CAPÍTULO XXVI

Ágata y Coldewin se fueron juntos calle arriba. Él no le dijo que pensaba irse, cosa que ella no sabía. Ágata se sentía dichosa yendo con Coldewin, el hombre que repelía a los demás con sus imposibles peroratas. Iba muy pegadita a él; su corazón temblaba en el pecho.

—Perdone, Coldewin —dijo ella—. Perdóneme por todo: por lo de ahora y por lo de antes. ¿Quiere usted? Hace poco no me hubiera atrevido; pero, sólo con verle, he recobrado la confianza. Nunca me dirige usted el menor reproche. Y no crea usted; hoy no he hecho nada malo… Ya sabe usted lo que quiero decir. —Y le miró a los ojos.

—No tengo nada que perdonarle —respondió él.

—Sí; tiene usted muchas cosas que perdonarme —repitió ella insistente—. No lo entiendo. Mire usted: ¿puede creer que ahora sólo pienso en la época en que paseábamos por los bosques de Torahus; cuando salíamos al mar?

—¿Se marcha usted pronto, Ágata?

—Sí, me marcharé, créame, hoy no he hecho nada malo; pero me arrepiento de todo… ¡Usted evoca en mí tantos recuerdos! Una vez fue usted a buscarme a la cabaña del guarda para llevarme a casa. Me había echado de menos, dijo usted. Me parece estar oyéndole. —Calló un momento. De pronto le miró, sonriente, y le dijo—: Ya hace mucho tiempo que no se ha cortado usted el pelo.

—Sí; me lo voy a cortar.

—Pero la barba, no —exclamó ella—. La barba, no; es magnífica.

A lo que él replicó en tono indiferente.

—¿Le parece así? No; ya está demasiado gris.

Pausa. Luego ella prosiguió:

—Sí, tiene usted razón en todo lo que ha dicho. Llamaradas azules, sin verdadero orgullo. No soy tan tonta que no le haya entendido.

—Pero, querida Ágata —exclamó él desesperado—: No era por usted. No lo decía por usted. Y, además, me equivocaba, me equivocaba totalmente; ahora lo veo. A Dios gracias usted es muy distinta. Pero oiga usted, Ágata: prométame que tendrá cuidado; ¿quiere usted? A mí no me importa lo más mínimo, ya lo comprendo; pero ha caído usted entre una gente… Créame, no es gente para usted. También la señora de Tidemand cayó entre ellas.

Ella se le quedó mirando inquisitiva.

—Creo que estoy obligado a decírselo —prosiguió Coldewin—. ¡Hasta Hanka, que era una de las pocas personas de verdadera dignidad en el círculo! ¡Un escritor la extravió!

—¡Ah…! ¿Sí? —dijo Ágata—. Bueno; a mí no me importan lo más mínimo los escritores, puede usted creerme. Ahora, ni siquiera me acuerdo de ellos.

Y súbitamente cogió el brazo de Coldewin y se acercó a él.

Él se quedó casi confuso y retrasó el paso; ella se dio cuenta y, sonriéndose, le dijo mientras le soltaba;

—No; esto no debía hacerlo.

—No —dijo él a su vez—; no debe usted hacerlo.

—No, no. Pero le veo tan pocas veces, Coldewin. —Y bajó los ojos.

—Oiga usted: ¿qué va usted a hacer en su casa? ¿Estudiar o qué? Y diga: ¿tiene usted noticias de su prometido?

—Todavía no. Es demasiado pronto. ¿Teme usted acaso que le pueda suceder algo en el viaje? ¿Lo pregunta usted por eso, Coldewin?

Ante la puerta de ella se quedaron parados, y al rato se despidieron. Ella comenzó a subir vacilante la escalera.

De pronto se volvió; bajó a la calle, y profundamente emocionada le dijo en voz baja:

—¡Si viera usted cómo le quiero ahora!… Y gracias por lo de hoy.

Y dicho esto volvió a subir apresuradamente.

Coldewin se quedó un instante parado. Seguían percibiéndose los pasos de Ágata en la escalera; de pronto se extinguieron. Entonces se fue y subió lentamente calle arriba. No veía ni oía nada.

Instintivamente se había encaminado hacia la taberna donde solía comer. Entró y pidió la comida. Estaba hambriento y tragó cuanto le pusieron por delante, como si llevase ya mucho tiempo sin comer; ni del pan dejó el menor rastro. Cuando hubo terminado sacó su billete de diez coronas y pagó; al mismo tiempo se tocó en un bolsillo del chaleco unas monedas de plata, la pequeña suma que había reservado para pagar el billete del ferrocarril.

Al día siguiente, a eso de las cinco, se encaminó Ágata hacia el muelle, en el mismo sitio del día anterior. Irgens estaba ya allí esperándola.

