CAPÍTULO XXV

Coldewin se había sentado a alguna distancia; estaba bastante desastrado; traía el mismo traje con que había llegado en primavera y no se había afeitado la barba ni cortado el pelo. El traje estaba totalmente deteriorado y ni siquiera tenía botones.

Sin embargo, el periodista le invitó a que se acercase. ¿Qué quería tomar? ¿Cerveza, nada más? Bueno; como gustase.

—Coldewin va a abandonarnos pronto —dijo el abogado.

—Puede ser que se marche mañana, pero hoy vamos a beber un vaso juntos. Siéntese aquí, Coldewin; aquí tiene usted sitio.

—¿Y tú, Norem? ¿Qué haces? —dijo Milde—. ¿No te da vergüenza? El otro día te han recogido en mitad de la calle.

—Bueno, ¿y qué? —replicó Norem.

—Sí, está bien; pero…

Coldewin echó una ojeada indiferente al café. El pobre profesor no tenía aspecto de haberlo pasado muy bien en la ciudad; había enflaquecido lamentablemente y debajo de sus ojos brillantes había sombras azules. Bebió con avidez un vaso y hasta dijo que hacía tiempo no le había sabido tan bien la cerveza.

—Pero volviendo a nuestra conversación —dijo el abogado—, no puede decirse ligeramente que sea tan lamentable el estado de la joven Noruega.

—No —replicó Coldewin—, no debe decirse ligeramente. Hay que procurar ahondar hasta lo más profundo, hasta ¡a raíz de las cosas…!

—¿Y qué?

—Y lo que hay en la raíz de nuestra situación actual es la creencia supersticiosa en una fuerza que ya no poseemos. Salvo la vida comercial floreciente, lo demás va cuesta abajo. Pero nos satisfacemos un poco; hace diez o quince años, hablábamos fuerte, y entonces teníamos derecho a hacerlo, y continuamos usando el mismo lenguaje sin el menor motivo. Ahora mismo, el Storthing se ha disuelto cobardemente sin hacer nada. ¿Nos hubiéramos conformado con esto hace diez o quince años? Nuestra fuerza y nuestra valentía son sólo teóricas, nos emborrachamos con palabras y no obramos. Hemos tenido nuestra pequeña edad de oro, pero ha pasado. Sólo queda en pie nuestra vida económica.

—¡Qué cosas sabe usted, amigo! —interrumpió el periodista.

Pero Milde le dijo en voz baja:

—¿Por qué no lo dejas que siga? Cree lo que dice; mira cómo tiembla: en nuestro tiempo es un verdadero fenómeno.

De pronto, preguntó el abogado:

—¿Ha leído usted la última poesía de Ojén?

—No —dijo Coldewin.

—Magnífica: una cosa egipcia. Recuerdo este trozo: «En este mar de arena solitario no se oye más que la lluvia de arena incesante que azota mi sombrero, y el ruido seco de las rodillas de los camellos»… Y luego el pasaje aquel en la tumba: el polvo, la momia. Es lástima que no lo haya usted oído.

—Me acuerdo de él; le conocí en Torahus; volví a verle el diecisiete de mayo; nos saludamos. Me dijo que estaba muy nervioso y que iba a acostarse. Estaría cansado.

—Claro —replicó el periodista—. Ojén es un hombre muy singular. Cuando está cansado, se acuesta.

—Pero el último libro de Irgens sí que lo habrá leído usted.

—Sí; he leído el último libro de Irgens. ¿Por qué me lo pregunta?

—Por nada —replicó el abogado—. No comprendo cómo puede usted tener tan mala opinión de nuestra juventud conociendo sus trabajos. Hay escritores de altura…

—Y dale con los escritores; siempre han de salir nuestros escritores. ¡Cómo si lo importante fuese contar con un par de personas que escriban! En primer lugar hay que saber de qué rango es su literatura…

—De primer orden.

—Pero ¿por qué no se ha de hablar más que de nuestros literatos? En nuestro círculo hay un hombre que perdió hace poco mucho dinero en un negocio de centeno. Mala suerte. Bueno; ¿pero sabéis lo que hace ahora? Pues está creando un nuevo producto de exportación: está fabricando brea…

—Yo confieso que sé poco de nuestra vida comercial, pero…

—Lo que pasa, señor abogado es que tiene usted poca simpatía por ella. ¡Aquí no hay más que literatos y poetas! Aquí está Irgens, aquí está Ojén. Y en los cafés, cuando ellos hablan, todo el mundo se calla. ¡Chist! ¡Qué habla el poeta! Y en sus casas lo mismo: ¡Silencio!

