Milde y Gregersen iban calle abajo; salían de una bodega; era época de vendimia y caminaban hacia Grand. Hablaban del retrato de Paulsberg pintado por Milde, que había sido adquirido por el Museo Nacional; de la última borrachera estrepitosa de Norem; de Hanka, que se había separado de su marido. ¿Qué otra cosa podía esperarse? Bastante tiempo había soportado a aquel tendero. Los dos amigos se preguntaron mutuamente por la dirección de Hanka para visitarla y darle la enhorabuena; que supiese que podía contar con sus simpatías; pero ninguno sabía sus señas.
También se ocuparon, como es natural, de la situación. Y la situación era que el Storthing se había disuelto sin resolver nada. Las Noticias, como de costumbre, había sostenido alternativamente los dos puntos de vista opuestos.
—¡Qué vamos a hacer con nuestro ejército! —decía Gregersen con seriedad y convicción—. Tenemos que esperar a que llegue el momento.
—Sí —asintió Milde—; no nos queda otro recurso.
Entraron en Grand, donde estaba Ojén explicando a sus acompañantes perennes, los dos poetas de la cabeza rapada, sus nuevos proyectos literarios, tres o cuatro poemas en prosa; una ciudad dormida, cúpulas, la torre de Babel, un texto bíblico. ¡Fijaos qué tema: la torre de Babel! ¡Sólo la arquitectura! Y con un movimiento nervioso Ojén dibujó una espiral por encima de su cabeza.
—Demasiado precipitado el gesto —le interrumpió Gregersen—. ¿Te figuras que la torre de Babel es como un muelle de reloj? No, hay que imaginársela así: una espiral en potente sosiego. —Y Gregersen trazó en el aire algunos círculos enormes.
Al poco rato llegaron Paulsberg y su mujer, y se juntaron dos mesas; pagaba Milde, que tenía aún dinero de la primera mitad de la pensión. Paulsberg no pudo con tenerse y cayó en seguida sobre Gregersen a causa del último artículo de Las Noticias. Hacía poco tiempo, el periódico se había mostrado de acuerdo con las ideas expuestas en un artículo suyo. ¿Cómo era posible que cambiase así de criterio? Pronto las personas honradas tendrían que avergonzarse de poner su pluma al servicio del periódico. Paulsberg estaba sinceramente irritado y exponía su manera de ver con palabras contundentes.
Gregersen callaba. Sólo objetó tímidamente que Las Noticias había expuesto sus razones en el número de hoy…
—¿Razones? ¿Qué razones? —Paulsberg quería hacerle ver lo que eran tales razones—. ¡Camarero, Las Noticias de hoy!
Y mientras esperaban el periódico, Milde se mostró conforme en que las razones no valían nada. Hablaban de la frontera oriental, del aumento de los efectivos, hasta de la intervención de otras potencias.
—Y, sin embargo, no hace un cuarto de hora, Milde era de la misma opinión que Las Noticias —dijo Gregersen.
Paulsberg había comenzado a leer punto por punto el artículo: leía en voz baja y con maligna intención, y de cuando en cuando levantaba la vista. ¿No era deliciosamente cómico que un periódico como Las Noticias hablase de responsabilidad? El artículo era pasto arrojado a los suscriptores. Y tiró a un lado el periódico. La desvergüenza tenía un límite. Adulando constantemente al populacho se rebajaba el nivel del país. No tenía inconveniente en ir mañana a Las Noticias y decirlo así.
Calló y se hizo el silencio. Pocas veces se había oído a Paulsberg hablar tanto de una tirada; todos le miraban; hasta los clientes de las mesas próximas que bebían cerveza, estiraban el cuello para escuchar. Todos conocían a Paulsberg y era de gran interés saber lo que pensaba. ¡De manera que Paulsberg no estaba conforme con Las Noticias! ¡Un hombre honrado ya no podía escribir en el periódico!
Pero también al pobre periodista le habían hecho mella las palabras de Paulsberg, y se reconocía de acuerdo en principio con él. ¿Quién duda que la honradez tiene también sus exigencias? Claro que no había sido obra suya aquel último cambio de frente de Las Noticias; pero, como redactor, le cabía cierta responsabilidad.
—Es muy probable —continuó Paulsberg, con la misma seriedad— que si esta vez se hubieran mantenido unánimes ciertos hombres y ciertos periódicos, el Storthing hubiera hecho algo antes de disolverse. Pero ciertos hombres y ciertos periódicos estiman demasiado sus intereses personales. Habría que vestirse de duelo para que el país se diera cuenta de lo que se ha perdido. Y los que principalmente sufriremos las consecuencias somos nosotros los jóvenes.
Nuevo silencio. Todos meditaban sobre lo que habían oído. Y las facciones de Paulsberg expresaban en aquel momento el efecto profundo que le había producido la conducta de los periódicos y del Parlamento; había olvidado su postura habitual, la cabeza baja y el rostro pensativo, que tanto efecto hacía a los que le veían; ahora era un hombre indignado, profundamente herido, que levantaba la cabeza y explayaba el dolor de su corazón. Sólo tras una larga pausa se atrevió Milde a catar su vaso; los tres poetas en prosa se habían quedado rígidos. Pero el bullicioso periodista no pudo contener más su alegría; señaló un anuncio inserto en Las Noticias, y leyó riéndose: «Se desea una muchacha que quiera compartir la habitación con alguien». ¡Je, je! Una muchacha que quiera compartir la habitación con alguien.
—Gregersen, no olvide que hay señoras —dijo la señora Paulsberg, riéndose igualmente.
Con esto se acabó la seriedad: todos comenzaron a hablar animadamente, y hasta Ojén se atrevió a felicitar a Paulsberg porque el Museo había adquirido su retrato. Era casi equivalente al ingreso en la Academia. Y no es que fuera prematuro, no.