Ella se fue hacia él rápidamente y dijo:

—Vengo sólo para decirle… No vengo a estar con usted; no tengo tiempo para hablar con usted. Pero no quise hacerle esperar.

—Oiga usted, Ágata —respondió él prontamente—; no me Venga usted ahora con historias.

—No vuelvo a ir a su habitación. ¿Lo oye? Nunca. Me han abierto los ojos. ¿Por qué no se lleva usted a Hanka? Diga: ¿por qué?

Estaba pálida y hablaba con mucha excitación.

—¿Hanka? —preguntó él desconcertado.

—Claro que sí; lo sé todo; me he enterado… Toda la noche he estado pensando en ello; váyase, váyase en busca de Hanka.

Él se aproximó a ella.

—Hanka no existe para mí desde que la conozco a usted. ¡No existe en absoluto! Hace semanas que no la veo; no sé ni siquiera dónde vive.

—Eso no importa —replicó ella—. Vaya usted a buscarla… Bueno, iré un ratito con usted. No voy con usted hasta su casa: sólo un ratito.

Y echaron a andar. Ágata se había tranquilizado.

—Le dije que había estado pensando en ello toda la noche —prosiguió—. Eso no es verdad, naturalmente. Quería decir todo el día. No, tampoco todo el día… Pero ¿no le da a usted vergüenza? ¿Mujeres casadas? No se defiende usted con mucho calor.

—Ya sé que es inútil.

—No, es que la quiere usted. —Y como él callara, añadió imperiosa—: Podía decirme al menos si la quería.

—A quien quiero es a usted —respondió él—. Le aseguro que no miento. La quiero a usted, Ágata, y a nadie más. Haga usted conmigo lo que quiera.

Esto lo dijo sin mirarla, con los ojos fijos en el suelo; un par de veces se retorció convulsivamente las manos. Ágata sintió que su emoción era sincera, y ablandada repuso:

—Sí, Irgens, sí; le creo a usted… Pero no voy hasta su casa; hasta su casa no llego.

Pausa.

—¿Le han abierto los ojos? —dijo él luego pensativo—. ¿Quién la ha predispuesto así contra mí? ¿Es acaso ese…? Sin duda ha sido su maestro, que me tiene antipatía. Ese imbécil…

—No le permito que injurie a Coldewin. ¿Lo oye usted bien?

—Bueno, bueno; esta noche se marcha y quedamos libres de él.

Ella se detuvo.

—¿Se marcha esta noche?

—Sí.

¿Conque Coldewin se iba? Y no le había dicho una palabra. Irgens tuvo que explicar cómo lo sabía.

La noticia de esta marcha la preocupó de tal modo que no tenía oídos para nada más; y cuando sintió en su brazo la presión leve de la mano de Irgens se apartó mecánicamente. Así caminando llegaron frente a la casa de Irgens. Al verse allí ella retrocedió súbitamente, y dijo que no un par de veces, mientras le miraba embebida en sus ojos. Pero él suplicó insistentemente, y al fin la cogió de un brazo y se la llevó adentro.

La puerta se cerró tras ellos…

En la esquina de la calle, Coldewin espiaba y vio toda la escena. Cuando desapareció la pareja, salió de su observatorio, llegó hasta la puerta y se estuvo allí un rato rígido y con la cabeza hacia delante, como en ademán de escuchar. Estaba completamente transformado, su cara estaba contorsionada y se sonreía con una sonrisa muerta; se sentó en la escalera y esperó.

Pasó una hora; sonó un reloj a lo lejos; faltaba todavía un buen rato para la salida del tren. Otra media hora; al fin sonaron pasos en la escalera. Salió primero Irgens, y Coldewin permaneció inmóvil en la penumbra. Luego apareció Ágata, que súbitamente dio un grito. En el mismo instante Coldewin se levantó y se fue. Salió dando tumbos como si estuviera bebido y desapareció a la vuelta de la primera esquina; sonreía como petrificado.

Se fue directamente hacia la estación. Sacó el billete y entró en el andén. A poco llegó un mozo que traía su maleta. Es verdad, casi la había olvidado. «¡Póngala allí, en ese departamento vacío!». Luego subió él. En seguida se dejó caer totalmente desfallecido. Se puso a sollozar en un rincón y su cuerpo flaco temblaba estremecido. Al cabo de unos instantes sacó su cartera, cogió una cinta de seda con los colores nacionales noruegos y se puso a rasgarla lentamente, entre sollozos. Al terminar se quedó mirando los pedazos que tenía en una mano. En aquel momento pitó el tren y se puso en movimiento. Coldewin se asomó a la ventanilla y abrió la mano.

Y los pedazos de la cinta volaron para caer esparcidos por el suelo, donde podía pisarlos todo el que pasase.