le trajese un bock.
—¡Cómo! ¿Bebes cerveza? —preguntó Milde, asombrado.
—Nada de cerveza en una hora como esta. ¡Bebamos vino!
—Bebed lo que queráis; yo no tomaré más que este bock.
En el mismo instante llegó también Irgens, y Milde le gritó:
—Ole bebe cerveza; pero nosotros no queremos, ¿verdad? ¿A ti, qué te parece?
Irgens no se desconcertó ni lo más mínimo al verse cara a cara con Ole; le saludó con la cabeza, murmuró algo así como «bien venido», y luego se sentó como si tal cosa.
Ole lo miró con detención y notó que los puños no estaban limpios; su traje tampoco andaba muy allá.
Milde repitió su pregunta: ¿Verdad que había que beber vino? Ole quería tomar cerveza; pero eso era demasiado ordinario, especialmente celebrándose como se celebraba una doble fiesta.
—¿Una doble fiesta? —preguntó Gregersen.
—Sí, una doble fiesta. En primer lugar, el regreso de Ole, que es, me apresuro a decirlo, lo más importante. Pero, además, hoy he sido expulsado de mi estudio, y eso también es, a su modo, una fiesta. Ya veis qué cosas ocurren. Llegó la mujer y me pidió dinero. «¿Dinero?», dije yo. Bueno, y así sucesivamente. Pero el final fue que me desahució, dándome un plazo brevísimo: un par de horas. Es verdad que ya me había mandado irme un mes antes; pero… Por eso creo que está puesto en razón beber vino. Pues Ole no es hombre que eche cuentas cuando bebemos.
—No; ¿qué me importa eso? —asintió Ole.
Entonces Irgens cogió la botella vacía que estaba sobre la mesa: leyó con desconfianza la etiqueta, y dijo:
—¿Qué es esto? Bueno, amigos; si ha de ser vino, que sea al menos un vino que se pueda beber.
Y trajeron el vino.
Por lo demás, Irgens estaba de excelente humor, y contó que hoy había trabajado con fortuna: había escrito una poesía, un par de versos que sonreían como muchachas. Pero aquello era una excepción: su poesía de ahora no era sonriente, ni debía serlo tampoco.
Tampoco su colega Ojén estaba melancólico. No tenía, es cierto, mucho dinero ni mucha hacienda; pero se conformaba con poco y había personas de buena voluntad que le ayudaban; sería injusto si no lo reconociese. Pero hoy había una circunstancia que en medio de su pobreza le había regocijado: un coleccionador de autógrafos danés habíale escrito pidiéndole el suyo. La cosa no tenía gran importancia, pero mostraba al menos que el mundo no le olvidaba por entero. Al decir esto, Ojén paseó su vista por los concurrentes, y sus ojos respiraban nobleza y sinceridad.
Reinaba la mayor animación en el concurso; se chocaban los vasos y todos se sentían alegres y satisfechos. El primero en irse fue Irgens; luego Ojén dio las buenas noches y se marchó asimismo. Ole se quedó hasta que se hubo ido el último; ya no quedaba más que Norem, que, como de costumbre, se había dormido.
Ole había escuchado las conversaciones de los demás, interviniendo acá y allá con una palabra. Estaba tranquilo y cansado; la excitación había cedido ya; se había adueñado de él un sentimiento de amarga repugnancia que le hacía indiferente a todo. Aquí se había estado con una porción de hombres bebidos, entre los cuales se hallaba Irgens, regocijándose acaso de su victoria, y no se había levantado, yéndose por su camino.
Finalmente, pagó y se dispuso a salir.
El camarero le detuvo.
—Perdone usted —dijo—. El vino…
—¿Qué vino? Yo no he tomado más que un bock de cerveza.
—Pero el vino ha quedado sin pagar.
—¿De modo que esos señores no han pagado el vino?
Por un momento se le subió a la cabeza una rabia frenética, y estuvo a punto de decir que enviasen la cuenta a Torahus, donde la pagarían.
Al fin no dijo nada, limitándose a observar:
—Yo no he bebido vino ninguno; pero, en fin, puedo pagarlo.
Y sacó la cartera.
El camarero comenzó entonces a charlar, a hacer comentarios sobre las varias clases de parroquianos. Había algunos a quienes no se podía perder de vista; de lo contrario, se iban sin pagar sus consumiciones. No es que fuera este el caso, no, ni mucho menos. Los literatos y los poetas eran honrados a carta cabal; con ellos no había peligro. Él los conocía bien; los había estudiado, y había aprendido a servirlos a satisfacción suya. El camarero tenía que tener en cuenta las cualidades de cada uno de estos señores al servirlos; así no tenía nada de particular que se marchasen sin pagar; ¡tenían la cabeza llena de tantas cosas! ¡Estudiaban y cavilaban demasiado! Pero siempre había alguien que pagase por ellos con gusto: bastaba citar a…
Ole pagó y se fue.
Pero ¿qué iba a hacer en casa? ¿Meterse en la cama y dormir? ¡Si pudiese! A bordo había dormido mal y acababa de llegar de viaje; pero, no obstante, quería esperar todo lo posible antes de meterse en la cama, pues no creía que se durmiese tan pronto. Buscó las calles más oscuras, donde le parecía estar más solo; a la vuelta de una esquina, en dirección a la muralla, se encontró a Tidemand, que estaba parado mirando hacia arriba a una casa de enfrente. Se contemplaron asombrados. Ole se acercó.
—Salí a dar un paseo y pasé por aquí casualmente —dijo Tidemand, confuso aún, antes de saludar—. Pero gracias a Dios que has vuelto, Ole. Bien venido.
Ole sonrió con una sonrisa cansada, y dijo:
—Bien hallado, Andrés.
Siguieron andando. Tidemand no salía de su sorpresa. Nunca le había ocurrido nada semejante; no tenía la menor noticia del regreso de Ole. Por lo demás, en casa todo iba bien; él había ido por allí a ayudar al viejo, según lo prometido.
—Tu novia se fue —dijo—. Fui con ella a la estación. Tengo que contártelo, tienes una novia encantadora. Estaba de pie asomada a la ventanilla, un poco conmovida de tener que marcharse, y al decirme adiós tenía los ojos húmedos. Pero cuando el tren se puso en marcha, va, saca el pañuelo y empieza a agitarlo; sólo por haberla acompañado a la estación. ¡Si vieras qué bien lo hacía!
—Ya no somos novios —dijo Ole con voz sorda.
Ole se metió en el despacho. Era ya muy tarde. Había pasado largo rato con Tidemand y se lo había contado todo. Ahora iba a escribirles a los padres de Ágata una carta respetuosa y digna, sin el menor reproche. Era su último deber.
Luego que la hubo terminado volvió a leer la carta de Ágata. Quería rasgarla y quemarla, pero era al fin una carta de ella, la última; le había escrito, y al hacerlo había pensado en él. La carta era para él solo; no era para nadie más; acaso se la hubiera escrito por la noche, cuando todos estaban acostados.
Sacó la sortija del papel en que estaba envuelta, y antes de guardarla la consideró largamente. Sintió su cólera de antes y deseó retirar todas las palabras ofensivas que le había dirigido.
—Adiós, Ágata, adiós…
Y puso la última carta de Ágata junto con las demás que de ella tenía.