Todavía tardó Ágata unos días en irse. Irgens no la retuvo en vano; la suerte le colmó de dicha; ahora recogía el fruto de todos sus esfuerzos. Ágata se pasaba el día a su lado. Estaba enamoradísima de él y no le dejaba ni a sol ni a sombra.
E iban pasando días.
Al fin llegó un telegrama de Ole que hizo despertar a Ágata del delicioso sueño en que estaba sumida. El telegrama había estado en Torahus y llegaba con mucho retraso. Ole estaba en Londres.
¿Qué iba a pasar? Ole estaba en Londres, es cierto; pero no estaba aquí, y Ágata apenas recordaba su cara: unos ojos azules y grandes y un mechón de pelo en la frente, que se echaba atrás de continuo. Cuando pensaba en él veíalo en lontananza, como en un tiempo pasado. ¡Cuánto, cuánto tiempo hacía que se había ido!
Pero al llegar el telegrama despertaron sus sentimientos por el ausente, la invadió la antigua alegría, la conciencia dichosa de poseer el corazón de aquel hombre; le llamó susurrante y le suplicó que viniese, ruborosa y anhelante. No, no había ninguno como él; no atropellaba a nadie, caminaba sereno y honrado y la quería. «¡Mujercita! ¡Mujercita mía!», decía con frecuencia aun en mitad del trabajo. ¿Y la confianza que la invadía cuando se apoyaba en su pecho? ¿Y aquella manera infantil con que en medio de un cálculo complicado, se levantaba y se reía por cualquier cosa? Tampoco lo había olvidado.
Hizo rápidamente el equipaje, decidida a irse de cualquier modo. La tarde de su marcha le dijo adiós a Irgens, un largo adiós que la destrozó. ¡Era suya y Ole tendría que resignarse! Estaba decidida a romper el compromiso tan pronto como regresase Ole. ¿Qué diría cuando leyese su carta y se encontrase en ella el anillo devuelto? Le dolía no poder estar a su lado para consolarle. Tenía que herirle desde lejos. ¡Qué pena acabar así!
Irgens estuvo afectuosísimo con ella y la mantuvo firme; la separación no duraría mucho; si no podía ser de otro modo iría a verla andando. Además ella podía volver a la ciudad; no era una pobre; poseía hasta un balandro de recreo. ¡Un balandro de recreo! ¿Qué más podía pedir? La chanza hizo reír a Ágata, que se sintió aliviada.
La puerta estaba cerrada; no venía de la calle el menor ruido. Ágata podía percibir los latidos de su corazón; se despidió.
El propio Irgens había dicho que no la acompañaría a la estación; la cosa podía dar motivo a habladurías; la ciudad era pequeña y él demasiado conocido, por desgracia. Pero se escribirían todos los días, dijo Ágata resignada. Sin eso no podría resistir.
Tidemand era el único amigo que sabía que se marchaba Ágata, y la acompañó a la estación. Había ido por la tarde a hacer su visita cotidiana al despacho de Henriksen. Al salir, se encontró a Ágata en la puerta, dispuesta para el viaje. Tidemand la acompañó. Había llovido y la calle estaba sucia, muy sucia. Ágata dijo dos veces: «¡Qué día más triste!».
Pero no volvió a lamentarse, y caminaba ligera como una niña formalita que no quiere pararse en la calle. El sombrero de viaje le sentaba bien, la hacía aún más joven y al andar cobraba colores su cara.
Hablaron poco. Ágata dijo tan sólo:
—Ha sido usted muy amable molestándose en acompañarme; si no, hubiera tenido que ir sola.
Tidemand vio que se esforzaba en ocultar su emoción; se sonreía, pero sus ojos estaban húmedos.
Él se sonrió también y replicó, para consolarla, que debía estar muy contenta de dejar esta suciedad e irse a respirar el aire puro del campo.
Además, no tardaría mucho en volver.
Y ella replicó que, en efecto, no tardaría mucho.
Estas palabras indiferentes fueron las únicas que cambiaron. Estaban de pie en el andén, había empezado a llover, las gotas pegaban recio en la techumbre de cristal y el tren estaba formado. Ágata subió a un coche y le tendió, la mano a Tidemand. Y, sintiendo de pronto un vivo anhelo de perdón, de condescendencia benévola, le dijo a aquel hombre, que casi era un desconocido para ella:
—Adiós… Y no piense usted mal de mí. —Y su cara se ruborizó vivamente.
—Por Dios, niña querida… —replicó él asombrado.
Y no dijo más.
Cuando el tren se puso en marcha asomó a la ventanilla su carita clara y encantadora y comenzó a decir adiós con la cabeza; sus ojos estaban húmedos y pugnaba por no llorar. No apartaba la vista de Tidemand, y al alejarse, empezó a agitar el pañuelo.
¡Qué curiosa muchacha! Era la única persona a quien conocía en el andén, y por eso le decía adiós con el pañuelo. Esta sencilla prueba de afecto conmovió a Tidemand, que comenzó también a agitar el pañuelo hasta que el tren se perdió a lo lejos. ¿Que no pensase mal de ella? No, no pensaba mal, y si alguna vez lo había hecho, no volvería a hacerlo. ¡Con qué afecto le había dicho adiós, a él, casi un desconocido! Se lo contaría a Ole, que se alegraría mucho…
Tidemand se encaminó al almacén. Tenía la cabeza llena de asuntos comerciales y olvidaba todo lo otro. Sus negocios comenzaban a prosperar; ya no le negaban crédito. Su casa era como un animal que hubiese caído desvanecido y comenzara a moverse y recobrar fuerzas.
Cuando hubo pasado revista a su almacén, y después de dar algunas órdenes, se encaminó a un restaurante, donde acostumbraba comer. Era ya tarde, y comió de prisa, sin hablar con nadie. Cavilaba sobre un nuevo proyecto. Enviaba brea a España, el centeno había alcanzado un precio considerable y vendía de su provisión: sus negocios se extendían por todas partes: ahora le tocaba el turno a aquello, en Torahus. ¿Y el proyecto de combinarlo con la fabricación de brea? No estaba mal, y si Ole seguía insistiendo, no se opondría. Hasta había hablado del asunto con un ingeniero, que lo encontraba muy factible. Por su parte, no podía entrar en el negocio; necesitaba trabajar esforzadamente para sí y para sus hijos; pero no podía menos de pensar de vez en cuando en la empresa.
Tidemand se dirigió a su casa. Llovía recio y uniforme.
Pocos pasos antes de llegar se paró de pronto y se ocultó en un portal. En la calle, pegada a la ventana de su despacho, estaba su mujer, a pesar de que llovía con gran ímpetu. Miraba, alternativamente, a la ventana del despacho y a una ventana del segundo piso, a la que correspondía a su habitación. Ya la había visto otra vez y la había llamado en voz baja por su nombre; pero ella se había alejado rápidamente sin contestar. Esto fue hacía tres semanas, al anochecer de un domingo.
Quiso presentarse de improviso e hizo un movimiento pero crujió su impermeable, lo que hizo que ella mirara tímidamente y se quedara un momento quieta y desconcertada. Un instante tan sólo. En seguida se fue. Él estuvo quieto hasta que la perdió de vista.