¡El poeta está escribiendo! Las gentes los conocen de lejos y se descubren, y los periódicos le comunican a la nación que el escritor Paulsberg se ha ido a hacer una excursión a Honefos. En resumen…

Gregersen no pudo contenerse; él mismo había insertado la noticia de aquella excursión.

—Tiene usted la manía de decir impertinencias; parece que no puede usted decir otra cosa.

—No comprendo por qué te exaltas, Gregersen —dijo Milde—; el propio Paulsberg ha dicho que lo oyéramos con paciencia.

Pausa.

—En resumen —prosiguió Coldewin—: Los escritores jóvenes no pueden quejarse del acatamiento que se les presta. Pero luego falta saber si son merecedores de él. No lo sé. Acaso no les conozca a todos. Pero ¿hay realmente uno que deje en segundo término a los demás? ¿O es todo poesía mediocre de esquimales? Quiero descontar…

—Oiga usted, amigo —volvió a exclamar Gregersen.

—Un momento y termino… Quiero descontarles la última poesía egipcia de Ojén; el resto, lo conozco en su mayoría. Y me parece que ninguna de esas producciones asombra a las otras: todo es del mismo nivel…

—Si fuera verdad, sería triste —dijo el abogado.

—Muy triste, extraordinariamente triste —dijo Coldewin, y prosiguió—: No hay remedio, no. No podemos olvidar que un tiempo teníamos motivos para hablar alto y seguimos empleando el mismo tono. Nuestros escritores son genios: los traducen al alemán. Entretanto, el Storthing se disuelve sin atreverse a abordar un conflicto que conmueve al país. Pero ¿qué importa? Aquí están nuestros jóvenes genios literarios.

Al fin, Gregersen tomó la palabra:

—Oiga usted, amigo: no me acuerdo de su nombre: ¿conoce usted la historia de Vinje y las patatas? Siempre que le oigo hablar me acuerdo de ella. Usted es increíblemente ingenuo y viene usted con cosas que cree nuevas y que ya hace tiempo las tenemos olvidadas. Puntos de vista de autodidacto… Vinje era también un autodidacto. No lo sabrá usted, pero era autodidacto. Un día empezó a cavilar sobre el círculo que se formaba en una patata nueva al cortarla por la mitad. Del campo sabrá usted al menos que en primavera puede haber una figura violeta en las patatas. Pero esto le chocó de tal modo a Vinje que se puso a escribir sobre ello una monografía matemática. Creyendo haber hecho un gran descubrimiento se la dio a leer a Feamley. Pero Feamley le dijo: «Muy bien; ha resuelto usted el problema». Sólo que ya lo sabían miles de años antes. ¡Hace dos mil años lo sabían! Y siempre que le oigo a usted, pienso en la historia. No lo tome a mal.

Pausa.

—No, no lo tomo a mal —repuso Coldewin—. Pero si le he entendido bien, resulta que somos de la misma opinión. No le digo nada que usted no sepa ya, ¿no es eso?

Gregersen movió vivamente la cabeza y se volvió hacia Milde:

—¡Este hombre es imposible! —Luego bebió un trago y tomó a hablar con Coldewin, gritando más de lo conveniente—: Pero ¿no comprende usted, hombre de Dios, que sus opiniones, las opiniones de un autodidacto son ridículas? Usted cree que lo que dice es nuevo; para nosotros es viejísimo: lo conocemos y nos reímos de ello… ¡No quiero seguir hablando con usted!

Y Gregersen se levantó violentamente.

—¿Pagas? —le preguntó Milde.

—Sí; ¿pero te vas?

—Me voy; en primer lugar tengo que ir al periódico, y en segundo lugar, ya he oído bastante. ¡Y en tercero y en duodécimo lugar, ya he oído bastante! ¡Adiós!

Y con paso vacilante salió del local para dirigirse a la redacción.