Trajeron más vino; Gregersen convidaba con esplendidez y chocaba su vaso con el de todos. Gregersen fue recobrando poco a poco el buen humor; iba haciendo cada vez más calor; el aire era irrespirable: una mezcla de todos los olores posibles…
En aquel momento, el desmedrado Ojén intentó volver a hablar de poesía. Milde echó una ojeada a Paulsberg, que torció el gesto; sin duda no estaba en situación de escuchar las opiniones poéticas de Ojén.
Entonces Milde dijo resueltamente que poesía, no; que era preferible hablar del canal de Suez.
Ojén se sintió extraordinariamente ofendido; si no hubieran estado presentes sus dos discípulos se hubiera reído y la cosa no hubiera tenido trascendencia. En presencia de ellos no podía callarse, y respondió violentamente. Milde tenía el don extraordinario de ser único a tiempo y a destiempo. ¿Quién le había preguntado su opinión sobre Baudelaire?
Milde le replicó decidido, pues sabía que Paulsberg le cubría las espaldas, y se produjo una de las querellas ordinarias, pero más abierta y más brutal que de costumbre. Ahora no estaba allí Hanka, que aplacaba las furias, y se pronunciaron palabras duras y claras, sobre cuya significación no cabían interpretaciones, y Milde acabó diciendo que la poesía de Ojén era enteramente chifladura baudeleriana. A lo cual Ojén no replicó, si] que dio con el vaso reciamente en la mesa, pagó y fue. Sus dos acompañantes le siguieron.
—No lo puedo soportar con sus poemas en prosa —dijo Milde para disculparse—. No comprendo cómo puede hablar de las insulseces que escribe estando a su lado un hombre como Paulsberg. Pero ya lo calmaré, con que le dé un golpe en el hombro y le diga que siento que no le hayan dado a él la pensión… —en esto se acordó de Hanka—. Echo de menos a Hanka; ha desaparecido completamente; nadie sabe su dirección. Ya sabréis que al fin se ha separado de su marido. Ha alquilado una habitación y Tidemand le pasa cierta cantidad mensual.
—Me está usted dando con los pies constantemente, señora Paulsberg.
—No sea usted cínico.
—Digo la verdad. Me está tropezando con los pies por debajo de la mesa. Y no es que yo sea en principio enemigo de los puntapiés de las mujeres hermosas, de ningún modo…
Gregersen se echó a reír a carcajadas sobre su propia ocurrencia. Y en seguida abordó su tema favorito: el vicio que reinaba por doquier. ¿Verdad que no se podía vivir entre tanta corrupción? Y se reía de todo corazón, gozoso y satisfecho.
Y Paulsberg, que llevaba largo rato sin hablar y veía que había estado injusto con su amigo, tan servicial, haciéndole responsable de la política de Las Noticias, se echó a reír, encantado de que Gregersen pudiera divertirse así.
Chocó su vaso con el del periodista, y le dijo:
—Supongo que habrás comprendido que en mis ataques a Las Noticias no me refería a ti.
Gregersen, que en aquel momento estaba satisfecho y borracho, lo entendía todo; le dio a Paulsberg en el hombro y lo llamó «mi querido amigo», «mi mejor amigo». ¿Por quién lo tomaba?
Entonces Paulsberg se lo llevó a un rincón, y le dijo:
—Oye, viejo amigo; hace poco se publicó en un periódico alemán una crítica elogiosa de mi libro El perdón de los pecados. ¿No podías intercalarlo en Las Noticias? Me harías un gran servicio.
Gregersen prometió hacer: todo lo posible; por él no había de quedar. Claro que se publicaría.
Volvieron a su sitio, pero Milde, que había estado oído avizor, se enteró de lo que hablaban; estaba seguro de no haber oído mal: Paulsberg quería que se publicase en Las Noticias la crítica alemana de su libro.
Paulsberg había hecho lo que tenía que hacer y quiso irse a casa. Pero Milde fue bastante ingenuo para protestar. ¿Irse tan pronto? No, no estaba bien.
Paulsberg se sonrió tranquilamente.
—Parece mentira que no me conozcas —dijo—. Cuando digo una cosa es que la pienso.
Milde hubiera debido saberlo, pero no obstante se obstinó en retener a Paulsberg. Fue inútil. Paulsberg no se dejó convencer; era tarde; tenía que hacer: un par de revistas querían colaboraciones suyas.
Al salir Paulsberg y su mujer se tropezaron en la puerta con tres personas que les hicieron volverse: eran Grande y Norem, y Coldewin, que venía con ellos.
La señora Grande, no; a la señora Grande no se la veía nunca con su marido.
Los tres traían una conversación de la calle que continuaron apenas hubieron tomado asiento y después de saludar a los amigos. El que hablaba era principalmente Coldewin. El abogado refirió que lo había encontrado en la calle de Lágrimas, y que Coldewin le había contado que se iba mañana en el tren de la noche. Había conseguido un puesto de profesor particular allá arriba, en el Norte. Lo había hecho venir a fuerza de insistencia —dijo el abogado— y por el camino se encontraron a Norem.
Coldewin habló también del Storthing y de la situación actual; volvió a acusar a la juventud, que no se movía, ni había sabido responder a las insensateces del Poder. ¡Qué juventud más degenerada la de hoy!
—¡Qué! ¿Van mal las cosas para nosotros otra vez? —preguntó Milde en voz baja.
Y Paulsberg contestó riendo después de vaciar su vaso:
—Tenéis que tomarlo con paciencia. Pero vámonos a casa, Nicolina. Yo no lo soporto.
Y Paulsberg y su mujer abandonaron el local.