Dieron las seis. Los tres que habían quedado en la mesa permanecieron un momento silenciosos. Coldewin llevó la mano a un botón, como si quiera abrocharse la americana, y en vista de que no había botón se puso a mirar a la calle para distraer la atención. Luego dijo:

—Ya va siendo tarde.

—Sí; ¿pero no quería usted irse también? —le interrumpió el abogado—. ¡Cerveza, mozo…! Bueno; vamos a ver si llegamos a una inteligencia. El que nos quita a nuestros poetas es como si nos borrase del mapa, pues ellos son los que nos hacen ser lo que somos.

Milde asintió. Ellos eran los que nos daban a conocer en el extranjero. ¿Poesía esquimal? ¿Qué había querido decir con eso? Por lo demás, él, Milde, no era un fanático, y podía escuchar todas las opiniones.

—No está bien que pongamos en nuestros escritores nuestra representación —dijo Coldewin—. Pero el fundamento de eso está en que en los últimos años nos hemos hecho poco exigentes y nos satisfacemos con nada. ¿Poesía esquimal? Sí; la frase es algo fuerte, claro está; no quería decirlo con tanta crudeza. Pero ¿no es significativa la satisfacción con que nuestros escritores tratan las cosas más nimias? Ahí están Paulsberg, Ojén e Irgens; no dicen —es un ejemplo—: El mundo está de tal manera; la existencia no tiene sólo un aspecto, sino infinitos aspectos, y en mi propio corazón hay profundidades a las que nunca he descendido. Huyen de las cosas grandes y escriben sobre la Iglesia y el Estado, y la hipoteca sobre coronas fundidas de reyes y arena egipcia.

Y con esta modestia de los temas contrasta lo suntuoso del tono. Hablan como si fuesen a inaugurar una nueva era de cultura; su modestia degenera en alarde de perfección, en patética, fruncen el entrecejo y parecen enajenados y poseídos como si oliesen sangre de cristianos. Pero el elogio crece desmesurado y acaba por perder todo pudor; los escritores no son talentos dignos de leerse; no: son gente que ejerce una gran influencia en la vida espiritual de la época, que sumerge a Europa en hondas cavilaciones. ¿Cómo hemos, pues, de extrañarnos de que ellos se crean con derecho a la admiración de los demás? En noches tranquilas, a solas consigo mismos, acaso se sonrían; es posible que en las horas solitarias se miren al espejo. Entre los antiguos romanos había sujetos a quienes se llamaban augures. Eran hombres sabios y profundos que explicaban el vuelo de los pájaros. Pues bien; esos augures no podían tropezarse sin reírse.

El abogado contradijo:

—No conoce usted bastante a nuestros escritores, no los conoce usted.

—Aquí, en la ciudad, he tratado de conocer un poco su vida; no es tan escondida que no permita adivinarla un poco, y hasta por cierto motivo la he seguido cuidadosamente; por el mismo motivo que hace que hoy hable acaso con acritud. He visto, he visto un poco. Y más de una vez he preguntado: ¿Tan pobres estamos de ideales? ¿Hemos perdido ya el orgullo de exigir? ¡Nueva tierra! ¡Tierra pálida, vil arcilla! Yo desearía que las gentes dejasen de considerar como una vida ejemplar la vida de los escritores con sus intrigas y sus luchas mezquinas. Yo no soy amigo de Irgens, ni él mío, y, sin embargo, reconozco que se le ha tratado injustamente. ¿Quién es el que se le pone enfrente? ¿Un colega, acaso un escritor que disimuladamente realiza trabajos de zapa? No lo sé; pero sé que nuestros-escritores llevan una vida mezquina; pequeños y amargados, tienen celos de la dicha de los demás, y no pueden disimular su envidia. Luego, cuando llegan a cierta edad y han escrito unos libros, se indignan porque el país no les suministra las sumas que necesitan para vivir, y se lamentan: ¡ahí tenéis cómo trata Noruega a sus grandes hombres! Y de tal modo se han trastocado nuestras ideas que creemos que en efecto los escritores están por encima de todo. ¡Cuánto mejor merecían la pensión los periodistas que trabajan incesantemente! ¡Cuánto más digno de consideración es el periodista honrado, que con su trabajo diario se gana la vida para sí y para los suyos, que estos poetas que hacen un librito de versos y luego se dedican a intrigar para obtener una pensión!

Entretanto, Norem el actor estaba hundido en su silla, sus párpados se cerraban y chupaba cansado e indolente su cigarro. Finalmente se puso en pie, empujó el «bock» vacío, y dijo:

—Si realmente tienes intención de convidarnos a algo, páganos un vaso de vino.

Y en efecto, se trajo el vino.

En el mismo momento se abrió la puerta del café y entraron Irgens y Ágata. Estuvieron un momento parados en la puerta mirando en derredor; Ágata no mostraba la menor inquietud, pero, al divisar a Coldewin, dio de pronto dos pasos apresurados hacia él, se sonrió y abrió la boca para saludarle, pero luego se contuvo. Coldewin se quedó con la vista clavada en ella y se llevó maquinalmente la mano a los botones de la americana, pero no se movió.

Todo aquello pasó en brevísimos instantes.

Ágata e Irgens se acercaron a la mesa, y luego de saludar se sentaron. Ágata le dio la mano a Coldewin. Milde les preguntó qué querían tomar.

—Llegáis demasiado tarde —dijo riendo—. Deberíais haber venido antes; ahora ya ha terminado la función. Coldewin nos ha entretenido mucho.

Irgens alzó la vista, le arrojó a Coldewin una rápida ojeada y dijo mientras encendía un cigarro:

—Creo haber disfrutado ya una vez de la conversación del señor Coldewin; por ahora tengo bastante.

Sólo con trabajo lograba Irgens contener su antipatía. Veía hoy por segunda vez a Coldewin; le había visto largo tiempo parado en la calle delante de su casa y no había podido salir con Ágata hasta que desapareció. Un azar afortunado había hecho pasar por allí al abogado; si no, Coldewin hubiera seguido allí, como un espía, teniendo sitiada a la pareja.

Coldewin estaba confuso, jugaba inquieto con la tapa de su «bock», y miraba al suelo.

—Sí, Irgens, esta tarde habéis recibido lo vuestro los literatos —prosiguió Milde—. ¿Crees acaso que bastaba con lo del otro día en el Tívoli? Aquello eran palabras afectuosas, pura miel, comparado con lo de hoy. No traéis nada nuevo al mundo; tenéis la mala costumbre de envidiaros unos a otros y de tenderos lazos arteros. ¿Qué te parece el retrato?

Irgens se encogió de hombros.

Ágata no decía nada; seguía ya a uno, ya a otro con la mirada, y alzaba los ojos, sonriente y despreocupada, hacia Irgens.

—Bueno —dijo el abogado—; Coldewin estuvo claro, pero ha hecho resaltar la injusticia de que no se hable de las poesías de Irgens. Eso lo has oído tú también, Milde.

—Pero no era eso en son de defensa del señor Irgens —exclamó de repente Coldewin con voz clara y penetrante—. Sólo era para mostrar cómo proceden unos con otros los señores escritores.

Pausa. Coldewin bebió distraído un sorbo de cerveza; su mano temblaba. El abogado miraba asombrado su transformación. ¿De dónde había sacado aquella voz y aquel tono?

—Bueno; será lo que sea —dijo el abogado, conciliador—. Pero en todo caso usted ha dicho cosas que no piensa en serio. Les echa usted en cara a los escritores sus celos y envidias; pero este es un vicio que se encuentra en todas las clases. Yo lo veo en mi profesión.

Coldewin replicó a esto breve, y sin duelo que, sin embargo, en ninguna profesión este vicio adquiría las proporciones que entre los escritores. Sirviera de ejemplo el auxilio que los comerciantes se prestaban unos a otros en situaciones apuradas. ¡Qué diferencia con lo que ocurría con los escritores!

—En recompensa nos ocupamos de los escritores y discutimos sobre su último libro, mejor o peor, siendo así que actualmente son los comerciantes los que más merecen nuestra estimación. Ellos son los que han hecho de Noruega una nación comercial, un país de exportación. Y, sin embargo, los privilegiados han de ser los escritores. ¿Por qué? Un escritor puede no pagar, puede deber veinte mil coronas. A un comerciante que hiciese lo que ellos hacen se le denunciaría por estafa. Pero cuando se trata de un escritor las gentes se limitan a comentar en privado el engaño y encuentran delicioso que llegue a deber las veinte mil coronas…

Milde dio un golpe en la mesa con su «bock», y dijo:

—Bueno hombre: creo que ya ha hablado usted bastante.

El pintor pareció haber perdido la paciencia. Mientras había estado solo con el abogado y el actor no había protestado lo más mínimo, y hasta le habían entretenido las amargas acusaciones de Coldewin; pero tan pronto como llegó un escritor, comenzó a indignarse. Pues era una de las excelentes prácticas de Milde hablar siempre con las espaldas guardadas.

Coldewin le miro.

—¿Lo cree usted así? —dijo.

—Sí, lo creo.

Coldewin había hablado indudablemente con intención; sus palabras llevaban una dirección determinada, y todos se dieron cuenta de ello. Irgens se mordía de cuando en cuando el bigote.

En aquel momento, hasta Norem prestó atención; comprendió que algo pasaba ante sus cansados ojos y empezó a mezclarse en la contienda, a tronar contra la moral de los comerciantes: la moral más corrompida de la tierra, basada en la explotación; una moral puramente judía. ¿Es decoroso ser usurero? A él que no le vinieran con esas monsergas; ya sabría contestar si llegaba el caso. ¡Conque moral de comerciantes! La moral más corrompida de la tierra…

Entretanto, el abogado hablaba con Irgens y Ágata, y les refería cómo había encontrado a Coldewin.

—Me lo tropecé hace un rato allá por tu barrio, Irgens, en la calle de Lágrimas, debajo de tus ventanas precisamente. Allí estaba parado y me lo traje.

Ágata preguntó en voz baja con ojos muy abiertos y expresión asustada:

—¿Le encontró usted en la calle de Lágrimas? ¿Oyes, Irgens? Debajo de tus ventanas. ¡Dios me ampare!

Adivinó en seguida que algo se tramaba. Coldewin la miraba con mucha atención fijamente a la cara, esforzándose en que notase que la miraba.

Norem, en tanto, seguía formulando preguntas imposibles:

—¡Conque sí! ¿Es decir, que el mundo estaba corrompido porque se interesaba por el arte y la literatura?

—Oiga usted, viejo. Deje usted el arte en su sitio y siga su camino. ¡Ja, ja! ¿Conque hombres y mujeres están totalmente corrompidos?…

Coldewin aprovechó inmediatamente la ocasión para contestar. No se dirigió a Norem y hasta desvió de él su mirada, pero dijo lo que tenía que decir hablando para todos. No era exacto decir que hombres y mujeres estuviesen corrompidos, pero sí que habían llegado a cierto grado de frivolidad y vacío; eran degenerados y pequeños. Nueva tierra, tierra pálida, sin tierra densa y fructífera. La juventud tiene la sangre helada, y no es capaz de grandes arrebatos ni de grandes pasiones. ¿Y las mujeres? ¿Qué se había hecho de su altanera mirada de antes? Aquella mirada era algo grande y delicado, pero no se la veía ya. Las mujeres no distinguían ya lo mediocre de lo superior; un par de míseros versos o una novela trabajosamente compuesta las sumían en la mayor admiración. La mujer había perdido su sencillez rica y amable, la fuerza de la pasión, la admiración por el hombre único, su héroe, su dios; se había hecho golosa, cogía de todo un poco y daba a todos la mirada entera. El amor era para la mujer el nombre de un sentimiento extinguido sobre el cual había leído cosas y del que había hablado inclusive; pero no lo sentía como un vendaval arrollador que la hiciera caer de rodillas, sino como un soplo suave, como un sonido apagado. Y el mal no tiene remedio. Hoy aún vivíamos de la herencia de pasadas generaciones. Sólo el comercio conservaba el pulso recio. Sólo en él había vida y hervor. Había que tributarle gratitud, pues de él vendría la renovación.

Estas últimas palabras acabaron de indignar a Milde, quien sacó del bolsillo un billete de diez coronas, se lo tiró a Coldewin por encima de la mesa y dijo furioso:

—¡Ahí tiene usted su dinero! Acuérdese usted. Me prestó en una ocasión diez coronas y se me había olvidado hasta hoy. Supongo que ahora comprenderá usted que puede marcharse.

Coldewin enrojeció vivamente, pero tomó el billete.

—No me da usted las gracias muy cortésmente por el préstamo —dijo.

—Y ¿quién le ha dicho a usted que yo era un hombre cortés? Lo principal es que ha recibido su dinero y que podemos esperar vernos libres de usted.

—Sí, gracias; necesito mi dinero: no me quedaba nada —replicó Coldewin, y se puso a envolver el billete en un trozo de periódico. La manera de cogerlo indicaba ya lo torpe que era y su poca costumbre de manejar dinero. Pero de pronto alzó la cabeza, y mirando a Milde dijo:

—Por lo demás, no creía que me devolviese usted este dinero.

Milde tuvo un rapto de cólera, pero luego se aplomó; la ofensa no le hizo saltar, murmuró una respuesta y en seguida eludió el choque, diciendo que no tenía ánimo de ser descortés, y que pedía perdón; estaba excitado, pero en suma…

Entonces, Norem, que estaba sentado indiferente y ebrio como de costumbre, no pudo mantenerse serio por más tiempo; no vio más que el aspecto cómico de la escena y exclamó riéndose:

—Pero ¿hasta a este le has pedido dinero, Milde? ¡Qué gracioso! No hay nadie que se libre de un sablazo tuyo. Eres único. ¡Ja, ja, ja! ¿A este también?

Coldewin se levantó.

En el mismo instante se levantó también Ágata y corrió hacia él. Cogió su mano, presa de extraña emoción, y llevándole a la ventana comenzó a susurrarle no sé qué cosas. Se sentaron en una mesa donde no había nadie, y ella dijo:

—Es verdad: hablaba usted para mí, lo he entendido; tiene usted razón, Coldewin, la tiene usted. Pero ya verá cómo cambian las cosas. Dice usted que no puedo; pues sí que puedo. ¡Ya lo verá usted! Sólo ahora me doy cuenta de todo. No se enfade usted conmigo, querido Coldewin; espero que no estará usted enfadado. Aunque he sido tan mala…

Ágata lloraba con los ojos secos; completamente desconcertada no levantaba la vista del suelo y hablaba incesantemente. Él decía de cuando en cuando una palabra, asentía, movía la cabeza cuando aparecía demasiado desconfiada y la llamaba, confuso, Ágata, querida Ágata. Siguieron sentados; Ágata fue calmándose, inclinó la cabeza a un lado y escuchaba atentamente cuando él hablaba. No debía creer que todo lo que había dicho se refería a ella; de ningún modo. Cierto que había pensado en ella; ¡pero, a Dios gracias, se había equivocado! Tampoco había querido hacerle daño, sino tan sólo ponerla un poco en guardia: ella era muy joven y él, como de más edad, comprendía a qué peligros estaba expuesta. Pero ¡por Dios!, que no se entristeciera.

Continuaron hablando. Irgens se impacientó y se puso en pie bostezando y estirando los brazos para indicar que quería irse; pero, de pronto, se le ocurrió que había olvidado algo y se fue muy de prisa al «buffet», donde pidió café tostado, que metió en una bolsa de papel.

Milde pagó la cuenta, manejando el dinero con mucha soltura, y se levantó igualmente. Se despidió de los amigos y se marchó. Al poco tiempo se le vio a través de la ventana de Grand, que saludaba a una mujer con la que se iba a poco por una calleja: la mujer traía un largo boa que a veces se enroscaba al brazo de Milde.

Ágata y Coldewin seguían en su sitio.

—Podía usted acompañarme a casa —dijo ella—. Aguarde un momento; voy sólo…

Se fue hacia la mesa de Irgens, cogió su abrigo e hizo ademán de irse.

—¿Se va usted? —preguntó él, muy asombrado.

—Sí; no quiero oír más, Irgens —replicó ella—. Hasta otro rato.

—¿Que no quiere usted oír más? ¿Quiere que la acompañe a casa?

—No. Y otro día, mañana, tampoco. No; es necesario acabar.

Le tendió la mano y le dio las gracias, indiferente. Miraba incesantemente hacia Coldewin y se impacientaba porque Irgens la retenía.

—Recuerde lo que me prometió para mañana —dijo Irgens cuando ella se iba.